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38. Impotencia

Laia estaba pálida y temblorosa. No despegaba la mirada del teléfono y se llevaba las manos al pecho con angustia, aferrando los puños a la manta con la que se estaba tapando. Llegó a llevarse el puño tembloroso a la boca, y se le aguaron los ojos. No vi la tristeza ni la ansiedad que solía acompañarla.

Vi miedo. Estaba aterrorizada. Era como si tuviera un fantasma acechando, o quizás algo peor.

Apreté la mandíbula con rabia.

Suficiente.

Le arrebaté el teléfono móvil, lo apagué y lo dejé sobre la mesa. Laia dejó de contener el aire.

—Ya no puede llamarte. ¿Ves? Así de fácil.

—Gracias —dijo, angustiada antes de llenarse de lágrimas.

Odiaba verla llorar y lo hacía demasiado.

La abracé, por encima de esa manta de punto, y se encogió entre mis brazos como si estuviera buscando refugio. La apreté contra mí, yo podía ser ese refugio, pero..., ¿estaría capacitado?

Dejé un beso en su frente y se apoyó en mi pecho intentando calmarse. Me dediqué a acariciar sus cabellos mientras reprimía la rabia que me crecía en el pecho por su confesión.

Su padre había intentado matarla.

Había pensado en la posibilidad de que tuviera una familia inestable, pero eso no podía haberlo imaginado.

—Solo fue una vez —susurró—. Solo lo intentó una vez, pero casi lo consigue.

—No tienes que hablar de ello si no quieres.

—Quiero... quiero hacerlo ahora. ¿Puedo?

—No tienes que pedirme permiso.

Yo la escucharía siempre. Me hablara de lo que me hablara: ya fuera de los colores de los botes de champú o del dato más absurdo que había encontrado en internet.

Respiró hondo y se limpió las lágrimas antes de volver a hablar. Su gato, Jemmy, se subió al sofá y se acurrucó junto a ella. Laia comenzó a hablar con la mirada perdida en la pared del salón.

—Mi padre siempre tuvo problemas para controlar su ira. Era muy estricto. Mi abuelo era general en el ejército, y mi padre siempre se excusó en que "lo educaron para la rectitud". Una disciplina que muchas veces era demasiada. Una excusa, porque cuando perdía los nervios no tenía ni una pizca de disciplina.

»Cuando era pequeña me tiraba mucho del pelo. Cada vez que hacía algo mal me jalaba tan fuerte que me doblaba la cabeza y si estábamos en público, me pellizcaba las orejas para que nadie lo viera. Solía intentar hacer lo que él quería porque tenía miedo de que me pegara, ¿sabes? No lo hacía con mucha frecuencia, es decir, yo por ese entonces no entendía que tirar del cabello y pellizcar con fuerza sí era violencia física. Yo tenía miedo de los golpes fuertes, de cuando me dejaba la mano marcada por unos días o cuando me empujaba contra la pared y me tiraba al suelo. Eso no pasaba mucho, solo... no sé, tres o cuatro veces al año, pero eran lo suficiente para tenerme alerta.

»Cuando, ya estaba en la secundaria y comencé a querer salir más con mis amigas, y a conocer chicos. Bueno, más que conocer chicos, quería hacer el tonto, ya sabes, esa edad es muy boba. Mi padre me insultaba, me llama zorra, puta..., todo lo que te puedas imaginar. Decía que me parecía a mi madre. Mi madre a veces se reía y otras decía que no, que yo era peor. La verdad es que todavía no entiendo como funciona la mente de mi madre, tan solo creo que o es mala persona o está muy enferma de la cabeza. Durante esa época, también experimenté cambios en mi cuerpo. Algunos más notorios que otros. Ya sabes, tengo unos pechos enormes para lo pequeña que es mi espalda —soltó una pequeña risa entre su angustia—. Sé que te has fijado, aunque has sido respetuoso y no has comentado nada sobre eso. Gracias.

Nos habíamos movido, de modo que ella estaba acurrucada entre mis piernas en el sofá. Su espalda estaba pegada a mi pecho y mi cabeza apoyada sobre la suya. Ladeó el rostro y su cabeza quedó apoyada entre mi hombro y mi cuello.

—No eres ninguna de esas cosas que te dijeron —le susurré y dejé un beso casto en sus labios. Sus ojos seguían rojos.

Ella continuó con su relato:

—Siempre he sentido complejo, vergüenza y molestia por eso. Es gracioso porque, muchas chicas quieren tener pechos grandes y la verdad es que es un fastidio. Todo empieza cuando la gente comenta sobre los pechos de una niña. Te juzgan, hablan sobre ti y es algo horrible porque no puedes controlarlo. Jamás pedí que crecieran y si lo hubiera podido controlar las tendría mucho más pequeñas. Sí, es raro que te esté hablando sobre mis tetas, pero así es como yo lo siento. Lo comentaban mis compañeros de clase, mis amigas, mis familiares. Parecía que era lo único en lo que la gente se fijaba. Me sentía intimidada, al tiempo que molesta. Y tan solo tenía trece años cuando eso comenzó.

»De pronto, cualquier cosa que me ponía era una provocación. Recuerdo que, una compañera de clase tenía una blusa igual a la mía. En España no llevamos uniforme en las escuelas públicas, así que ella se la puso para venir a clase. A la semana siguiente, quedamos en ponernos la misma blusa ambas. Lo pasé fatal. Uno de los chicos de mi clase decidió que mis pechos eran lo suficiente grandes como para ponerles nombre y mis tetas fueron el tema de conversación durante todo el día. Qué si era una zorra, que si iba provocando, que sí... solo me puse la misma blusa que llevaba mi amiga, quien solo recibió halagos porque su cuerpo no estaba tan sexualizado como el mío. Si hubiera sabido que esa blusa iba a ser un problema para mí, jamás me la hubiera puesto.

»A mi madre tampoco le gustó que llevara esa blusa. Lo más curioso de todo es que esa blusa me la compró ella antes de que me crecieran los senos, así que, supongo que dejó de estar bien que llevara la misma ropa. Entiendo que si podía provocar cosas a mis compañeros. No lo sé, no lo pretendía, realmente. Y al final, ¿era a caso mi culpa? Mis pechos eran tema de conversación mucho antes de que me pusiera esa blusa, así que supongo que no. No era mi culpa.

»A raíz de eso, las cosas se pusieron raras en casa. Mi madre comenzó a controlar lo que me ponía y a comentar cosas sobre mi padre. Me acusó de intentar provocarlo por llevar una falda corta y él estuvo de acuerdo con ella. A veces, la mirada de mi padre sobre mí era demasiado insoportable y comencé a encerrarme o a salir de casa lo máximo que podía. Mi madre me prohibió llevar faldas, me tiró algunos vestidos y camisetas y fuimos de compras. Me llenó el armario de prendas... aptas para lo que ella creía correcto, porque estaba demasiado alterada de que mi padre me mirara tanto. Sobre todo cuando las cosas no le iban bien en el trabajo, que era casi siempre, y bebía, se enfadaba y me miraba de un modo que me daba escalofríos.

—Tu padre... te... ¿te tocó? —la corté para preguntarle.

Ella sabía muy bien a qué clase de tocamientos me refería. Todo lo que me estaba contando me daba demasiada mala espina. Hasta el corazón comenzó a golpearme en el pecho de forma muy violenta.

—No, pero a veces creo que estuvo a punto. No lo sé. La cuestión es que ya no me tiraba del pelo, me daba un bofetón. Ya no me pellizcaba en la oreja, me pellizcaba las piernas. Los motivos podían ser desde que me olvidé de lavar una taza hasta que le había contestado en un tono que no le gustaba. No entendía los motivos por los que se enfadaba, e hiciera lo que hiciera, la cosa acababa mal. Me pasé varios años intentando ser perfecta para evitar los conflictos, hasta que me rendí, porque no había nada que yo pudiera hacer que los evitara. Agoté todas las opciones. Así que... supongo que al final, como toda adolescente con problemas, comencé a revelarme.

»Mi padre me pegaba de forma más frecuente. La verdad que tengo que esforzarme para recordar muchas cosas de esa época porque siento que he olvidado o me he forzado a no recordar algunas. Están ahí, si las pienso mucho están, pero prefiero que todo sea como una nube gris de mierda. La cuestión es que, cuando cumplí los dieciséis me negué a estudiar lo que él quería. El día que le dije que quería estudiar fotografía o diseño gráfico fue uno de los más terroríficos de toda mi vida. Se puso hecho una fiera y comenzó a decir que yo tenía que estudiar y trabajar de algo útil, porque él se había pasado dieciséis años cuidando de mí y pagando por mí. Dijo que yo se lo debía, que les debía dinero. Y que había guardado todas las facturas que yo debía pagarles una vez tuviera trabajo. Insistió en que mi deber era devolverles el dinero de mi crianza. En ese momento me lo creí, ¿sabes? Era tan inocente. Ahora sé que era una niña y que no merecía vivir esa situación. Que ningún menor le debe nada a sus padres por criarlo, porque no es su responsabilidad.

Hizo una pequeña pausa y tomó una gran bocanada de aire. La sentí respirar en mi cuello y me di cuenta de que yo había dejado de respirar.

—¿Te estoy incomodando con esto? —me preguntó y alzó la mano para acariciarme la mejilla. La miré.

—No.

—Pareces incómodo.

—Estoy indignado, sorprendido y molesto por lo que te pasó, pero no incómodo. Sigue con su historia, por favor.

Asintió y volvió a hablar.

—Se me daba fatal estudiar lo que él quería. Suspendía los exámenes de matemáticas, me saltaba clases, copiaba... en general era un desastre, pero ellos no lo sabrían hasta final de trimestre por lo que las cosas se calmaron durante unos meses, hasta que comencé a salir con un chico de clase. Fue mi primer novio, por decirlo de alguna manera, aunque la verdad es que ni siquiera le quería, solo, no sé, me hacía sentir especial. Me gustaba que me acariciara y me abrazara. Me sentía bien. Claro que con toda la violencia que había vivido buscaba desesperadamente que alguien me quisiera. No me malinterpretes, no me estaba aprovechando de él. Ese chico me gustaba. Era guapo, divertido y tenía ese aire de chico malo y rebelde que vuelve locas a las adolescentes. En realidad era un pedazo de pan y yo creía que era mi primer amor.

»Lo mantuve en secreto todo el tiempo que pude, pero un día, ese chico, Nil, se empeñó en acompañarme a casa. Mi madre nos vio. Les convencí de que solo era un amigo, pero tuve la mala pata de guardarme un envoltorio de preservativo abierto en el pantalón. No preguntes por qué lo hice porque no tiene sentido que lo hiciera. Eso se tira a la basura, pero yo me guardé el envoltorio en el pantalón porque lo hicimos en casa de Nil y también nos pillaron sus padres. Sus padres no nos vieron hacerlo, solo... llegaron a casa antes de lo planeado y tuvimos que vestirnos a toda prisa. El pobre Nil no pudo ni quitarse el condón porque no sabía dónde esconderlo. A todo esto, sus padres eran muy cristianos. Así que yo me vestí y me guardé el envoltorio en el pantalón y ahí se quedó, hasta que mi madre puso una lavadora.

»Mi padre me dio una paliza. Dios, todavía me duele cuando lo recuerdo. Ese día decidí que me iría de casa. No sabía a donde ir, pero estaba a punto de cumplir los diecisiete y me sentía... bueno, me sentía fuerte. No sé, o quería ser fuerte. No quería estar allí por más tiempo. Y tonta de mí, le pedí ayuda a mi madre. Estaba desesperada. No aguantaba un segundo más en esa casa y confíe en el diablo a pesar de que sabía que me traicionaría. Creo que tan solo quería creer en ella, quería... —hizo una pausa para sorber sus lágrimas—. Quería darme la oportunidad a mí misma de convencerme de que a pesar de todo, ella no iba a fallarme. Era mi madre. Y yo... me aferré a la idea de que en el fondo me quería y me ayudaría. Fui una tonta. En realidad siempre soy tonta.

—No eres tonta. —Le acaricié la mejilla, sin soltarla. Sus padres la habían traicionado, su exnovio la había traicionado, su amiga también. No era raro que sintiera que el mundo estaba en su contra.

Me prometí que yo nunca lo haría.

Laia prosiguió con su historia, una vez su voz se hubo calmado.

—Mi madre me dio un bofetón y me dijo "Todo lo que hace tu padre es por tu culpa. No te hemos criado para que vayas por la calle enseñando las piernas y acostándote con el primero que se te pasa. Eres demasiado desobediente. Si hicieras caso, él no tendría que enfadarse. Si hicieras caso a cualquier cosa que se te dice, él no tendría que pegarte y yo no tendría que intentar arreglarlo".

»¿Sabes por qué dijo lo de intentar arreglarlo? Porque alguna vez me había pegado tan fuerte que me había hecho sangre o me había dejado algún moretón. Una vez, cuando tenía nueve años, acabé en el hospital porque me empujó tan fuerte que me caí y me di con el marco de una puerta. Tuvieron que coserme puntos —se señaló detrás de la oreja—. Mientras lloraba de camino al hospital, mi padre me obligó a repetir más de diez veces lo que tenía que decirle al médico cuando me preguntara cómo me lo había hecho. "Estaba corriendo con una pelota en la mano, se me ha caído, me he tropezado y me he dado contra la puerta". No sé si el médico se lo creyó. Otra vez estuve dos semanas sin ir al instituto porque tenía el ojo morado. Cuando volví, le dije a mis amigas que había estado de vacaciones en la playa porque a mis padres les apetecía hacer algo especial. Ellas pensaban que mis padres eran maravillosos. Nunca les conté que mi madre era una adicta al trabajo con cero empatía y demasiado cansada como para querer ocuparse de los problemas que había en su casa, le gustaba más ignorarlos: taparlos con ropa apta. Tampoco conté que mi padre era un empresario frustrado que arruinaba cada negocio que empezaba y pagaba sus fracasos a golpes con su hija. Me inventaba tantas mentiras sobre ellos que ni siquiera las recuerdo.

»Cuando volví a intentar irme, mi padre perdió los estribos. Le robé dinero de la cartera para pagarme un hotel, mientras buscaba donde quedarme. No podía irme con ninguna amiga porque no le había contado a nadie lo que me pasaba en casa y tampoco quería hacerlo. Mi padre me pilló con una mochila llena de ropa y el dinero en el bolsillo del pantalón. Se volvió loco. Me dijo que estaba harto de mí, que tenerme había sido la peor maldición de su vida y que se alegraba de que mi madre hubiera tenido un aborto espontáneo de su segundo hijo. Mis padres estaban juntos por mí. Y se convirtieron en lo peor de ellos mismos. Eso yo ni siquiera lo sabía. Menos mal que no tuve un hermano. Menos mal que no tuve que compartir ese infierno con nadie más. Mi existencia les había arruinado la vida a dos personas que no querían estar juntas y que al parecer, tampoco querían a su hija. No sé... no sé qué demonios he hecho para merecer que mi nacimiento sea una maldición.

Tomó aire fuerte y se tapó el rostro, como si tuviera que protegerse de algo. Se me subió bilis a la garganta. No podía ser verdad.

Se apartó la manta. Se separó de mí, poniéndose de rodillas sobre el sofá, y se levantó ligeramente la blusa. Una cicatriz, larga y limpia apareció sobre su costilla. Empezaba en su cintura y terminaba debajo de su pecho izquierdo.

«No».

—Me agarró del pelo y me tiró al suelo. No recuerdo muchas cosas aparte de golpes. Me golpeó en el ojo, en la cara, y... decidí defenderme. Estábamos en la cocina así que agarré un cuchillo. Lo encaré. Nunca lo había hecho, pero ese día... no sé de donde saqué el valor para hacerlo. Lo amenacé con clavarle el cuchillo si se acercaba a mí. Fue una locura. Él tenía mucha más fuerza que yo y me temblaba tanto la mano que cuando me cogió de la muñeca para que lo soltara, no pude evitar que me lo quitara. "Vamos a terminar con esto de una vez. ¿Qué querías hacer con esto, tonta? Ni siquiera sabes sujetarlo. ¿Quieres que te enseñe?", dijo. Forcejeamos un poco y me lo clavó en el costado, pero chocó con la costilla. —Laia tenía los ojos llorosos y era incapaz de mirarme—. Ese fue el único día que mi madre me defendió. La tía se volvió loca y le clavó otro a él los riñones. No sé cómo no morimos ninguno de los dos. Había tanta sangre. Dios mío, era... era horrible. No era la primera vez que mi madre pegaba a mi padre, ellos... se pegaban mutuamente, muy fuerte. Él no podía con ella y a veces creo que por eso lo pagaba conmigo, porque yo no podía defenderme. A día de hoy no entiendo por qué estaban juntos. Eran destructivos a más no poder.

»A mi madre le cayeron un par de años, pero no fue a prisión porque había sido en defensa propia y no tenía antecedentes. Mi padre, al contrario de lo que yo pensaba, sí tenía antecedentes y bueno, ingresó en prisión por intento de homicidio a un menor y maltrato. Primero preventiva, y después por la sentencia del juez. En todas las declaraciones que hizo defendió su inocencia, e insistió en que había sido sin querer. Decía que el forcejeo le había hecho clavarlo de forma involuntaria, pero... no era verdad. Lo hizo a conciencia, lleno de rabia.

»Estuve varias semanas en el hospital y recibí ayuda psicológica durante ese tiempo, yo... todo eso creo que... o creía que lo tenía superado pero no sé. Se ha muerto. Y mi madre me está llamando. Y a veces creo que hay pequeñas cosas en mi cabeza. Mi ansiedad social vino después de Blake, creo que eso es otra historia, no lo sé. Yo solo sé que no quiero ir a su entierro.

La abracé fuerte y ella me dejó acunarla en mis brazos. No sabía qué decir, no sabía qué hacer para calmar su dolor en ese momento, pero hubiera hecho lo que fuera. Joder me escocían los ojos. ¿Qué clase de padres hacían eso?

Padres de mierda. Mi padre nos arruinó y se suicidó, pero nunca nos puso una mano encima a ninguno. Y por supuesto, tampoco a mi madre.

—Ahora ya sabes por qué no quiero desnudarme —me dijo—. Las cosas se vuelven muy íntimas si la enseño. No me gusta hacerlo. Es demasiado.

Acababa de mostrarme su alma y era preciosa.

—Y las faldas, ¿también las llevas porque te prohibieron hacerlo?

Ella asintió.

—Cuando dije que no quería suicidarme, era verdad. No quería hacerlo. Matarme sería dejarle ganar a él. Yo quiero vivir, Hal. Yo... quiero vivir bien y creo que en algún momento lo conseguiré. La soledad me ayuda a sobrellevar las cosas. Aunque me he encerrado mucho en mí misma estos últimos años también he cambiado mucho, he aprendido de mí y de mi pasado. La soledad también ha sido buena en muchos aspectos. Me caí al Támesis de una forma muy tonta. Estaba huyendo de un hombre que se parecía a mi padre. Creí... creí escuchar su voz. Es muy raro escuchar a alguien hablar en catalán en Londres y más con esa voz tan característica. Me dio mucha ansiedad, no sé qué me pasó. Salí corriendo, solo quería huir y me caí porque me tropecé. Me caí de verdad. No, no pasó nada más. Solo... solo fue eso.

—No querías contármelo porque eso implicaría hablar de toda la historia que había detrás, ¿verdad?

Asintió.

—Eres muy fuerte y muy valiente. ¿Lo sabes?

Ella negó.

—No me siento así en absoluto. Me siento como una cobarde que huye.

—Huir no implica cobardía. A veces, hace falta valor para huir. Para sobrevivir.

Limpié las lágrimas de su rostro y le retiré un mechón tras su oreja. Me negué a analizar la situación como psiquiatra, y tan solo la escuché. No podía analizar. No cuando sentía que el dolor de ella era mío. No mientras siguiera deseando que fuera posible compartir las lágrimas, de modo que pudiera llorar yo por ella y hacerle la vida más fácil. Si ese hombre no estuviera muerto, yo mismo habría subido a un avión en ese mismo instante para buscarlo y matarlo. Y eso era excesivo hasta para mí. Laia era dulce. Era fácil sacarle una risa, ni siquiera hacía falta intentarlo mucho y se había pasado la vida ocultándolas. Creyendo que eran mentira. Creyéndose quien no era. Se escondía del mundo y se privaba a sí misma de la felicidad que merecía.

—Lo eres. Esa tristeza no te define. Ese pasado tampoco. Tú... tú eres más que una cicatriz. Más que tu ansiedad, más que todo eso.

—Me ves con muy buenos ojos.

—Ojalá te vieras con los tuyos del mismo modo que te veo yo.

—Cuando me dijiste que... que eras mi espacio seguro, yo... yo no lo entendí. No sabía que eso existía y me molestó mucho que fuera algo artificial. Era trabajo y yo, no sé, pensé que me gustaría encontrar un espacio seguro fuera de un hospital.

—Yo siempre seré tu espacio seguro.

—No digas siempre. Es una palabra muy peligrosa.

Yo seguía acariciando sus mejillas. Nuestros rostros se encontraron a mitad de camino entre la confidencia y el pasado; entre las lágrimas de un dolor que meses atrás yo compartí con ella y las lágrimas de uno que ahora ella compartía conmigo. Besé sus mejillas que sabían a sal y me di cuenta de que era la primera vez que probaba un beso manchado de lágrimas.

—Puedes..., ¿puedes quedarte a dormir conmigo hoy? —susurró con voz temblorosa—. No quiero dormir sola.

Le di un beso en la frente.

—Este sofá es muy cómodo. Sí, puedo quedarme.

—No. Yo me refería a la cama.

—Sí, me quedo.

Me acosté junto a ella esa noche, pero no volvimos a hacer el amor ni a besarnos. Conversamos hasta altas horas de la madrugada, y nos quedamos dormidos con Jemmy hecho un ovillo entre nosotros, como una pequeña barrera que nos separaba. 

Subiré el próximo capítulo el míercoles. 

Muchas gracias por leer, 

Noëlle 

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