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25. Ansia y miedo

GEORGINA

Yo. Lo había provocado yo.

Estaba llena de adrenalina. Me temblaban las piernas, me ardían los labios y no sabía qué demonios hacer con las manos.

¿Vendría a por mí? Porque lo estaba deseando.

No podía despegar la mirada de la entrada a la sucursal, esperando que mi vikingo favorito cruzara las puertas y se plantara con todo su descaro frente a mí.

Lo había puesto a prueba. Después de pasar un fin de semana comiéndome la cabeza por respuestas, había salido a por ellas. Quería saber si lo que sentí en la inauguración era solo cosa mía o del juego que él se inventó. Y, para mi sorpresa, me había gustado el resultado.

Sobre su tarjeta, sí sabía lo que había pasado. Se había pasado el límite, que tenía bastante bajo y simplemente debía subirlo desde la aplicación. La solución era instantánea.

Pero había descubierto que me gustaba jugar con él y quería que viniese a verme. Sobre todo después de ese maldito email. ¿De verdad se pensaba que iba a llamarlo si me lo decía en mayúsculas?

Demasiada violencia gratuita.

Y allí estaba él, cruzando las puertas de la sucursal quince minutos más tarde.. Me dedicó esa mirada desafiante que tanto me irritaba y me gustaba a partes iguales y se cruzó de brazos, poniéndose al final de la cola. Apenas había dos personas más para las que me estaba costando tener ojos gracias a él.

—Quiero que me des todo el dinero en efectivo que tengas —una voz rota y robótica me sacó de mi ensoñación.

Me eché un paso hacia atrás y crucé los brazos, extrañada. Debía haber escuchado mal.

—¿Disculpe?

La persona que tenía frente a mí llevaba los ojos cubiertos por unas gafas de sol y una mascarilla. Bajo su gorra se adivinaban unos cabellos oscuros. Se apoyó en el mostrador, y aunque no le vi los ojos, supe que me miraba fijamente.

—No seas tonta —la voz distorsionada me heló la piel—. Dame todo el efectivo.

Había escuchado sobre casos de atracos, pero nunca pensé que me pasaría a mí. Un miedo gélido y feroz me recorrió de pies a cabeza, anclándome al suelo.

Las manos ya no me temblaban de excitación.

—No puedo hacer eso —contesté, con un esforzado hilo de voz.

Sacó un cuchillo, que lleva escondido en la manga de su chaqueta tejana. Escuché una exclamación a sus espaldas.

—Dame todo el efectivo —el atracador se dirigió al resto de clientes—. ¡Que nadie se mueva!

Yo no podía ver a nadie más que a ese hombre. Kresten desapareció, la chica frente a él también y el único brillo que me cegó fue el del cuchillo.

El espacio se hizo pequeño y no podía respirar.

—Señor, baje el cuchillo —me hubiese gustado sonar más firme, pero estaba aterrorizada.

Una muchacha que no tendría más de veinte años estaba detrás. El encapuchado la agarró por el brazo y le puso el cuchillo en el cuello.

—Dame el dinero o le rajo —me amenazó.

La chica gritó. Su rostro se desconfiguró y su respiración estaba tan agitada que la sentí como mía.

Yo seguía anclada al suelo.

—Señor, cálmese, por favor —la voz del señor Serra sonó a mis espaldas. No sabía cuando había salido de su despacho.

—¡El dinero! —exclamó el atacante.

Cualquier paso en falso era un peligro, porque la chica seguía con el cuchillo en la garganta. La formación de dos horas con un powerpoint y un vídeo explicativo no era suficiente para afrontar la situación.

No estaba preparada para un atraco.

—Georgina, dale lo que pide —me ordenó el señor Serra con voz temblorosa, sin perder de vista al atacante—. Suelte a la muchacha, se lo ruego.

Nadie se movió en la sucursal, ni siquiera Kresten, que también intentó, con palabras suaves que no sonaban calmadas, detener al atacante. Tenía que hacer algo.

Sabía lo que tenía que hacer, pero no podía moverme.

La chica seguía llorando.

—Por favor... —suplicó la muchacha—, suélteme. Yo solo quería cambiar monedas para irme de viaje. Le doy mi dinero, yo se lo doy pero...

—Cállate, niña —apretó todavía más su agarre y un pequeño hilo de sangre brotó se deslizó por el cuello de ella.

—Georgina... —me suplicó Sara, que había aparecido de detrás del señor Serra.

Alguien estaba llamando a la policía, pero el atracador gritó cuando escuchó la voz de una mujer al final. Apretó más su agarre en la muchacha, que tenía el rostro rojo de llorar.

Entonces desperté.

—Si la suelta —le dije—, le daré el dinero, pero solo si la suelta.

«Por favor. No puedo ver morir a alguien así».

Conseguí llegar al botón de alerta. Estaba en el interior de la ventanilla, debajo del mostrador. Un simple botón y la policía estaría avisada. Solo tenía que hacer eso.

Saqué unos billetes del efectivo del día y los metí en una bolsa, ante la atenta mirada de todos los presentes. Se los tendí.

—Suéltala —le pedí—. Por favor. Suéltala y te los doy.

—¡Eso es una mierda! —exclamó él—. ¡Abre la caja fuerte! ¿A qué mierda estás jugando? —exclamó, indignado. «A hacer tiempo y que te detengan»—. ¡Dame el puto dinero!

—Georgie... —Kresten dijo mi nombre a sus espaldas. Sus ojos estaban llenos de miedo y me pedían que hiciese lo que me pedía.

Me di la vuelta y alcancé la caja fuerte. El señor Serra me ayudó. Sentí el dinero como lijas entre mis manos.

Le dimos el dinero en bolsas y finalmente, soltó a la muchacha. El aire volvió a mis pulmones, y corrí a ella. Era una película borrosa y con cámara desencajada.

El atacante dio un paso hacia atrás, con la mano en alto y estirada, amenazando con cortar a quien se pusiese en su camino. Kresten fue más rápido que él y lo sujetó de la muñeca de la mano donde tenía el cuchillo.

—Suelta eso, te vas a hacer daño —le dijo el inglés, con soberbia.

El atacante le dio un codazo en el estómago, provocando que el rubio se echara ligeramente hacia atrás. Kresten contraatacó, pisándole la mano. El atracador soltó un quejido y soltó el cuchillo. Intentó zafarse, pero Kresten ya se había puesto sobre él, inmovilizándole con la rodilla sobre su espalda.

—¡Suéltalo! —un grito ensordecedor rompió el aire, junto con la amenaza de una pistola.

El atacante no estaba solo. Una mujer rubia de mediana estatura, cabellos largos y ondulados y, al igual que él, gafas de sol. No se había cubierto los labios, pero tenía una sonrisa cínica y divertida en ellos. Había fingido estar cohibida y alterada por el atraco mientras su amigo hacía el trabajo duro.

Apuntó a Kresten con el arma.

Él no se movió, permaneció quieto y le dedicó una mirada seria. El desafío entre ellos duro unos segundos, él seguía sujetando al atracador contra el suelo, vacilante, mientras la mujer caminaba hacia él.

El hombre en el suelo se retorció, luchando por librar las manos. La mujer pisó el cuchillo y lo deslizó sobre el suelo con sus tacones. Llegó a la altura del extranjero y creí que iba a desmayarme porque le puso el arma a Kresten en la sien.

Pude sentir el frío de la boca de fuego perforándome la piel, aunque estuviese a unos metros de distancia.

«Suéltalo, por favor, suéltalo».

Si creía que tenía miedo. Aquello me llevó a las puertas del infierno.

—Suelta a mi amigo antes de que te vuele los sesos —dijo ella. También llevaba un distorsionador de voz.

Kresten se mantuvo firme unos instantes.

—Kresten... por favor —susurré, en un hilo de voz. Se me escapó un sollozo. Él me miró a los ojos, y con una disculpa en ellos, lo soltó.

No tenía que disculparse. Que le hubiesen disparado me hubiese partido el alma.

Se escaparon. Los dos malditos atracadores se escaparon con un botín de casi medio millón.

Corrí hacia Kresten, que también venía en mi dirección. Ni siquiera sé por qué, pero en cuanto me abrazó, le correspondí. Solo quería asegurarme de que estaba bien y de que aquello no había sido real.

—¿Estás bien? —me preguntó él, preocupado. Llevó su mano derecha a mi mejilla, y me llenó de un agradable calor, mientras examinaba mi rostro.

En sus brazos todo me pareció más fácil.

—Estoy un poco conmocionada, pero... sí, estoy bien.

—¿Te han hecho daño? —me examinó, provocando pequeñas cosquillas sobre la piel de mi rostro—. ¿Quieres ir al médico?

Negué con la cabeza.

—Yo estoy bien, pero tú...

—Ahora estoy bien —dijo, apretándome contra él de nuevo en un abrazo que me reconfortó el alma.

La policía llegó diez minutos más tarde, mientras la muchacha a la que habían puesto el cuchillo en el cuello seguía hiperventilando. La ambulancia tampoco tardó en llegar.

Kresten no se había movido de mi lado, ni yo del suyo. Nuestro abrazo había terminado, pero él me acariciaba la espalda con suaves caricias, calmando mi inquietud.

—He mirado lo de tu tarjeta —susurré—, pero...

—A la mierda la tarjeta, Georgie, ¿quieres que te lleve a casa?

Me mordí el labio.

—Creo que tengo que trabajar un poco más...

Eché una mirada al local, plagado de policías. El señor Serra estaba siendo interrogado por un agente.

—Creo que no vas a trabajar mucho hoy —opinó Kresten.

No iba a poder negarme a nada si seguía acariciándome de esa forma, pero lo último que quería era volver a casa. No después de que la discusión con Arnau convirtiese el aire en algo imposible de respirar.

No después de que me amenazaran con un cuchillo y le pusieran una pistola a Kresten en la cabeza.

—Disculpe, señorita. ¿Puedo hacerles unas preguntas a ambos? —el agente que había estado hablando con el señor Serra se dirigió a nosotros cuando la ambulancia ya se había llevado a la muchacha.

A Kresten lo interrogó otro agente. Nos hicieron preguntas sobre los atracadores y lo sucedido. Decidieron cerrar la sucursal por ese día y nos pidieron que nos marcharamos mientras ellos recogían pruebas y grabaciones. Según tenía entendido, había patrullas buscándolos, pero no nos dieron ninguna noticia.

Kresten volvió a insistir en que podía llevarme a casa, en que no tenía que ir en tren, incluso me preguntó si quería ir a comer algo o si necesitaba ir al médico.

No entendí cómo era posible que estuviese tan preocupado por mí, cuando yo solo parecía causarle problemas. Nadie le hubiese puesto un arma en la sien si yo no le hubiese pedido que me siguiera.

Malditos problemas. Me perseguían todos.

—Georgina, —me preguntó, con una preocupación casi inocente que me pareció adorable— ¿estás en shock? ¿Por eso no quieres ir a ninguna parte?

Sí, podría decirse que no sabía muy bien cómo me sentía.

Ojalá volver a casa no se me hiciese tan difícil en ese momento. Lo último que necesitaba era encontrarme con los ojos tristes de mi padre, o con la ausencia de Arnau. El silencio, los fantasmas, la muerte, los accidentes y... la alteración de mi corazón que seguía traspuesto por ese atraco.

—¿Te... te molestaría que me quedara en tu casa esta tarde? Sé que es raro, pero... no estoy muy bien y necesito... —suspiré—. Necesito desconectar.

Su respuesta fue un "Sí" inmediato. Sin preguntas, sin miradas juiciosas. Tan solo sí.

🌻🌻🌻

El apartamento de Kresten olía a café, gracias a la cafetera italiana que descansaba sobre la cocina y que todavía no se había terminado. Apenas tenía recibidor, si no que la entrada daba a un salón, embellecido por el viento que se colaba entre las cortinas de la puerta de madera y cristal del balcón.

Me senté en el sofá porque no sabía dónde tenía que quedarme.

Sí, había sido rarísimo pedirle que me dejara quedarme en su casa.

—El baño es la primera puerta del pasillo —me informó. Él se rascó la nuca, algo nervioso y su moño se deshizo—. Por si necesitas usarlo.

Se soltó el cabello y volvió a recogerlo. Se mordía el labio cuando se recogía los cabellos, como si buscara concentración. Tuve que apartar la mirada.

—Gracias... —me crucé de brazos y planté mi atención en el televisor— ¿puedo ver una serie?

Todo el atrevimiento de la cafetería y la cercanía del atraco se había disipado. Parecíamos dos tontos que no sabían donde esconderse.

—Sí, claro. Ponte cómoda, uhm... —echó una mirada al pasillo. ¿Estaba pensando en irse?

No quería que se fuera, no después de creer que estaba a punto de perderlo.

—¿Tienes palomitas? —le pregunté.

—Sí.

—¿Puedo...?

Asintió y se fue directo a la cocina, a la que se accedía desde el comedor. Lo seguí, pero antes de que me pudiese ofrecer a ayudarle ya se había ocupado de meter una bolsa en el microondas.

Las palomitas comenzaron a saltar al cabo de un minuto de silencio. Asomé la cabeza a la pantalla del microondas en un intento de despistar a la tensión que crecía entre nosotros.

Kresten parecía estar a punto de decir algo, pero se llevó la mano derecha al teléfono.

—Perdón por invadir tu casa —le dije, entornando los ojos—. Y por incomodarte. Y por... —me callé unos instantes—, lo siento.

—No me incomodas, Georgie.

Se me volvían las rodillas de gelatina cada vez que me llamaba así.

—Pero tenías trabajo, y...

—Sergio se quedará allí por hoy —dejó el móvil sobre la encimera.

Me di la vuelta. La bolsa de palomitas crecía segundo a segundo.

Todo mi cuerpo se tensó cuando Kresten se acercó a mí. Sus dedos rozaron mi cintura. No me moví. No quería hacerlo.

—No sé qué hubiese hecho si te hubiese pasado algo —confesó, muy cerca de mi oreja.

—Al final te has encariñado conmigo, eh —bromeé, todavía sin mirarle.

—Sí, eso parece.

Quería tenerlo más cerca; que su caricia dejara de ser un roce y me agarrara con fuerza, que su cuerpo se pegara al mío y sus labios se enterraran en mi cuello.

Pero estaba inmóvil y mi corazón gritaba porque no quería salir a jugar. Todavía le dolían las heridas.

Kresten deslizó sus dedos hasta mi cadera, dubitativo, como si no supiese por qué me estaba acariciando.

—Georgie...

Mi nombre se quedó en el aire, como sus palabras que no llegaron. El microondas sonó.

—Vaya, ya están. ¡Qué bien! —exclamé, con la voz temblorosa. Saqué la bolsa de palomitas, que aún emitía estallidos de maíz, y me deshice de su cercanía.

Mi cuerpo volvió a quejarse, pero mi corazón se relajó.

Volví al salón y él desapareció en la habitación del fondo. Kresten salió unos minutos más tarde. Se había puesto unos pantalones cortos más cómodos. Se repantingó al otro lado del sofá.

Outlander —dijo el nombre de la serie que había puesto.

—La miro cuando estoy triste —dije—. Me anima.

—Pero si es dramática —la extrañeza cubrió su rostro.

—Suelo empatizar con la gente desgraciada.

Arqueó las cejas, sorprendido. Comenzó a imitar el acento escocés.

—Si te sigues burlando pondré Los Bridgerton —le amenacé—. Tú mismo.

—No la quites, a mí también me gusta.

—¿En serio?

—Sí. Tenía una amiga en la secundaria que se pasaba el día hablando de los libros. Era tan pesada que al final me los leí.

Estaba lleno de sorpresas.

—Por cierto —le dije—, ¿quieres que arregle lo de tu tarjeta?

Se encogió de hombros, dándose por satisfecho. Le pedí que abriera la aplicación del móvil.

Kresten sacó su teléfono, pero no perdió la oportunidad de bromear:

—¿Quieres saber si vale la pena enredarme por mi dinero? —levanto una ceja, juguetón.

—Pues no, la verdad es que no vale la pena.

—¡Oye! —se hizo el indignado—. ¡No estoy tan mal!

—Estás en la media —le respondí con superioridad fingida.

—¿La media? —preguntó, indignado—. ¿Calificas a las personas según su dinero?

—¡No! —Mierda, no quería que me malinterpretara— ¡Solo es... la media... no sé! Lo decía porque nunca vale la pena enredarse con nadie por su dinero. Es algo rastrero y absurdo. ¡Va, dame eso! ¡Que voy a arreglar el problema porque está claro que no puedes hacerlo sin mí!

—Qué decepción, Miss González —se burló otra vez. Había estado quedándose conmigo.

Por fin dejó de darse el remolón y me dejó decirle lo que debía hacer. Le expliqué como podía aumentar el límite y se quejó de que el diseño de la aplicación no era intuitivo. Me encogí de hombros. Yo estaba tan acostumbrada a utilizarlos que no me parecían nada complicados.

—¿Te gusta tu trabajo? —me preguntó. Se habían terminado las palomitas y había hecho una segunda bolsa.

Suspiré y agarré un puñado. Entre conversación y palomitas, habíamos acabado sentados el uno junto al otro.

—No, la verdad es que no.

Nunca lo había dicho en voz alta, y tal vez por eso me dio la impresión de que no era yo quien habla.

—¿Y por qué trabajas ahí? —Kresten preguntó con suavidad

—Porque no sé donde más trabajar.

Por fin lo había dicho. Ni siquiera me lo había admitido a mí misma y me sentía... amarga.

—¿Nunca te has planteado hacer algo distinto? —me preguntó.

—Sí y no.

—Aclárame eso.

—He pensado en hacer otra cosa, pero no se me ocurre el qué.

Él abrió los ojos, sorprendido y extrañado a partes iguales.

—¿No hay nada de lo que te gustaría trabajar?

—Kresten, a mí no me gusta trabajar. A mí me gusta el dinero.

Le saqué una carcajada que se me contagió.

—¿Y nada más? —sus ojos brillaban con diversión. Los míos también.

—¿Ver series? —propuse—. ¿Leer?

Puso los ojos en blanco.

—Georgina, tiene que haber algo más en la vida que las series.

—¡En serio! —me defendí—. Es que no me imagino trabajando de absolutamente nada. Lo único que me gusta es la bolsa.

—¿La bolsa? —no pareció entenderme.

—Ajá. Ya sabes, las cosas tipo Wall Street. Eso me gusta. Es interesante.

—¿Qué harías con eso? ¿Agente financiera?

Asentí.

—Hace dos meses me aceptaron la solicitud de empezar formación para ser gestora personal, luego podría escalar y... tengo la esperanza de llegar a ser asesora financiera o banquera o... no lo sé. Es lo único que creo que puedo hacer. No soy artística y no tengo ninguna vocación. La verdad es que me siento bastante perdida en ese aspecto. Todo el mundo parece tener claro lo que quiere. Mírate a ti, eres empresario y tienes clarísimo tus objetivos. A veces siento que estoy dejando pasar el tiempo, esperando a que llegue algo que me haga descubrir "esa cosa" a la que deseo dedicarme con pasión. Pero no llega y... —se me escapó un suspiro desanimado—, por ahora me siento útil ayudando a la gente con su dinero.

—Cuando dices que quieres ser asesora financiera, lo dices como si lo tuvieses claro —observó.

—No necesitas ser asesor financiero para operar en bolsa. Puedo hacerlo por mí misma, si tuviera dinero para hacerlo, claro, pero... siento que me estoy perdiendo algo —hice una pausa. Sus ojos estaban en mí, acariciando cada centímetro de mi piel erizada—. ¿Cómo te diste cuenta de qué era lo que querías?

—No me di cuenta —admitió—. Comencé a buscar. Porque... ¿y si "esa cosa" nunca llega por sí misma? Tenía que hacer algo.

—No sé por dónde empezar.

—Yo empecé por deshacerme de lo que no quería.

Respiré hondo. ¿Qué era lo que no quería?

En ese momento solo supe que no quería trabajar en un sitio donde me menospreciaran, pero no supe si eso tenía que ver con mi trabajo o conmigo. No quería que mi familia estuviese a la deriva, pero por desgracia, yo ya no sabía si podía llevar el timón.

—¿Y qué era lo que no querías? —le pregunté.

Kresten se acomodó en el sofá. Subió una pierna que dejó doblada entre nosotros y pasó su brazo izquierdo por el respaldo, sobre mis hombros. Me miró a los ojos.

No me aparté.

—Seguir en Oxford.

Su otra mano libre estaba sobre su rodilla doblada, junto a la mía.

—¿Por qué? —sus dedos rozaron los míos, de un modo tan suave que no podría haber sido de otro modo que sin querer.

Me mostró el interior de su muñeca derecha, donde se grababa una hora, junto al inicio de un tatuaje que subía por su antebrazo.

—Nunca he llevado bien lo de tener un gemelo —me confesó—. Así que necesitaba un sitio en el que solo fuera yo. Donde nadie me estuviera midiendo como una mitad, o como algo reemplazable, versionado, demasiado... igual a otro. Así que me fui de Inglaterra porque creí que sería la mejor forma de empezar de cero. La ironía fue que mi hermano gemelo me acompañó en el traslado y por la pandemia acabamos encerrados aquí durante meses. Solucionamos algunas cosas, pero sigo sin querer volver. Me gusta estar aquí.

«Algo reemplazable o versionado». No. Él no era eso.

No había conocido a nadie que me hiciese sentir como lo hacía él, hasta cuando me sacaba de quicio.

—Para mí eres solo tú.

Sus ojos brillaron ante mi declaración. Bajé la mirada, avergonzada por mis palabras, y observé en el tatuaje de su muñeca. Quería tocarlo y ni siquiera sabía por qué. Se estremeció cuando lo roce y respiró hondo, antes de hablar:

—No digas esas cosas.

—¿Por qué?

Se mordió el labio y apretó el puño de la mano en la que yo había comenzado a reseguir el contorno de los números. Su piel era suave y cálida. No nos estábamos mirando, pero me hubiese gustado saber si estaba tan cohibido como yo; si su corazón también latía rápido.

Abrió la mano.

—¿A qué hora hace referencia el tatuaje? —le pregunté.

—Mi hora de nacimiento.

—Una y diecisiete —leí—. ¿Fue de madrugada?

Él asintió.

Deslicé el dedo índice hacia el inicio de su palma. No me permití pensar más que en lo cálida que era su mano. Sentí su respiración en mi frente, porque se inclinó, muy poco, lo suficiente para que nuestros rostros se encontraran.

Su olor era más potente que la marca que dejaba en mi coche y tuve la impresión de que se me quedaría enganchado en la piel aunque no fuera capaz de tocarle, o de hacer más que acariciarle la muñeca.

Sus dedos se entrelazaron con los míos. Fue tan rápido que no me dio tiempo a prepararme para que el calor de su mano me subiera por el brazo y me invadiera todo el cuerpo.

—Georgie, mírame.

Pero yo no podía apartar los ojos de nuestras manos entrelazadas, porque era la primera vez que mis dedos encajaban a la perfección con los de otra persona.

Él no era para mí. Él no tenía novias y yo no quería ser el rollo de una noche de nadie.

Mi corazón seguía resistiéndose, porque era consciente de que ni siquiera yo sabía lo que quería. Kresten me acarició suavemente el mentón con su otra mano y no pude hacer más que perderme en la claridad de su mirada.

—¿Qué piensas? —me preguntó.

—No lo sé.

—Yo tampoco.

Pero sabíamos lo que íbamos a hacer.

Nuestros labios se rozaron, porque ambos teníamos miedo de estar pasando un límite con el que nos había gustado jugar las últimas semanas.

Me llené de una sensación parecida a la emoción. Todos mis músculos se desvanecieron y podría haber jurado que estaba en una montaña rusa.

Apenas nos tocábamos. Era un roce, y otro, y otro más que pedía permiso, y se quedaba en la comisura, esperando el momento adecuado para estallar.

Mi teléfono sonó. Di un respingo y golpeé la nariz de Kresten con la frente. Él se quejó con un aullido y se llevó las manos a la nariz. Sus ojos se aguaron.

—¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Lo siento! —lo tomé del rostro mientras él apretaba los párpados y se tapaba la nariz.

—No pasa nada —dijo entre dientes—. Joder, ¿quién mierda te llama?

El nombre del señor Serra iluminaba la pantalla de mi móvil. Emití un gruñido molesto. Tenía que contestar, a pesar de que lo único que deseaba era lanzar el teléfono por los aires y deshacerme en los labios de Kresten.

Todas mis células se quejaron al levantarme del sofá. Mis labios ya no recordaban lo que era no estar ardiendo.

—Es mi jefe. Un segundo —salí al balcón a regañadientes.

Necesitaba aire que calmara mi pulso acelerado porque había estado a punto de besar a Kresten Kaas. Y había sido maravilloso.

Odio al jefe de Georgina, ¿se nota?

No puedo esperar más por el beso, estos dos me van a matar. Os lo juro. 

¡Espero que paséis una feliz víspera de fin de año!

Mil gracias por leer!

Noëlle

Os recuerdo mi instagram, por si queréis echarle un vistazo a cositas que subo sobre mis lecturas y sobre lo que escribo: noelstephanie_

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