9. Yo no soy tú
«¿Qué demonios estás haciendo, Laia?»
Tenía que volver a hacer la ruta que me había propuesto. Debía llegar hasta allí y no entretenerme con las lágrimas de alguien que no me había invitado a compartirlas.
«¿Por qué le has dado un pañuelo? ¿Parece que necesitas hablar? ¿En serio?»
Estuve a punto de ignorarlo y marcharme como si no hubiera visto nada, pero no pude.
Creí que no desearía mi compañía. Quizás le molestaría que interrumpiera un momento tan íntimo como ese. Pero estaba tan solo y lloraba tanto que no podía irme.
Su rostro era una cascada de lágrimas silenciosas.
Quizás fue porque todas las veces que había llorado, había deseado no estar sola.
¿Y si él tampoco quería?
Me quedé ahí, sentada a su lado, callada, porque no encontré ni una sola palabra que decir. ¿Todo irá bien? Venga ya. ¿El dolor pasará? Venga ya.
No tenía ni idea de lo que le pasaba. No iba a abrir la boca para decirle algo banal. No iba a darle consuelo de tontos.
Le había visto el rostro sin mascarilla tan solo unos segundos, y me había sido imposible olvidar aquellos labios carnosos. Ni esos hombros anchos, que tenía inclinados al apoyar los brazos en sus rodillas. Es más, incluso fuera del hospital, sin esa ropa de doctor, vestido con unos tejanos negros, una sudadera gris y un abrigo negro tipo gabardina, todavía conservaba ese aire profesional y limpio.
Cuando se calmó, le tendí otro pañuelo y se secó las lágrimas. Estaba invadiendo un espacio que no me correspondía. Después, permaneció en silencio; con la atención perdida en el horizonte, donde las aguas del Támesis se movían tranquilas y se divisaba la orilla de la otra mitad de la ciudad: ausente y presente al mismo tiempo. No llevaba gafas. La bonita noche estrellada de su mirada, estaba herida y rojiza, pero brillaba a la luz de las farolas que acababa de encenderse. Estaba oscureciendo y no eran ni las cuatro de la tarde. Nunca me acostumbraría a eso.
—Lo siento, debería... —susurré y me levanté de un impulso.
Posó su mano en mi brazo y me regaló una mirada desde esa postura encorvada.
—No te vayas, por favor —suplicó. Me suplicó que me quedara. A mí. Insólito. Volví a sentarme—. Gracias.
El silencio nos invadió de nuevo, junto a una extraña confidencialidad. Él se había ofrecido a ayudarme y yo me había negado. Pero ahí estaba, acompañándolo en un llanto que no sabía de dónde venía, pero por el que no parecía mostrar vergüenza. Si se sintió abochornado, lo disimuló muy bien, pues tan solo parecía triste.
—Te debo parecer ridículo —dijo al fin.
—N-no.
Volteó el rostro. Estar a solas con una persona no me suponía nerviosismo, pero en ese instante me sentí tremendamente inquieta.
—¿No? —me preguntó. Apoyó el puño de su mano derecha sobre sus labios—. No sé. Creo que eres la primera persona en toda mi vida que me ve llorar como un imbécil en medio de un parque.
—Uhm... no pasa nada por llorar.
—Bueno, esa señora de ahí se ha ido como si yo tuviera la peste. Creo que llevo una hora aquí, y eres la única que me ha ofrecido un pañuelo y ya te confirmo que no eres la primera que me ve.
—La gente es idiota.
—Sí, lo son. Pero... joder. Ese sentimiento de vulnerabilidad que te causa llorar frente a la gente es una mierda. ¿No te lo parece? Siento que cualquiera podría herirme en este momento.
Asentí. Sí, era horrible. Me pareció admirable la forma en la que hablaba de sus sentimientos. Ojalá yo hubiera sido capaz de comunicarme de ese modo.
—Yo también odio ese sentimiento.
Sonrió un poco.
—Lo sé, pareces dura de pelar.
—No lo soy.
Una brisa de aire frío me recorrió y me crucé de brazos.
—¿Quieres hacer un intercambio? —me preguntó—. Yo te cuento mis problemas y tú me cuentas los tuyos.
¿A qué demonios venía eso? En ese momento me di cuenta de que llevábamos varios segundos con las miradas entrelazadas.
Eran preciosos. Me encantaban.
—Está bien.
Ni siquiera sé por qué cedí.
—Empiezo yo —dijo y volvió a limpiarse los ojos. Rompió el contacto visual y me... ¿desilusioné?—. Hace una semana y media le pedí el divorcio a mi esposa. Ella me dijo que ya no me quería y descubrí que me había estado engañando con otro. Así que me estoy divorciando. Acabo de... acabo de ir a buscar algunas cosas que me dejé en nuestra casa y... Joder. Estaba ahí con él. Estaban las cosas de él en nuestra casa. En... donde había sido mi casa. Había puesto mis cosas en bolsas de basura, como si no tuvieran ningún tipo de importancia. Junto a la puta puerta, como si fuera basura pendiente de tirar. Ha sido horrible —suspiró y ante mi asombro, añadió—: Te toca.
Guau. Esa no la esperaba. No parecía el tipo de persona al que no quieren o engañan. Era guapo, muchísimo, y parecía atento y amable. No solo eso, sino que no tenía el aspecto de un divorciado. Era joven, ¿cuántos años tendría? ¿Veinticinco? ¿Veintiséis? Cómo mucho veintisiete.
—Mi ex me engañó también. Los encontré juntos, haciendo... bueno, cosas que no me gustaría decir en voz alta.
—¿En serio? —Abrió los ojos como platos.
—Mi mejor amiga le estaba chupando... ya sabes.
—Joder.
Hice una mueca de asco que él también imitó.
—Fue hace tres años, pero... sí, te entiendo. Es horrible —le confesé.
Él suspiró.
—Menos mal que yo no pillé a Nadia con su amante. Hubiera sido... joder. No quiero ni imaginarlo. Ya duele saberlo, no quiero ni pensar en verlo.
—En realidad, ya casi se me había olvidado.
—¿En serio? ¿Es posible olvidarlo? Ahora mismo me parece imposible.
Me encogí de hombros.
—Supongo que el tiempo hace que no pienses tanto en las cosas que duelen del pasado.
Asintió y murmuró un "tienes razón", antes de quedarse pensativo.
Otra brisa corrió entre nosotros y me abracé a mí misma todavía más.
—¿De verdad es posible que alguien deje de quererte, así porque sí? —me preguntó.
—No creo que no sienta nada por ti... eso es, bastante poco probable. Solo... quizás... tan solo ha cambiado esa forma de querer y ya no es amor como antes. Eso es lo que entendí de mi ex, es a la conclusión que llegué. Creo que te entiendo.
—¿Lo has dicho para que me sienta mejor?
—Va bien saber que alguien ha pasado por lo mismo que tú. Y sí, creo que no hay blanco o negro en esto. De todos modos, lo superarás.
—¿De verdad lo crees? —Él no parecía muy convencido.
—Mientras no dejes que eso te hunda, o te afecte a ti, personalmente.
—¿Qué quieres decir?
—La culpabilidad. El creer que si hizo eso fue tu culpa. Que algo hiciste mal. A veces, pasan cosas que pueden parecer culpa de uno mismo, pero que pueden ser culpa de los demás. Es importante esto, porque puede afectarte emocionalmente. Puede hundirte.
—¿Te afectó así lo de tu ex?
—Sí. Un poco.
—¿Cómo fue?
—¿El qué?
—El engaño, ya sabes. Lo que pasó después de lo que viste.
—Prefiero no hablar de eso.
—¿Pretendes que hablemos solo de mí? —me preguntó, de sopetón—. ¿De mi problema?
—A veces va bien hablar con un desconocido.
—Eso te lo dije yo.
—Sí.
—Y no me hiciste caso.
—Ya, pero... yo no soy tú...
Harald soltó una carcajada. Su risa fue como una melodía dulce y me pregunté por qué me sentía tan cómoda con él en ese momento. Eso no solía pasar.
—¿Sueles pensar que lo que hacen los demás es culpa tuya? —me preguntó.
—No lo sé.
—Sí que lo sabes.
No le contesté.
—No es culpa mía —dijo él—. Es culpa suya. Ella lo hizo. Podría haber hablado conmigo y haberme pedido el divorcio hace mucho, o podríamos haber intentado arreglarlo. Pero escogió otra vía. Puede que no fuera el mejor marido del mundo, seguro que no lo fui ni de lejos, pero creo que uno siempre tiene la opción de escoger qué hacer, independientemente de lo que hagan los demás. Nadia podría haber escogido ser sincera y no lo hizo.
—Y te ha hecho daño.
Harald asintió, diversas veces, con lentitud.
—Sí. —Juntó las manos—. Joder que si me ha hecho daño. Soy un hombre adulto de veinticinco años llorando en un parque y contándole mis penas a una desconocida que resulta ser mi paciente. Debería ser yo quién te consolara a ti. Nadia me ha atropellado el corazón. Y para el colmo, a veces siento que sí tengo la culpa, aunque no sé por qué, no sé qué hice.
Así que tenía veinticinco.
—¿Volverías con ella? Si te pidiera perdón. Sí... no sé por qué te pregunto esto.
—No. —Ni siquiera titubeó—. Yo le pedí el divorcio de todos modos antes de saber que me había engañado. Para mí, la relación ya había muerto, ¿sabes? Por eso me siento muy raro. Estos últimos dos años han sido malos, sobre todo después de la pandemia. Todo se fue a la mierda y... poco a poco se abrió un muro entre nosotros.
—¿No la quieres?
—No se trata de eso. En primer lugar, creo que nunca podría confiar en ella de nuevo. Lo que he visto estos últimos días... la parte de ella que me ha mostrado es otra persona. Es como si no la conociera.
—¿Cómo si no supieras quién es?
—Exacto. Y además, ella no me quiere a mí. Puede arrepentirse todo lo que quiera, pero eso no puede cambiarlo. Hacía tiempo que... lo notaba. Yo sabía que ya no me quería, pero intentaba pensar que era otra cosa. Que estaba agobiada, o nerviosa, que estaba cansada... siempre había una excusa y yo siempre aceptaba esa excusa. No solo en el sexo, sino en todo. Si quería salir con ella, tenía una excusa, si le proponía ir al cine, lo rechazaba, si pensaba en.... yo qué sé, ver una película juntos que es algo sencillo, se dormía, decía que estaba cansada o se quedaba mirando el teléfono, ignorándome. De hecho, los últimos meses ni siquiera cenábamos juntos. Ella se llevaba el plato al sofá y yo me quedaba en la cocina. Y estuvimos así hasta que... me di cuenta de que no lo soportaba. No solo eso, sino que ella me despreciaba, era como si mi sola presencia le molestara.
—Eso suena horrible. Debe ser duro vivir eso. ¿Cómo te diste cuenta de que se había acabado? ¿O de qué estaba con otro?
—Haces muchas preguntas —dijo—. Y no contestas ninguna.
—Solo... solo quiero saber si viste señales. Porque yo... yo no las vi.
—La abracé y se apartó. Pero no fue un gesto despreocupado, fue... asqueado. Como si le disgustara. No te disgusta alguien que amas. No de ese modo. Noté algo en ese momento.
—¿Así, de sopetón?
—Sí. No había pensado en pedirle el divorcio hasta ese día. Simplemente, arrastraba la situación como si no tuviera otro remedio. Un día le propuse ir a terapia de pareja y se rio en mi cara. Pero no sé, en ese momento lo tuve claro. Le pedí el divorcio esa noche y en medio de la discusión me enteré de que tenía un amante. El resto, ya sabes. Es historia. Me echó de casa y estoy buscando un abogado.
—Me alegro de que te hayas dado cuenta de que era lo que querías, aunque ahora sea duro. Es mejor... que vivir una mentira.
—Siento que he perdido seis años de mi vida con ella. Tirados a la basura. Todos los planes. Sueños. Recuerdos. Ya no tienen sentido.
—Encontrarás planes nuevos y sueños y recuerdos. Estoy segura.
—Sí, como el de llorar en un parque y ser consolado por mi paciente.
—Aquí no soy tu paciente. Soy... una desconocida.
—Hablas más fuera del hospital.
Asentí.
—¿Te intimida? —me preguntó.
—¿El qué?
—El hospital.
—Un poco.
—Todo es muy serio allí. ¿No?
—Supongo. No lo sé.
—Siento haberte intimidado. No quería hacerlo. Solo quería ayudarte, te lo juro. Es lo que hago con los pacientes, por eso quiero ser psiquiatra.
—¿Quieres ser?
—Estoy acabando mi especialidad y haciendo la residencia. Por eso siempre tengo que salir de la consulta antes de que te vayas, hay... hay cosas que mi supervisor tiene que autorizar, como lo de recetar pastillas. Aunque, casi todo está informatizado. Es solo que, muchas veces, prefiero comentar las cosas con él si está disponible. Me ayuda mucho. Pero debo admitir, que las que te receté a ti fueron solo cosa mía.
—Tus... tus pastillas me han ayudado —contesté—. Gracias.
Esbozó una gran sonrisa ilusionada.
—Me gusta eso —añadió—. Gracias a ti, Laia.
—¿Por qué?
—Por hablar conmigo. Por escuchar mis problemas y por probar las pastillas que te receté. Era la primera vez que prescribía algo y estoy muy contento de haber hecho algo para ayudarte a dormir.
Lo dijo como si de verdad fuera importante para él.
—Serás un buen psiquiatra. Eres muy atento con los pacientes.
—Gracias. —Su sonrisa, en la que todavía había un ápice de tristeza, se ensanchó todavía más. Me pregunté si se había dado cuenta de que había dejado de llorar.
Permaneció un rato en silencio. Debería irme, pensé. Quizás quiere estar solo. Quizás...
Vi como se fijaba en el libro que tenía entre manos, el que me había comprado al pasar frente a una librería.
Harald habló:
—Ese me gustó —señaló la novela que tenía entre manos: Elantris de Brandon Sanderson. No había leído al autor, pero había escuchado tantas cosas de él que pensé en darle una oportunidad—. De los pocos que he leído de él, se nota que es su primera novela. Pero es potente. Quiero leer los otros que tiene publicados, pero son muchísimos.
—No pareces el tipo de persona que lee fantasía.
Arqueó las cejas, sorprendido por mi declaración.
—¿Y qué tipo de persona parezco? —preguntó con diversión—. Da igual, no contestes. Me encanta la fantasía y la ciencia ficción. Y me encanta leer. Aunque hace mucho que... —respiró hondo—. Hace mucho que no leo. Con el hospital, la universidad y... el matrimonio. Era complicado.
—Hay temporadas en las que es complicado. Yo empecé a leer en la pandemia, antes de eso, era raro verme con un libro.
—Hace tiempo que me gustaría retomar la lectura aunque se me hace difícil concentrarme.
—¿Cuál es tu libro favorito?
—Uhm... no lo sé. De adolescente me leí muchísimas veces los de Eragon y Percy Jackson. Me encantaban. Luego, he leído lo típico: Harry Potter, El señor de los anillos, Narnia, algunos de Terry Pratchett... También he leído clásicos. Tuve mi época de leer literatura gótica, ya sabes: Mary Shelley, Wilde, Bram Stoker, Charles Maturin, Poe... Y también leí algunos de Stephen King. Antes leía mucho, de los trece a los dieciocho devoraba libros. Te lo juro. Pero... —suspiró—. Últimamente, me causaba ansiedad el hecho de no poder concentrarme, así que lo aparté.
—A mí me ayuda a distraerme. A no pensar.
—Conozco esa sensación. La de querer leer para escapar de la realidad y meterte completamente en otro mundo. A veces lo extraño. De hecho, si quiero leer es por eso, para... encontrar algo en lo que evadirme. Me frustro si no encuentro libros que me atrapen.
—Es una experiencia adictiva.
—Sí. Totalmente. Debería volver a retomar la lectura.
—Sí, deberías.
Volvimos a quedarnos en silencio, justo cuando pequeñas gotitas de lluvia comenzaron a caer del cielo.
—Y yo... debería irme —dije—. Está lloviendo.
Eso era una excusa, pero si no me levantaba, tenía la sensación de que seguiría allí durante horas.
Harald asintió y alzó la mirada al cielo.
—Parece que se va a poner feo, quizás nieve —opinó.
—Ojalá.
El cielo ya estaba casi oscurecido y lo que había comenzado como una brisa, ya era un fuerte viento.
—¿Por qué pareces tan ilusionada?
—Porque nunca he visto nevar de verdad. Vengo de un país en el que la nieve se derrite tan pronto pisa el suelo. Al menos, en mi ciudad.
Viví en Londres durante un tiempo años atrás, pero justo la época de invierno la pasé viajando, por lo que no estuve durante las nevadas.
—Entonces nevará. Estoy seguro.
—¿Por qué?
—Porque tienes que verlo aunque sea un poco. Aquí tampoco tenemos grandes nevadas de metro y medio de nieve, pero cae lo suficiente para que todo se vea blanco.
Me marché de allí con una sonrisa tonta, y la sensación de que, caerme al Támesis había sido algo bueno. Aquella conversación, era la más larga que había tenido en meses, y también la más profunda.
Tal vez, Harald Kaas no era tan intimidante como parecía.
Esa noche nevó y, contra todo pronóstico, salí a calle a medianoche. Bailé. Di vueltas sobre mí misma. Me olvidé de todos esos ojos que me miraban, que alguna vez me habían importado una mierda y que ahora me importaban demasiado.
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