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32. ''Definirse es limitarse''


Che, ¿qué te pasó con Harald? —me preguntó Emilia.

—Nada.

—Mirá... yo creo que te gusta.

—No.

—Contame, dale, contame. Vi como te hacía ojitos en la librería.

Se rio, dando un sorbo a su mate y después agarró una de las galletas de chocolate que había preparado. Hacía tan solo cuatro días desde que las hice, por lo que seguían buenas. A ella también le encantaron. Encontré cierta satisfacción en saber que podía hacer algo que la gente disfrutaba. Emilia vino a comer pizza a mi casa esa tarde, y se había quedado dormida en el sofá después del medio día. Eran las seis y todavía no se había marchado. La verdad es que su presencia no me molestaba en absoluto, algo que me sorprendió.

—No es verdad. No me hizo nada de eso —insistí.

—Obvio que no es verdad. Pero casi. Le faltó poco. Dale, contame.

Suspiré y le relaté, con palabras breves, cuál era mi problema de ansiedad y qué había sucedido la tarde que salí a patinar con Harald.

—Me enfadé con él en el hospital. Me hizo hablar de mi manía de tener las uñas y dedos destrozados por la ansiedad. Yo no quería hablar de eso. Es un maldito bocazas. Jenkins me hizo hablar de eso después de que Harald soltara, sin que nadie le preguntara, qué demonios le pasaba a mis uñas.

—Ay, qué tonto. No creo que lo hiciera a malas.

—Ya sé que no lo hizo a mala intención, pero me molestó mucho.

—¿Hablaste con él después de eso?

—No. Solo hablo con él para comentar un libro. No tengo nada más que eso que hablar con él.

—Mi amiga es la reina del hielo, pero toma unas fotos muy buenas.

Volví a negar. La verdad fue que me hizo reír, al menos un poco. A Emilia le encantaba hacerse fotos para sus redes sociales y a mí me encantaba hacer fotos, por lo que habíamos encontrado un nuevo entretenimiento, con el que nos mantuvimos ocupadas el resto de la tarde.

¿Por qué no me lo contaste? —me preguntó Emilia, un rato antes de marcharse.

¿El qué?

Lo que te sucede con la gente. Al principio, pensé que te intimidaba. Luego, me di cuenta de que no. En realidad, no sabía que disfrutabas de mi compañía hasta hoy, cuando me lo has contado. De hecho, creo que fue por eso. Ahora me siento más cómoda.

No sabía muy bien qué decir.

No es el tipo de cosa de la que se hable con quién no conoces, sobre todo si te cuesta hablar —contesté.

Sí, es cierto. Qué tonta. A veces no me entero de nada —suspiró—. Sé lo que es que te aparten y que de pronto, se te olvide como se habla. Me ha pasado, en menor escala. Soy muy intensa, lo sé y la gente se estresa un poco. A veces hablo muy fuerte. En el instituto, Kresten se burlaba de mí por eso. Tanto, que durante un tiempo dejé de hablar. Creo que él ni siquiera se dio cuenta de lo hiriente que era para mí que se quejara de mi forma de hablar. Ahora puede parecer algo tonto, pero... aún le guardo algo de resentimiento por eso.

Por primera vez, vi un atisbo de melancolía en su rostro, algo que, hubiera jurado que Emilia no conocía. Era una tristeza de verdad, no un desánimo que enseguida llenaba de positivismo como en el club.

Me gusta que seas intensa —le contesté—. Si no lo fueras, me sería difícil hablar contigo. Hablar en general, si no tengo nada que decir, si nadie me dice nada interesante a lo que pueda replicar, se me hace muy difícil encontrar una forma de entablar una conversación. En fin, tampoco tiene importancia. —Cambié de tema—. ¿Cómo lo arreglaste? Lo de Kresten.

Le di una patada en los huevos y cuando gritó, le dije que me molestaba su voz. Fue maravilloso —sonrió triunfante.


Me pasé el día siguiente de los nervios por mamá, que no había dejado de enviarme mensajes que no pensaba abrir. Ese pasado oscuro estaba tocando a mi puerta y creí, que si le dejaba entrar volvería a caerme y a perder todo lo que tenía. Volver al miedo.

Mis nervios no disminuyeron cuando llegó la hora de llamar a Harald.

Habíamos quedado a las cinco para comentar el siguiente capítulo y me había contenido, varias veces, de poner una excusa. Mentira, deseaba con horrores hablar con él y volver a reírme a su lado, por muy enfadada que estuviera.

—Hola —contestó a mi llamada con un tono más seco de lo que esperaba.

—Hola, Hal —saludé. Me senté en el sofá y Jemmy se acercó graciosamente a mí—. ¿Cómo estás?

—Bien —contestó—. Sobre el libro. Debo decir que la narración de Wilde a cada capítulo me gusta más.

—Sí, es bueno.

—Sí.

Un incómodo silencio se cernió sobre nosotros. Mi gato se restregó por mi pierna antes de subirse a mi regazo.

—Bueno, sigo —prosiguió, desafiante—. Creo que...

—Hal, ¿qué te pasa?

«¿Ahora iba a molestarse él? ¿Con qué derecho?».

—Laia, nosotros solo hablamos del libro. Estoy bien. Quería decir que en la página...

—¿Estás molesto?

—No —contestó de inmediato—. Sí, en realidad sí. Esto no me gusta.

—¿El qué?

—Hablar del libro. Solo del libro.

—Fue lo que acordamos.

—Eso no implica que me guste que te lo hayas tomado al pie de la letra. Fuimos a patinar después de acordarlo y no te importó.

—Harald... —suspiré—, no debimos salir juntos. Si hay una distancia entre nosotros es por algo.

—No quiero ser tu médico.

—Pues lo eres.

—Pues me parece una mierda.

—¿Y qué propones?

—Como mínimo, podríamos vernos en persona para comentar el maldito libro. Esto de hablar por teléfono como si estuvieras en la otra punta del mundo cuando vivimos a quince minutos caminando me parece una soberana tontería. Y que te enfades porque hable de tus uñas. Eso también me molesta.

—No tenías que hablar de mis uñas.

—Sí, tenía que hablar de eso porque es importante para tu diagnóstico.

—Pues para no querer ser mi médico, te empeñas mucho en parecer que lo eres.

—Eso no es verdad.

—¿Sabes? No te lo conté como mi médico. Te lo conté como Hal, y me molesta que no me dejaras ser yo quien hablara de eso cuando estuviera preparada. No tendrías que haber dicho nada. Te dije que me avergonzaba y me hacía sentir mal. Y aun así, lo soltaste sin más.

—No pensé en eso.

—¿Y en qué mierda pensaste?

—En que odio ver cómo te haces daño de ese modo. Joder, Laia, me importas. ¿Eso lo entiendes?

Quería dejar ya el maldito tema de las uñas, porque ya estaba notando el cosquilleo inicial a comenzar a arrancarme las pieles.

«Me importas».

Lo más raro de ese momento, fue darme cuenta de que él también me importaba a mí.

—Y aun así no tenías derecho a hablar de eso —repliqué.

—¿Quieres que sea tu médico o no quieres que sea tu médico? ¿En qué quedamos?

—Yo no he dicho que quiera ninguna de esas cosas.

—¿Y qué es lo que quieres? ¿Volverme loco? Porque no entiendo nada.

—Las cosas son muy fáciles de entender. Nosotros hablamos de libros y comentamos el libro que estamos tardando tres vidas en leer. ¿Quieres que lo comentemos en persona? ¡Pues vale!

—¿Vale qué?

—¡Que nos veamos en persona!

Jemmy saltó de mi regazo, asustado ante mi exclamación.

—¿En el parque donde nos vimos en diciembre?

—¡Sí! Si eso hace que no te pongas en este plan, pues sí. ¡Nos veremos en el maldito parque!

—Voy para allí.

Colgó antes de que pudiera explicarle que me refería a la próxima vez. Maldición.

No era capaz.

El único motivo por el que fui al parque, fue porque sabía que sí era capaz de presentarse allí.

Veinte minutos más tarde, lo encontré sentado en el mismo banco donde le vi llorar a mediados de diciembre. Llevaba unos tejanos negros y una chaqueta del mismo color, a conjunto con sus gafas, que le daban un toque sensual. Se había peinado los cabellos rubios ligeramente hacia atrás y se adivinaba una pequeña barba de tres días en su rostro.

Me sudaban las manos y el corazón se me iba a salir por la boca. Eso no era bueno. No después de esa extraña discusión por teléfono.

Hal se aclaró la garganta. Ya no parecía molesto.

—Hola —me saludó—. Yo... eh, bueno. Aquí estoy. No sé. Quieres que nos sentemos o... no sé. Sé que te gusta mucho pasear, así que... ¿paseamos?

Me mordí el labio y eché un vistazo al parque. Hacía mucho frío y la idea de quedarme ahí sentada, con las corrientes de aire del río golpeándome en la cara no me apetecían en absoluto. Se quitó las gafas, y murmuró que no se había dado cuenta de que las llevaba.

—Hace... hace mucho frío. Creo que... mejor buscamos algún sitio donde tomar algo porque... hace frío.

Apretó los labios y asintió. Se metió las manos en los bolsillos y dio un paso atrás.

—¿No querías verme hoy, verdad?

—Me refería a otro día, pero ya estamos aquí.

—Ya.

—¿Vamos? —propuse. Él me siguió cuando caminé hacia fuera del parque, en busca de algún lugar en el que refugiarnos.

Caminamos el uno junto al otro, con las manos metidas en los bolsillos y la mirada clavada en el fondo de la calle. Su cuerpo, a pesar de estar a unos centímetros del mío, irradiaba un calor insoportable. El sonido de nuestras pisadas sobre el suelo era lo único que nos mantenía en sintonía.

Hal estaba pensativo. De vez en cuando parecía estar a punto de decir algo, chasqueaba la lengua y respiraba hondo, pero no emitía palabra alguna.

—¿Te apetece entrar ahí? —le pregunté, cuando apareció la primera cafetería en nuestro camino. Necesitaba terminar con ese silencioso paseo.

—Si tienen algo más aparte de ese asqueroso bubble tea que anuncian en grande, sí —contestó.

—¿No te gusta el bubble tea?

—Lo odio. —En su rostro se dibujó una mueca de repugnancia.

Nos acercamos a la vitrina del local y vimos que, a aparte de los tés que Hal odiaba, también vendían cafés, tés (normales) e infusiones, además de muchísimos dulces. Era una de esas cafeterías donde debes recoger y pagar lo que vas a tomar en la barra, ya que no tiene servicio de mesa. Harald pidió un té y un muffin de chocolate. Yo opté por un bubble tea de vainilla y un cruasán de almendra. Amaba ese tipo de cruasán.

—Pago yo —dijo Hal.

—No.

—Sí.

—Pagaré lo mío.

—Impídemelo.

—Harald, no sé qué intentas, pero pienso pagar por mi comida.

Antes de que me diera tiempo a rechistar, él alargó su teléfono y pagó al acercarlo al lector contactless. Malditos smartphone y malditas aplicaciones de pago con el móvil. Tenía que ponerme la tarjeta en el móvil de ese modo si quería ser más rápida la próxima vez.

—Muy bien, para el próximo capítulo pagas tú. ¿Contenta?

«Quiero darte un bofetón. Me acabas de adelantar por la derecha de una forma muy rastrera».

—No intentes pagar la próxima vez.

En lugar de molestarse, Harald sonrió, mientras negaba con la cabeza. Agarró la bandeja negra con nuestro pedido.

Nos sentamos junto a la ventana, el uno frente al otro. La tensión se había disipado un poco después de nuestra pequeña disputa sobre quien pagaría por la merienda y Harald ya no parecía tan pensativo, de hecho, habló enseguida:

—¿Por qué te mudaste a Londres?

Esa era una pregunta complicada.

—Fue hace unos meses. Quería cambiar de aires —contesté.

—¿Y no te gustaría volver a tu país?

—¿Por qué lo preguntas?

—Curiosidad. ¿Cómo es estar aquí?

—Cómodo.

—Mi hermano te rebatiría eso.

—¿Tu hermano? ¿Cuál de ellos?

—Mi gemelo. Él vive en Barcelona. Es curioso, tú aquí y él allí, ¿sabes? Se mudó antes de la pandemia. Dice que todo es como un grano en el culo, que la gente es muy simpática, pero que se hablan dos idiomas y eso le es bastante complicado.

—Sí, allí hablamos español y catalán. Nunca lo he visitado como extranjera, así que no tengo ni idea de cómo debe sentirse. Aquí es sencillo desenvolverse, el inglés es un idioma relativamente fácil.

—¿Fácil?

—Sí. Lo más complicado es que hay palabras que se escriben de forma muy distinta a como se pronuncian y algunos acentos son complicados de entender. La gente del norte... ¡Ay, como me cuesta entender lo que dicen a veces! En cuanto al resto... no me parece complicado.

—¿Cómo lo aprendiste?

—En el instituto aprendí lo básico, pero estuve aquí a los dieciocho cuando vine a hacer un curso de inglés y aprendí bastante. Fue cuando conocí a mi ex. Él era británico y no sabía español, así que, no me quedaba otra que hablarle en inglés. Viví aquí dos años con él. Me fui de Inglaterra a los veinte, cuando lo dejamos y estuve viviendo en Barcelona otra vez. Hasta que volví el verano pasado.

—Lo hablas muy bien.

—Gracias.

—Kresten se queja de que el español es muy difícil y que todo tiene un doble sentido, pero no quiere volver. Es bastante contradictorio y siempre lo ve todo desde el punto más negativo posible. Si te soy sincero, Kres siempre ha sido un poco complicado.

—Entonces no se debe parecer mucho a ti. Aparte de lo físico, claro. Tú no eres para nada negativo.

—Me gusta pensar que aunque nos parecemos, somos distintos.

Hal dio un sorbo a su bebida y apoyó el antebrazo sobre la mesa. Estaba ligeramente echado hacia atrás. Me perdí en sus ojos azules que se mantuvieron en los míos antes de posarse en mis labios. ¿Me había manchado de crema de almendras? Me los lamí, en un intento de deshacerme, de cualquier resto de crema de almendras que pudiera tener. Algo se encendió en sus ojos.

No hubiera sido un problema si mis ojos no hubieran tenido el mismo problema cuando se mordió la comisura de la boca. ¿Sabrían sus labios a chocolate o a té? ¿A ambas cosas?

«¿Qué demonios estás pensando? Confidente de lecturas, confidente de lecturas, confidente de lecturas.»

Ni siquiera habíamos hablado del libro.

¿Y si hubiéramos quedado en otro sitio? Tal vez... ¿Por qué estaba pensando en eso? Tampoco era importante. Tampoco es que fuera a hacerlo, ¿no?

La última vez que lo besé no me lo había pensado tanto.

«La última vez estabas demasiado alterada».

Comencé a hablar como vía de escape.

—Lo más complicado de ser un extranjero aquí es... el idioma y algunos choques culturales. No vengo de muy lejos, así que aunque tenemos nuestras diferencias, compartimos cosas de la cultura Europea. Quizás es más fácil para mí que para alguien de un lugar mucho más lejano. A mí me gusta estar aquí.

—¿Por qué?

—Soy invisible del todo. Allí soy... como esa anécdota del pasado que no te gusta recordar.

—Aquí no eres invisible. Yo te veo. Emilia te ve. Y estoy seguro de que si no te encerraras, más gente lo haría. ¿Sabes qué? Tampoco necesitas que te note todo el mundo, con que las personas importantes lo hagan, qué más da el resto.

Asentí y me pasé los siguientes segundos repitiendo lo último que había dicho.

—No has contestado mi pregunta —dijo.

—¿Qué pregunta?

—¿No te gustaría volver?

—No.

—Qué interesante. Muchísimo.

Me acomodé en la silla, y moví las manos de mi regazo a la mesa. Fue un error. O no. Un millón de cosquillas crecieron en mi estómago cuando rocé su rodilla con la mía.

—¡Perdón! —aquello fue algo extraño, entre una exclamación y un susurro.

Hal se incorporó y posó su mano sobre la mía, que descansaba en la mesa.

—No pasa nada —dijo y enseguida se apartó, como si también estuviera sorprendido por haberse atrevido a acortar distancias—. Sobre lo que decía. Yo no tengo muy claro lo que es casa. Es un concepto cambiante. Mi casa era una hace unos meses, ahora no lo es. De pequeño era un lugar, ahora, tampoco sé cuál es. Lo estoy buscando. Y en el proceso, creo que mi hogar está donde está lo que me importa o lo que soy en cada momento de mi vida.

—¿Y qué eres?

—Un hombre perdido. Perdidísimo.

—¿A qué te refieres? ¿Dónde?

—Emocionalmente quizás. En cuanto a planes de futuro también. Últimamente vivo al día y creo que eso hace que me sienta más perdido aún aunque ahora...

—¿Ahora?

Suspiró y volvió a recostarse.

—No lo sé. Creo que tan solo estoy confundido con todo.

Asentí en medio de nuestra confidencia. El silencio volvió a nosotros, hasta que comentamos el siguiente capítulo del libro:

—Sobre aquella teoría de la que hablaste: tienes razón —dije—. Dorian mató a Sibyl, aunque solo sea una teoría, me parece creíble. Si no, ¿por qué se encierra así de golpe? ¿Por qué le pregunta Lord Henry si alguien le vio salir de su camerino?

—De hecho lo admite, pero luego lo niega. Dice "Yo he asesinado a Sibyl Vane, la he asesinado del mismo modo que si le hubiera cortado su lindo cuello".

—Nunca sabremos si la mató de verdad.

—Para mí lo hizo, a fin de cuentas, el libro es tanto del autor como del lector. El autor puede explicarte una historia, pero la interpretación y la imaginación que le das tú al libro, también es verdadera. También forma parte de la realidad de la ficción.

—Lord Henry es un misógino —aporté—. A veces me dan ganas de aporrear el libro.

—Lo es, es cierto. De hecho, dicen que Lord Henry es la tentación, la figura malvada que arrastra a Dorian. Al final es quien le seduce para que se agarre con uñas y dientes a su juventud.

—Sí, es cierto.

Sin la seducción de Lord Henry la historia de Dorian Gray no hubiese sido la misma. Busqué en mis recuerdos algún punto de inflexión en la historia, algo que me dijera, "aquí, fue aquí donde Harry consiguió que Dorian cediera". Me di cuenta de que había sido gradual, sencillo, casi no le había hecho falta esforzarse. ¿Y si esa semilla de maldad había estado siempre en él? ¿Y si la hoguera ya estaba preparada? ¿Y si lo único que hizo Harry fue enseñarle como encender el fuego?

¿Por qué me sentía como si estuviera hablando de mí misma?

—Hay una cita que me gusta del libro —comentó Hal, ante mi silencio—. "¿Qué eres? Definirse es limitarse". ¿No te resulta curioso? Las personas necesitamos definirnos para saber quienes somos, incluso qué somos, pero es esa necesidad de enmarcarnos, como si fuéramos un cuadro, lo que nos impide, al mismo tiempo, descubrir quienes somos en realidad. Llevo días pensando en esto. ¿Tú qué opinas?

—En que es imposible definir de forma definitiva algo tan cambiante como una persona.

Divagamos sobre ese concepto durante el resto de nuestra quedada, y cuando nos despedimos y cada uno se fue por su lado, me pregunté qué hubiera pasado si en vez de conocerle en el hospital, lo hubiera conocido en el parque. Las cosas, tal vez, serían muy distintas. Aunque seguramente, no lo hubiera vuelto a ver nunca más. 

¡¡Hola!!

Estoy muy contenta porque la novela ha alcanzado los 500 votos. Cuando empecé a subirla pensé que nadie la leería porque llevaba años desaparecida de la plataforma y no sabía si esto podía encajar. Así que, estoy muy feliz de que Hal y Laia os estén gustando.💜

Mil millones de gracias🥹😍

Noëlle 


Nota informativa: En El Retrato de Dorian Gray se refieren a Lord Henry como Harry en muchas ocasiones. Eso se debe a que, aunque Harry es un nombre común y mucha gente se llama solo así, también es en realidad un hipocorístico (diminutivo) de Henry. Es por eso que, en ese libro se usa "Harry" como apodo.  

Como dato curioso, en el caso de Laia pasa exactamente lo mismo. Laia es un diminutivo de Eulàlia (sí, la tilde está bien puesta porque es un nombre catalán y ese idioma usa dos tipos de tildes). Laia se llama Laia a secas, porque a días de hoy, el diminutivo se ha desvinculado del nombre original. Y porque Eulàlia no me gusta nada. 😂


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