38. Un día de playa
GEORGINA
Agarré el volante con fuerza después de girar la llave en el contacto. El motor rugió.
—Amor, ¿estás segura de que quieres conducir todo el trayecto? —me preguntó Kresten.
No estaba segura de nada. Ni de lo que había estado haciendo las últimas semanas, ni de lo que iba a hacer, ni de lo que haría.
Y cada vez que Kresten me llamaba amor se me desbocaba el corazón.
No ayudaba en absoluto.
—Sí —le respondí, acomodándome en el asiento.
Kresten se puso sus gafas de sol y se recostó sobre el asiento.
—Pues espabila, que es mi fin de semana libre y estoy deseando llegar a la playa.
Puse los ojos en blanco ante su actitud e inicié la marcha. El Kresten despreocupado, vacilón y parlanchín volvía cada vez que yo me subía a un volante.
Íbamos a la Costa Brava. Kresten tenía ganas de hacer turismo y quería aprovechar sus días libres para pasarse el día lejos de Barcelona. Y yo quería conducir, así que nuestros objetivos estaban bastante complementados.
Mi único problema eran las carreteras de curvas, acantilados, y montaña que mi copiloto escogía.
Se me secó la garganta de pánico al imaginar cuál sería la carretera que habría escogido para ese sábado, porque aunque había conducido ya varias veces, algunas de sus rutas me aterrorizaban.
Volví a conducir el día que fui a recoger mis cosas a casa de mi padre para hacer el traslado a mi nuevo piso. Fue un trayecto corto, porque en cuanto entramos a Barcelona y me empezaron a temblar todas las extremidades, Kresten, que me había acompañado, continuó conduciendo por mí.
En apenas tres semanas y práctica semanal, había conseguido dominar bastante bien los temblores. Siempre y cuando no tuviese un acantilado a menos de dos metros.
—Te veo muy tranquilo conmigo al volante de tu coche —observé, mientras Kresten fingía pasotismo. Llevábamos media hora en la autopista con el único entretenimiento de los coches que me adelantaban.
—Este coche no tiene marchas, tiene cámara trasera y si vas a estrellarte, pita como un condenado para que frenes. Llevar el tuyo es mucho más peligroso, esto debería ser sencillo —«Debería, supongo que sí», pensé—. Lo estás haciendo muy bien —me tranquilizó él al ver que me mordía el labio.
Aún me temblaban las manos, pero debía admitir que, el hecho de que no tuviese que preocuparme de las marchas, mejoraba mucho mi experiencia.
Kresten me señaló la salida que debía tomar y no tardé mucho en volver a ser atacada por mis nervios. Era una carretera estrecha, de curvas, con un enorme acantilado a nuestra derecha y la incipiente montaña a la otra. El mar se veía al fondo, en ese valle costero mediterráneo de ensueño.
—Nos vamos a caer por un barranco —dije—. Ya verás.
—Nos caeremos si te sales de la carretera.
Y parecía bastante fácil, porque con cada curva más cerca estaba del precipicio. Y de un ataque al corazón.
Estaba loca si pensaba que estaba preparada para eso.
—¡No vuelvas a atraerme por aquí! —exclamé, alterada, cuando crucé mi camino con otro coche en sentido contrario que había invadido parte de mi carril. Tuve que acercarme al borde de la carretera más de lo que mi cordura podía soportar.
—¿Quieres que conduzca yo?
—No.
Quería hacerlo yo porque me había propuesto superar mi miedo a conducir. Kresten me había dicho que lo hacía bien y yo confiaba en mis aptitudes. Lo único que debía gestionar era mi miedo, y sí, esa era la parte más complicada, pero quería conseguirlo.
—Esta es la única carretera que hay a Cadaqués —dijo él—. O la cruzas o no llegamos.
—¿Y no podemos ir a otro sitio?
—No. Este es el plan que acordamos.
Kresten era exageradamente inglés con los planes. Se planificaba nuestras salidas con horarios incluidos y cualquier cambio parecía provocarle una embolia.
Había un punto divertido en desmontar esos planes, hacerlo rabiar durante diez minutos y después hacerle confesar que el nuevo plan le gustaba, aunque intentara negarlo.
El orgullo de Kresten era algo de lo que me encantaba burlarme.
Y a él le gustaba burlarse del mío.
Kresten ojeó su teléfono. A pesar de que se tomara uno o dos días libres a la semana, no desconectaba. Ya que siempre estaba atento por si pasaba algo por lo que lo necesitaran.
Sobre todo desde que Sergio se había ido de vacaciones y Dayana pasaba muchas horas al mando de la librería-cafetería.
En cuanto a Míriam, se estaba comportando desde su cambio a la cafetería y las desapariciones de dinero en la caja habían casi cesado. Alex se encargaba de que ella no cobrase en su presencia, ya que Sergio solía defenderla cuando ella le echaba las culpas a Alex. Esa chica era una hierba muy mala.
Conseguí que llegáramos sanos y salvos. Kresten me señaló un parking en una calle estrechísima reservado para el hotel.
Después de diez minutos, muchas inseguridades, frenazos y varios pitidos del coche de Kres y exclamaciones de él, que ya no estaba tan tranquilo, conseguí aparcar sin dejar un solo arañazo.
Salí del coche, eufórica y satisfecha conmigo misma, mientras mi novio intentaba recuperar el color en su rostro.
«Mi novio». No iba a acostumbrarme nunca.
—Ha estado... bien... muy bien, lo has conseguido, ¿ves? —dijo él, con la mano en el pecho—. Pero por lo que más quieras, ¡No te acerques tanto a la pared, ni a los otros coches, ni sigas marcha atrás cuando te vas a chocar!
Era adorable que pusiese tanto esfuerzo en hacerme sentir bien. Me acerqué a él, juguetona, y le abroché un botón de la camisa. Él se quedó quieto, observándome con una ceja alzada. Después el siguiente, mientras me ponía de puntillas para darle un beso corto.
Gruñó cuando le abroché el último. Sus labios sabían al chocolate que había en el croissant de su desayuno.
—Odio los botones atados, pero cuando haces esto me pones cachondísimo —confesó, frustrado. Me sujetó de la parte baja de la espalda, erizando la piel desnuda bajo mi top corto.
—Por eso lo hago —me burlé, apartándome de él con una risita.
—También puedes desatarlos —flirteó.
—No, gracias —seguí riéndome, mientras salía del estacionamiento para adentrarme en las calles laberínticas, de pavimento de piedra, fachadas blancas y ventanas y puertas de madera pintadas de azul.
—Eres mala —bromeó, alcanzándome. Me rodeó los hombros—. Mi plan incluye ir de excursión a una cala pequeña a la que solo se puede ir nadando o por un sendero de montaña.
Así que para eso me había pedido que trajese calzado cómodo. Kresten llevaba dos semanas entusiasmado con la idea de descubrir pequeñas ermitas, pueblos y encantos locales. Le encantaba el turismo en todas sus formas, me había hablado de las ganas que tenía de viajar y ver el mundo, no solo lejos de casa, sino también en los pequeños rincones mágicos que quedan olvidados.
Sonrió, travieso.
—Babe, se te va a olvidar que estás en la playa cuando hagamos el amor sobre una roca, con la marea acariciándonos y...
—Dios mío —me llevé las manos al rostro, acalorada. Odiaba y adoraba que hiciese eso a partes iguales.
—Estás como una remolacha —observó, con esa característica diversión suya y me acercó a él, deslizando su mano desde mis hombros hasta la base de mi espalda.
Ya había asumido que mi relación con él estaría repleta de comparaciones con tomates o remolachas hasta el fin de mis días.
—Pero nos puede ver alguien...
—Yo soy discretísimo —la palabra vino acompañada de un suave lametón detrás de mi oreja que me erizó la piel.
De irritarme a derretirme en sus brazos había un solo paso, y era cortísimo.
—Tendremos que dejarlo para luego —repliqué, juguetona y salí corriendo en dirección contraria.
—¡¿A dónde vas?! —Kresten alzó las manos, confuso—. ¡El hotel está en el otro lado!
El hotel. Necesitaba ayuda para eso, porque todavía me costaba asimilar que iba a pasar la noche con él. Me había quedado en su casa a dormir varias veces, y los desayunos con él eran una maravilla, al igual que las noches. Me estaba acostumbrando rapidísimo.
Hacía años que no iba de vacaciones y esa pequeña escapada de una noche de fin de semana, era un sueño.
—¡A la iglesia! —repliqué, aguantándome las risas y las cosquillas que Kres seguía haciendo crecer en mi estómago— Necesito pedirle a Dios que no permita que me estrelle al volver a casa. ¡Y que me ayude contigo!
En realidad, había visto fotos de las vistas desde la iglesia y al parecer eran espectaculares. No quería perderlas por nada del mundo. La entrada al hotel podía esperar. No había prisa y las maletas estaban guardadas en el maletero del coche.
—¡¿Desde cuándo eres religiosa?! —me preguntó él.
—¡Desde ahora! —bromeé.
—¡Pero luego vamos al hotel! —exclamó, siguiéndome con un destello de diversión enganchado a sus labios. Estiró el lado derecho de su boca.
Me siguió entre las calles de edificios blancos y ventanas azules. En cuanto llegamos a la pequeña plaza de la iglesia, los ojos se le iluminaron con asombro. Kresten se apoyó en el muro de piedra y, fascinado, se fijó en el mar, que cubierto de pequeños barcos que parecían formar parte del paisaje de una pintura costera. Cerré los ojos y me dejé acariciar por la brisa marítima que se mezclaba con el bosque que recorría la costa de acantilados y calas escondidas entre piedras y rocas. Olía a pino, encinas y sal.
—Qué vistas más bonitas —observó Kres.
—Mis cambios de planes son estupendos —sonreí satisfecha.
Gruñó y puso los ojos en blanco, pero no lo negó.
—Va, admite que cambiar la ruta ha sido una idea genial —insistí, con un gesto coqueto.
—No.
Le di un codazo suave en la costilla y él fingió que le había hecho daño soltando una exclamación.
—Pero si estás enamorado de las vistas —me puse de puntillas para darle un beso en la mejilla—. Y de mí.
No pudo aguantar más la sonrisa.
—Como siempre —dijo—. Me desmontas todo y aun así me acaba encantando. Juegas conmigo como una sirena.
Me dio uno de esos besos que conseguían que de verdad me creyese una sirena, porque dejaba de sentir las rodillas.
—Estás como un tomate —se rio, otra vez, al separarse de mí.
—Eres insoportable.
—mente atractivo e irresistible —acabó por mí, con su gracioso acento británico.
Esa vez, no pude escaparme. Me sujetó de la cintura.
Después de toda la distancia, tensión contenida y encuentros clandestinos en la cafetería, cuando estábamos a solas nada nos detenía de ser los dos tontos enamorados que éramos.
Kresten hacía que mis días fuesen especiales, porque hasta cuando estaba a punto de tocar fondo, él me sujetaba de la mano y reconfortaba mi corazón con sus besos.
Estaba tan enamorada que tenía que recordarme que todo era real. Que él me quería. Y que por fin había encontrado a alguien que me hacía feliz.
Los únicos que sabían sobre nuestra relación eran Sergio y Dayana, que se mantenían discretos, a pesar de que el resto de empleados se dejasen llevar por el rumor. Era obvio que sospechaban de nuestra relación, pero que se mantuviese como algo privado hacía que las cosas fuesen más sencillas.
Tiró de mi labio inferior con los dientes. Respondí haciendo lo mismo.
Él gruñó.
—Vamos al hotel, ya —dijo.
El hotel estaba escondido en un callejón pintoresco, bañado de enredaderas con flores moradas que adornaban el blanco de la fachada. La habitación tenía vistas al mar.
Mi teléfono sonó nada más entrar a la habitación.
—¡Georgina, tesoro! ¿Estás libre esta tarde? —era mamá. No había dejado de llamarme desde que, la tarde después de que papá me pidiese que me fuera de casa, viniese a verme a la cafetería.
Me pidió perdón, y no pude hacer más que aceptarlo, algo resentida y dolida porque, aunque por fin parecía entenderme, no estaba segura de si en realidad iba a implicar un cambio en nosotras. Ella estaba de acuerdo con que vivir con papá no me hacía bien, y a mí todavía me dolía esa decisión. Porque el amor también puede romper un corazón.
Que lo entendiera no lo hacía más fácil, ni menos doloroso.
—Mamá, este fin de semana he salido con Kresten. No voy a poder verte.
—Oh, ¡qué pena! —sus palabras estuvieron llenas de desilusión. Tomé una fuerte bocanada de aire. Era irónico, hacía apenas unos meses ella se había olvidado de mí porque se fue de salida con su prometido—. Arnau me ha escrito hoy, por fin. Me ha pedido que nos veamos y... había pensado que sería genial que pudiese veros a los dos. Os echo mucho de menos.
La noticia vino acompañada de una alegría agridulce. No me esperaba que Arnau quisiese ver a mamá y me hubiese gustado poder estar con ellos, pero... tenía que seguir poniendo distancia porque a mí se me drenaba la energía y después de todo, no podía hacer nada más para ayudarles. Debían solucionar sus desacuerdos entre ellos.
—Es mejor que yo no vaya —le dije—. Creo que os irá bien conversar a solas.
Mamá me concedió unos segundos de silencio.
«A solas». Hacía semanas que me acompañaba esa soledad extraña, que se asemejaba tanto a la libertad que, en ocasiones, me atacaba la nostalgia.
Nunca pensé en las cosas de mí que se quedarían atrás cuando me marchara de casa. Los libros no llevé conmigo, las fotos que se quedaron en un cajón, la ropa que tiré en un intento de empezar una nueva vida.
Pero no fueron solo algunas de mis cosas las que se quedaron atrás. También mis días, recuerdos y rutinas. En alguna ocasión me había sorprendido a mí misma caminando hacia la estación de tren, dispuesta a volver a casa de papá, para darme cuenta de que mi casa ahora estaba en otro lado.
Vivir con Claudia y Anna era genial, pero todavía no sentía que fuese mi casa del todo.
Me gustaba pensar que, con el tiempo, me acostumbraría.
—¿Cómo está tu padre? —me preguntó mamá.
Mejorando. Me pasé dos semanas sin hablar con él después de marcharme, pero al decimocuarto día, contesté a su llamada. Papá se había llenado de alegría esa noche y, con la voz más animada que le había escuchado en años, me explicó que había hecho un pequeño avance.
—Papá está bien, mamá —le contesté y sonreí a pesar de que ella no me veía.
Era más fácil fingir que no me dolía que la vida de papá mejorara cuando yo estaba lejos. Estaba feliz por él y triste por mí.
Kresten, que se había ocupado de dejar las maletas a un lado, se acercó y me rodeó la cintura en un abrazo. Con él no me hacía falta fingir, porque me veía a través de todas las máscaras que tenía. Era mi puerto seguro.
—Me alegro mucho, cielo —dijo mamá al otro lado de la línea—. Ya verás como poco a poco todo se irá poniendo en su lugar.
«Eso espero».
Suspiré y apoyé la cabeza en el pecho de Kresten, que me acarició los cabellos, reconfortándome.
—Mamá, hablamos en otro momento, ¿vale?
La llamada me dejó un amargo sabor de boca, pero eso no iba a arruinarme el día. No quería pensar en ellos, por muy egoísta que eso pudiese ser. Ese fin de semana solo quería pensar en Kresten y en mí.
Guárdelo teléfono en mi bolsillo.
—Mi madre y Arnau van a verse —le dije a Kresten, que se mantenía pensativo—. A ver si lo arreglan.
Alcé el rostro y me topé con su mirada. Parecía preocupado.
—Hagan lo que hagan —me dijo con cariño—. No dejes que te arrastren de nuevo.
—Amo a mi familia, Kres —contesté—. Pero he tomado una decisión. Es mi vida. No la de papá, ni de Arnau, ni de mamá. Es mía y voy a dirigirla.
Su rostro se llenó de orgullo, y con una intensidad abrumadora, me besó, acunando mi rostro con sus manos.
—Esa es mi chica —susurró—. Estoy orgulloso de ti.
Kresten me hacía sentir como si siempre hubiese estado envuelta en plástico de embalaje y por fin me hubiese desprendido de él.
Aunque tal vez, eso no tenía que ver tanto con Kresten, y más conmigo y mi libertad.
Con la sensación de que mi futuro estaba en blanco y que, por primera vez en mi vida, no sabía qué iba a pasar.
Y podía hacer lo que quisiera.
Así que lo besé hasta que me quedé sin aliento, porque no me importaban el tiempo ni los planes. Lo quería a él, junto con el calor y seguridad de su cuerpo, la melodía de su voz susurrando en mi oído y la magia que había descubierto al dejarme llevar, junto a él.
Lo sujeté del cuello de la camisa que había vuelto a desabrocharse y lo empujé sobre la cama. Abrió los ojos, sorprendido ante mi atrevimiento cuando me senté a horcajadas sobre sus caderas. Era la primera vez que lo reclamaba de ese modo, porque era él quien tomaba la iniciativa. Me sujetó con fuerza, satisfecho mientras yo enterraba mis labios en su cuello.
La pasión no tardó en desatarse. Nuestra ropa quedó esparcida en el suelo. Éramos piel, sudor y besos. Me guio, sujetando mi cintura desnuda, para que cabalgara sus caderas. Y nos perdimos durante lo que pareció un instante y una eternidad. Él me abrazó con fuerza y nuestras caderas se complementaron hasta crear su propio idioma.
—¿Vamos a esa excusión? —pregunté con un jadeo, sobre sus labios.
Él soltó una carcajada alegre y susurró:
—Contigo ya he descubierto el rincón secreto más bonito.
Llegar hasta la cala que Kresten había encontrado fue toda una aventura. El sendero era rocoso y en algún tramo podría incluso considerar la escalada como medio para continuar el itinerario. La cala estaba escondida detrás de un pequeño monte de arbustos que tapaban el pequeño camino casi imperceptible, en el que apenas cabían nuestros pies.
Fue espectacular. Con tan solo la montaña detrás de nosotros y el mar abriéndose pasó a lo lejos, parecíamos haber viajado en el tiempo, o a un mundo en el que solo existíamos él y yo.
No había nadie más en la cala y por eso, dejamos nuestra ropa y mochilas en las piedras de la orilla y corrimos hacia el mar.
La pasión se desató de nuevo en cuanto, a solas, nos escondimos detrás de una roca, con el sol sobre nuestras cabezas y el deseo nadando con nosotros. Hicimos el amor en la playa, escondidos detrás de una roca en la marea baja de la orilla.
El día terminó con el amanecer más bonito que había presenciado nunca, porque algún artista dejó caer su paleta desordenada sobre el cielo. Y el sol no tuvo otra que esconderse como si fuera la primera vez que dejaba paso a la luna.
Y hasta aquí los dos capítulos de hoy. Espero que la dosis de azúcar de este capítulo os haya gustado.
Mil gracias por leer,
Noëlle
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