Epílogo
HARALD
Ocho meses más tarde
—No voy a poder —repitió Laia.
Le sujeté la puerta de la librería International Voices y entré tras ella.
—Claro que puedes hacerlo, mi amor —la animé, pero se limitó a dedicarme una mirada indecisa.
Nos encaminamos hasta el lugar de reunión del club, donde ya esperaban algunos miembros. Laia respiró hondo, y apretó los labios.
La tomé de la mano y acaricié sus uñas. Las tenía largas y bonitas, ya no había heridas alrededor de sus dedos y se las había pintado de un color rosado. Había dejado las pastillas de forma diaria a finales de verano. A veces necesitaba tomar alguna cuando estaba muy ansiosa, pero cada vez le pasaba menos y yo me ocupaba de revisar que la ingesta fuera realmente necesaria. Por mucho que su tratamiento lo llevara la doctora Martínez, no podía evitar supervisar cada cosa que implicaba la salud de mi novia.
—Tienes las uñas preciosas —observé. Ella sonrió cuando dejé un beso en sus dedos y la tensión de su ceño fruncido se desvaneció.
—Me ha costado un poquito que crezcan y se vean bien, pero me gustan mucho.
Le había costado muchísimo.
—Estoy orgulloso de ti.
Apartó ligeramente la mirada, y sus labios apretados se transformaron en una sonrisa tierna, llena de nerviosismo.
—Vas a hacerlo muy bien—le dije.
—No sé. Creo que voy a ponerme muy nerviosa. No hablo delante de un público desde el bachillerato. Esto me da pavor.
—Si te pones nerviosa, mirame a mí. Me quedaré aquí detrás, y así parecerá que solo estoy yo.
Emilia estaba enferma y le había pedido a Laia que dirigiera el club esa semana, al que ya se habían sumado quince personas, algunas de procedencia hispana, y otras, eran estudiantes del idioma, que querían tener un grupo en el que practicar un nivel avanzado. Laia estaba inquieta, pero su lenguaje corporal no era tan exagerado como cuando la conocí. Once meses de tratamiento, terapia y trabajo duro habían dado sus frutos.
Laia respiró hondo y se movió hasta el círculo del club. Me echó una mirada nerviosa antes de sentarse y levanté el dedo pulgar, mostrándole que todo estaba bien. Podía hacerlo.
—Hola —dijo en español y comenzó a hablar. Al principio noté que su voz salía cortada, pero poco a poco, comenzó a soltarse. Sobre todo cuando el resto de miembros se unieron al debate sobre la lectura de ese mes: Cien años de soledad.
Yo apenas entendía algunas palabras sueltas, pero me encantaba escucharla hablar su idioma. Había algo melódico y sexy en su voz.
Hacía cuatro meses que acudía a clases de español, pero mi nivel era muy básico y tenía todavía un largo camino por delante. No tenía necesidad de aprenderlo, pues ella siempre me hablaba en inglés, pero quería acercarme a su cultura, y el hecho de que Kresten estuviera viviendo en España, también me hizo pensar que debía animarme. Sobre todo después de que una amiga de Kresten me tomara por sorpresa en Barcelona, confundiéndome con mi hermano. Lo pasé realmente mal cuando no entendí por qué me gritaba.
Además, Laia quería tener hijos y quería enseñarles español. ¿Qué clase de padre sería si no entendiera lo que dicen mis propios hijos? Fuera cuando fuera que eso sucediera. Quería que mis hijos aprendieran el idioma de su madre, porque yo no había tenido la oportunidad de aprender danés. Por mucho que intentara aprenderlo (cosa que estaba decidido a hacer), no lo sentiría como parte de mí; ya era tarde para eso.
Laia consiguió llevar la reunión de forma maravillosa, aunque no tenía la energía y la soltura de Emilia.
Cuando la sesión terminó, Laia se entretuvo charlando con un par de chicas jóvenes que acudían al club cada jueves, así que me puse a buscar libros. Escogí uno para mí y otro para ella. Me gustaba regalarle un libro al mes y ese mes de diciembre, con todo el revuelo de las navidades todavía no había tenido oportunidad de comprarle uno.
No habíamos dejado de leer y comentar juntos. Cuando terminamos El Retrato de Dorian Gray, nos leímos Drácula, y en aquel momento, estábamos leyendo El Jilguero.
Las chicas se marcharon y me uní a Laia, que se había sentado sola en las sillas del club y contemplaba los espacios, ya vacíos.
—Si hace un año me hubieses dicho que yo iba a formar parte de esto, me hubiese reído. O quizás me hubiese enfadado porque la broma me habría parecido muy cruel —me confesó.
Si cinco años atrás me hubiesen dicho que le estaba prometiendo amor eterno a la persona equivocada, tampoco lo hubiese creído.
—Estoy orgulloso de ti.
Estaba orgulloso de todo lo que hacía por ella misma, de los pasos pequeños y los pasos grandes; de su capacidad de establecer su límite y saber hasta dónde quería llegar. Laia estaba probando cosas; había empezado a colaborar con una editorial como diseñadora web, lo que le permitía trabajar fuera de casa algunos días. Seguía disfrutando de esas largas tardes en soledad que tanto le gustaban, y de esos paseos larguísimos que solo decidía terminar cuando sus piernas ya se habían cansado de caminar, o su corazón había encontrado lo que ella buscaba ese día.
—Anabel y Paula me han invitado a quedar con ellas. Todavía no hemos decidido el plan, pero... estoy contenta —soltó una suave risita de felicidad—. A veces me siento como una niña pequeña, que está contenta porque hizo amigos en clase.
La tomé de la cintura y dejé un beso en su sien.
—No pierdas a esa niña, la vida es demasiado dura como para perder la ilusión.
Esa noche dormimos en su casa y cuando me marché a primera hora para ir a trabajar, ella todavía no se había despegado de las sábanas. Nos habíamos acostado tardísimo, entretenidos por el sabor de la piel del otro. Aproveché hasta el último segundo a su lado porque no podría volver a verla hasta el día siguiente por la noche. Al final me levanté, casi a regañadientes. Después de ducharme y vestirme con un ojo abierto y el otro cerrado, volví a la habitación para darle un beso de despedida en la frente. Al salir de la estancia, la oí susurrar:
—¿Sin desayunar otra vez? Hay galletas en la cocina.
Se dio la vuelta y siguió durmiendo. Eran las seis de la mañana.
Decidí dejarle un pequeño agradecimiento por las galletas. Puse el libro que le había comprado en su mesita de noche y dejé una pequeña nota:
"Un libro por mes. Espero que este te guste.
Te amo."
Pasé a buscar a Laia el 24 de diciembre por la tarde, después de salir del trabajo y pasar por casa a por algunas cosas. Como era costumbre, iba a ir a casa de mi madre, ese año, con Laia.
Llegamos a Oxford las ocho de la noche, según los comentarios del grupo de chat que tenía con mis hermanos, ambos ya estaban allí y discutían sobre la forma más eficiente de pasar la noche: juegos de mesa, videojuegos o alguna película. A mamá le daba igual. Kresten quería jugar a algún juego de mesa y Lennart prefería una película.
Laia ya conocía a mi familia. Mi madre adoraba a mi novia; les encantaba hablar de libros y recetas de cocina. Kresten tenía la costumbre de acaparar toda su atención con preguntas sobre idiomas. Y Lennart, se había encariñado con ella gracias a toda la atención que ella le regalaba a Chris.
Aparqué en la puerta de casa de mi madre y ambos salimos del coche. Laia intentó agarrar la pequeña maleta que traía, pero la tomé yo por ella y nos dirigimos a la casa.
Ella se detuvo un momento junto a la entrada.
—¿Preparada?—le pregunté.
—No lo sé —confesó—. Estoy muy nerviosa. Es la primera navidad que no paso sola en años.
Solté la maleta. La abracé y dejé un suave beso en sus labios. No me cansaba de besarla, podría hacerlo todo el día, a todas horas.
—Nuestra primera navidad juntos —observé.
—¿Cuántos días nos quedaremos aquí a dormir?
—Nos volveremos mañana o... pasado mañana a primera hora.
—¿Tienes que trabajar?
—El veintiséis sí, por la mañana, pero... tengo que hacerte el amor contra el sofá de tu casa por la tarde, o por la noche, cuando quieras. Ya sabes, me tienes que empujar y ponerte encima de mí y... —bromeé, aunque no me negaría si ella decidía hacerlo.
Su ceño se frunció ligeramente.
—¿Por qué tengo que hacer eso?
—Es tradición. Lo hiciste el año pasado.
Se echó a reír y se separó de mí.
—Estás tarado.
—Dicen que las parejas duran más si tienen tradiciones y rituales juntos.
—¿Rituales? ¿Qué somos? ¿Animales?
—Técnicamente sí.
—Te lo has inventado.
—Puedo hacer un estudio, a lo mejor tengo razón.
Pareció pensárselo.
—Está bien, podemos probar tu teoría. ¿Cada veintiséis de diciembre dices?
Esa mujer me hacía el hombre más feliz del mundo.
La volví a tomar de la cintura.
—O podemos probar a irnos a vivir juntos. Ese sería un buen ritual. Que estemos completamente en la vida del otro. Dejar de pasar semanas sin vernos cuando tengo turnos de noche, y aunque me despierte a las tres de la tarde, poder verte diseñando en tu despacho cuando trabajas en casa. Que tu merienda sea mi desayuno y esas cosas.
Ella apoyó una mano en mi hombro y la deslizó hacia mi cuello. No perdí un solo segundo en besarla.
—No me parece una mala idea. —susurró.
—Es buenísima.
Después de ocho meses de relación, por primera vez en mi vida, no tenía dudas. Sabía que quería estar con ella.
Ella apartó la mirada hacia la puerta de la entrada y se mordió el labio. Volvió a mí.
—¿Puedo proponerte algo más loco todavía? —me preguntó.
—¿Loco en qué sentido?
—Muy loco.
Se me detuvo el corazón, de hecho, hasta dejé de respirar.
—¿No estarás embarazada?
Se echó a reír mientras yo intentaba recuperarme del susto. No es que no quisiera hijos, pero siempre había querido que fueran algo planificado.
—No, tonto. Lo que quiero es otra cosa... algo... uhm. —Echó la cabeza al cielo—. No sé como decirlo, tal vez... ¿Cómo se dice algo así? No lo tenía preparado, la verdad. Para nada. Pero...
Fruncí el ceño.
—¿Quieres adoptar otro gato?
—No.
—¿Quieres volver a España?
Se río todavía más.
—No. No quiero volver a mi país.
Me tomó de las manos, ambas y respiró hondo.
—Hace un año que nos conocemos y sé que hemos vivido cosas juntos. La primera vez que te vi quería librarme de ti, y ahora... Quiero vivir más cosas contigo. Todas. Tal vez voy muy rápido, no lo sé. Creo que nunca he tenido nada más claro en la vida. Así que... —hizo una pequeña pausa para mirarme a los ojos—. ¿Quieres casarte conmigo, Harald?
Supongo que las mujeres se preparan toda la vida para esto: para decir "sí". Yo nunca me había imaginado que alguien me pediría matrimonio, y mucho menos, el amor de mi vida. Laia rompió todos mis esquemas desde el maldito principio.
Me quedé en blanco durante unos segundos, hasta que se me enganchó una sonrisa tonta en la cara.
—¿Es una broma?
—No, claro que no. —sonrió y sacó una cajita de piel de su bolso—. Quería pedírtelo mañana, pero... me he impacientado. No sé. Yo... había preparado un montón de cosas... —su expresión se bañó en preocupación—. Creo que la he fastidiado. ¿La he fastidiado?
En el interior de la pequeña caja, había un anillo de oro, con una franja plateada en el centro. Era la primera vez que veía un anillo de prometido para hombre. Para mí.
—Estoy soñando —me llevé las manos al rostro, incrédulo. Me estaba sonrojando. Otra maldita vez.
Ella se arrodilló, y seguía riendo, divertida y nerviosa ante mi asombro y perplejidad.
—¿Quieres casarte conmigo, Harald?
Estaba mudo, perplejos.
«¡Responde, Harald! ¡Responde!».
—Joder, Laia. ¡Qué impaciente eres! —masculló Kresten a nuestras espaldas—. ¡Ya había preparado todos los malditos pétalos! ¿Qué hago ahora con la reserva? ¡Mira que ponerte en medio de la calle!
Había olvidado que estábamos en la puerta de casa de mi madre. Había olvidado absolutamente todo. Hubiésemos podido estar en el lugar más podrido del mundo, que en ese instante, se hubiese llenado de flores.
Lennart y Chris se unieron a Kresten y hasta mi madre salió.
«Cotillas».
—¿Tú lo sabías? —le pregunté.
Kresten esbozó una sonrisa satisfecha.
—¡Como le digas que no, me quedo yo con el anillo! —se burló.
Le eché una mirada a Lennart, que había comenzado a reírse y me quedó más que claro que se había aliado con Kres.
Laia se mordió el labio, todavía con nerviosismo antes de volver a hablar:
—Harald, ¿vas a decir algo?
Mi hermano mayor se acercó a nosotros y me tendió el anillo de compromiso que había comprado hacía apenas una semana. No fue premeditado, habíamos salido a correr y por casualidad, lo vi en un escaparate. Pensé que era perfecto para Laia, y Lennart insistió en que lo comprara de inmediato, además de empeñarse en ser él quien lo guardara. Ahora sabía por qué.
La chica abrió los ojos cuando vio el anillo. Me agaché frente a ella, mientras se deshacía en lágrimas.
—¿Y tú? ¿Quieres casarte conmigo?
Me dijo que sí.
FIN
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