44. Como gotas de lluvia
—¿Qué le dirías a Blake? —me preguntó Patricia después de un largo silencio. Estábamos hablando de mis primeros ataques de ansiedad.
—Eras un crío y yo también lo era. No sabía qué era el amor, ni la vida.
—¿Por qué te quedaste con él?
Se me atascó algo en la garganta cuando intenté dar respuesta a esta pregunta. Tomé el aire que necesité y desvié la mirada hacia la ventana para hablar:
—Estaba demasiado triste para decir que no. Mi madre me rechazaba porque sin los ingresos de mi padre, que estaba en prisión, las cosas eran complicadas. Además, me culpaba de lo que sucedió, porque fui yo quien quiso marcharse y quien agarró el cuchillo. El centro de menores tenía fecha de caducidad y me sentía sola en el mundo. No era una soledad cómoda, sino agónica, como si estuviera ahogándome todo el tiempo y Blake me sacó de ahí. Me aferré a él y lo destruí, mientras él me acababa de destruir a mí en el proceso. Abrió la puerta a una nueva vida, a la oportunidad de empezar de cero y ser una nueva persona. Obviamente, no terminó bien. Solo estaba huyendo y las cosas que había mal dentro de mí, salieron.
—¿Qué tipo de cosas?
—Blake tocaba en diferentes pubs y en el metro. Intenté buscar un trabajo, pero mis estudios eran los básicos y mi experiencia en el mundo laboral nula, por lo que me costaba mucho encontrar algo en lo que trabajar. Así que, con cada rechazo, me emborrachaba. Me bebía mis penas, una tras otra. La mitad de las veces que lo acompañaba a tocar la noche terminaba con él cargando conmigo, borracha, hasta casa. A veces me enfadaba con él y le gritaba porque una chica se había acercado a él más de la cuenta y otras, solo, lloraba sin parar. Hacíamos mucho el amor, creo que era una forma de desahogarnos. Recuerdo una noche, en las que yo no dejaba de llorar, estaba desconsolada y ni siquiera recuerdo por qué. Solo sé que sentía un vacío enorme en el pecho, que me arrastraba. Él me agarró de las muñecas y se puso sobre mí; me besó con mucha fuerza. Creo que no encontró ningún otro modo de calmarme que con su cuerpo. Él también tenía sus problemas. Sus padres no le apoyaban en la carrera musical y los evitaba. Eso me enervaba. Él tenía una familia que le quería y que aunque no estuvieran de acuerdo con el rumbo que había decidido para su vida, lo querían. Su madre le hablaba con un cariño que mi madre nunca tuvo conmigo. Creo que estaba celosa, pero al mismo tiempo, me gustaba pensar que podía formar parte de esa familia tan bonita. Peleábamos mucho, follábamos mucho, nos queríamos mucho, o al menos eso pensaba yo. Hasta que me engañó con mi amiga.
—¿Y qué hiciste entonces?
—Me volví a Barcelona y me encerré en mí misma. Todo el mundo me había traicionado. Mis padres, mi novio, mi amiga... No me quedaba nadie en quien confiar. Blake había sido mi nueva vida y... para qué. Tenía que ser mi culpa, obviamente, era mi culpa.
—Laia, no era tu culpa. Si la relación no funcionaba, había muchas formas de terminarla.
—Ahora lo sé, lo aprendí con el tiempo y he hablado mucho de esto con Hal. Me ha ayudado a mucho. Él... su mujer le engañó. ¿Cómo pudo engañar a alguien como él? Él es atento, alegre, encantador, guapo... Y aun así, lo engañó. Yo nunca hubiera engañado a un hombre como él. Bueno, nunca engañaría a nadie. Su situación me hizo pensar sobre Blake y entendí que no había sido mi culpa, aunque Blake si me la echara. —<Lo entendí de verdad, porque yo ya sabía que en teoría, era cosa de Blake, pero hay una diferencia muy grande entre saber y sentir. Y yo me sentí culpable durante mucho tiempo>—. Yo podía ser culpable de muchas otras cosas, pero no de la infidelidad. Son esas cosas las que me dan miedo.
—¿Qué cosas?
—Las que he hecho. Las que hice cuando perdía el control y me emborrachaba. Cuando me enfadaba y la gritaba por cualquier tontería. Lo solucionamos todo con sexo, porque no entendimos otra forma de hacerlo. Él me mantenía económicamente, pero no me gustaba eso. No encontraba trabajo y me convertí en una carga y una responsabilidad para él. Me busqué la vida con el diseño web, estudié, aprendí, y... aun así, sé que no era una buena novia. A veces pienso que él estaba tan cansado de mí que se desahogó con Aina. No lo sé. Esas cosas... ya no las hago, creo que... quizás por la soledad que me he metido. O porque he pensado y reflexionado mucho sobre eso. Dejé el alcohol, dejé de lamentarme y asumí como debía ser mi vida en soledad. Pero temo salir de... de esto y que todo vuelva a ser como antes. Que sea desastrosa.
—Eso no tiene por qué pasar de ese modo.
—Lo sé, pero lo temo.
No quise concretar más y todavía me negaba a hablar de mis padres. Patricia me ayudaba de formas en las que jamás imaginé que podrían ayudarme. Creí que como psicóloga me obligaría a contarle toda mi vida, a exponer cada cosa traumática que me había pasado, y a pesar de que en alguna ocasión había salido de consulta devastada, no era así. Nunca me hizo sentir o forzada a decir algo. Si yo no quería seguir, ella lo comprendía y enfocaba las cosas de otro modo. Eso era lo que más me gustaba, intentar dar otro enfoque, aunque mi mente solía irse a lo mismo de siempre. También me ayudaba cuando analizábamos las cosas, era más fácil sobrellevarme a mí misma cuando me comprendía.
Cuando salí de la consulta, recibí unos mensajes de mi madre. Había estado ignorándola, pero en el fondo, saber que sus mensajes y llamadas seguían ahí me mantenían inquieta.
Me había enviado fotos de las vacaciones en la playa de cuando tenía cinco años. Tan solo estábamos ella y yo, con un par de sonrisas radiantes en el rostro y mi castillo de arena a medio construir. Una madre y una hija que parecían capaces de comerse el mundo.
Mamá [5:00PM]:
Te encantaba hacer castillos de arena.
Sé qué he cometido muchos errores como madre, pero quiero arreglarlo.
Laia.
Vuelve a casa.
Llámame.
Te juro que he cambiado y que quiero hacer las cosas bien.
Por favor, contéstame.
Laia [5:10PM]:
A mí también me gustaría que pudiéramos recuperar el tiempo perdido.
Pensaré en viajar a Barcelona.
Gracias por las fotos.
🍪🍪🍪
Emilia no dejaba de insistir en que quería salir a cenar.
¿Salir?
¿Para qué?
Estaba cómoda en mi silencio esa tarde y prefería que mi cumpleaños fuera un día más. Salir a cenar lo haría un poquito especial, tal vez, incluso me diera algo a recordar, y yo prefería que los años pasaran del mismo modo que caen las primeras gotas de lluvia; sin que te des cuenta.
Una lluvia como la que había apaciguado la tarde y acababa de amainar. Justo igual que ese leve chispeo que surcó los cielos de Barcelona el día 21 de abril de 1999, cuando una Laia enana y llorona vino al mundo.
No quería recordar mi veinticuatro cumpleaños, al igual que apenas recordaba los tres anteriores,
Tampoco podía culpar a Emilia. Ella no sabía que era mi cumpleaños, al igual que tampoco lo sabía Harald y no esperaba una felicitación de su parte.
Después de años sin que mi madre me enviara un solo mensaje, ese día, me escribió una novela epistolar, con una curiosa posdata.
"¡Estoy deseando verte! ¡Puedo ir a Londres si no quieres venir Barcelona! Tengo un regalo precioso para ti por cada cumpleaños que no he podido celebrar a tu lado".
Un regalo para mí.
Aquello me sonaba tan irreal como la existencia de las sirenas o las hadas: todo un cuento. A diferencia de que parecía real, de que podíamos empezar de cero. Quería verla, quería abrazar a mi madre y decirle que estaba deseando que volviéramos a empezar.
Pero también quería gritarle. Había una conversación pendiente, algo entre ambas que no iba a curarse con palabras bonitas e intentos de acercamientos cariñosos. Había un abismo tan grande que debía llenarse con lo que fuera, lágrimas de arrepentimiento o palabras sinceras, perdón o... no sabía de qué, ni siquiera sabía si podría cumplir esa fantasía de ser una familia.
Verla me daba miedo, porque, ¿y si me daba cuenta de que no había cambiado? O peor, ¿y si me daba cuenta de que todo ese tiempo, podría haber estado con ella en lugar de sola?
No me arrepentía de mi soledad. Me gustaba.
Estaba encontrando un balance, entre la amistad y el silencio. El ruido y las risas de Hal y Emilia y los vacíos cómodos que llenaba con velas y pensamientos.
Emilia me envió otro mensaje.
Emilia [5:00 PM]:
Está bien.
Necesito consejo urgente y estoy muy nerviosa.
Por favor.
Necesito verte.
Lennart me propuso sexo.
No sé qué hacer.
AYÚDAME
Estuve a punto de derramar el chocolate caliente que me había preparado. Las galletas que llevaba en un plato hacia el sofá no tuvieron tanta suerte y se me cayeron todas al suelo.
Maldición.
Iba a tener que salir con ella.
Claro que iba a tener que salir.
¿Qué Lennart qué?
¿Esa revelación formaba parte del cuento de hadas?
Me encontré con Emilia una hora más tarde frente a la librería International Voices. Ya nos habíamos visto dos días atrás para el club, que ahora ya contaba con cinco miembros. Me esperaba en la entrada, embutida en unos pantalones tejanos y un top blanco que resaltaba sus cabellos rubios y ondulados. Reprimía una sonrisa nerviosa, de esas que hacen vibrar los labios en tensión y que parecen estar a punto de estallar en cualquier momento. Y junto a ella, estaba Harald, tan guapo como siempre.
Mentiría si no dijera que se me encendió una vela en el corazón.
Hal no tenía un horario estable en el nuevo centro y las últimas dos semanas había estado haciendo turnos por la tarde, lo que hacía que se pasara las mañanas estudiando, o durmiendo cuando decidía estudiar hasta la madrugada. Era complicado vernos, aunque, según me había comentado, la próxima semana volvería a tener un horario de mañanas, al menos, durante el siguiente mes.
Lo extrañaba.
Ya hacía varias semanas de nuestra visita a la exposición de Van Gogh. Estábamos pagando las consecuencias de nuestra imprudencia con distancia, pero eso no evitaba que nos mensajeáramos. Nos veíamos cuando podíamos, y las salidas y citas se habían visto relegadas para dar espacio a encuentros más íntimos. Compartíamos noches cuando sus horarios lo permitían, largas sesiones de sexo y charlas nocturnas hasta que nos quedábamos dormidos el uno junto al otro. De la última vez, ya hacía una semana y media.
—Hola —les saludé. No me hizo falta mi confusión, pues era obvio que ambos la habían notado.
—Me tomé la libertad de invitarlo a cenar con nosotras —dijo Emilia.
La carcajada de Harald hablaba de algún secreto compartido.
—¿Qué era ese mensaje...? —le susurré a Emilia. No seguí con la pregunta, pues le había prometido no decir ni una palabra frente a Harald.
—Lo inventé —confesó Emilia, y se echó a reír—. De algún modo tenía que sacarte de casa.
—¿Por qué tanto interés en que salga de casa?
Emilia puso los ojos en blanco y se lanzó sobre mí.
—¡Feliz cumpleaños! —exclamó.
La vela ardió en llamas, flagrantes y potentes, que convirtieron la mecha en una hoguera.
Lo sabían.
—Pero... como... como...
—Debo confesar que ha sido cosa de él —señaló a Hal—, porque tú no me dijiste nada. ¡Qué mal! ¡Y querías pasarte el día encerrada leyendo!
Eché una mirada a Hal por encima del efusivo abrazo de Emilia, que no me soltaba. La sonrisa de él se me contagió.
—¿Qué tiene de malo leer? —pregunté.
—Nada, pero, ¡los cumpleaños hay que celebrarlos! —exclamó mi amiga.
Emilia se separó después de darme un buen achuchón.
—Feliz cumpleaños, señorita —dijo Harald con una sonrisa que hizo que haber salido de casa esa tarde tuviera sentido.
Pero no fue su sonrisa lo que provocó que me llevara las manos al rostro, fue el ramo de tulipanes que había escondido en su espalda.
El «gracias» que susurré sonó quizás, más vergonzoso de lo que pretendía. Nos quedamos plantados el uno frente al otro. Supe, por su expresión, que estaba pensando lo mismo que yo. ¿Sería un abrazo adecuado? ¿Un beso en la mejilla? ¿O en los labios?
Ese ramo de tulipanes azules, amarillos y rojos era enorme. Nuestros dedos se rozaron cuando lo agarré.
En ese instante me di cuenta de que no sabía cuál era el punto de afecto entre nosotros.
Los besos antes del sexo estaban bien, pero ahí, en medio de la calle, nos difuminamos. Nos convertimos en un dibujo mal hecho que no sabe donde empieza la línea y donde acaba el color y la sombra. Un boceto de ideas confusas.
Emilia me agarró del brazo, apartándome de él.
—¡Llegaremos tarde a la reserva! —exclamó.
Fuimos a un restaurante de sushi. La puerta de la entrada simulaba a un templo japonés, al igual que el interior. Debías quitarte los zapatos al entrar y una camarera te guiaba a través un pasillo de madera, parqué y puertas correderas con dibujos de flores, pájaros, árboles y otros motivos vegetales en blanco y negro. Fue como adentrarse en la era de los shogun. Nos llevaron a una pequeña sala, en la que había una mesa baja y un ventanal desde el que se veía la ciudad; el fuerte contraste entre la modernidad y lo rústico de la historia abriéndose paso a través de la decoración.
Emilia se sentó frente a mí y Harald desapareció un momento, excusándose para ir al baño.
—¿Por qué no lo besaste? Me vi obligada a romper el momento porque estaba muy incómoda —me preguntó mi amiga—. ¿Por qué os comportáis como si no fuerais pareja?
—Porque no lo somos.
Emilia me miró a los ojos y suspiró. Sus palabras siguientes no tuvieron reproche, sino que intentó mantener un tono burlón.
—¡Ay! Mija, estás re mal. Te gusta mentirte. Ese hombre te ama. ¿Viste las flores? Yo las vi. ¡Las estoy viendo! ¿Viste donde nos trajo? No sabes lo mucho que se preocupó por encontrar un lugar donde no te sintieses ansiosa.
—Somos amigos —insistí y acaricié los tulipanes—. Esto solo es un regalo de cumpleaños, nada más.
—Conozco a Harald desde que tenía ocho años. Si te digo que te ama, es que te ama.
—Sé que tienes buenas intenciones, pero no es así. —No pude continuar porque Harald nos interrumpió con su llegada. Se sentó a mi lado. El olor a vainilla y cedro de su perfume me invadieron a esa distancia.
—¿Algún deseo para los veinticuatro? —me preguntó.
Me encogí de hombros.
No tenía ningún deseo. De hecho, ni siquiera había pensado en eso.
—¿Poder celebrar los veinticinco?
—Lo dice como si estuviera a punto de morirse —se río Hal.
—Qué extrema —opinó Emilia, que seguía juzgándome con la mirada.
Lo mejor de la cena no fue el sushi, que estaba riquísimo, tampoco el pequeño pastel de cumpleaños que trajeron y mucho menos los libros que me regalaron (aparte del precioso ramo de tulipanes). Lo mejor fueron ellos. Los dos. Harald y Emilia.
Así sí que quería celebrar mi cumpleaños todos los años. Solo con ellos, en aquella pequeña sala de restaurante, con mi comida favorita y esa paz que salía de los tres.
Sí, así era bonito.
—Gracias —se me escapó la voz—. Yo... yo... muchas gracias por esto.
Se me escaparon un par de lágrimas de emoción, que pronto se convirtieron en un mar.
—No estoy llorando. No. Es que... esto —dije—. No me lo esperaba.
Harald me abrazó. Su risa cálida me reconfortó. Emilia no ayudó a mis lágrimas, pues rodeó la mesa y se unió al abrazo con una animada exclamación.
Me cantó el cumpleaños feliz en español y fue vergonzoso.
—¿Cómo es? —le preguntó Harald—. Em, enséñame a cantarlo también.
—Ay, no —mascullé.
—Yo te enseño, Hally —contestó ella—. El año que viene tienes que cantarla perfecta.
—Qué vergüenza—dije, tapándome el rostro.
Emilia se entretuvo durante más de diez minutos enseñándole a cantar a Harald en español, cosa bastante graciosa, pues él tenía un acento exageradamente marcado y le costaba pronunciar algunas palabras. Tanto que, en alguna ocasión no entendíamos lo que estaba diciendo.
—Ay, tengo que irme —dijo Emilia—. Recordé que tengo que revisar las galeradas de una novela.
—¿Ahora? —pregunté.
—Sí, claro. Ahora —dijo Emilia y me guiñó un ojo—. ¡Si no las cosas llegan tarde a la imprenta!
Emilia se fue rapidísimo y, aunque intenté que se quedara un poco más, me fue imposible. Me dio rabia que tuviera tanto trabajo. ¿Ni siquiera podía descansar un poco?
—Me hubiera gustado que se quedara un poco más —observé y me dirigí a Harald—. ¿Tú puedes quedarte un poco más?
Pareció encontrar divertida esa declaración.
—¿Acaso crees que tenía intenciones de dejarte sola esta noche?
Negué con la cabeza. La comisura de sus labios se estiró en una sonrisa divertida. Igual que la mía.
—No tienes remedio. Gracias por los regalos. Les buscaré un espacio especial en la librería.
—Me alegra mucho que te haya gustado —susurró y me tomó de la barbilla—. Te he echado de menos esta semana.
Me dio un beso que me dejó sin palabras, que me desarmó por completo. Me iba a estallar el corazón en el pecho; se estaba hinchando, tanto, que creí que si seguía creciendo se me abriría un boquete de felicidad, calor y... algo que no conocía.
Me disculpé para ir al baño. Necesitaba detener ese taladro de mi corazón que distaba de la ansiedad, pero que se parecía en sobremanera. Harald me dijo que me esperaría en la entrada del restaurante.
Recorrí el pasillo hasta el aseo, preguntándome de dónde habían sacado el pastizal que debía costar una cena en ese sitio. Mis pies repiqueteaban sobre el suelo de madera, me crucé con un camarero que se escurrió hasta una de las habitaciones privadas en las que se separaban las mesas. ¿Cuántos comensales podrían tener en ese misterioso templo?
Una puerta corrediza, con el dibujo de una garza junto a un río y una gran montaña se abrió al final del pasillo.
Un hombre salió de la estancia, con la atención fija en los baños. Mi corazón se calló en ese mismo instante; se derrumbó entre los escombros del pánico que se sumergió en mis entrañas.
Cabellos del color del atardecer. Pecas como estrellas perdidas en el firmamento.
Debía ser un fantasma; un espejismo. Di un paso hacia atrás, pero no fui capaz de moverme cuando volteó el rostro y se encontró conmigo.
Su sonrisa se esfumó.
—Laia —susurró, incrédulo.
Blake.
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