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33. Autocontrol


Harald [3:33 PM]:

Hoy no hace tanto frío.

¿Paseamos y buscamos alguna buena cafetería?

¿Paso a buscarte a casa?

Laia [3:34 PM]:

No estoy en casa. Ya he salido a pasear.

¿Dónde estás?

Quizás puedo acercarme.

Le pasé la dirección de casa de mi hermano. Cuando pagué la merienda por ella, sabía que insistiría en pagarla, así que obviamente, había sido una jugada para que el siguiente capítulo también implicara que saliéramos. Aunque tampoco iba a dejarle pagar en esa segunda quedada.

Laia [3:35 PM]:

Estaré allí en veinte minutos.

Harald [3:35 PM]:

Me estoy duchando.

Intentaré darme prisa.

Laia [3:36 PM]:

...

Vaya momento más oportuno para ducharse.

Harald [3:36 PM]:

😶‍🌫️😏

Pensaba que tenía una hora más para verte.

Pero has decidido presentarte en mi casa en veinte minutos.

Laia[3:37 PM]:

Perdón.

Esperaré una hora entonces.

Harald [3:38 PM]:

No.

Ven ya.

Me duché a toda prisa, algo raro en mí, y en apenas quince minutos estaba completamente vestido, perfumado y preparado para irme. Salí de casa para esperarla en la calle.

 Laia llegó envuelta en un abrigo marrón que le llegaba hasta la cadera, y que dejaba adivinar la falda de un vestido negro que cubría la mitad de sus muslos. Tenía las piernas cubiertas por unas medias del mismo color que dejaban entrever su piel y se había puesto unas botas negras también, con cordones hasta casi la mitad de su espinilla.

Nunca la había visto con pantalones.

Me dedicó una sonrisa cuando me vio.

Tuve que aclararme la garganta para saludarla.

Me puse las manos en los bolsillos, en un intento de mantenerlas quietas y me di cuenta de que tan solo llevaba las llaves.

Joder.

—Me he olvidado el móvil arriba, eh... voy a buscarlo.

—¿Puedo acompañarte? Hace mucho frío y... —apartó la mirada, con timidez—. Necesito ir al baño.

Me reí, más por mi nerviosismo que por su confesión.

—¿Por eso querías venir tan pronto?

—Puede ser. —Se mordió el labio ante mi evidente diversión—. No te rías, llevo dos horas caminando y es muy difícil encontrar un baño público decente a veces.

Nos quitamos los zapatos al entrar en casa de Lenn y los dejamos junto al zapatero. En casa de mamá no solíamos quitarnos los zapatos, es decir, no era algo obligatorio a hacer nada más entrar, pero desde que empecé a estudiar medicina y hacer prácticas, me di cuenta de lo higiénico que era eso, sobre todo después de la pandemia de 2020.

Le mostré donde estaba el baño a Laia y busqué mi teléfono. No sabía dónde lo había dejado. No estaba ni en el salón, ni en la cocina, ni la habitación de Chris o Lenn. Ellos no estaban en casa, por lo que tampoco pude preguntarles.

—Creo que he encontrado tu teléfono —me dijo Laia, cuando salió del baño. Se había retirado un mechón de cabello detrás de la oreja derecha y me tendía el aparato con cierta diversión—. Estaba en la repisa de las colonias.

Sus cabellos volvieron a caer sobre su rostro. Se los apartó, acomodándolos de nuevo. Esa secuencia me pareció adorable.

—Algún día lo perderé de verdad —dije—, porque lo llevo a todas partes y siempre lo dejo en cualquier sitio.

—A mí también me pasa. Somos esclavos de esa máquina.

—Esclavos. Sí, supongo que sí.

Nuestras miradas conectaron y durante unos instantes contuve el aire. Creo que me perdí en esos rasgos suaves, y me acerqué más de la cuenta, porque retrocedió un poco.

Ella se agachó levemente para tocarse el tobillo. Vi que le sangraba debido a lo que parecía una rozadura.

—Mala idea salir a caminar con zapatos nuevos. Me acabo de lavar en el baño pero... —suspiró—. ¿Tienes una tirita?

—Al aparecer alguien le ha pillado el gusto a que le cure.

—Puedo ponerme una tirita yo sola, señor doctor.

—Pero será más divertido que te la ponga yo.

Ella negó con la cabeza con cierta diversión. Busqué en el botiquín de Lennart y le di a Laia lo que me pedía. Ella se sentó en el sofá para ponerse la tirita en la parte trasera del talón. También se había hecho una pequeña rozadura junto al dedo meñique, por lo que le di otra más.

—Estrenar zapatos es un asco —masculló.

Se levantó y como si estuviera dispuesta a marcharse de nuevo, se dirigió a la entrada.

—Mira la parte positiva, vas a ahorrar dinero esta tarde —le dije.

—¿Qué? —volteó con el ceño ligeramente fruncido.

No me gustaba ese gesto. Era odioso en Nadia, y detestable en Kresten, cuando éramos adolescentes. Un ceño fruncido solía ser presagio de disputa, pero en Laia, tan solo parecía confusión.

Le ofrecí quedarnos en casa de Lenn. Tenía lo suficiente para preparar té o café, y había algunos dulces.

Ella pareció a gusto con mi idea, me acompañó a la cocina mientras yo preparaba una taza de té Earl Grey con un poco de leche para cada uno. Ella no quiso comer nada. Una vez nos hubimos servido, nos sentamos en el sofá, el uno junto al otro. Laia dio un sorbo a su té.

—La primera vez que tomé té negro con leche, creí que era una locura —me confesó.

Arqueé las cejas, sorprendido ante la declaración.

—¿No lo hacéis en España?

—No tenemos cultura de tomar té. En mi país, se toma más café y el tema de los tés y las infusiones es más secundario. No me malinterpretes, mucha gente lo toma y puedes pedirlo con leche si vas a una cafetería. El caso es que no es algo muy habitual. O al menos yo no lo sabía hasta que vine por primera vez a Inglaterra.

»Fue en la residencia de estudiantes donde estuve cuando hice el curso de inglés. Durante el desayuno del segundo o tercer día, si no recuerdo mal. Me serví un té hecho tan solo con agua y una encargada del comedor, se acercó a mí, agarró leche y sin siquiera preguntarme echó en la taza. Me quedé blanca, horrorizada. Supongo que ella estaría tan sorprendida como yo, cada una con su reacción. Me quejé y le pregunté qué demonios estaba haciendo. Y ella me dijo que así no se bebía el té. Me negué e insistió. Al final lo probé. Descubrí que estaba rico... aunque sigo pensando que debería haberme preguntado si quería leche antes de echarla.

Su anécdota me pareció graciosa.

—Si mi abuela siguiera viva, que murió hace unos años, seguramente haría eso. Era muy mayor —dije—. No le gustaba nada el té sin leche. Hay muchas formas de beber té y tomarlo negro tampoco es algo extraño. Supongo que si eras joven, pensó que lo tomarías con leche, o que no sabías lo que estabas haciendo. En realidad, el tema del té es toda una disputa que no se termina nunca.

—Sea como sea, desde ese día siempre le pongo leche —se rio un poco—. A veces, algo que puede parecer extraño puede convertirse en algo imprescindible. ¿No crees?

Lo que parece imprescindible también puede acabar siendo lo contrario. Un amor intenso podía convertirse en algo desconocido, como me había pasado con Nadia.

—Laia, hay algo a lo que le he estado dando vueltas.

—¿El qué?

—¿Qué pasó para que cayeras al río? Sé que me dijiste que no querías suicidarte y que había sido un accidente, pero es raro caerse a un río por accidente de ese modo. ¿Qué pasó?

En realidad lo había estado pensando la noche anterior y de pronto, sentí la necesidad de decírselo.

—Hal, yo... no quiero hablar de eso —contestó—. No es nada de lo que tengas que preocuparte.

—Me preocupa que estuvieras a punto de morir.

Laia dejó su taza de té sobre la mesa frente al sofá y se acomodó en mi dirección.

—No me morí. No pasó nada. Y no tengo intenciones de morirme —habló muy seria, y apoyó la mano derecha en mi brazo. No quería suicidarse, la creía, pero me preocupaba mucho no saber eso otro que estaba escondiendo.

Algo que, evidentemente, la aterrorizaba.

—Mi padre se suicidó, Laia —le confesé—. Es un tema que no me tomo a la ligera y por eso me asusté tanto cuando creí que podrías volver a intentarlo. Sé que no era así y que era yo quien se lo estaba imaginando. Fue por eso. Solo... quiero que lo sepas.

Sus labios se entreabrieron ante mis palabras, y su mirada se ensanchó, antes de transformarse en una mueca afligida.

—Harald, lo siento mucho.

—Tenía ludopatía y bebía mucho. Llegó al punto de arruinarnos. Y bueno... decidió que era mejor quitarse del medio. Mi madre nos crio sola, y sé muy bien lo que es la soledad. La he visto en ella.

Me acarició el brazo, supongo que en un intento de consolarme. Me pregunté si no debía ser yo quien la consolara a ella. Sus caricias subieron hasta mi hombro.

—Tu madre debe ser una mujer muy fuerte. —Sus dedos pasaron a mi nuca.

—Lo es. Sin duda.

—Gracias por contármelo.

Sus caricias cayeron hasta mi cuello y posó la mano en mi hombro. Su contacto se sintió cálido. Ella no sabía qué decir. Sé lo complicado que es responder a algunas declaraciones, sobre todo, cuando se debían a cosas tan personales y fuertes como la que acababa de decirle. Mi padre decidió que quitarse la vida. Era algo que se me quedaba atascado en el estómago si pensaba en ello.

—Lo tengo asumido —aclaré. ¿Desde cuándo estaba su rostro tan cerca del mío?—. No pienso mucho en él. No siempre. Solo quiero hacer las cosas bien, ayudar a los que puedan necesitarlo.

—Tienes un corazón muy noble, Harald. —Mi nombre saliendo de su boca acarició la mía.

Me estaba acercando todavía más a ella. Dijera lo que dijera, y pensara lo que pensara ella: era mi amiga. Por muy raro e incorrecto que sonara.

Nuestras bocas se rozaron con una leve caricia que me hizo cosquillas. Posé las manos en su cintura y ella no rechazó el acercamiento. La aferré con firmeza. No quería que se separara y aunque ella no parecía estar dispuesta a hacerlo, temí. Temí que se me escapara de entre las manos otra vez. Que volviera a decirme que aquello era un error. Que se fuera. Que me dejara con el sabor de sus labios y la tortura de callar a mi lengua que quería encontrarse con la suya.

No entendía lo que me pasaba con esa chica, pero no podía pensar si la tenía tan cerca, si me acariciaba, si me miraba como si fuera capaz de comprender cada pequeña cosa que me pasaba por la cabeza.

—No tienes que besarme —me susurró.

—Me parece que es un buen momento —le susurré de vuelta.

—¿Después de hablarme sobre tu familia?

—Puede. No sé. La verdad es que me apetece muchísimo besarte.

—Vaya motivo.

—¿Lo necesito? ¿Necesitamos un motivo para besarnos, Laia?

—Dímelo. Tú eres el médico. ¿Hay algún motivo por el que sientas que quieres besarme? ¿Algún tipo de enfermedad?

Arqueé una ceja y esbocé una sonrisa más provocativa de lo que pretendía.

—¿Sabes? Hay varios motivos por los que no debería besarte, y solo uno por el que sí. —Acaricié su mentón y su otra mano bajó por mi pecho, acariciándome.

—¿Tan solo uno?

—No puedo dejar de pensar en ti. Quiero besarte.

—Eso son dos motivos. Y diría que ya estás, prácticamente, besándome.

—¿Y me vas a dejar hacerlo?

—No voy a impedirlo.

La besé. Acuné su mejilla con la palma de la mano, sin soltar su cintura. Las caricias de Laia volvieron a mi nuca y pronto, sus dos brazos estaban apoyados en mis hombros cuando profundizamos el beso. Nuestros labios se negaban a separarse. Se negaban a dejar espacio entre ellos para algo más que respirar y quizás, si nos hubiéramos empeñado un poco en ello, hubiéramos aprendido a respirar el uno del otro. Me pregunté por qué demonios había esperado tanto para besarla, mientras me debatía entre parar o dejarme llevar. Entre ella y mi coherencia. Entre lo que se suponía que no debía hacer y lo que había estado anhelando por semanas.

—No me dejas dormir —confesé en la comisura de sus labios—. Voy a volverme loco.

Ella contuvo el aire y me dedicó una mirada brillante. Puede que no contestara, pero ese sonrojo que creció en sus mejillas hablaba de un deseo compartido. Sabía de qué clase de locura hablaba.

—Tú también lo has pensado, ¿o me equivoco? —le pregunté.

—Todas las noches —confesó.

Apoyé mi frente en la suya y acaricié su mejilla derecha con el pulgar.

—¿Y por qué no pediste más? Te lo hubiera dado —dije, sin apenas separarme de sus labios.

—Porque no es adecuado.

—Me da igual. Ya me da igual todo contigo.

—Qué imprudente.

—Sí, creo que soy demasiado imprudente cuando se trata de ti. Hago todo lo que se supone que no debo hacer.

La besé de nuevo y mi lengua, demandante y caliente, se coló en su boca para encontrarse con la suya. Ella atrapó mi labio inferior con los dientes. Sus manos se deshicieron de mi jersey, las mías se colaron bajo su vestido. Su piel era suave y estaba caliente. Me incliné sobre ella, sin despegarme de su boca. Perdí toda mi cordura cuando se arqueó ante el toque de mis manos en sus muslos y abrió las piernas, para que me acomodara entre ellas. Quedó tumbada sobre el sofá. Sus dedos se hundieron en mis cabellos cuando abandoné sus labios para besarle el cuello. Era dulce y suave. Como toda ella; como sus gemidos susurrados y su respiración acelerada.

Quería quitarle ese vestido. Le acaricié los pechos por encima de la tela, y bajé mis besos por su clavícula. El borde de su escote era una tentación, y dejé besos sobre esa zona. Se le escapó un gemido, lleno de erotismo, cuando deslicé la lengua por borde del valle entre sus pechos. Me tomó del mentón, y nuestras miradas conectaron. Me separé un poco, dubitativo, cuando se subió el escote del vestido. Ella rodeó mi cadera con las piernas. No emitió palabra alguna, pero hubiera jurado que pensó: no te vayas. Apoyé las manos a cada lado de su rostro y ella tiró de mí, enredando sus brazos en mi cuello. Volvió a demandar mi boca.

Besarla era como hablar y respirar. Tan natural que supe que si volvía a alejarme, me sería muy difícil olvidarme de ella. Volví mis caricias a su cuerpo, y la recorrí sobre la ropa como si fuera la primera vez que tocaba a una mujer. Casi con duda y quizás, algo de miedo.

Llevó sus dedos, fríos por el ambiente de la calle, al borde de mi camiseta. Me estremecí.

Me subió todavía más la prenda.

Se mordió el labio cuando separé su rostro del mío para quitármela. Eso casi fue doloroso.

Ella me acarició el pecho desnudo con esos dedos que seguían fríos y se incorporó, buscando mi boca con la suya. Tiró de mí, pero no le hubiera hecho falta hacerlo para que volviera a tumbarme entre sus piernas. La empujé con las caderas. Quería que notara como me tenía; lo mucho que la deseaba. Ella respondió a mi embestida con un movimiento de cadera.

Esa mujer iba a acabar conmigo.

—Laia —susurré. Su lengua caliente recorrió mi mandíbula—. Dijiste que no se repetiría, tú... ¿Estás segura...?

—Sí.

Se negó a quitarse el vestido, pero me apretó más fuerte contra ella, enredando sus antebrazos alrededor de mis omóplatos. Un gemido ahogado salió de mi garganta. Nos fundimos en un desastre de cabellos revueltos, besos y caderas que conversaban sobre lo fácil que era bailar entre ellas.

Le di un beso lascivo en el cuello, acompañado de un mordisqueo que sabía a sal y que olía a vainilla, frutas y especias. Otro gemido suave salió de sus labios, y clavó sus dedos en mi espalda desnuda. Sus dedos estaban fríos, y aun así yo estaba ardiendo por ella.

Llevé mis caricias de su nuca y la agarré del cabello, suave, mientras me abría paso por su mandíbula a base de besos. Pronto deslicé mis dedos por su espalda y más abajo, hasta su entrepierna. Estaba tan mojada que lo noté cuando la toque por encima de las bragas y las medias. Joder. Quería verla desnuda arqueándose contra mí.

Busqué el borde de sus medias en su cintura, por debajo de su vestido. Su piel estaba caliente bajo la ropa. Pedí permiso para tocarla de nuevo y susurró un "sí". Sus dedos se clavaron en mi espalda todavía más cuando la acaricié en su punto más sensible. Harald, susurró ante mi toque. Hal, Dios mío, Hal, sí, Hal. Detenerme ya no era una posibilidad. Necesitaba sentirla, hundirme en ella como si fuera mi único refugio.

Entré y salí de ella, primero con un dedo, luego con dos. Laia no dejaba de besarme, de agarrarme de las mejillas y apretarme contra ella. Encontré especial excitación en el modo en el que se sacudía cuando mis dedos se encontraban con su clítoris. Me entretuve. Era imposible no hacerlo cuando ella se movía contra mí buscando su placer. Cuando ese era también mi placer. Me deleité de sus gemidos en lo que me pareció una canción. O dos. O tres.

Hasta que escuché la voz de Chris en la calle, que pegaba un grito y una risotada, y el concierto se vino abajo. La voz de mi hermano siguió a la de mi sobrino, con una advertencia.

—Mierda —mascullé. Aparté mis manos de ella con un quejido frustrado—. Mi hermano está llegando. Se suponía que vendría más tarde.

Laia se sobresaltó y me empujó para sentarse.

—Dios mío, qué vergüenza —susurró, mientras se acomodaba el vestido, las medias y el cabello.

Maldito Lennart.

—Hey, no pasa nada —le susurré y la tomé del mentón para besarla, en un intento de tranquilizarla.

Mi hermano y mi sobrino entraron cuando nuestros rostros todavía estaban peligrosamente cerca y yo yacía sin camiseta.

A Lenn no le importaría.

Las mejillas de Laia se pusieron del color de las fresas cuando se percató de que ya no estábamos solos.

—Ugh, qué asco —Chris rompió el silencio—. Un beso. Ugh. Qué asco, qué asco, qué asco.

Me eché a reír. Lo que iba a ser asqueroso era soportar mi erección esa tarde. Lenn le estaba tapando los ojos a Chris.

—¿Hay alguien desnudo? —preguntó mi hermano.

—¿Te parece que haya alguien desnudo? —le contesté.

Fue Chris quien soltó una carcajada.

—Sí, tú —contestó Lenn.

Me levanté, mostrándome con el pecho al aire. Él le destapó los ojos a su hijo cuando vio que llevaba pantalones. Me puse la camiseta y el jersey.

El niño nos miró confundido. No tanto como Lennart, que clavó su curiosa mirada en Laia.

Ella seguía sentada, con los brazos cruzados. No parecía saber muy bien qué decir. Tenía el rostro sonrojado, los ojos brillantes y los labios hinchados. Madre mía, estaba preciosa. Sus pestañas volaron de Lenn a mí, en un intento de encontrar qué decir o hacer en esa situación. Entreví preocupación y decidí ahorrarle el mal rato. La invité a levantarse. La atención de Lennart volvió a mí y leí en su mirada "¿Es ella?". Asentí.

—Hey, Chris, ella es la chica que te hace galletas —dijo Lennart. El sonrojo de Laia aumentó y eso que parecía muy complicado.

El niño de cabellos rubios se abalanzó sobre Laia, con un enérgico abrazo.

—Muchas gracias —le dijo—. Me gustan mucho.

—¡Chris! ¡No puedes lanzarte así sobre las personas! —exclamó Lennart con sorpresa—. Disculpalo, por favor.

La preocupación de Laia se esfumó, y esbozó una sonrisa. Respondió al abrazo de mi sobrino, agachándose junto a él.

—Me alegro mucho de que te gusten —le dijo—. ¿Quieres que las haga de otro sabor?

El niño negó con la cabeza y se llevó la mano al mentón, pensativo.

—Me gustan mucho las de chocolate. Quiero... Uhm... más galletas, siempre tengo muy pocas.

—¿Más? Pero si... —Laia me echó una mirada acusatoria.

—¡Él también se las come! —señalé a Lennart—. No soy el único culpable.

Chris se cruzó de brazos, indignado e hizo un puchero.

—¿Os coméis mis galletas? —preguntó.

—No me escondo. Lo siento, hijo. Es que están buenas y además no puedes comer mucho azúcar —dijo Lennart.

—¡No es justo! ¡Son para mí! —exclamó Chris. Laia le dijo algo al oído que lo dejó contento.

Carraspeé.

—Bien, creo que nosotros nos vamos, Lenn. Volveré más tarde —le dije a mi hermano, que me dedicó una de esas miradas de "no vas a cortar la conversación ahora, o me la presentas o te mato". Y obviamente, tuvo que hablar para expresar ese pensamiento.

—¿No nos presentas? —dijo, y le tendió la mano a Laia—. Soy Lennart, su hermano mayor, puedes llamarme Lenn. Aunque supongo que ya sabes quien soy, por todo el tema de las galletas. Muchas gracias, a Chris le encantan.

Laia sonrió de una forma tan suave que me contagió la sonrisa. ¿Podía echar a mi hermano de casa y ponerla contra el sofá otra vez?

—Encantada de conocerte, Lenn. Soy Laia y no... no tienes que darme las gracias es... es un placer compartirlas.

—Nunca había visto a mi hermano comer galletas con tanto entusiasmo —informó Lenn—. Creeme, están deliciosas.

Laia me echó una mirada tímida.

—¿Tanto te gustan, Hal?

Un calor me subió por el rostro y por el modo en el que Lennart sonrió divertido, supe que me había sonrojado.

Yo.

Me había puesto colorado.

No recordaba haberme sonrojado en la vida.

—Ya... eh... sí... es que... siempre me ha gustado el chocolate y... bueno... están buenas ya... ya te dije. Será mejor que nos vayamos ya.

Lennart apretó los labios en una risa contenida. Iba a matarlo por eso. Y por interrumpirnos. Laia me sonrió y volvió su atención a Lenn. Se estrecharon las manos y sentí que se me hacía un nudo en el estómago cuando me vi satisfecho ante esa interacción. 

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