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15. Frustración, furia y miedo

GEORGINA

«Bien, no necesitas que ese capullo te acompañe».

—Ocupado. Dice que está ocupado —mascullé, mientras me agarraba con fuerza al volante—. ¡Mentiroso! ¿Y Georgie? ¿Me ha llamado Georgie? ¡¿Pero quién se cree que es?!

En realidad no tenía ni idea de si me decía la verdad o no, pero no me había parecido muy creíble. De todos modos, necesitaba desahogar mi frustración, furia y miedo.

En circunstancias normales, hubiese ido en tren hasta casa y allí, nos hubiésemos ido hasta rehabilitación, haciendo el tranquilo trayecto habitual de siempre, que me conocía con los ojos cerrados. Tan solo había conducido en Barcelona una vez, y estampé mi coche contra el de Kresten. No quería saber qué demonios pasaría si intentaba salir de la ciudad.

El corazón me bombeaba tan fuerte en el pecho que creí que podría salirse en cualquier momento. Me invadieron los habituales sudores fríos y, me costó horrores controlar el temblor de mis manos mientras me acomodaba en el asiento.

—Tú puedes —me dije a mí misma—. Tan solo debes salir de Barcelona, llevar a papá al hospital y después, volver para devolver el coche. Y...

Dios mío, tenía que volver a entrar a la ciudad.

Arranqué a toda prisa y llegué a la altura de Kresten, que caminaba tranquilamente. Se había puesto unas gafas de sol que le daban un aspecto todavía más extranjero del que ya tenía.

Bajé la ventanilla.

—¡Te invitaré a cenar! —le grité.

Frunció el ceño, pero esbozó una sonrisa divertida y pícara, antes de voltear.

—¿La compensación es una cita contigo? —me preguntó, bajándose las gafas de sol con travesura.

—No. Es una pizza napolitana. Con mucho queso. Hecha al horno de piedra. Te lo juro.

—¿Yo como y tú miras? —me pregunto, acercándose— ¿Y pagas?

—Si eso es lo que quieres.

Se inclinó, apoyando la mano sobre la ventanilla bajada. Su rostro quedó a escasos centímetros del mío.

—Muy bonita —observó. Un suave cosquilleo creció en vientre, ante su tono descarado y seductor—. Sí. Esa cara de súplica es muy bonita. Si me sigues mirando así no voy a poder negarme.

Odiaba sus burlas. Intenté ignorar el aleteo que recorría la parte baja de mi vientre y tuve que esforzarme por dejar de respirar el masculino aroma que desprendía su cuerpo. Quería abofetearle.

Sus ojos claros, del mismo color azul que el cielo despejado de esa tarde de primavera, me analizaron, hasta llegar a mis pies. Me temblaban tanto que no era capaz de mantener el freno pisado.

—Te propongo algo —dijo en español y siguió hablando en inglés—. Puedes comer pizza tú también, pero ahora conducirás tú hasta donde sea que tenemos que ir. Y a la vuelta, si me siento simpático, te dejaré en tu casa y podrás olvidarte de mí hasta el viernes a las ocho.

La piel del volante me quemaba los dedos.

—¿Por qué el viernes a las ocho?

Apoyó otra mano sobre el marco de la ventana, acercándose todavía más. Sentí su respiración en mi mejilla.

—Porque tengo la impresión de que si no aclaramos día y hora me quedaré sin esa pizza que me prometes —explicó—. Y ahora estoy intrigado.

Yo sí que estaba intrigada: con mi coherencia.

—Al menos no es a las seis. —Mi burla a los horarios de comida británicos no ayudó a mi nerviosismo.

—¿Quieres cenar a las seis? —me preguntó, sin más—. Por mí no hay problema.

—Ni loca.

«¿Qué mierda estoy haciendo? ¿En serio le acabo de proponer pagarle una cena?».

No me atrevía a conducir sola, así que si ese era el precio, me conformaría.

Kresten se subió al asiento copiloto, con aire satisfecho, echó el asiento para atrás, acomodándose y se quitó las gafas de sol.

—¡Vamos! —dijo y alzó las manos con un gesto exagerado—. ¿Qué haces aquí detenida? ¡El semáforo está en verde!

—Ya me estoy arrepintiendo.

Pero no me arrepentía, porque los pies me habían dejado de temblar en el instante en el que él estuvo a mi lado.

Pisé el embrague y el acelerador y el coche pareció tener dificultades para arrancar. ¿Tanto pesaba Kresten?

—No arranques en segunda marcha —me dijo él—. Lo vas a romper.

Necesitaba centrarme.

Puse algo de música e inicié la marcha. Kresten se mantuvo en silencio durante un rato. Me equivoqué de salida tres veces y di varias vueltas hasta que conseguí salir. La primera vez, él no dijo nada, pero en cuanto vio que andaba en círculos, comenzó a darme órdenes.

—Cambia a quinta —me dijo cuando conseguí que tomar la salida correcta a la autopista—. Y adelanta a este. Da muchos frenazos y te va a molestar.

La verdad era que el Mercedes gris que tenía delante me estaba estresando.

—¿Ahora me das órdenes?

—Tengo que ganarme la pizza.

Me reí. Guau.

Kresten me ayudó a calmarme con sus indicaciones de profesor aficionado de autoescuela. Mis manos dejaron de temblar y mi pulso se relajó. A veces, a él se le olvidaba que yo ya había hecho clases, y ya había aprobado mi licencia, así que no necesitaba que me recordara cosas tan básicas como que debía cambiar de marcha a cada rato.

Mi móvil sonó cuando estaba a punto de llegar a casa. Le pedí a Kresten que me dijera quién llamaba. Era el director de la sucursal.

—¿Puedes descolgar y poner el altavoz, por favor? —mi coche no tenía manos libres.

Él hizo lo que le pedí.

—¿Georgina? —la voz del señor Serra sonó agitada—. Necesito que me mires una fórmula de firmas.

<Oh, no>.

—Estoy fuera de casa —le respondí. Lo último que necesitaba era otro problema que solucionar—. No puedo hacerlo ahora.

—Es muy urgente, el cliente no puede operar y creo que hubo algún error al darla de alta...

Vi a Kresten fruncir el ceño por el rabillo del ojo.

—No puedo ahora.

—Pues enseguida —me exigió el señor Serra.

—No sé cuando voy a poder mirarlo, estoy conduciendo.

—Necesito que lo mires ya, es un cliente muy importante. Si lo perdemos por esto, serás la primera en pagar las consecuencias, y yo después.

—Dame media hora, por favor. Solo media hora —le contesté, angustiada. Lo último que quería era una bronca mientras conducía.

—Georgina, por lo que más quieras. ¡Date prisa!

—Descríbeme lo que dice el programa —le propuse, pues era lo único que se me ocurría para intentar solucionar el problema—. No puedo mirarlo ahora.

El señor Serra me describió lo que ponía en el sistema con detalle, y no tardé más de cinco minutos en localizar el error e indicarle cómo debía solucionarlo. Puse los ojos en blanco durante toda la conversación, pues esas respuestas las podría haber sacado él si hubiese buscado un poco en los protocolos y procedimientos. Él era así, me llamaba a mí, fuera de mi horario de trabajo, a la hora que se le antojara para que le solucionara la vida a los clientes por los que él cobraba muchísimo dinero y yo no me llevaba un centavo. A fin de cuentas, le era mucho más sencillo hacer una llamada y mandarme a mí que enfrentarse a las unidades de apoyo, porque sí, había departamentos a los que llamar en horario de cierre de oficinas, pero a él no le daba la gana utilizarlos.

Se comportaba como si tuviera que rogarle por seguir trabajando allí, y yo agachaba la cabeza como una tonta, porque la verdad era que quería seguir trabajando allí.

—¿Qué ha sido eso? —me preguntó Kresten cuando colgó la llamada

—Mi jefe.

—¿Esto pasa mucho?

—Sí. Hasta de madrugada.

—¿Y te pagan más por eso?

Me eché a reír.

—¿Estás de broma? Ojalá.

No solo no me pagaban, sino que después de prometerme una formación para un ascenso, me habían vuelto a meter en mi posición actual con la excusa de cubrir una baja por enfermedad que no sabía cuándo iba a terminar.

—¿Y esto es parte de tu trabajo o es tu jefe sobrepasando límites? —me preguntó Kresten.

—Ah, la segunda.

—What an asshole.

Papá esperaba frente al portal de casa. Llevaba su habitual ropa cómoda para rehabilitación y no tardó en acercarse. Kresten salió del coche de inmediato, y aunque no le hablé sobre la cojera de mi padre, fue evidente que la notó. El rostro de papá se transformó en una mueca seria y tensa que nunca le había visto. Su ceño se frunció, arrugó los labios e incluso me pareció ofendido.

Entonces caí en la cuenta de que era la primera vez que me veía con un chico. ¿Sería por eso?

—Póngase delante, yo iré detrás, por favor —se ofreció Kres. No esperaba esa amabilidad, pero me gustó.

—¿Quién baja antes, tú o yo? —preguntó papá con un tono cortante.

La confusión bañó el rostro de Kresten.

—Él me acompaña a mí, papá —aclaré—. Pero ponte en el copiloto, estarás más cómodo.

Él negó varias veces con la cabeza.

—Yo bajo antes, me sentaré detrás —dijo. Kresten estuvo a punto de replicar, lo supe porque se irguió del mismo que lo hacía cuando iba a empezar una discusión, pero mi padre lo detuvo—: ¿Tú entiendes español, chaval?

—Sí, señor. Yo entiendo y hablo.

Papá alzó la cabeza, señalándole la parte delantera del vehículo. Esperaba que Kresten no se pusiese insistente, porque los dos eran tan tozudos que nos quedaríamos allí toda la tarde.

—Entonces siéntate donde estabas —le ordenó papá.

—Pero...

—Siéntate.

—Sí, señor.

El rubio se tensó y contuvo el aire, rendido. Mi padre podía ser muy cortante y tuve que contenerme el sonrojo avergonzado ante la incomodidad que ambos se profesaban.

No sabía que papá reaccionaría así. Kresten, claramente intimidado, se volvió a sentar en el asiento copiloto.

—¿Cuándo es la próxima sesión? —le pregunté a papá, una vez se había sentado detrás de mí y ojeaba sus últimos informes médicos.

—En tres semanas.

Volví a ponerme en marcha.

Papá llevaba tres años de rehabilitación. Tuvo un pequeño parón en la época de la pandemia, pero no habíamos dejado de acudir mensualmente desde que retomó las sesiones. Le costaba mucho. Su médico me había hablado varias veces de cómo su situación mental le dificultaba el proceso de rehabilitación. Íbamos poco a poco, pero avanzábamos.

El silencio del vehículo se hizo insoportable. Vi a papá por el retrovisor, que analizaba a Kresten con ojo avizor, mientras el otro intentaba mantener su atención fija en la carretera. El inglés volvió a darme indicaciones y aunque mi padre no preguntó sobre el motivo de esa actitud, su expresión se volvió todavía más seria.

Parecía estar pensando exactamente lo mismo que mi madre, a diferencia de que no le gustaba en absoluto lo que veía.

Nunca había hablado con mi padre de chicos. Yo no había sacado el tema y él tampoco. Eso me gustaba porque no me presionaba como mamá y respetaba mi espacio. Tal vez por eso me sorprendió esa repentina actitud. Arnau no había tenido situaciones violentas con sus novias, papá siempre les dedicaba una sonrisa, pero..., ¿qué demonios le pasaba conmigo?

Debí haber detenido mis pensamientos, pues me distraje y lo que me devolvió al mundo fueron mis pies, que eran lo único que seguían en tierra, siguiendo las indicaciones de Kresten. Una niña de cabellos rubios que chupaba una piruleta y se reía, víctima de la inocencia, se cruzó en mi camino.

El frenazo me dio un latigazo en el cuello. La niña dejó de caminar y permaneció quieta frente al coche. Palideció y sus grandes ojos marrones se vieron invadidos por el miedo y la sorpresa. Tardó un par de segundos en reaccionar y salir corriendo detrás de su madre, que le echó una regañina.

—Hija, no pasa nada — susurró papá, a mis espaldas.

Mi respiración no se calmaba.

Mis recuerdos tampoco, que se reprodujeron frente a mí como las secuencias de una película de autor.

Sangre. Había sangre y gritos. La gente corría por todas partes y se me nubló la visión.

¿Se iba a morir?

Creí que me mareaba y tuve que taparme los ojos. La niña estaba en el suelo. La madre lloraba y gritaba. El coche se detuvo unos metros más allá. Un hombre salió, tambaleándose de pánico y sujetándose el pecho, como si pensara que se le podía escapar el corazón.

La madre gritó, pero la niña no se movió.

Mi padre corrió a socorrer a la pobre chiquilla, pero en el aire se saboreaba el metal de su sangre, se oía el eco de su voz, despidiéndose para siempre. Recuerdo pocas cosas nítidas de ese día, pero lo que nunca olvidaré, es su nombre:

Lara.

La niña se llamaba Lara y era mi compañera de clase.

Nunca debimos acostumbrarnos a ir al parque cada tarde.

—Georgina —fue difícil saber si Kresten me llamaba desde el presente o desde mi imaginación—. Georgina, está todo bien.

La voz del inglés se mezclaba con la de papá, a mis espaldas, que repetía lo mismo.

El coche estaba detenido, el freno de mano puesto, pero yo seguía apretando el freno. No podía responder.

No sé como se las apañó Kresten para apagar el coche y el motor. Alguien tocaba el claxon, pero él se dedicó a hablarme con calma, ignorando las prisas de los otros conductores de la vía.

—Georgie, estoy aquí —se inclinó sobre mí y posó la mano en el volante.

—¡No lo toques! —exclamé, horrorizada. Él no se apartó.

—Vamos a salir de aquí, ¿vale? —continuó—. No tienes que seguir conduciendo, lo haré yo.

—No.

—Georgie, please.

—No.

—Hija —me llamó papá, que apoyó una mano en mi hombro, dándome un poco de su calor—, hazle caso al chaval.

Negué con la cabeza, pero podría haber asentido. Podría haber hecho cualquier cosa porque todo en mí era una maraña de sentimientos peleándose los unos contra los otros: ansiedad y tristeza, impotencia y voluntad.

Quiero hacerlo, puedo hacerlo.

«No quiero hacerlo. No puedo hacerlo».

Hacía mucho que no sentía mi cuerpo temblar de ese modo. Mi garganta palpitaba, mis pulmones no sabían como estarse quietos, mi corazón estaba tan perdido que no sabía si detenerse de por vida o hacerme un agujero en el pecho para encontrar su lugar. No había nada a lo que aferrarme.

Y entonces, apareció una voz cálida y reconfortante.

—¿Confías en mí? —me preguntó Kresten, con un tono suave y comprensivo.

—Sí —la afirmación tembló en mis labios.

—Voy a decirte qué hacer —me explicó, con una calma envidiable—. Sigue mis indicaciones. Tú puedes hacerlo. Y si no puedes, yo seguiré por ti.

Asentí, porque era lo único que podía hacer. Mi corazón estaba tan acelerado que tardó en asimilar que se sentía conmocionado por las palabras de Kresten: "Yo seguiré por ti".

El problema era que quería hacerlo por mí misma.

Me agarré el volante y volví a poner el coche en marcha.

Ni siquiera sé cómo pude volver a conducir. Mi mente no respondía, mi cuerpo se movía solo, por inercia. Fue como si otra persona estuviese moviendo mis hilos. Como si Kresten se hubiese apoderado de mí con cada una de sus palabras.

Cuando dejamos a mi padre en el hospital, me di cuenta de que tenía las mejillas mojadas de lágrimas silenciosas que caían incontenidas. Pero yo seguía sin una sola contorsión de llanto. Impasible.

Había reprimido las lágrimas demasiado tiempo y ahora habían decidido actuar por cuenta propia. Ajenas a mí.

Me enjuagué el rostro y respiré hondo, ante la atenta cercanía de Kresten.

—Perdón por mi padre —me disculpé. La vergüenza me empapaba el rostro y era tan grande, que no pude encerrarla—. Tiene un carácter un poco especial. Hace unos años perdió la pierna y a veces no tiene el mejor día.

—No importa —contestó él, con un tono sereno y distante.

Me mordí el labio, incapaz de mirarle a los ojos mientras recordaba la conversación de horas atrás, cuando él me preguntó si me había pasado algo al volante y lo negué. Ya era evidente que sí.

Volví a ponerme en marcha. Kresten se dedicó a observarme, mientras seguía dándome pequeñas indicaciones.

El supermercado estaba a rebosar, pero me mantuve positiva y conduje hasta la zona del final, donde solía haber plazas vacías y podía aparcar sin problemas. Fue imposible. Estaba atestado.

—Ahí tienes un hueco —me señaló Kresten. No había nada de burla en su tono. Debía haberse asustado con mi estallido de miedo. Qué vergüenza.

El espacio para aparcar era demasiado estrecho.

Di unas cuantas vueltas, pero no encontré ninguna plaza que tuviera, al menos, dos espacios vacíos al lado. Finalmente, me detuve en un costado. A veces, solo hacía falta esperar un poco. No duré mucho, pues la mirada curiosa de Kresten me puso de los nervios. Se ofreció a hacerlo por mí, pero me negué. Tenía que demostrarle que podía hacerlo. Tenía que demostrármelo a mí misma, aunque estuviese deseando dejar ese ataúd con ruedas en sus manos.

Me señaló otra plaza vacía.

Me acerqué a ese espacio. Me temblaron las manos de nuevo cuando me posicioné y puse la marcha atrás.

Se me caló el motor tres veces.

Detuve el coche y respiré hondo. Era algo simple. Demonios. Solo debía aparcar. ¿Por qué sufría tanto?

Porque seguía pensando en esa niña que se me había cruzado. ¿Y si no hubiese parado?

Se me revolvió el estómago con tanta rapidez que creí que iba a vomitar.

Los temblores volvieron. El sudor frío también. Mi pulso se aceleró y me pitaron los oídos.

No podía.

No podría.

—No puedo hacerlo —confesé, rendida. Hundí la cabeza en mis manos—. Por favor, puedes..., ¿puedes hacerlo tú por mí? Por favor, me tiembla el pie. No puedo hacerlo. No puedo controlarlo.

Me destapé el rostro, dubitativa, y lo miré a los ojos. Por primera vez en años, me encontré con él de verdad. No había resignación ni soberbia en su expresión, tampoco había juicios ni desagrado. Era él, y parecía preocupado.

—No tienes que volver a suplicarme. Georgie, si tú no puedes, yo puedo por ti —me dijo, muy serio antes de salir del coche.

Me quedé sin palabras. La vergüenza no se fue, pero me invadió un calor agradecido, y conmovido por las palabras de aquel hombre de lengua viperina, que acababa de desarmarme por completo.

Él podía por mí.

Enseguida estuvo junto a mi puerta. Agarré mi bolso y le dejé hacer. El chico aparcó con una tranquilidad envidiable, en un tiempo que para mí hubiese sido récord.

Todavía me temblaban las manos cuando Kresten salió del coche después de estacionar y se unió a mí.

—Gracias —susurré en un hilo de voz. No quería que me viera así de vulnerable y tal vez por eso tenía los brazos cruzados. Era la única coraza que me quedaba.

Ya lo había visto todo.

—Podías hacerlo tú sola, ¿sabes? —observó él—. De hecho, conduces bastante bien, pero estás tan tensa que te limitas.

—Ya te dije que me pongo nerviosa.

Me crucé de brazos y comencé a caminar hacia el establecimiento.

—Los miedos hay que superarlos, ¿sabes? —me alcanzó y caminó a mi lado—. Si no te comen.

—No me da... —me cortó.

—Puedes mentirte a ti misma, pero no a mí. Sé lo que he visto.

No le contesté. Replicarle solo me hubiese humillado más.

Este ha sido un capítulo algo más largo que de costumbre, pero también intenso. Tengo ganas de que vayais viendo como evolucionan los personajes, estoy enamorada de estos dos.

Subiré el próximo la semana que viene🌻❤️

Mil gracias por leer,

Noëlle

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