7. El Támesis desde Wandsworth Park
El estudio de ballet estaba en Kensington, cerca de Holland Park. Fui en trasporte público porque la opción de ir caminando se esfumó en cuanto salí de casa y Londres se ensombreció. No era una lluvia violenta. Las gotas caían de forma pausada, casi melancólica, entre la leve niebla que cubría las calles, con la elegancia propia de un ladrón que se cubre las manos con un guante. Que se tapa para no ser visto, que resulta enigmático y seductor.
Esa ciudad era misteriosa cuanto menos, y estaba llena de personas extrañas, que se movían sin vida de un lado a otro, y de otras, que parecían ver el mundo más allá de esa lluvia y ese cielo gris que rara vez se marchaba.
Lo que tenía que hacer era muy sencillo, tan solo debía reunirme con la directora y hacer algunas fotos al local y a las alumnas. Con un poco de suerte acabaría rápido y podría volver a casa, airosa, de haber superado algo que comenzaba a parecerme imposible. Algo que era ilógico, porque siempre lo había sabido hacer.
«No puedes esconderte para siempre, Laia».
Tan solo había pasado una semana desde que había comenzado a tomar las pastillas que me recetó el doctor Kaas, pero mi conciencia había comenzado a ser un poco más lógica. Se debía, por supuesto, a ese extraordinario evento que es dormir ocho horas seguidas sin tener pesadillas. Sin duda, punto para Kaas y su insistencia en verme una segunda vez.
Dudaba que hubiera una tercera. Y si la había, sería, únicamente, para que me diera más de esas pastillas.
Llegué al estudio y me entretuve haciendo algunas fotografías del exterior. Necesitaba una variedad importante para el diseño de la página web. No había forma de hacer un buen diseño con un material escaso. Ya llevaba dos años dedicándome al diseño de páginas web, y en ocasiones, prefería hacer las fotografías personalmente. Solía ser mucho más fácil encajarlas en mi diseño si era yo quien manejaba todo el aspecto creativo.
¿Y por qué diseño de páginas web?
Era un trabajo que rara vez me exigía salir de casa y la mayoría de comunicaciones se hacían a través de correo electrónico, por lo que, no tenía que estar preocupada por tener un ataque de ansiedad. Además, siempre me había gustado dibujar y hacer cosas creativas. Era lo único que me mantenía cuerda.
Menos en momentos como ese.
Respiré hondo y me repetí mentalmente todos esos consejos que había leído en internet y que esperaba que me funcionaran. La verdad es que, muchas veces, tan solo me ponía más nerviosa. Había encontrado cosas como:
Ríe.
Riega una planta.
Enciende una vela
Pasa tiempo con tus amigos y familiares.
Evade la mente.
«Vete al infierno». Esa era mía.
Nota mental: nunca mirar consejos de salud mental en páginas cutres de internet.
En la recepción, el espíritu victoriano también inundaba el espacio. Una mujer rubia y regordeta, de avanzada edad, ordenaba papeles mientras movía la cabeza al ritmo de la música clásica que venía de la planta superior. Tenía un aspecto amable, del tipo que te responden con una sonrisa.
—Buenos días —dije. No me respondió. Ni siquiera alzó la cabeza y me atrevería a decir que no se percató de mi presencia. Tragué saliva—. Buenos días —repetí y me di cuenta de que lo que salía de mis labios no era más que un susurro asustado.
Carraspeé y entonces me vio.
—¡Hola! ¿En qué puedo ayudarte, tesoro? ¿Quieres inscribirte?
Negué con la cabeza. No estaba nerviosa por hablar con esa mujer, hablar con una única persona no me ponía nerviosa. ¿Una persona? Eso podía hacerlo sin problemas. La ansiedad llegaba cuando había más. Lo que me estaba atemorizando era saber todas las personas a las que tendría que ver en esa academia.
—Vengo a ver... —Me escuchó atenta mientras esbozaba una sonrisa cordial—. Fotos. Vengo a hacer fotos para... para la web.
Mi voz salíó a trompicones, entre palabras susurradas mezcladas con otras que emitía en un tono normal.
—¡Oh! ¡Me han comentado que venías! Voy a avisar a la directora, permíteme un momento. —Dejó los papeles sobre el escritorio—. Espera aquí.
Salió de detrás del mostrador y se dirigió a las escaleras de madera, que subió con parsimonia. Solo tocaba esperar al peor momento, hablar con la directora, no quedar como una idiota, y meterme en una clase llena de personas a las que debía fotografiar y que obviamente iban a fijarse en mí, porque es lo que se suele hacer si alguien se presenta con una cámara de fotos donde no es habitual.
«Puedes hacerlo. Antes lo hacías. Antes eras el centro de atención constantemente».
Quizás ese era el problema. Que me era imposible pensar en el ahora, mi mente se movía entre recuerdos y premoniciones: entre el pasado y el futuro.
No iba a poder hacerlo.
Un sudor frío se deslizó en la nuca, y tuve la sensación de que algo se me atascaba en la garganta.
Se escucharon voces en el piso superior, pasos, se acercaban. Estaban a punto de bajar las escaleras. En cuestión de segundos estarían a mi lado. Me puse la mano en el pecho y cerré los ojos.
Espira.
Inspira.
Espira.
Inspira.
Puedes hacerlo.
—¿Tesoro? ¿Estás bien? No tienes buena cara —me preguntó la recepcionista, que bajaba acompañada.
No puedo.
La directora de la academia era una mujer joven, de cabellos rubios también y ojos verdes. Tenía una buena figura, envidiable gracias a todo el ballet que bailaba, y llevaba ropa de bailarina.
—Sí, parece que no tiene muy buena cara —observó también la directora, que ni siquiera se había presentado.
—Yo... yo... yo... Necesito ir al baño. —Fue lo único que se me ocurrió.
Me escabullí al baño rápidamente tan pronto como me indicaron donde estaba.
Era horrible.
Esos eran los momentos por los que evitaba salir de casa. Esos en los que llegaba la ansiedad. Y las cosas que antes podía hacer no eran más que recuerdos de algo imposible. Y el hecho de estar en una habitación con más de dos personas desconocidas se volvía la mayor de mis pesadillas.
Me faltaba el aire.
Mi corazón explotaría de latir tan rápido.
Se me secaban los labios.
Me invadía un sudor incómodo y pegajoso.
Me sentía como una niña pequeña, perdida, que no puede encontrar a sus padres.
Y creía que, si no volvía a casa y me encerraba, me daría un desmayo, o quizás algo peor.
Algo mucho peor.
Algo como lo que me había hecho caer al Támesis.
—Bien, Laia. Cuenta hasta diez. Coge aire —me dije a mí misma—. Y adelante.
Permanecí en ese baño durante lo que me pareció una eternidad, pero tan solo fueron cinco minutos. Me limpié la cara y salí, intentando mostrar una sonrisa que seguramente me hacía parecer un payaso.
«Laia de hace cinco años, necesito que salgas ahora mismo».
A veces, invocar a ese fantasma funcionaba.
Solo la directora me esperaba fuera del baño, ya que la recepcionista estaba ocupada con una mujer que había entrado con su hija para pedir información. Fue un alivio ver que, por el momento, solo debería enfrentarme a una sola persona. Me acerqué a la mujer.
—Discúlpenme —dije—. ¿Nora?
Recordaba haber leído ese nombre en los correos.
—¡Sí! ¿Estás mejor? ¡Tienes mejor cara!
—Sí, muchas gracias. Y disculpa.
—No te preocupes. Por cierto, tu nombre era... ¿Laua? ¿Laura? ¿Lydia? Discúlpame, no sé cómo pronunciar tu nombre.
—Es Laia.
—¡Oh! ¡Maia!
«No es eso lo que he dicho pero servirá».
—Sí —esbocé una sonrisa incómoda. Ya estaba acostumbrada a que no pronunciaran bien mi nombre y me había dado por vencida en intentar que la gente lo hiciera.
Tampoco era algo tan importante.
El psiquiatra guapo lo había dicho bastante bien. Debía admitir que en eso había sido adorable, pues lo había dicho lentamente, como si intentara tomar conciencia de cada una de las letras que estaba diciendo para pronunciarlo de forma correcta. E incluso se había corregido así mismo.
—Un placer conocerla. ¿Dónde puedo empezar a fotografiar? —pregunté.
No fue tan complicado como pensé. Me concentré en mirar a través de la lente, como si yo realmente no estuviera allí. No solo hice fotos a los alumnos y las instalaciones, también a la directora, Nora, que deseaba salir en la web.
Salí de la academia con las manos temblorosas, pero un sabor agradable en los labios. Había conseguido controlar eso, aunque fuera después de una pequeña crisis. Tal vez no necesitaba más terapia, quizás podía hacerlo yo sola.
Volví a casa en metro, pero no entré: descubrí que no me apetecía encerrarme de nuevo en mi silencio. Así que comprobé la carga de la batería de la cámara y paseé por el distrito. Me entretuve durante un rato, entre portadas y sinopsis de una pequeña librería. Escogí un libro de fantasía y seguí perdiéndome por las calles de Londres.
Llegué Wandsworth Park con la mirada puesta en la lente, percibiendo el espacio a través de ese pequeño y limitado margen cuadrado. El parque estaba lleno de vida, algunas personas paseaban y otras hacían deporte. Los árboles estaban desnudos de sus hojas después del otoño, y el suelo, se sentía húmedo bajo las suelas de mis zapatos.
Caminé hasta la orilla del río, pues era precioso quedarse tras la barandilla a observar como se movían las aguas. Estaba a punto de llegar, cuando divisé a un muchacho, que de espaldas, parecía tener la mirada perdida en el Támesis. Me acerqué un poco más, embelesada por el aspecto melancólico de su cuerpo. Esa espalda encorvada, esos rubios cabellos revueltos por el viento, y ese silencio, que se sumía a su alrededor. La vida del parque parecía extinguirse a su lado. Di un paso más. La tristeza y las lágrimas del desconocido eran como un canto de sirena; irremediablemente atrayentes. Lo que no esperé, fue que su identidad, me fuera revelada del mismo modo que su presencia: sin que él se percatara, en un pequeño juego entre el destino y yo, que tenía ganas de reírse de mí esa tarde.
El próximo capítulo lo narrará my boy Harald. 🥰
Quiero aclarar que Laia está pasando por un mal momento emocional y psicológicamente. Claramente necesita ayuda y ella se convence de que no. No intento convencer a nadie de que no necesita terapia, solo me pongo en la piel de alguien que sabe que necesita ayuda pero le cuesta aceptarlo.
Mil gracias por leer💕
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