12. Todo un caballero
KRESTEN
Doña Manuela llevaba sus rulos cuando abrió la puerta. Era martes y tenía una sonrisa pegada al rostro.
—¡Aquí llegó mi mozo! —exclamó ella con alegría en cuanto me vio—. Mira que te necesitaba, porque se me ha roto una estantería de la cocina y no había manera de ponerla bien en su sitio.
La seguí, cerrando la puerta del recibidor tras mi paso. Me invadió un olor a canela y limón, que enseguida se instaló en mi paladar. Joder, no había empezado a comer y ya quería hincarle el diente al postre. Me perdían los dulces. En eso, era exactamente igual a Harald, que se le ponían los ojos como estrellas cuando se acercaba al chocolate.
—¡Tiene usted mi número de teléfono! —le dije—. Puede llamarme si necesita algo.
El salón, decorado con fotografía, figurillas de porcelana y vajilla pintada, no era más que una pequeña muestra de aquel museo personal que Doña Manuela había creado en su casa. Y que seguía, incluso en la cocina, donde tenía un reloj que compró en su primer viaje a Roma en los setenta.
—Qué más dará, si es la estantería de los trapos —me contestó, mientras entraba a la cocina y volvía su atención a los fogones—. Tenía que preparar la cena. He hecho unas albóndigas para chuparse los dedos. Y arroz con leche de postre.
Tan solo necesité cambiar uno de los tornillos de la estantería porque el anterior se había doblado. Se la arreglé en menos de cinco minutos y volví a ordenar allí todos los trapos y manteles de cocina que se le habían caído.
Empecé a cenar con Manuela cuando Harald se marchó a Inglaterra cuando las medidas por la pandemia ya le permitieron viajar. Esa misma noche, Manuela trajo un plato de croquetas para mí, con la excusa de que me irían muy bien para alegrarme en la ausencia de mi hermano. Ella sabía que Harald se marchaba porque mi hermano, con sus escasos conocimientos de español, se empeñó en despedirse de la mujer que nos había traído tantos dulces y comidas durante esos meses. Al principio, fue amargo quedarme solo, aunque una parte de mí estaba deseando que se fuera; lo quería mucho, pero escucharlo discutir día sí y día también con su ex me sacaba de quicio. Sobre todo cuando se ponía depresivo y ansioso porque ella lo ignoraba.
Lo único que deseaba de su nueva relación era que no fuera destructiva.
—¿Cómo está tu hermano? —me preguntó Manuela, religiosamente, como cada martes. A pesar de que nos veíamos mucho más a menudo y en ocasiones la acompañara al hospital, siempre preguntaba por Harald los martes.
Le expliqué que estaba bien. Ella ya sabía, de semanas anteriores, que Hal había cambiado de centro de trabajo y tenía una nueva novia.
—¡Qué ganas tengo de verlo en la inauguración! —exclamó, ilusionada.
—Estará muy contento de verte.
—¡Y el otro! —me dio un golpecito en el brazo—. ¡Yo tengo que conocer a tu madre y a tu otro hermano! ¡Ay, y el chiquillo!
Estaba empeñada en conocer a mi madre, decía que tenía algo muy especial para ella, pero se negaba a decirme el qué.
La última vez que mamá y Lennart estuvieron en Barcelona, Manuela estuvo ingresada por su cáncer y no se admitían visitas en el hospital debido a la pandemia. Además, Chris apenas tenía cuatro años y, aunque se hubiesen admitido visitas, el hospital no era lugar para él.
Me sorprendía la naturalidad con la que hablaba de sus días ingresada, como si no hubiese estado al borde de la muerte y lo único importante fuese que había perdido la oportunidad de conocer a mi familia. Fingía que no había sido duro, aunque ambos sabíamos que sí.
Yo había estado allí día tras día. Había ido a quimioterapia con ella. Le había ayudado a ponerse un pañuelo en la cabeza y le había acompañado en largas tardes en las que me pedía que rompiera el silencio con lecturas en voz alta.
Aprendí mucho español con las pequeñas correcciones y aclaraciones de aquella amable mujer, que aún enferma, prestaba toda su atención a las novelas que yo le leía en voz alta.
Manuela sirvió la cena en el balcón. Le gustaba salir a tomar el aire, y decía que era mucho más agradable cenar fuera cuando los días comenzaban a ser más largos y el atardecer acompañaba una larga sobremesa.
—¿Qué tal con la chica del banco? —me preguntó con diversión, una vez nos sentamos a cenar—. Es muy guapa.
—Mal. Me rompió el coche.
Me dedicó un gesto un analizador y alzó el tenedor, señalándome con él.
—A ti te gusta esa muchacha.
Tuve que pestañear un par de veces ante la sorpresa que me provocó su declaración.
—¿Pero qué dices? ¡No!
—¡Anda que no!
Me limité a reírme del convencimiento de la anciana.
A pesar de lo impulsiva que podía llegar a ser Georgina, no era tan mala como siempre había pensado. De hecho, era bastante distinta a la imagen que mostraba de ella en su trabajo. Pero de ahí a gustarme, había un largo camino. Uno que no pensaba recorrer.
No, ponerme cachondo no era gustarme. Eso era puro instinto irracional.
—Que sí, que sí —insisitó ella, muy decidida—. No sabré yo bien como mira un hombre a una mujer que le gusta. Y tú la mirabas así en el banco el otro día.
Negué con la cabeza.
—No me gusta. Me pone muy nervioso —aclaré, mientras probaba las jugosas albóndigas.
Como siempre, la comida de Doña Manuela estaba deliciosa.
—Claro que te pone nervioso —siguió ella, con una sonrisa divertida—, ¡porque te gusta!
—Pero nervioso mal, no la soporto —aclaré—. Me rompió el coche.
—Uno no puede admitir lo que ni siquiera ha visto —dijo más para sí misma que para mí. Sonó como el título de una lección que me había perdido.
—No entiendo, Manuela.
—Ya entenderás, ya —y ella pensaba dejarme con la pregunta en el aire—. Esa muchacha es un cielo. Todas las semanas me ayuda. ¡Todas! Y nunca se queja ni me pone mala cara para librarse de mí, como sus otros compañeros, que me ven vieja y tonta.
Eso hablaba muy bien de Georgina, pero seguía siendo un desastre. Uno que era mejor tener lejos para mi integridad física y económica.
—¿Recuerdas cómo conocí a mi Antonio?
Sí, lo recordaba. Ella no perdía oportunidad de contar la historia cada vez que podía. Fue cuando ella tenía dieciséis años y trabajaba en la tienda de sus padres, ayudando a confeccionar y coser trajes y prendas hechas a medida. Su madre era modista de vocación y su padre, provenía de una larga dinastía de sastres de pueblo. Hacía apenas dos años que se habían instalado en la ciudad condal, después de emigrar desde el sur de España. La dictadura todavía estaba instaurada en el país y todavía se estaban pagando las consecuencias de la posguerra.
El sueño de Manuela era ser la primera de su familia en estudiar el bachillerato, pero su familia no podía prescindir de ella. Y mucho menos después de que su hermano muriese a los pocos meses de nacer. Su madre estaba taciturna y triste, su hermana pequeña, Silvia, tenía problemas para hablar y ella, se pasaba las mañanas buscando clientes y las tardes hilvanando.
Antonio era uno de los vecinos del barrio, que a pesar de no ser rico, sí tenía un nivel económico más alto que ella. Manuela solía llamarlo "señorito bien", porque tenía un porte estirado, era de "buen ver" y le gustaba pararse a contarle chistes a Silvia, a diferencia del resto de chicos del barrio, que nunca desaprovechaban una oportunidad para reírse de la pobre niña tartamuda.
A Manuela no le gustaba Antonio, pero sí pensaba que era simpático, hasta que vino a confeccionarse su uniforme para el bachillerato. A ella le mataba la envidia. ¿Por qué él podía estudiar y ella no? ¿Por qué Dios movía los hilos de maneras tan injustas, que dejaban a unos dentro y a otros fuera?
Él notó que sus intentos de acercarse a Manuela cada vez eran recibidos de peores maneras, y ella estaba constantemente enfadada. Manuela sabía que no era justo para él, pero no podía evitarlo. Así que Antonio, que estaba enamorado de ella y que no sabía cómo calmar las aguas, le propuso compartir sus conocimientos. Cada tarde, una hora antes de la cena, se veían en la parte trasera del restaurante los padres de Antonio, donde él le enseñaba todas las lecciones que le habían impartido en clase ese día.
Manuela no se sacó el bachillerato oficial, pero hizo todas las clases y trabajos con Antonio. Así que ella decía que teína el bachillerato, y nadie podía convencerla de lo contrario.
Ah, y durante esas clases de lengua y matemáticas, se enamoraron.
—¿Sabes que quiero decir con esto? —me preguntó, cuando terminó su narración.
—Que Antonio era un caballero.
—Uy, uy, claro que lo era. Pero, creo que deberías ponerte un traje e invitarla a salir contigo. No a las tonterías que la llevaste el otro día, una cita de verdad. ¿Qué es eso de llevar a una chica a aparcar? Cutre, eres un cutre.
Me reí ante su indignación.
—¿Qué significa "cutre"?
—Significa que haces las cosas de mala calidad, ¡cochambroso!
—Creo que cochambroso tampoco es un halago.
—Escuchame bien, muchacho —agarró una albóndiga—. Un traje, que habla muy bien de uno mismo, y la invitas a bailar. Y si llevas flores, ¡mejor!
Tenía que explicarle a Manuela que eso ya no se llevaba, pero iba a llevarnos tiempo que lo comprendiese, así que lo dejé para otro momento:
—Para invitarla a salir tendría que gustarme, y no me gusta.
—Mujeres trabajadoras e inteligentes como ella no necesitan hombres. Vosotros las necesitáis a ellas. Te arrepentirás cuando venga uno más listo a conquistarla.
—Estoy ansioso por saber quién es el afortunado.
Así me sería más fácil dejar de pensar en tener sexo con ella. En agarrarla de la coleta y ponerla contra el maletero. En probar esos labios carnosos que, si eran igual de dulces que su perfume, podrían lograr que me emborrachara por primera vez en años.
Sí, sería mucho más fácil.
Cuando volví a casa después de cenar, me acosté temprano, pero me quedé un rato en la cama, ojeando mis redes sociales, donde me salieron varias publicaciones sobre Eurovisión en perfiles de noticias. Solía ignorarlas porque nunca había sido seguidor el programa. De hecho, no me gustó el espectáculo, pero sí la sonrisa que se instaló en el rostro de Georgina durante la emisión de todas las actuaciones; ella bailó sobre sí misma en el sofá, con los hijos de la pareja de su madre, e intentó arrastrarme. No lo hice, obviamente.
Yo no pensaba bailar, pero sí la miré por el rabillo del ojo. La muy seductora sabía mover las caderas y aunque desconozco si intentaba provocarme, lo consiguió.
Estaba casi seguro de que yo era el único sometido a esa atracción desmedida y absurda.
Esa noche, si hubiese aceptado mi propuesta de tener sexo con ella, esa fiera interna que me había despertado ya estaría calmada. Y Georgina habría salido de mi cabeza.
Pero ella se creyó que era una broma. Y tal vez lo pareció. Fue la propuesta sexual más ridícula que había hecho en mi vida. Era una suerte que hubiese pensado que bromeaba, porque no hubiese podido soportar la humillación de que se diese cuenta de que eso iba en serio.
Me gustó la Georgina desenfadada que se mantuvo hasta que su madre se fue y nos quedamos solos en el salón. La diversión desapareció y la máscara que solía acompañarle en el banco se instaló en su rostro. No le duró mucho. Estaba demasiado decepcionada como para mantenerla, y tuve la sensación de que se rompería en llantos. No sabía por qué. ¿Sería por su madre? Nora se comportaba como si todo estuviera bien, a pesar de que su hija mostraba lo contrario. Eso fue lo único que entendí de la situación. Y me sentí terriblemente incómodo porque me dio pena.
A mí.
Georgina me dio pena.
El fin de semana anterior se había quedado tirada en ese pueblo sin nadie que la ayudara a volver a casa. Y al otro, la noche tampoco le había sonreído.
No tenía ni idea de qué problema familiar tenían, pero tuve que morderme la lengua para no decirle a Nora que por muy adulta que viera a su hija, ella seguía necesitando que su madre tuviera los pies en la tierra. Había ignorado por completo todas las veces que Georgina le había dicho que no éramos pareja y en algunas ocasiones, ni siquiera parecía estar escuchando lo que su hija le decía.
Me obligué a no pensar en eso, porque no era mi problema. Con un poco de suerte, en unos días me devolverían mi coche y podría volver a la normalidad de mi vida sin Georgina.
Este es uno de mis capítulos favoritos. Es que Manuela me pone el corazoncito tierno.
Mil gracias por leer,
Noëlle
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