35. Constelaciones
KRESTEN
—Cuando era pequeña —susurró Georgina contra mi cuello—, vi como atropellaban a una amiga del colegio. Íbamos al parque cada tarde. Nos gustaba jugar en los columpios y subirnos a la parte más alta de los árboles. Una tarde, nos unimos a unos niños que estaban jugando a la pelota y la pelota se fue a la carretera. Lara fue detrás y un hombre que iba pasado de cervezas a las seis de la tarde, no frenó, aunque el semáforo estaba en rojo. No recuerdo su imagen, aunque sé que lo vi. Sé que olía a plástico quemado del frenazo, a sangre y a gritos. Pero he olvidado la imagen de la escena.
La estreché todavía más. Pude sentir el terror en su cuerpo, junto al shock, llevándose su inocencia. Al igual que un día se llevó la mía.
—Me pasé años huyendo de los coches —su voz, que era un susurro triste, sobrevoló la habitación—. Si escuchaba un motor revolucionarse, me escondía o gritaba. A veces, tenían que forzarme a subirme a un coche, porque yo berreaba y berreaba. Cada vez que veía un coche creía que iba a morir y eso fue un problema, porque estaban en todas partes. La primera vez que crucé sola una calle tenía trece años y fui acompañada de mi psicóloga. Con el tiempo superé ese miedo tan paralizador. Ya podía subirme con normalidad, cruzar la calle y bueno, hacer vida normal. Pero...
A su suspiro lo acompañó el silencio. Acaricié sus cabellos y, aún reconfortado por esa pequeña burbuja de intimidad que había crecido a nuestro alrededor, terminé la frase por ella:
—No es tan fácil, ¿verdad?
Noté su leve asentimiento en mi hombro. Volteé el rostro y me encontré con su mirada, tan oscura y placentera como la noche. No podía hacerse una idea de cuanto la entendía.
—A veces creo que lo he superado —siguió diciendo con algo de frustración—. Y otras, que voy a estar traumatizada para siempre. Me cuesta tanto conducir que me siento muy frustrada. Y... —tomó una gran y dificultosa bocanada de aire. Seguí acariciándola, en un intento de calmar su corazón asustado—. Desde que mi padre perdió la pierna, todo es más difícil. A veces siento que fue mi culpa.
No me imaginaba como podía ser eso culpa de ella.
—¿Por qué?
—Cuando estaba en primero de carrera Papá vino a buscarme a clase porque estaba enferma —ella continuó su relato mientras yo dibujaba girasoles en su piel desnuda—. Me encontraba fatal ese día. Tenía fiebre. Mi madre me pidió que me quedase en casa, pero insistí en que debía ir a clase porque tenía un examen. Estaba tan enferma que veía las letras del enunciado dobles. Al salir, llamé a mi padre porque no me veía con fuerzas para ir a casa. Salió rapidísimo, pero no llegó. Tuvo un accidente de camino. El coche quedó escurrido debajo del lateral de un camión, por el lado del conductor. Su pierna estaba atrapada.
»Pude arreglármelas para volver a casa sola. Desconsolada. Y asustadísima. No he pasado tanto miedo en la vida. Me sentía egoísta y culpable porque podría haberme esforzado en primer momento en lugar de llamarlo. Si no lo hubiese llamado, él no hubiese tenido el accidente. Pero lo peor vino después, cuando los médicos no pudieron salvarle la pierna. Y...
Su voz se difuminó, como la tenue luz que entraba por su ventana. Apagada y desolada. Mi hombro se había llenado de sus lágrimas y no me importó. El accidente no era su culpa. Era una desgracia, una injusticia del destino o del universo, pero no su culpa.
Volteé por completo, de manera que su cabeza ya no quedaba hundida en mi cuello, sino frente a la mía. Nuestras narices se rozaron. Le acaricié la cintura, acercándola a mí y busqué el toque de sus dedos, que se entrelazaron con los míos.
—Desde entonces intento apañármelas siempre por mí misma —continuó ella, con un pesar que me rozó los labios—. Ayudar a mi padre dándole una parte de mi sueldo me hace sentir mejor, y aunque la tienda va fatal y trabajar ahí con él no sería factible porque nos quedaríamos sin una entrada extra de dinero, intento pasarme por allí cada vez que puedo. Mi hermano dice que intento expiar mis pecados. Y bueno... tal vez sí. Mi madre se fue después de que mi padre perdiera la pierna y no pudo evitar pensar que sin el accidente mi familia seguiría unida. Me he pasado muchos años intentando unirlos otra vez, pero... ya no puedo más. He llegado a mi límite con mi madre y con mi hermano.
El límite de haberlo intentado todo y darte cuenta de que hay cosas que ya no están en tu mano. De soltar y de dejar ir. De dejar de subir escalones que no llevan a ninguna parte. De pararse al borde del precipicio.
—¿Y tu padre? —le pregunté.
—No pienso abandonarle. Nunca —contestó y comprendí que con él, ella no tenía límites.
No supe que pensar de aquello, porque por muy culpable que se sintiese, no era justo que se pasase la vida pagando por una casualidad.
—No fue tu culpa, Georgie —le susurré mientras subía nuestras manos entrelazadas. Le acaricié la mejilla con el pulgar—. No tenías ninguna forma de saber que eso iba a pasar.
Su labio tembló en un incipiente puchero que calmé con un beso. Ella respondió, lentamente, sujetándose contra mí y después fue mi turno de confesarme en susurros. Le hablé de mi padre. De la mañana que lo encontré sin vida. Le hablé de los gritos de mi madre y de como, con los años, mi familia siguió adelante. Ellos avanzaban, y yo seguía ahí encerrado en ese garaje desde los cinco años. No podía salir. Estaba atrapado en un recuerdo que se repetía y que me atormentaba.
Un recuerdo que me acompañó mientras causaba destrucción a todo lo que se me acercaba.
Le hablé de todo, menos de Killian y del alcohol.
Había cosas que todavía no estaba preparado para hablar, a pesar de que quería que ella lo supiese todo de mí.
—Tuvo que ser horrible —dijo ella. Lo fue, pero me hizo más fuerte.
Me permití el capricho de cerrar los ojos para disfrutar de sus caricias.
Esa noche descubrí que las constelaciones que había tatuado en mi pecho hacía mucho, tenían el poder de vibrar cuando ella las perseguía. Las tatué cuando necesité recordarme que podía crear mi propio mapa guía y ella parecía conocer sus caminos muy bien.
—A veces me acuerdo de él cuando pienso en las cosas que podrían ser diferentes en mi vida si no hubiese decidido marcharse de esa forma —confesé, sin el nudo en la garganta que solía acompañara al recuerdo de Edvin Kaas—. Las cosas son difíciles con Harald porque, a veces, siento que él es la versión no traumatizada de mí. Y no me gusta.
No era justo para él, ni tampoco para mí. Si pudiese cambiar algo de mi familia, sería eso.
—Tú no eres el resultado del suicidio de tu padre.
—Mi psicólogo me ha tratado estos temas muchas veces. He hecho avances, pero hay cosas que no me siento preparado para afrontar.
No le fue necesario decirme que me entendía; yo ya lo sabía.
Era más parecida a mí de lo que había pensado. Estaba hecha a base de cicatrices que yo padecía también, por lo que me pregunté si de verdad existía un dios que ponía a las personas adecuadas en tu camino.
Había encontrado a alguien con quien compartir mis pensamientos más oscuros, sabiendo que los escuchaba como si también fueran suyos.
Estaba hecha para mí. Me había permitido ser el único en amarla; en aprender a hacer el amor de nuevo.
Ser único.
Eso era algo que se escapaba de mi entendimiento. Nunca había sido el único para nadie y, sin embargo, de todas las personas del mundo, ella me había escogido a mí.
Y yo la escogí a ella.
Dormí del tirón, con Georgie entre mis brazos durante toda la noche y el ronroneo del ventilador.
Cuando nuestros despertadores sonaron, ella seguía enredada sobre mi cuerpo. Su pierna entre la mía, su mano sobre mi pecho, y no pude hacer más que estrecharla. No me creía que esa mujer tan maravillosa me quisiera.
Le di un beso en el dorso de la mano. Georgina ronroneó un poco y se dio la vuelta.
«Así que tenemos un difícil despertar. No esperaba que mi chica fuese una remolona».
La abracé durante unos minutos, pero necesitaba ir al baño con urgencia.
Me levanté y mientras me vestía -porque no quería ir en bolas si encontraba a su padre o a su hermano al salir de la habitación-, me fijé en su pequeña y curiosa colección de libros. Había manuales de inversión, novelas románticas de época, alguna comedia romántica y clásicos, mezclados con algún libro de narrativa. Era una mezcla curiosa.
Pasé la yema de los dedos por el dorso de los libros de la primera estantería, hasta detenerme en un ejemplar que llamó mi atención. Era una edición en español de Frankenstein. Lo saqué y curioseé sus páginas. Estaba lleno de anotaciones, post-it y frases subrayadas. Había pensamientos en casi cada página y... de pronto, la novela estaba en blanco, con la única compañía de las letras negras que la imprenta había grabado. Nada de Georgina.
"No puedo seguir leyendo", se leía en la última página anotada.
Lo había dejado en la misma página que yo.
Si me quedaba alguna duda de que era la indicada para mí, ese libro, que acarició mis dedos, se las llevó.
Volví a dejarlo en su sitio, y conmovido, decidí que podría salir a comprar algo de desayunar, ¿le haría ilusión que se lo llevara a la cama? Quería impresionarla, aunque no sabía cómo se suponía que debía hacerlo. De hecho, toda la plantilla de The Bookclub tenía que estar increíblemente agradecida a esa mujer: sin ella nadie hubiese cobrado.
Le envié un mensaje a Sergio, diciéndole que llegaría tarde y que se ocupara él de todo. Aceptó, con cierto fastidio.
—Buenos días —carraspeó alguien a mis espaldas cuando salí del baño.
El padre de Georgina me miraba con una curiosidad pasmosa. ¿Era ese el momento en el que me echaba a palos por haberle hecho el amor a su hija en su propia casa?
—Buenos días —respondí, preparado para lo que fuera.
—Creo que mi hija no nos presentó —dijo y se acercó a mí con una leve cojera—. Soy José.
Adelantó la mano para estrechármela. Fue rápido y fuerte, a diferencia de mí, que estaba tan tenso que pude sentir todo mi brazo vibrar.
—Kresten.
—Un placer, Kresten —José tenía los mismos ojos profundos que Georgina—. ¿Te marchas ya?
Negué.
—Yo quería buscar algo de desayunar para Georgie.
Su rostro se frunció aún más, y no supe si estaba pensativo, enfadado o amenazante. Para mi sorpresa, sonrió.
—¿Te gustan los churros? —me preguntó—. Mi hijo menor está un poco tenso, siempre se relaja después de unos churros con chocolate. Y a Georgina le vuelven loca.
Ese era un dato interesante.
—Sí, claro. ¿Dónde puedo ir a comprar?
—¿A comprar? —se rio y negó con la cabeza, pasando por mi lado.
—¿No se compran?
—Voy a hacerlos. ¿Vienes?
—Sí, señor.
—Puedes llamarme José, no estás en la mili.
—¿Qué es la mili?
—El servicio militar.
—Oh.
Él, pareció recordar algo y se detuvo en mitad del pasillo.
—Gracias por ayudar a mi hija con el coche aquel día —me regaló un gesto enternecido en agradecimiento—. Es importante para mí que tenga a personas que la cuiden.
Y para mí era importante ella. No me había olvidado de la contorsión horrorizada de su rostro cuando esa niña se cruzó en su camino.
José me guio hasta la cocina mientras me explicaba que ya había preparado la masa hacía un rato y que tan solo hacía falta freírlos.
Se escucharon unos pasos en el pasillo y un gruñido somnoliento. Un par de segundos después, el hermano de Georgina entró en la cocina.
—¿Y tú quién coño eres? —preguntó de sopetón, mientras me analizaba. Lo recordaba de cuando vino a buscar el coche, pero al parecer él no se acordaba de mí.
No me sorprendió. Tampoco es que me hubiese prestado mucha atención.
—Mi hijo es un poco cascarrabias, no le hagas mucho caso —le dijo José, antes de dirigirse a mí—. Kresten, ¿me ayudas con el aceite?
Agarré la garrafa de aceite que José quería verter sobre la sartén para freír el desayuno. Arnau nos observaba con una mezcla de curiosidad y amenaza desde debajo del marco de la puerta.
—Disculpa a Arnau —continuó diciendo José, mientras yo vertía el aceite—, es la primera vez que Georgina trae un chico a casa y está bastante sorprendido.
Arnau resopló.
—Si al menos se hubiese dignado a presentarlo antes de meterlo en su cama, no estaría tan sorprendido.
—Yo no necesito que me presenten —bromeé, en un intento de desviar el tema—. Ya me presento solo. Soy Kresten Kaas, encantado.
Entrecerró ligeramente los ojos. No se fiaba de mí, pero me estrechó la mano de todas formas.
—¿Y tú con mi hermana, qué? ¿Estáis saliendo? —preguntó.
—A menos que ella diga lo contrario, sí.
Tanto José como Arnau parecieron encontrar divertida mi declaración.
No estaba muy seguro de si lo que había pasado la noche anterior entre nosotros marcaba el inicio de una relación, pero estaba bastante seguro de que había algo entre nosotros, no formaba parte de aceptar nuestros sentimientos. Y no quería cagarla delante de su familia.
—¿Desde cuándo la conoces? No te he visto nunca —Arnau siguió con sus preguntas, que se había apoyado contra la pared y tenía los brazos cruzados. Seguía analizándome, como un perro guardián.
—Hace dos años que conozco a Georgina, y sí que me has visto —le contesté por lo que se tensó todavía más. Apretó los puños y frunció todavía más el ceño—. Me prestó su coche.
Entonces estalló en carcajadas.
—¡¿Fue a ti a quien destrozó el coche?!
Asentí varias veces.
—La quieres, ya está, no te voy a hacer más preguntas —declaró—. Ya has soportado suficiente de ella, si sigues aquí tiene que ser amor.
José negó con la cabeza, justo cuando su hija apareció con los cabellos sueltos, cayendo alrededor de sus hombros y un gracioso pijama de tirantes y pantalón corto. Estaba descaradamente sexy.
—¿Sabéis que habláis muy fuerte? —dijo ella—. Es como tener un bombardeo en casa.
Con la naturalidad de quien se acerca a la nevera para agarrar un bote de leche a primera hora de la mañana, Georgie se acercó a mí y me dio un beso corto en la comisura de los labios. Me quedé paralizado y sorprendido.
—Buenos días —me susurró, pasó los brazos por mi abdomen, apoyó su cabeza en mi pecho y se dirigió a su familia—. Veo que me he ahorrado presentaciones.
Arnau había apartado la mirada, incómodo. José seguía con esa amabilidad en el rostro y, aun así, abrió los labios en sorpresa.
Yo estaba satisfecho, increíblemente satisfecho.
Georgina se sentó a mi lado en cuanto el desayuno estuvo listo, se sirvió un zumo de melocotón y una taza de chocolate. José hizo lo mismo, y Arnau se limitó a comer en silencio.
—¿Sabéis que el sábado voy a participar en un club de lectura? —Georgina rompió el silencio, entusiasmada.
Una de las iniciativas para los clubs de lectura, había sido implicar a los trabajadores. Georgina, como amante de las novelas románticas históricas, había querido participar en uno con esa temática.
—Eso es genial, hija —contestó su padre—. Kresten, ¿me pasas el azúcar?
—Sí, señor —contesté, alcanzando lo que me pedía.
Su sonrisa, que había sido débil y cordial, se transformó en una carcajada sincera.
—¡Y dale con señor! —exclamó— ¿Así llamas a tu padre?
La mirada de Georgina se iluminó de ilusión y Arnau, que había mantenido su atención en el teléfono, levantó el rostro y, boquiabierto, observó a su padre.
«¿Qué estaba pasando ahí?»
—No le llamo así —aclaré.
—¿Y cómo le llamas?
«No tengo ninguna forma de llamarle».
Georgie me apretó la mano por debajo de la mesa, dándome apoyo. No lo necesitaba. Mi padre estaba olvidado desde hacía mucho.
—Mi padre murió cuando yo era pequeño —le expliqué, mientras agarraba otro churro con tranquilidad.
—Lo siento —la sonrisa de José se extinguió.
—No pasa nada.
Georgie no perdió oportunidad para hablar de nuevo sobre el club de lectura. Lo que animó el desayuno. La mirada de José, que se apagó después de la revelación de la muerte de mi padre, volvió a encenderse con nuestra conversación. Georgina tenía una facilidad pasmosa para enervarme y divertirme al mismo tiempo.
Arnau se retiró para darse una ducha en cuanto terminó, a lo que Georgina le pidió que se diese prisa.
—Bueno, yo también tengo que irme a la tienda —dijo José, minutos después, que se levantó y se dispuso a recoger los platos.
—Papá, lo haremos nosotros.
José no discutió con su hija y nos dejó solos en el comedor. Georgina apoyó un codo sobre la mesa y ladeó en mi dirección.
—¿Ha sido muy incómodo? —me preguntó.
—Ha sido divertido. Tu padre es muy amable y tu hermano... también.
—No mientas, es un niñato.
Me limité a hacerle una carantoña, a lo que ella sonrió.
—Gracias —susurró—. Hacía meses que no nos sentábamos todos juntos a la mesa. No sé qué has hecho, pero mi padre se ha reído. No sabes... cuánto hacía que no escuchaba su risa. Gracias.
—Ha sido un placer. Aunque dado el interés de la dama, creo que me voy a cobrar un pequeño pago —bromeé. Ella arqueó una ceja ante mi evidente jugueteo hacia sus libros románticos—. Un beso. Quiero un beso.
Nos dimos un beso lento. Y después, aproveché para hablarle de Míriam. Necesitaba sacarla de la librería y quería saber si alguno de los camareros podría encajar antes de proponerlo. Me fiaba del criterio de Georgina.
—Ponme a mí —dijo, muy convencida, tanto que me sorprendió—. Era lo que ella quería y el idiota del cheque no volverá. Al menos no ha vuelto y aunque me gusta la cafetería, creo que en la librería también podría pasármelo bien.
—Gracias —me sacó una sonrisita, porque era un jodido alivio.
—Un beso, nada de gracias —respondió. No me esperaba que fuéramos tan asquerosamente cursis.
Volvimos a besarnos.
—Eh —Arnau carraspeó a nuestras espaldas—. Adiós.
Georgina se separó de mis labios y fijó su atención en su hermano. Su rostro se ensombreció.
—¿A dónde vas? —le preguntó ella.
Su hermano puso los ojos en blanco.
—No empieces, Gina—contestó él—. No empieces.
—Es simple curiosidad.
—Ya, pero no te importa. Me sacas de quicio. Va, adiós —siguió alejándose hasta la entrada—. ¡Y adiós, Kresten! ¡Nos vemos!
Su hermana no replicó, sino que se dedicó a mirarlo con pena, hasta que desapareció dando un portazo.
—Cada día está más lejos de mí —confesó, apoyando ambos codos sobre la mesa. Dejó descansar la cabeza sobre las palmas de sus manos—. Y sé que es culpa de los dos, pero... odio esta situación.
Le acaricié el mentón.
—Dale su espacio y volverá cuando él se sienta a gusto. Si lo presionas, solo conseguirás que se aleje más.
—Eso no lo sabes.
—Sí, lo sé, porque yo tengo el mismo problema con mi hermano gemelo. ¿Recuerdas? Cuando más me insiste Hal más discutimos. Las cosas fluyen mejor si le das su espacio al otro.
Se tomó unos segundos para procesar mis palabras, y después, asintió.
—Voy a intentarlo —me respondió, no muy convencida—. Tal vez sirva.
Recogimos la mesa y lavamos los platos, entre coqueteos, desafíos, caricias y besos cortos.
«No sé qué estoy haciendo, no sé qué hay entre nosotros, no sé a dónde voy, pero me encanta», ese fue mi pensamiento durante todo el día. Y durante los días siguientes, que sucedieron entre miradas furtivas, besos a escondidas y coqueteos susurrados al oído.
Son tan monos que no puedo más, os lo prometo.
Mil gracias por leer,
Noëlle
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