20. Nueva vida
KRESTEN
Georgina volvió a pedirme el coche, pero en su lugar, apareció un chico alto que tenía la misma expresión desafiante que ella. No tendría más de veinte años, si es que los había cumplido. Tenía los ojos grandes y marrones, los cabellos rizados y negros como el carbón y la piel ligeramente tostada. Era tan parecido a Georgina que preguntar si eran hermanos me pareció absurdo. No podían no serlo. Más de una vez me habían preguntado si Harald era mi hermano gemelo: éramos iguales, teníamos la misma cara, el mismo cabello, la misma edad, los mismos rasgos, incluso la misma voz. ¿Qué si éramos hermanos gemelos? ¿Acaso la gente no tenía ojos en la cara?
Ni siquiera se molestó en levantar la mirada de su teléfono cuando me pidió las llaves del coche, antes de despedirse:
—Luego te devuelvo el trasto de mi hermana —dijo, confirmando mis sospechas.
Se marchó y volvió dos horas más tarde. Tocó al timbre de mi casa y se limitó a decir "te dejo las llaves en el buzón", antes de desaparecer. No se dignó a presentarse, aunque yo ya sabía su nombre porque Georgina me lo había dicho: Arnau.
Así que ese era el hermano con el que tanto discutía. No sabía quién me generaba más inquietud, si su madre con su indiferencia eufórica, su padre que parecía querer matarme o su hermano, que me ignoraba por completo.
Vaya familia de locos.
Me devolvieron mi coche dos días más tarde. Le escribí a Georgina, que me dijo que Arnau se llevaría el coche. No había vuelto a hablar con ella desde la noche de hamburguesa y pizza. Parecía estar evitándome y después de darle muchas vueltas, me di cuenta de que no tenía ningún sentido que me evitara. ¿Era por el coche? ¿Ya no quería conducir y por eso mandaba a su hermano? ¿O había notado mi maldito deseo y había decido cortar de raíz todo contacto conmigo?
Fuera lo que fuera, no me importaba.
Volver a una vida sin tener que compartir coche con la insoportable trabajadora del banco fue genial. Se acabaron los enredos, los cambio de planes absurdos y por fin, pude disfrutar de mi coche híbrido, sin marchas y sin ese empalagoso ambientador de vainilla.
Me centré de lleno en la inauguración. Las invitaciones estuvieron enviadas en esa misma semana y Sergio, para mi sorpresa, estaba muy implicado. Consiguió que la organizadora volviese al proyecto después de una larga disculpa, y no volvió a rechistar cada vez que le decíamos que, aunque valorábamos sus ideas, solían ser descabelladas.
Lo único que nos supuso un dolor de cabeza fue el cartel de rotulación con el nombre de la librería, que vino con retraso, cuando yo debía estar preparándome para recoger a mi familia del aeropuerto, en lugar de perdiendo los estribos en el local.
Por suerte, el cartel llegó con el suficiente tiempo como para que pudiese darme una vuelta para relajarme antes de ir al aeropuerto. No sabía cuándo me acostumbraría a que mi familia estuviese en la ciudad.
La mejor parte de que la cafetería estuviese en el barrio gótico, era que la zona era preciosa.
Me gustaba perderme por las calles estrechas y laberínticas de ese barrio. Antes de conocer la ciudad, era todo un reto saber dónde estaba, pero con el tiempo, había acabado por conocerlo como la palma de mi mano.
A veces entraba en la catedral. No era religioso, pero cuando me sentaba en los bancos de la nave y me sumía en el silencio de las paredes de piedra, me invadía una sensación de paz extrema. El tiempo se detenía, las voces eran ecos y mis pensamientos se calmaban. Otras veces me escurría hasta la Plaza de Sant Felip Neri.
Fue allí donde terminé esa mañana.
El sonido de una guitarra callejera adornó la entrada del sol como un invitado tímido, que se colaba entre las hojas de los árboles que resguardaban la pequeña plaza. Me apoyé en la fuente del centro de la plaza y me permití disfrutar de la brisa.
El murmullo del agua que resonaba en las paredes de esa pequeña plaza cerrada, era como el eco de las metrallas que habían herido la fachada de la iglesia y la escuela años atrás. Durante la Guerra Civil Española, cuando una bomba cayó sobre la zona y se llevó la vida de cuarenta y dos personas, casi todos niños. Un letrero informativo se encargaba de dar detalles sobre el suceso en una de las entradas de la plaza.
La escuela seguía en pie, y en determinadas horas, la plaza se cerraba para que los niños salieran a jugar. La iglesia también seguía en pie. Pero nadie se había molestado en arreglar las marcas de metralla en las paredes, porque hay cicatrices con las que se sigue adelante para siempre.
Como las mías que no se irían, por mucho que intentara taparlas.
Echaba de menos a mi familia, pero volver a caer en la vida que tenía antes me aterraba.
"Necesitas nuevos recuerdos que sustituyan los antiguos que te hacían perder el control", me dijo mi psicólogo, antes de que decidiese venir a España.
Había hecho un gran cambio. Me consideraba un buen ciudadano, intentaba ser un buen amigo y evitaba dar problemas a mi familia.
No sabía como actuar con Hal. El aire se volvía tenso entre nosotros desde nuestra pequeña discusión y aunque él había intentado relajarlo, yo me había negado, como el orgulloso de mierda que era.
Volví a la librería y me planté frente a la entrada. El cartel quedaba bien. Si lograba que ese sitio se mantuviese en pie y funcionara, tal vez, conseguiría que mi madre pudiese estar orgullosa de mí por primera vez en mi vida.
Una voz habló a mis espaldas, tan dulce y divertida que podría haberse tratado de un sueño.
—The bookclub café. No está nada mal. Un título imperfecto, un poco de inglés y español. —al voltear el rostro, me encontré con la sonrisa burlona de la muchacha de cabellos rizados—. Quizás vengamos de vez en cuando, ¿no, Claudia?
Georgina iba acompañada de otra chica de rostro pecoso y cabellos lacios. Sergio había estado hablando con ella, y de ella. Intercambiaron números de teléfono en la playa y no habían dejado de mensajear desde entonces. Me había enterado después de mi cena con Georgina.
—El gerente dice que soy guapa —siguió tonteando Georgina, que hablaba con su amiga, sin despegar su atención de mí—. Quizás intento comer algo gratis.
Puse los ojos en blanco y negué con la cabeza. No tenía remedio.
—Vamos a poner tu cara en la puerta, "¡Cuidado, desastre a la vista! ¡Prohibida la entrada! ¡Lo rompe todo!" —le contesté, algo aliviado porque su vacilación me motivó a pensar que no estaba evitándome.
Me hizo una peineta y se marchó. La observé alejarse, junto a su amiga, mientras se perdía entre el oleaje de personas.
¿Por qué había venido su hermano a por el coche? ¿Había decidido dejar de conducir? No tenía derecho a preguntarle porque no era asunto mío, pero me hubiese gustado que me lo contara.
🌻🌻🌻
Mamá fue la primera en abrazarme en cuanto cruzó las puertas de la terminal uno del aeropuerto de Barcelona.
No había sido consciente de lo mucho que echaba de menos a mamá hasta que su perfume a orquídeas se me coló en los sentidos como un recuerdo repentino de la infancia. O tal vez la sensación se incrementó por las manitas de Chris, mi sobrino, que se enrollaron en mi cintura porque corrió a sumarse al abrazo.
Mamá estaba tan guapa como siempre. Y tenía ese gesto alegre que la invadía cuando me visitaba, que hacía la hacía brillar.
Lennart, mi hermano mayor y padre de Chris, cargaba con dos maletas y una mochila y aun así, parecía no estar haciendo ningún esfuerzo. Seguro que había subido la cantidad de peso que cargaba en gimnasio, porque estaba más fuerte que la última vez. Lo único que hacía denotar algo de cansancio era su peinado revuelto y las ojeras que se habían instalado bajo sus ojos azules.
Hal, mi gemelo, venía el último, de la mano de Laia. Ella esbozó una sonrisa tímida y él me chocó la mano, después de un simple "Hola" tenso.
—¿Qué tal el viaje? —les pregunté.
Corto y tranquilo, según mamá. Divertidísimo, según Chris. A Lenn le pitaban los oídos. Kat se había dormido durante todo el vuelo y Harald y Laia venían de la mano, hablando entre ellos. Él le pasó la mano por los hombros, acercándola a él y dejó un beso en su sien. La chica sonrió y le susurró algo, a lo que él contestó besándole en los labios. Ella lo apartó y miró de un lado a otro, sonrojada, con un brillo especial en los ojos.
—¿Llevan así todo el viaje? —les pregunté a mamá y Lennart. Mi hermano mayor soltó un bufido.
—Un suplicio.
—A mí me encanta verlos tan enamorados —dijo mamá, con la ternura implantada en el rostro.
—Sí, porque estabas entretenida con Chris —respondió Lennart—. Ella intenta comportarse, pero Hal está como un niño en navidad.
Hal alzó la mirada para mirarnos desde la distancia en cuanto se dio por aludido.
—Hal es como una mascota —declaré, bromeando para romper el silencio con mi gemelo de la única manera que sabía—. Le das de comer, un poco de cariñitos y ya lo tienes contento todo el día.
—¡Ey! —se quejó Hal, acercándose, sin soltar la mano de Laia—. Si vas a burlarte de mí, al menos ten la decencia de hacerlo cuando no me vaya a enterar. ¡No soy como una mascota!
Laia se rio, pero lo miró con cariño. Como era de esperar, mamá me echó una mirada de desaprobación.
—Creo que es una definición bastante acertada —coincidió Kat. Se había puesto un sombrero playero sobre sus cabellos pelirrojos, como si fuera a caer en la playa nada más aterrizar.
—Y yo creía que éramos amigos, Kat —se quejó él.
Hal y Laia tomaron un taxi porque en mi coche de cinco plazas no cabíamos todos. Los dejé en el hotel, que estaba en pleno centro, y me fui a dejar el coche en casa. Mi coche. Que estaba como nuevo y no tenía marchas.
Tener a mi familia en la ciudad siempre se sentía extraño.
Nos pasamos el día de turismo por la ciudad. Vi por enésima vez La Sagrada Familia porque todos estaban empeñados en entrar a visitarla por dentro, ya que no la habían visto. Me dolió pagar una fortuna para entrar, pero nunca me arrepentía de sumergirme en los colores de las vidrieras de la maravillosa basílica. Era difícil comprender cómo el ser humano podía construir algo tan semejante al cielo. Las escalinatas parecían dirigirse a un paraíso fuera de este mundo: una isla flotante en las alturas llena de vida. Los colores graduales, de verde a azul, de amarillo a rojo no eran más que la ilusión de estar viendo el arcoíris desde las nubes. O desde las copas de los árboles que creaban las columnas y los pilares. Era como si un bosque hubiese decidido convertirse en eterno.
Algo que aprendí en las visitas turísticas, era que, las iglesias, tenían como objetivo ser el cielo en la tierra: la llamada Jerusalén celestial. Allí lo habían conseguido.
—Es como el palacio de una historia de fantasía, ¿no crees? —observó Hal, a mi lado, plantado en el centro de la nave. Todos los demás se habían alejado de nosotros—. Como una ilusión.
No podía estar más de acuerdo y por eso moví la cabeza. Me encontré con su mirada, tan cristalina como la mía. Narciso no se hubiese enamorado de su reflejo si hubiese encontrado a su otro yo, de carne y hueso, al otro lado. Un yo más puro, mejor, menos corrompido.
Mi hermano apretó los labios y respiró hondo por la nariz, tan angustiado como yo. Quise decirle que sentía mi enfado del otro día, pero se me hizo un nudo en la garganta.
—Te echo de menos en Inglaterra —confesó él, entre las luces del arcoíris de la nave—. No quería discutir contigo.
—Yo tampoco.
Yo también lo extrañaba, aunque no se lo dije.
—Sé que no vas a volver y que haces tu vida a tu manera, pero a veces me gustaría que fuera distinto. Lo siento.
Asentí de un movimiento de cabeza. Yo también deseaba que fuese distinto.
Pensé que me daría un apretón de manos o una palmada en el hombro, pero se abalanzó sobre mí para rodearme con un fuerte abrazo fraternal que me pilló desprevenido. Le correspondí y nos dejamos llevar por las disculpas que no necesitaban más palabras. Él había cambiado, se esforzaba por hacer las cosas más fáciles entre nosotros, aunque yo las complicara. Porque yo no podía olvidar y si Killian salía a florecer, los fantasmas del pasado me gritaban demasiado fuerte, haciéndome olvidar todo el camino que había recorrido con mi gemelo.
—¿Y conmigo no contáis? —preguntó Lennart a nuestras espaldas, que se unió al abrazo.
Joder, odiaba ser tan distante, pero era la única manera de sobrellevarnos.
Nos recorrimos el puerto, las ramblas y el barrio gótico. Tuve oportunidad de mostrarles los rincones escondidos de esa zona y Laia se ocuparía de guiarlos por otras zonas al día siguiente, cuando yo me viera arrastrado a la preparación de la inauguración y no tuviese un solo segundo para verlos.
A las siete de la tarde, Manuela esperaba en su casa con un banquete digno de un regimiento. Le insistí en que podíamos ir a un restaurante, pero ella se negó en redondo. «¡Pero cómo voy a llevarles a comer tapas para guiris en un restaurante! ¡Ahí lo tienen todo congelado y hecho a prisa! ¡No, no, no! ¡Voy a hacer comida de verdad!». La razón por la que no quise que se dedicara a cocinar, fue por el esfuerzo que le iba a suponer y por el calor que hacía. No conseguí nada. A fin de cuentas, esa anciana siempre se salía con la suya. Me ofrecí a ayudarla, e incluso llegué un rato antes que mi familia, que se fueron al hotel a prepararse para la cena. Manuela no me quiso abrir la puerta y me dijo que "Fuera a ponerme guapo".
Vinieron todos, excepto los amigos de Hal. Killian, que había llegado a Barcelona, pero estaba en un hotel del puerto Olímpico con su novio, todavía no se había dignado a saludar. Y Kat había preferido quedarse en el hotel porque estaba cansada.
Manuela preparó una selección de platos que cualquier turista hubiese esperado de un buen restaurante de tapas tradicionales en España, pero mejor. Sirvió sus famosas croquetas, gazpacho, patatas bravas, esqueixada catalana, pulpo a la gallega, surtidos de embutidos y (cómo iba a faltar) sangría y tinto de verano, entre otras cosas. No era una cena como las que ella solía preparar, pero se empeñó en darle a mi familia lo mejor que tenía. E incluso cenó tempranísimo, para adaptarse a ellos.
Harald fue el primero en saludar a Manuela, que, como ya se conocían, se puso contentísima. Él sabía muy poco español, pero tenían un gracioso modo de hacer señas con el que lograban entenderse y, para sorpresa de la anciana, Hal había estado practicando algunas frases en español con Laia.
Manuela y mamá se saludaron con un curioso entusiasmo, pues ninguna entendía el idioma de la otra. Laia y yo nos vimos embarcados en una constante y divertida sesión de traducción, mientras disfrutábamos de la cena.
Chris arrastró su silla hasta casi juntarla con la de Laia. Comió su cena en silencio junto a la chica. A decir verdad, no se había despegado de ella en todo el día.
—Oye, Chris, estás robándome a mi novia —bromeó Hal, divertido.
—Tú me robas galletas —le replicó el niño, sacándole la lengua.
—¡Oye! —exclamó Hal, fingiendo indignación—. Lenn, vigila a tu hijo.
—A mí no me metas —replicó el otro, que estaba completamente implicado en el jamón y las patatas bravas.
Nunca cambiaban.
La cena transcurrió con un divertido intercambio de anécdotas por parte de mamá y Manuela. Casi todas eran vergonzosas para mí, y mis hermanos, no perdieron oportunidad de meter baza.
—¡Voy a por el postre! —Manuela se levantó cuando terminamos de comer y se dirigió a Laia—. Cielo, ¿me acompañas?
La muchacha la siguió hasta la cocina. Laia salió un minuto más tarde con una tarta de queso. La dejó sobre la mesa y echó la mirada hacia atrás. Adiviné una pizca de preocupación en el modo en el que se mordió el labio. Manuela no la seguía.
Me levanté enseguida.
—Creo que... creo que no se encuentra muy bien —me dijo Laia. Asentí, intranquilo y salí del salón.
La anciana estaba apoyada en la encimera de la cocina. Se acariciaba las sienes y apretaba la mandíbula. Toda la cocina estaba llena de vajilla, ollas, trastos y... joder, se había esforzado demasiado. La muy testaruda no iba a aceptarlo nunca.
—¿Está usted bien, Doña Manuela? —me acerqué a ella y agaché la cabeza para observarla.
—¡Ay! —se sobresaltó y abrió los ojos, que había tenido cerrados—. Sí, hijo, sí. Que me he quedado embobada con mis cosas.
—¿Seguro? Laia cree que no te encuentras muy bien.
Agarró un tarro de mermelada, con un temblor de manos que reprimió, haciendo fuerza sobre el vidrio.
No me pareció que estuviese bien. Lo más seguro era que estuviese cansada.
—Estoy perfectamente. Es que me ha dado un mareo, pero nada. Es que me he levantado muy rápido de la silla.
—Manuela, ya me encargo yo.
Ella negó con la cabeza y siguió a lo suyo:
—No sé si sacar también caramelo, pero creo que la mermelada será suficiente. ¿Tú qué opinas?
Fruncí ligeramente el ceño. De verdad que no tenía que hacer todo eso.
—Mermelada está bien. Pero Manuela —se detuvo junto a la puerta ante mis palabras—, ¿me dejará pagarle por todo esto? Es mucho lo que ha gastado hoy en mi familia.
—Nada, hijo —me sonrió y me di cuenta de que, por muy cansada que pudiese estar, estaba feliz. Tenía esa ilusión en la mirada que la acompañaba cuando hablaba de su difunto marido—. Ha sido una de las mejores noches de los últimos años. No quiero que me pagues nada.
—Yo limpiaré todo. No quiero que haga usted nada más, por favor. Somos muchas personas y esto es mucho trabajo.
Ella me apoyó la mano en la mejilla, enternecida.
—Cariño, hacía años que no había tanta gente en casa. Es maravilloso —me dijo con los ojos brillantes—. Muchas gracias, Kresten. Eres el nieto que no tuve. Deja que tu abuela haga cosas por ti, ¡leñe!
Me dio un par de palmaditas en los mofletes y salió de la cocina con la cabeza bien alta.
—Pero yo limpiaré —le repliqué, incapaz de decir cualquier otra cosa. Ella cedió con una risa.
Me quedé paralizado, incapaz de asimilar lo que acaba de decirme. Me consideraba su nieto y yo no entendí qué había hecho para que me apreciase tanto.
Necesité un par de minutos más, en la soledad de la cocina, para volver a la cena sin desmoronarme.
Este capítulo me enternece el corazón. Es muy intenso para Kresten y me costó muchisimo escribirlo. Espero que os haya gustado.
Mil gracias por leer,
Noëlle
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