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24. A punto de explotar

KRESTEN

El día que toqué fondo, mi madre me gritó. Era casi mediodía y yo seguía enterrado bajo las sábanas. Me quejé porque separó las cortinas y entró una luz blanca e insoportable a la habitación que me dejó ciego. Había vuelto a las tres y media de la madrugada, después de que cerraran la discoteca y me dolía la cabeza de la resaca. El cuarto olía a vómito.

Quería que le explicase por qué había faltado a mi entrevista de trabajo en su biblioteca. La miré con los ojos entreabiertos y le dije: «No quiero trabajar en tu biblioteca de mierda».

Me dio un bofetón.

Era la primera vez que veía su pecho agitado, sus ojos llenos de lágrimas y la desesperación en sus palabras; hablando por encima de ella.

No lo dijo, pero lo vi. Me miraba como si yo fuese su mayor decepción.

Como si yo fuese papá.

La encaré, pero no pudo replicarme. Se deshizo en los sollozos más tristes del universo. Pactaría con el diablo con tal de olvidarlos, pero no podía porque dos veces fueron suficientes para grabarlos a fuego en mi memoria.

El día que me encontré a mi padre muerto también parecía estar a punto de descomponerse.

La mañana siguiente a mi inauguración, mamá tenía los ojos brillantes de ilusión y orgullo.

—Menos mal que no quería trabajar en tu biblioteca de mierda —bromeé al saludarla.

Ella puso los brazos en jarra y sonrió.

—Estoy orgullosa de lo que has hecho, Kresten. Esa librería es... maravillosa. —me dio un apretón cariñoso en el brazo—. Querías tu lugar. Lo sé.

Mi lugar.

Sí.

Porque beberme todo el alcohol de Oxford y dormir hasta el mediodía no iba a arreglar mis problemas, pero no sabía enfrentarme a mi vida de otro modo. Estaba perdido.

Me pasaba horas en el garaje, con la mirada fija en la viga desde la que se colgó mi padre, preguntándome qué sintió. Qué pensó.

Acababa de terminar la carrera con una media horrible. No me aceptaban en ningún máster de la zona y mi única opción era seguir estudiando a distancia, como había hecho hasta entonces.

Tampoco tenía trabajo.

Me habían echado del pub en el que había trabajado los últimos tres años porque me emborraché en la barra la noche que discutí con Killian y todo entre nosotros terminó.

Él no quería saber nada de mí. Había escogido a Harald.

Y yo..., yo miraba la viga del garaje que mamá había tapado con un falso techo años atrás. Era de pladur y fue muy fácil romperlo.

Me obligué a dejar de pensar en el pasado. Ese tiempo había quedado atrás. Me había reconstruido a mí mismo. Y mamá estaba orgullosa.

Así que yo también. Y pasé contento el fin de semana con mi familia.

No fui consciente de lo mucho que en realidad los extrañaba, hasta que los despedí en el aeropuerto.

🌻🌻🌻

La tercera mañana abierta al público, The bookclub café seguía a rebosar. Había perdido la cuenta de la cantidad de desayunos que habíamos servido cuando el padre de Sergio se pasó a saludar. Vino ataviado en su característico traje.

—Un éxito, papá —presumió Sergio, que estaba apoyado en la pared de la entrada, con los brazos cruzados y una sonrisa satisfecha.

Mi amigo y yo no éramos tan distintos, él también quería enorgullecer a su padre.

Esteve removió los cabellos castaños de su hijo, que eran exactamente iguales a los suyos.

—¡Eres hijo de empresarios! —exclamó dándole una palmada en la espalda a su hijo—. No esperaba menos —se percató de mi presencia y alzó las manos, caminando en mi dirección—. ¡Aquí está mi inglés favorito!

Sergio puso los ojos en blanco ante la conversación que se avecinaba. Su padre iba a halagarme por todo el trabajo que había hecho.

No, no iba a decirle nada más a su hijo. Y a Sergio eso le molestaba.

—Buenos días, Esteve —lo saludé—. ¿Quiere tomar algo?

—Sí, mira, ponme un cortado —dijo.

—Enseguida—hice un ademán de retirarme, pero me detuvo.

—¿No tenéis empleados para eso? —me preguntó y señaló una silla junto a él—. Venga, siéntate aquí conmigo. Vamos a hablar de negocios. ¡Sergio, ven!

Nos sentamos en una mesa alejada de la barra y Alex, uno de los camareros, nos trajo el cortado de Esteve.

—Madre mía, la que habéis montado aquí, —Esteve me dio una fuerte palmada en el hombro. Esa costumbre suya me iba a afectar a las cervicales—, ya sabía yo que tenía que empujar a mi hijo al mundo de los negocios.

—Empujar es un poco suave —replicó Sergio—. Me has cerrado el grifo.

—Y tienes un negocio que si lo gestionas bien, te dará rentabilidad.

—Ya... —masculló mi amigo con desgana.

—Venga, alegra esa cara —Esteve dejó su maletín sobre la mesa—. Que de vacaciones sí que te voy a llevar.

Esteve explicó que había reservado los billetes y el hotel para tres semanas en Tailandia, en las que, para mi desgracia, Sergio no estaría.

Lo que significaba, que a mes y medio de abrir, me quedaría completamente solo durante tres semanas.

Eso íbamos a tener que discutirlo.

Sergio se encorvó sobre la mesa cuando su padre se fue.

—Estoy harto de que me trate como un inútil —masculló. Tenía la mirada perdida en la taza de café vacía de su padre—. "¡Sergio, ven!", ni que fuese un perro.

—No eres un inútil.

Sergio podía ser bastante torpe y despreocupado, pero no era un inútil. Y sí, su padre era bastante condescendiente.

—Esto ha salido por ti —me miró fijamente—. Yo no hubiese sabido hacerlo.

Me encogí de hombros. Sergio tenía sus fallos, pero era mi amigo y no me gustaba verlo así.

—¿Y qué? —repliqué—. Tal vez eres bueno encontrando a las personas adecuadas.

Movió ligeramente la cabeza y agarró un sobre de azúcar.

—Gracias, tío —hizo una pausa y jugueteó con el sobre—. Pero...

—Perdón —una voz dubitativa nos interrumpió. Era Alex—. No funciona la máquina de las tarjetas.

Lo seguí hasta la barra, donde una cliente intentaba pagar. Le pedí que volviese a intentarlo. La tarjeta no pasó. La chica decidió pagar en efectivo y se marchó. El problema se repitió con la siguiente tarjeta. Llamé tres veces al servicio de atención al cliente y después de esperar por más de quince minutos en cada ocasión, el sistema me colgó alegando que estaban las líneas saturadas.

El local estaba abarrotado y no teníamos forma de cobrar a los clientes que no traían efectivo, que eran la mayoría. Ni en la cafetería ni en la librería. Llamé a Georgina, pero no respondió.

Email de: Kresten Kaas

Para: Georgina González

Urgente!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

Estoy hasta las narices, tu banco es un desastre. No va mi sistema de pago ni mi tarjeta.

LLÁMAME, GEORGINA.


Sergio se acercó a la sucursal mientras yo me encargaba de los clientes. Volvió quince minutos más tarde. Según los del banco, debíamos llamar al servicio de comercios.

«Llamar para todo. Hay que joderse».

Después de varias llamadas que nadie contestó y una hora de caos, los pagos volvieron a funcionar. No sabía qué mierda había pasado, pero esperaba que Georgina me contestara en algún momento y me diera una explicación.

O me mandara a la mierda. No me importaba, mientras hiciese algo.

La contestación no llegó. En su lugar, mi único entretenimiento fue ayudar en el trabajo tras el mostrador, pues Alex, el más joven de los camareros, estaba hecho un lío con los pedidos y no atinaba en los tipos de café. No tenía experiencia, pero sí tenía todas las ganas de la ciudad concentradas en él. A pesar del desastre que se nos había montado en la caja y que el resto de sus compañeros se habían acojonado con el desastre de los cobros, él se había mantenido con la ilusión estrellada en la cara. Esperaba que esos buenos ánimos por obtener su primer trabajo le duraran más de una semana.

Georgina entró en la cafetería media hora más tarde, con la cabeza bien alta y el repiqueteo de sus sandalias de tacones, que detuvieron el tiempo. Se había embutido en una falda blanca que resaltaba la forma de sus prominentes caderas. Sus largas piernas eran imanes, al igual que sus cabellos que caían en cascada bajo su espalda. Los girasoles estaban bordados en su camisa, algo holgada, y sin mangas.

La nuez de Adán se me quedó atascada en la garganta. Tragué saliva y me humedecí los labios.

Esa mujer iba a matarme.

Se dirigió al mostrador. No se dignó a saludarme, ni a decir una sola palabra del mensaje que le había enviado. Estaba distante y desafiante. Se digirió a Alex, que cobraba y servía detrás del mostrador, junto a mí.

—Quiero un café con leche y un cruasán—pidió.

Haría yo mismo el cruasán a mano si con ello lograba que ese tono dulce fuese para mí.

—¡Enseguida! —contestó Alex con alegría.

Georgina pagó, acompañada de un silencio retador. Se lo concedí. ¿Sería por mi mensaje o por nuestra última conversación por chat?

Tenía muchas ganas de averiguarlo.

—Alex, ¿puedes servirle en mesa a la Señorita González? —no era una sugerencia, sino una orden. Georgina arqueó ligeramente una ceja y entornó la mirada.

El chico asintió.

Georgina no me dirigió la palabra, sino que se retiró y se sentó en una mesa junto a la ventana. Me ignoraba fatal si se pensaba que no me había dado cuenta de que sus ojos no hacían más que buscarme con disimulo.

Quería que la mirara y eso hice.

Se apoyó sobre la mesa con los codos, estirando su espalda, justo después de desabrocharse un botón del escote. Arqueé las cejas, incrédulo ante aquella muestra de seducción despreocupada. Apoyó la barbilla en sus manos y me miró durante una milésima de segundo que penas me dio tiempo a capturar, porque desvió su atención a la ventana y las vistas de la plaza.

Era una puta fantasía.

Alex puso el pedido de Georgina en una bandeja y cuando se dispuso a salir, lo detuve.

—Yo se lo llevaré —le arrebaté la bandeja y me dirigí a la chica.

Cuando llegué a la altura de Georgie, le dejé la bandeja sobre la mesa y me senté frente a ella, que finalmente fijó toda su atención en mí. Sus dientes habían capturado su dedo índice y mi capacidad de articular palabras coherentes.

¿Ese era mi castigo por ser un idiota?

Me aclaré la garganta.

—¿No has visto mi mensaje? —le pregunté.

Ella esbozó un gesto de desafío, sin dejar de remover el café con la cucharilla. Casi pude leer cómo me llamaba imbécil y descarado en su mente.

—Sí, lo he visto —dijo sin más, como si no tuviese importancia.

—No me has llamado.

—Estoy en mi descanso, señor Kaas —contraatacó a mi anterior "señorita".

Me incliné sobre la mesa, apoyando los antebrazos, que tenía cruzados.

—¿Y vas a llamarme? —le pregunté.

—Esas no son formas de pedirle una llamada a una dama, señor Kaas.

—¿Y qué formas espera esta dama? —le seguí el juego, entusiasmado.

Ella contuvo una risa irónica.

—¿Qué esperarías tú?

—¿Qué estás intentando, Georgie?

—Te creía más listo.

Esa actitud era lo último que me esperaba de ella esa mañana, pero estaba más que encantado. Me incliné todavía más, para que pudiera escuchar mis susurros:

—Estás desafiándome, seduciéndome y créeme, guapa, soy buenísimo en ambas cosas.

Su rostro se cubrió de un ligero rubor.

—Todavía no me lo has demostrado —contestó.

Había una línea muy fina entre la vacilación, la broma y la verdad. Y no tuve muy claro dónde estábamos en ese momento, porque ella estaba subiendo la temperatura.

—Cuando quieras.

—Ahora mismo no me apetece —Su cuerpo decía todo lo contrario. Hizo una pausa, mientras yo me contenía, deseoso de replicarle. Joder, estaba mudo—. Por cierto, era una caída general del servidor. Y sobre lo otro... no he podido mirar tu tarjeta.

—Georgina. —su nombre salió de mis labios como una advertencia, para su descaro, para mi coherencia.

—¿Qué?

—Necesito una solución.

A ella. Y a la maldita tarjeta.

Pero sobre todo a ella.

—Y la tendrás —me aseguró—. Cuando llegue el momento.

Dio un sorbo a su café y pasamos los siguientes minutos en un silencio cómplice y tan desafiante como juguetón.

Le robé un pedazo de cruasán porque me pareció divertido y gimió en protesta. Me dio un manotazo en los dedos cuando vacilé en arrebatarle otro pedazo.

—¡Oye! —se quejó arrugando sus oscuras cejas—. ¿Pero tú de qué vas?

—Del tío con el que estás tonteando.

Resopló.

—No hay quien te aguante.

—Tú —me recosté en el asiento y crucé los brazos, sin romper el contacto con sus ojos—. Tú me aguantas.

Georgina no iba a dejarse superar por mis atrevimientos. Dejó la taza de café sobre la mesa, y apoyó los antebrazos sobre la madera. Me regaló una preciosa perspectiva de su escote.

—Te gusto, Kresten. Admítelo.

Bien. Esa también iba a devolvérmela. Y me encantaba que lo hiciese.

—Hazme esa propuesta cuando no tenga a mis empleados revoloteando a mi alrededor.

—No pienso repetirla.

—Cobarde.

No replicó. En su lugar, me sostuvo una mirada desafiante mientras se terminaba el café. Se me había quedado el aire contenido en los pulmones. Ella ardía, sonrojada y llameante como el fuego.

—Tengo que irme —dijo y se levantó.

Georgie desvió su mirada a mi entrepierna. Mis pantalones eran anchos, pero me analizó lo suficiente para notar el bulto duro que ella había provocado. Su rostro se cubrió de un brillo satisfecho.

Lo había hecho a propósito. Y me encantaría saber por qué.

—¿Problemas el primer día? —me preguntó. Yo todavía no me había levantado y estaba dudando de si podría hacerlo sin humillarme a mí mismo—. Espero que encuentres un hueco para solucionarlos.

Ladeé el rostro para esconder la curva irónica de mi boca. Sí, era oficial. Georgina estaba coqueteando conmigo.

¿Dónde estaba la trampa? ¿Y la cámara oculta?

—Arpía.

—Para ser una arpía —se defendió, apoyando las manos sobre la mesa—, te vino muy bien mi ayuda el otro día.

—Tuviste un momento de amabilidad.

Ella se inclinó sobre mí, y pude oler el perfume que bañaba su piel.

—Sabes que tengo muchos.

—Podrías trabajar esa amabilidad en los problemas donde realmente se te necesita —contraataqué. Ella siguió mi mirada hasta mi entrepierna y meneó la cabeza ante mi gesto retador.

Se irguió y se dispuso a marcharse.

—¡Sigue soñando! —exclamó, mientras se alejaba—. Tengo que irme. Se me termina el descanso.

—¡Oye! —me levanté. No la seguí—. ¿Pero me llamarás por la tarjeta?

—Si quieres que te ayude, ven a verme —me guiñó el ojo antes de darse la vuelta para irse.

No sabía a qué mierda había venido todo ese papelón, pero si quería que fuera tras ella, eso iba a hacer.

Creo que me he sonrojado hasta yo. Dios mío, estos dos. A punto de explotar. Del todo. 

¿Apuestas sobre cuando vendrá ese primer beso?

Mil gracias por leer, 

Noëlle 

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