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41. La noche estrellada

Quedé con Harald a las cuatro en Whitechapel.

Llegué antes de tiempo debido a lo inquieta que estaba por la cita. No tenía ni idea de a dónde quería ir y el chico llevaba dos días diciendo que "me iba a encantar".

Ojeé los mensajes de mi teléfono. No podía dejar de mirar si mi madre me enviaba mensajes. Ya no me avasallaba a todas horas, pero seguía insistiendo.

Mamá [11:05 AM]:

Ese novio tuyo.

¿Te dejó? No sales en sus redes.

No te preocupes, cielo.

En casa sigues tenido tu habitación preparada para cuando quieras volver.

Te quiero.


Me hubiera gustado tener el valor de decirle que no me hablara más. Mi padre ya no vivía y quizás, tan solo quizás las cosas podrían ser distintas. Tal vez, la terapia me ayudara lo suficiente como para lograr tener algo con ella.

O no.

Mi miedo era ese. Me había pasado años sin saber nada de mi madre y cuando por fin aparecía...

Tal vez podríamos tener la familia que nunca tuvimos, solo ella y yo. Sin una mala hierva intoxicándolo todo.

Mamá [4:05 PM]

Sé que estás leyendo.

Quiero empezar de nuevo, Laia.

Tu padre ya no está con nosotras y nos hizo mucho daño.

Por favor.

Contéstame.


¿Y si todo eso era verdad? ¿Y si tan solo quería recuperar a su hija de verdad?

Podríamos ser la familia que nunca habíamos sido.

—¡Perdón, llego tarde! —Alcé la mirada ante la exclamación de Harald, que se plantó ante mí y se rascaba la nuca—. Me he equivocado de salida en el metro.

—Tan solo son seis minutos. Eres puntual.

—No, qué va.

—¿Y a dónde vamos a ir? —le pregunté, en un intento de hacer desvanecer todos los pensamientos sobre mi madre.

—Descubrí que tienes cierto artista favorito así que... —Sacó dos entradas para una exposición de Van Gogh del bolsillo de su chaqueta. Estábamos a tan solo tres manzanas.

—¡Ay! ¡Vamos, vamos! —exclamé, y agarré a Hal del codo, arrastrándolo para que comenzara a caminar. Él se rio ante mi entusiasmo y me dejó tirar de él durante unos metros.

Hal sacó las manos de su bolsillo. No lo solté. Me negaba a soltarlo. La calle estaba atestada de gente en esa zona, así que nuestro ritmo se vio ralentizado.

—Espero que no grites en la exposición —bromeó—. O tendremos que escondernos cuando todos nos miren.

—No me parece una mala idea lo de esconderse.

La comisura derecha de sus labios se estiró en una sonrisa coqueta.

—¿En qué está pensando usted, señorita?

—Tú has empezado —respondí.

Acercó su rostro a mi oreja. Sus labios me rozaron el lóbulo.

—Sea lo que sea que estás pensando, puedo hacértelo esta noche. No tengo intenciones de dejarte dormir.

Lo solté de inmediato y me crucé de brazos, intentando ocultar el evidente sonrojo que iba a crecer en mi rostro.

—Dios mío, cállate.

Se echó a reír de nuevo.

Después de cinco minutos de cola para entrar y una pequeña introducción sobre como funcionaban las audioguías, entramos a la exposición.

Estaba abarrotada, pero nadie nos miraba a nosotros. Todos los presentes estaban tan absortos en los cuadros y los colores, en las pinceladas y las luces de las salas. Cuando creí que la mirada de Hal se parecía a la noche estrellada, nunca pensé que vería ese cuadro por primera vez con él junto a mí. No era el original, sino una copia a escala, pero no me importó.

—¿Era este tu favorito, no? —me susurró Hal, frente al cuadro.

Asentí y di un pequeño traspié cuando alguien me empujó para hacerse paso. Las manos de Hal se posaron en mi cintura, y se colocó detrás de mí, como un escudo que evitaba que me volvieran a empujar.

—¿Por qué te gusta tanto este cuadro? —me preguntó.

—Creo que porque me hace pensar en lo bonita que se ve la luz en la oscuridad. Y aunque te parezca una tontería, esas estrellas me hacen pensar también en luciérnagas.

Le gustó mi respuesta, por básica que fuera, y de hecho, nos quedamos allí parados un rato. En silencio. Él detrás de mí, mientras a nuestro alrededor se movían el resto de visitantes, tan embaucados como nosotros.

—¿Qué tal? —me susurró Hal cuando nos movimos.

—¿El qué?

—Tu ansiedad.

—Bien. Bien. Creo que bien.

—¿Crees?

Ese lugar estaba atestado y me sentía extrañamente tranquila. Noté la mirada de una mujer sobre nosotros, curiosa. No me molestó. ¿Por qué? ¿No debería estar nerviosa?

Debería tener un ataque de ansiedad. O debería estar perdiendo los nervios o...

«No».

Me separé de él.

Llevaba más de dos meses tomando antidepresivos y uno y medio en tratamiento con Patricia. ¿Era posible que diera resultados? No tan rápido, no claro. ¿O sí? La verdad era que no tenía ni idea. Pero... Había... había algo diferente en mí. Un poco, un pelín.

No.

Me iba a dar un ataque de ansiedad.

No debería...

Oh, joder.

«Cálmate. Esto te lo estás haciendo tú sola.»

—¿Laia? Lo siento si...

—No me hables, por favor. ¡Déjame!

«No me hables porque lloraré de impotencia y hace semanas que no lo hago».

Eso, quizás, debería habérselo dicho.

Harald no dijo nada más. Se quedó ahí, con la mirada clavada en uno de los cuadros de los que ni siquiera sabía el nombre. Uno con una terraza de noche: vibrante y delicado, un torbellino de contrastes entre la potencia de la luz y la oscuridad de la noche.

Lo conseguí.

No hubo ataque. No hubo nada.

Se fue.

Lo había dominado esa vez.

Parpadeé un par de veces y retiré la mano que había puesto sobre mi pecho. Harald seguía junto a mí, pensativo. No dijo nada sobre el tono en el que le había hablado y yo tampoco. De hecho, el silencio nos acompañó, como un viejo amigo que te encuentras por casualidad, durante el resto de la visita. Al salir, encontramos un pub cerca en el que anunciaban la actuación de una comediante, así que decidimos entrar.

El silencio seguía entre nosotros. Hal se pidió una cerveza y yo también.

—La de ella sin alcohol —remarcó Hal al camarero.

—Si he pedido una cerveza es porque quiero alcohol.

—No voy a dejar que mezcles alcohol y antidepresivos, Laia.

—No lo digas en voz alta.

—No me obligues a decirlo.

—Bueno, ¿alcohol o sin alcohol? —preguntó el barman algo confundido.

—Con alcohol.

—Sin alcohol.

Puse los ojos en blanco.

—Dame una Coca-Cola —pedí.

Harald negó con la cabeza, pero se dio por satisfecho con mi refresco. La actuación empezó. Me sorprendí encontrarme una muchacha pelirroja, de aspecto angelical haciendo humor británico. Las risas eliminaron cualquier posibilidad de silencio entre nosotros, a pesar de que, las carcajadas salían de los labios de él. Me dediqué a observar al resto de los presentes, preguntándome dónde estaba la gracia de aquella broma insulsa y absurda que acababa de escuchar.

—No he entendido la broma —le dije una de las veces—. Es demasiado absurda.

—Esa es la gracia —respondió él.

Debo admitir que alguna risa sí que me sacó, pero la gran aparte de las veces, tan solo me reí porque el ambiente de risas del pub me parecía divertido.

—¡Venga ya, Laia! ¿Cómo no te va a hacer gracia?

—Está preguntando si un señor tenía opinión cuando estaba muerto. Obviamente no. Es decir... ¿cómo demonios va a tenerla si está muerto?

Harald negó con la cabeza, con una sonrisa divertida dibujada en el rostro, que mostraba un hoyuelo en su mejilla derecha.

—Tendrías que verte la cara. Estás con el ceño fruncido todo el rato, como si intentaras atar cabos lógicos en tu cabeza. No los busques. Tan solo déjate llevar.

—Pero es que... se ríe de sí misma con cosas que no me hacen gracia. ¿Qué se ha vestido a oscuras para ir a una cita? ¿Qué más dará? ¿Y por qué el hecho de que alguien no beba té debe hacerme reír?

Él negó con la cabeza, todavía divertido.

—Qué seria eres —observó.

—¿Te parece gracioso?

—Graciosísimo. Ahora tengo un nuevo reto. Terminar el libro de Dorian Gray, y conseguir que te rías con el humor británico.

Eso sí me hizo gracia. La tensión entre nosotros se había disipado, así que me atreví a hablar de lo que lleva rato carcomiendo mi mente.

—Hal, lo siento. Yo... te he hablado muy mal. No... no estaba pensando. Estaba... lo siento mucho.

Asintió levemente y sus ojos azules se clavaron en los míos. Seguía afligido, pero lo ocultó. O al menos lo intentó.

—Has estado a punto de tener una crisis, lo sé. No te preocupes. Estoy acostumbrado a que me hablen así los pacientes. Sé lo que te está pasando. —Me sonrió ante mi clara pena—. Todo está bien, Laia.

—No actúes como si no te hubiera dolido, por favor.

—Déjalo, Laia. No pasa nada.

—Sí que pasa. Soy horrible.

—Laia, por favor. No me lo he tomado mal. Sé que no es conmigo.

—Pues deberías. Deberías tomártelo mal.

—No, no debería tomármelo mal. Te conozco. Sé que no lo haces con mala intención.

—¿Qué importa la intención que tenga?

Harald dio un trago a su cerveza.

—Claro que importa. De hecho, es lo más importante.

Me di por rendida. Acabaríamos discutiendo si seguía por ahí. Le di un trago a mi refresco. La comediante seguía bromeando en el escenario con una seguridad envidiable. Se sentaba y se levantaba del taburete, hacía gestos y posturas graciosas, jugaba con el micrófono en la mano.

Yo nunca podría hacer algo así.

—Me van a cambiar de centro —dijo Hal de repente—. El lunes empiezo en otro sitio. Está más lejos de casa, pero... bueno, podré apanármelas.

—¿Por qué te cambian?

Suspiró. Se mordió el labio, indeciso, pero finalmente habló.

—Por lo nuestro. Quiero ser sincero contigo, Laia. Y había pensado no decírtelo, pero a partir de ahora quiero que mis relaciones se basen en la confianza. No quiero guardarme cosas para mí. Así que sí... me han cambiado de centro porque mi supervisor considera que es la mejor forma de solucionar lo que pasó entre tú y yo.

Le habían echado del hospital por mi culpa. Por mí.

Tenía ganas de vomitar.

—Lo siento. —Fue todo lo que pude decir.

—No es tu culpa.

—Sí lo es. En parte. —Me corregí cuando vi que él iba a replicar. Era culpa de los dos.

—La parte positiva es que por fin voy a tratar pacientes ingresados, que es algo que todavía no he hecho.

—Lo siento —repetí—. Yo insistí. Lo siento.

Él me tomó del mentón.

—No vuelvas a disculparte. No es tu culpa —su tono fue tan serio que de verdad lo creí—. Voy a contarte algo curioso que creo que no te he contado, y vamos a olvidar este tema tan desagradable que ya está solucionado y que no va a dar más problemas.

—Pero...

—¿Qué podríamos hacer ahora para que esto cambiara? Nada, Laia. Le he estado dando muchas vueltas, y esa es la conclusión a la que he llegado.

¿Qué lógica tenía el palpitar de mi corazón? No era ansiedad. Era otra cosa. Otra jodidamente peligrosa.

Hal jugueteaba con la botella de cerveza en sus dedos. Se pasó los dientes por el labio superior.

Sus labios. Tenía que dejar de mirarlos

«¿Por qué? Ya no es un hombre casado. Ya los has mirado muchas veces. Los has besado muchas veces. ¿De qué tienes miedo ahora?».

De que era libre y estaba ahí, conmigo. Podría haber salido con cualquiera, pero escogía quedar conmigo a pesar de todas las complicaciones que yo había implicado en su vida. Nosotros solo nos besábamos en el sexo y querer besarle, porque sí, en ese pub era ir un paso más allá.

Teníamos nuestra burbuja de amistad en la que todo estaba bien. ¿Por qué romperla pensando algo más?

Sweetie, ¿qué piensas?

Pude sentir el calor de su cuerpo rozar el costado de mi cadera y mi brazo derecho.

La comediante seguía hablando de fondo.

—En que me ha encantado la exposición —le dije.

Me acarició el brazo.

—¿A dónde te gustaría ir la próxima vez?

¿Próxima?

—Pues... —no pude terminar.

—¡Como esos dos de ahí atrás! ¿Os creéis que no me he dado cuenta de que tenéis cara de estar a punto de comeros la boca? —Harald desvió el rostro hacia al escenario.

—No mires —susurró.

—¿Nos están mirando?

—¡Dadnos una alegría a todos ya! ¡Pero qué tierna! A la chica le da vergüenza. Hacen una pareja preciosa, ¿no os lo parece? No como yo con mi ex, que parecíamos doña jirafa y con escorpión. Éramos...

Y siguió con su monólogo.

Cerré los puños en la camisa de Harald, intentando calmar mis temblores. Dejó la cerveza sobre la barra y posó las manos en mi cintura.

—Ya no miran —me dijo—. No pasa nada, ha sido solo una breve intervención. Lo hacen muchos comediantes... es solo para tener un gancho para seguir con el monólogo. No es nada.

No tuve ansiedad. No fue solo por las pastillas y mi tratamiento, no fue solo porque acaba de darle la patada a un casi ataque previamente, fue por él. Fue por Hal.

En sus brazos todo pareció más fácil.

¿Había alguna posibilidad de que fuera así siempre?

—Lo tienes controlado —susurró contra mi sien—. Lo estás haciendo genial.

Sí, esa vez lo había hecho bien. Lo había conseguido. Y eso me llenó de tanta euforia que estaba paralizada.

No sabía si la próxima vez podría dominarlo de ese modo, pero esa sí. Esa había funcionado.

—De veras, si esos dos no se besan ya, nos vamos a ir todos muy tristes a nuestra casa. —La comediante tuvo que intervenir de nuevo. ¿Por qué demonios no se callaba?

Esa vez sí miré. La chica del escenario tenía su mirada clavada en mí, con cierta diversión y todos los presentes, ese bullicio de personas, parecían expectantes. Impacientes.

—Oh, dios mío —Me di la vuelta para salir de ese pub, casi corriendo, casi tropezándome. El temblor volvió. Y supe que cuanto más pensara en eso más nerviosa me pondría.

—Laia de hace cuatro años. Vuelve —me dije a mí misma, y cuando estaba justo frente a la puerta, me di la vuelta. Harald me seguía, con la chaqueta en la mano a apenas dos metros de mí.

No tengo miedo.

No pasa nada.

Solo son ojos.

Así que me adelanté, agarré a Harald del cuello de su camisa y planté un beso en sus labios delante de toda esa gente. Sus manos se posaron en mi cintura y a pesar de su sorpresa, siguió el beso con entusiasmo.

Los aplausos me dejaron sorda, pero la sonrisa sorprendida de Harald encendió mil mariposas en mi corazón.

—Harald —susurré—. ¿El alcohol de tus labios cuenta como mezcla?

Se río.

—Supongo que no —susurró de vuelta.

Tiré de su mano para salir de allí. El numerito había terminado, necesitaba irme.

—¡Así se hace, mujer! —exclamó la comediante mientras salimos del establecimiento.

Me temblaba todo el cuerpo, me sudaban las manos y creí que iba a marearme, pero dios mío... ¡Lo había hecho!

—Cuando creo que no puedes sorprenderme más, vas y lo haces. Me acabas de poner cachondísimo —dijo él una vez estuvimos fuera.

Calle abajo, sentí su mirada en mi nuca, que se encontró con la mía cuando volteé. Atacó mi boca con pasión y antes de que pudiera, siquiera, asimilar lo que estaba sucediendo, nuestras manos seguían entrelazadas sobre mi pecho y mi espalda estaba pegada la fachada de un edificio. La lengua de Hal todavía sabía a cerveza y sus dientes tiraban de mi labio inferior.

Se me escapó un gemido cuando sentí su erección en mi cadera.

Sweetie, te voy a llevar a casa. Ahora.

—¿Para qué? —jugueteé con mis palabras mientras acariciaba su mentón para mirarle a los ojos. Todo lo que vi en ellos fue fiereza y deseo: un claro "voy a llevarte a la cama y no voy a dejarte salir durante horas".

El lado derecho de su labio se estiró en una sonrisa pícara.

—¿Me vas a hacer decírtelo? —me preguntó.

—Puede. 



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