19. Tarde
GEORGINA
Habíamos paseado durante media hora y ninguno de los dos había mencionado que debía irse. La cena había terminado, así que no tenía mucho sentido que siguiéramos dando vueltas.
A menos que no quisiéramos terminar esa conversación.
Y yo no quería.
Me quejé de mi madre, de su estúpida nueva obsesión con hacer escapadas de fin de semana y restregarme por la cara que eso sí era vida, como si con nosotros hubiese estado en coma, perdida en la nada, hasta qué salió de casa y se encontró. Me quejé de mi padre, que no hacía más que regentar la frutería con una sonrisa débil, y esconderse en su habitación a ver el televisor por las noches. Me quejé de Arnau, que a pesar de su actitud estúpida, tenía motivos para estar enfadado con ellos. Porque a veces, yo también quería estar enfadada, quería irme de casa y mandarlo todo a la mierda.
Pero no podía.
No podía dejar solo a papá. No podía hacer como mamá.
Kresten no dijo mucho, tan solo se limitó a escucharme como si no tuviese suficientes palabras para contestar.
—Siento el rollo —me disculpé.
—No soy bueno dando consejos, ni hablando de los problemas de los demás —admitió y me gustó esa seguridad—. Ni siquiera soy bueno con mis cosas. No ha sido un rollo, Georgina, es solo que no sé qué decir, aparte de que, si vuelves a quedarte tirada en medio de la nada, puedes volver a llamarme.
Entonces fui yo quien no supo qué contestar a eso, porque para no saber qué decir, había dicho justo lo que necesitaba oír: que no estaba sola del todo.
—¿Por qué me preguntaste lo del coche? —su gesto se arrugó y tuve que aclararle a qué me refería—: El mensaje.
Tomó una bocanada de aire.
—Fue una pregunta sin importancia. Pero creo que todos nos sentimos un poco perdidos en la nada. Y cuesta mucho encontrarse cuando no sabes dónde estás.
Asentí. Varias veces. Las suficientes para que entendiera que estaba de acuerdo, demasiado pocas para que comprendiera cuan muda me sentía.
—Debería irme ya —dije—. Se me hará tarde para subir al tren.
—Puedo llevarte a casa.
—No. Voy a ir sola —aceptar su ofrecimiento solo lo haría todo más raro, porque nosotros no nos llevábamos bien. ¿Verdad?—. Solo, debo irme ya, si no tendré que esperar mucho para el siguiente tren.
No insistió.
—Gracias por la cena y... siento que no hayas probado esa pizza. Te prometo que está muy buena.
—No te preocupes. Avísame cuando llegues.
Hice un gesto de despedida con la mano. Me quedé a medias, sintiendo que faltaba algo allí. Un abrazo, un apretón de manos, algo... algo desencajaba y no sabía el qué.
—Nos vemos, Kresten.
Me dispuse a marcharme, pero su voz nos detuvo, a mí y al vacío entre nosotros:
—Eh, ¡te dejaste esto en el maletero del coche! —volteé para encontrarme con él, que me tendía un libro.
¡¿Pero qué cojones?! ¡¿Lo había cargado durante toda la cena?!
El libro era, nada más ni nada menos que, "Los secretos del duque". No se molestó en tapar la foto del duque sin camiseta, besándole el cuello a la protagonista, que tenía los tirantes del vestido bajados. Ese que había estado leyendo antes de que creyera haberlo perdido y decidiera empezar la historia de lord Marshall y Dottie.
Un calor abrasador creció en mis mejillas, en todo mi cuerpo. Que la tierra me tragara y me escupiera en la otra punta del mundo, por favor y gracias.
—Gracias —se lo arrebaté, avergonzada, y volví a darme la vuelta—. Tengo que irme.
—Estás como un tomate —observó.
—¡Quieres dejar de decir eso! —volví a encararle y descubrí una mueca juguetona en su rostro.
—Es una expresión graciosa —estiró el lado derecho de sus labios en una sonrisa pícara—. Y tienes cara de que te gusten los tomates.
—Dios mío, yo me voy.
Me di la vuelta para irme.
—Eh, he leído las escenas que tienes marcadas —siguió hablando—. Son todas de sexo.
—¿Y eso por qué? —le encaré de nuevo. ¿De dónde salía ese afán por sacarme de quicio?
—Tenía curiosidad —admitió—. Supongo que tú también, porque las marcas.
—Yo no tengo curiosidad.
—¿Experiencia? ¿Intentas aprender algo de estos libros?
Me crucé de brazos.
—¿Qué quieres, Kresten?
—Nada. Pero, aunque no eran malas escenas, me han parecido un poco repetitivas. Creo que la protagonista hubiese disfrutado más si le dieran desde detrás.
—No te he preguntado tu opinión sobre los gustos sexuales de la protagonista.
—Estás como un tomate.
«Dios, si existes, cállalo».
—Ugh, en serio, ¡eres insoportable!
Dio un paso, acercándose a mí. Me quedé anclada en el suelo, porque mi cuerpo anhelaba su cercanía, aunque yo estuviese deseando huir.
—Y tú —su voz sonó más profunda, a pesar de su evidente tono burlesco—, aunque vas de dura, en realidad eres una romántica.
—Lo dices como si te hiciera gracia.
—Es gracioso. Eres graciosa.
—¿Cómo dato?
—Como dato.
Me di la vuelta después de soltar un resoplido y una maldición. Me llamó mientras me alejaba, pero seguí con mi camino. Él estalló en carcajadas. La cena había ido muy bien, ¿por qué demonios lo fastidiaba?
Abracé el libro contra mi pecho. Estaba molesta por el modo en el que me vacilaba, como si para él fuese un juego el provocar cosas en mí. Me daban ganas de darle un bofetón y nunca me había considerado violenta.
Condenado vikingo.
🌻🌻🌻
A veces sentía que llegaba tarde.
Tarde para saber qué demonios quería hacer con mi vida.
Tarde para arreglar a mi familia.
Tarde para seguir viviendo con mi padre.
Tarde para volver a empezar en otra profesión.
Tarde para mi vida sexual.
Tarde para dejar de sentirme frágil.
Tarde.
Siempre iba tarde, pero nunca dejaba de correr.
Era como si el reloj de mi vida se hubiese pasado de hora en algún momento de despiste, y ya jamás pudiese lograr alcanzarlo.
Se me escapaba el tiempo de entre las manos y no había nada que pudiese hacer para detenerlo. Y mientras tanto, yo seguía pensando que llegaba tarde, que tenía que hacer más, esforzarme más, luchar más... a pesar de que nunca era suficiente.
Porque siempre se necesitaba más.
Todo a mi alrededor se movía. La sociedad parecía tener muy claros cuáles eran los plazos, estándares y objetivos.
Pero no encajaban. Las piezas que yo tenía parecían ser de juegos distintos. Unos que algún niño mezcló de forma indiscriminada antes de que se repartiesen las cajas, dando lugar a un tablero inútil y unas normas que no podían seguirse.
¿Era yo la única que no lograba llegar a tiempo? ¿O éramos todos, que corríamos como locos a algo que, en realidad, no tenía tanta importancia?
Esa mañana de lunes en la oficina no encontré ningún consuelo que me ayudara a dejar de pensar que estaba corriendo una maratón en la que no me movía del sitio.
Un cliente me gritó. Había hecho el ingreso de un cheque hacía una semana y todavía no se le había abonado.
—Eres muy joven, ¿cuántos años tienes? —me preguntó con desprecio, desde detrás de sus gafas de pasta. Él tenía cincuenta y cinco. Lo había visto en su ficha, al acceder a los datos del cheque—. ¿Puedo hablar con alguien que sepa lo que está haciendo?
—El cheque se ingresó bien, señor Laguardia —le insistí—. Pero esto a veces puede tardar en abonarse en cuenta porque es internacional y se tiene que revisar desde la... —no me dejó terminar.
—¿Cuántos años tienes, niña? —repitió, todavía más asqueado.
«Niña». No era el primero que me subestimaba por mi edad, pero era el que más desprecio había mostrado. Contuve el aire antes de contestar a ese gestor de fincas prepotente:
—Mi edad no es algo relevante.
—Pues yo quiero saberla, al menos así habrá justificación a tu incompetencia.
Apreté los puños.
—El cheque está bien ingresado —insistí, conteniendo mi voz temblorosa—. Lo que está tardando es la liberación del importe por parte de servicios centrales y el banco emisor. Ya lo he reclamado.
El tema de los cheques era, a veces, un poco burocrático y podía tardar, sobre todo, si venía de Estados Unidos como el de ese hombre. Pero él no atendió razones, y era el tipo de persona que ya había hechos sus juicios sobre mí, por lo que no importaba lo que dijera: todo le parecería mal.
—Lo que tú hagas no me vale. ¿Dónde hay otra persona competente con quien pueda hablar?
Otra persona competente.
No me lo podía creer.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó Sara, mi compañera de inversión. Solía estar en el fondo de la oficina, metida en su ordenador. O entre reuniones y llamadas de teléfono.
No la había visto llegar.
—Oh, alguien decente. Creía que en este banco nadie movía el culo —respondió el maldito Francesc Laguardia.
Ella se puso frente a mí, poniendo los brazos en jarra y adoptando esa actitud maternal que tenía conmigo.
—Voy a tener que pedirle que utilice unas palabras más amables —dijo ella—. Nadie le ha faltado el respeto.
El hombre me señaló con un movimiento de mandíbula.
—¿Negarse a decirme su edad no es una falta de respeto? —preguntó.
Sara arqueó las cejas, y chasqueó los labios, lista para replicar.
—Juzgar a alguien por su edad también lo es.
—Quiero saber cuántos años tiene.
—Yo no lo sé —mintió Sara—. ¿Y sabe qué? No es importante. Porque hace su trabajo de forma excelente. Ahora bien, creo haber escuchado que tenía usted una duda. Acompáñeme y lo miramos.
Ella ni siquiera se encargaba de la operativa de cheques, eso era algo que había dejado atrás hacía tiempo, pero me ayudó de todas formas. Era la única que lo hacía. El resto de mis compañeros se quedaban mirando, a la espera de que yo sola encontrara la situación, y si no lo hacía, me miraban por encima del hombro el resto de la mañana.
El hombre siguió a Sara a regañadientes, y no perdió la oportunidad de volver a atacarme:
—Siempre he dicho que las chicas jovencitas y monas no deben trabajar con dinero. Ya ve, tenía razón.
Nadie dijo nada, pero no sé quién apretó más los puños, si Sara o yo.
Sara le explicó lo que yo ya le había dicho, pero a ella sí se la tomó en serio. El hombre se marchó diciendo: "la niña de caja no se explica bien".
Me temblaba todo el cuerpo y creí que, si alguien me dirigía la palabra me echaría a llorar de rabia. Pero me armé de valor, respiré hondo y me dirigí al siguiente cliente con la sonrisa más fingida que nunca había esbozado.
Funcionó.
—Georgina, a ese imbécil ni caso —me dijo Sara más tarde—. Eres muy buena.
Le di las gracias por sus palabras y su ayuda, pero mi ánimo no mejoró.
El director llegó a las once y media, y aproveché la llegada de un cliente que tenía una reunión con él para preguntarle, rápidamente, sobre Clara, su baja y mis posibilidades de salir de ese puesto.
—Hola, señor Serra... quería hacerle una pregunta. Sobre... es sobre Clara y el puesto de caja. Verá... es que...
—Clara estará de baja varias semanas, no sabemos cuánto tiempo —me respondió él—. Estás más que preparada para seguir en su puesto mientras tanto.
—Pero mi formación...
—Podrás seguir con tu formación cuando vuelva.
Me di por contestada. Me había quedado sin energías para rebatir.
Pasé por delante del local de Kresten durante mi descanso. Las persianas estaban bajadas, pero vislumbré una figura en la puerta trasera. Era Sergio, que hablaba por teléfono mientras salía del local con una pequeña caja de cartón bajo el brazo. Cerró la puerta con llave y se marchó, cruzando la plaza de la catedral.
El hombre al que buscaba no estaba allí.
Para eso también llegaba tarde.
Y a decir verdad, ya me iba bien, pues no hubiese sabido qué contestar cuando me preguntara su habitual "¿Qué quieres?". Y mi única respuesta fuera "verte".
¿Soy la única que ve que los sentimientos entre estos dos están comenzando a florar? Porqie el final de este capítulo me parece super tierno.
Iba a subir este capítulo mañana, peeero, hoy es mi cumpleaños y me sentía con ganas de subirlo antes. 🥰🤭
¡Subiré el próximo el miércoles!
Mil gracias por leer,
Noëlle
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