31. Límites
Cuando acabé mi turno en el hospital esa tarde, Lennart me esperaba fuera con Chris, ya que íbamos a visitar el estudio que me gustaba.
El estudio estaba cerca de Garrat park, otro de los infinitos parques que tenía Londres, a unos quince minutos caminando del hospital. Era de obra nueva, a estrenar. El edificio contaba con tres apartamentos más. A pesar de que estaba interesado en el estudio de la primera planta, la agente inmobiliaria, una mujer de mediana edad, cabellos rizados y pelirrojos y sonrisa comercial, se empeñó en que viera todas las posibilidades que podía ofrecerme. No me convencieron las numerosas habitaciones de los otros apartamentos. Me gustaba el loft. Era amplio, de dos plantas que no estaban separadas por paredes, es decir, en el salón había una escalera que dirigía a un dormitorio abierto, casi abalconado. Desde la habitación, desde el que se veía la mitad de la planta inferior, lo que incluía la cocina americana, con una gran barra que la separaba del salón.
Era perfecto para mí. No necesitaba más habitaciones y me gustaba estar en un único espacio diáfano, con un gran ventanal que iluminaba las dos plantas.
Alquilaría ese.
Abbie, la agente inmobiliaria, me informó de que podría tenerlo listo para entrar el primer día de marzo, e insistió en que podíamos ir a discutir las cláusulas del contrato en ese mismo momento. Lennart me ayudó a revisarlo, y firmé el alquiler por un año. Si todo iba bien, lo renovaría para el año siguiente, o quizás, podría incluso comprar el apartamento, pues tenía esa opción.
Por la noche, cuando Lennart y Chris se acostaron y me quedé solo en el salón, llamé a Laia para comentar El Retrato de Dorian Gray. La conversación fue mucho más corta y escueta de lo que me hubiera gustado.
—No me gusta este capítulo. Lo odio —dijo Laia—. Odio la muerte de Sibyl Vane. Odio a Dorian Gray. Odio la idea que se hace ella, como si pudiera idealizarla y enamorarse de algo ficticio y luego tirar a la basura quien ella es en realidad. El amor. Creo que es así. Este capítulo es incómodo. No me gusta.
—A mí me gusta. Es cierto que, Dorian se enamora de algo que tan solo es producto de la imaginación, pero... creo que es aquí cuando empezamos a ver como su alma se está corrompiendo. Deja de vivir en la realidad y ni siquiera puede afrontarla. Cuando se da cuenta de lo corriente y humana que es su prometida, la aborrece.
—Así es el amor. Un engaño que te haces a ti mismo y que luego se cae por su propio peso. Es una decepción.
Es posible que tuviera razón. El amor había sido para mí como una droga, un chute de adrenalina potente y adictivo, que me dejó ansioso y vacío cuando se terminó. En mi familia el amor nos dejó huérfanos de padre, pero, ¿no sería eso demasiado negativo? El amor no era una emoción positiva en sí, podía ser muchas cosas y dentro de ese espectro cabía lo bueno y lo malo.
—En mi vida el amor terminó siendo una decepción, pero eso no quiere decir que lo fuera siempre. Aunque la sensación inicial de estar enamorado no sea amor profundo, es algo tan intenso que se vuelve adictivo. Por eso Dorian rechaza a Sybil. Cuando la fase del enamoramiento fugaz y pasión la ha pasado, muchas veces no queda nada o lo que queda es algo seco y vacío.
—¿Quieres decir que vale la pena pasar por todo el sufrimiento solo por sentirse enamorado unos meses? A mí no me valió la pena el dolor que pasé con Blake, por mucho que lo amé. No me valió la pena ni un segundo.
—A veces pienso que no me valió la pena con Nadia, pero creo que sí —no dijo nada, así que proseguí—. La próxima vez que me enamore, no pienso cometer los mismos errores.
Ella contestó de inmediato, como si tuviera que hacer rebotar mi declaración.
—Yo no pienso volver a enamorarme. Nunca más.
—Te diré lo mismo que le digo a mi hermano: todos caemos tarde o temprano.
—Yo no soy tan estúpida como para caer dos veces.
Sus palabras hicieron un corte en el aire, y casi, me dejó mudo. El resto de la conversación fue escueta y corta. Apenas comentamos más del libro y cuando intenté conversar sobre los temas de los que solíamos hablar o interesarme por ella, tan solo obtuve negación.
—Laia, ¿te gustaría que la próxima vez nos viéramos en persona para comentar el libro? Esto de llamar es un poco frívolo.
—Hal, nosotros solo hablamos de libros. Es mejor que no salgamos juntos. Es lo que acordamos.
Suspiré.
—Hablamos para el próximo —añadió.
Me colgó, eliminando cualquier posibilidad de réplica por mi parte.
Recogí un enorme paquete de galletas en recepción, que llevaba una etiqueta: "Para Chris Kaas, (Harald, no te comas todas las galletas)".
La afición de Laia a hacer galletas me encantaba, sorprendía y desconcertaba a partes iguales. Estaban deliciosas, de hecho, Oliver las hubiera adorado, pero, ¿por qué hacía tantas? No iba a ser yo quien se quejara de comer galletas cada semana, porque ese pequeño detalle se había convertido ya en parte de mi rutina, pero durante un rato, pensé que podría preguntarle.
Le envié un mensaje agradeciéndole por las galletas, y empecé mi jornada. Ese día estuve en consulta con Jenkins hasta bien entrada la tarde. Dos citas se nos complicaron y tuvimos que alargarlo. Una de las cosas que me gustaba de trabajar con él era que podía aprender mucho en consulta, pero estaba deseando que me cambiaran a planta. Es decir, las consultas externas estaban bien, pero quería aprender de los casos de pacientes ingresados y no solo de lo que veía en urgencias.
No me di cuenta de que Laia había contestado con un "de nada" a mi mensaje, hasta las diez de la noche, cuando me tumbé en el sofá después de ducharme y Lennart murmuraba nervioso en el salón frente al ordenador portátil. Chris llevaba tres horas dormido.
—Maldito hijo de puta —masculló Lenn.
—Guau. ¿Qué te pasa? No te oía hablar así desde que nació Chris.
—Insulto mentalmente. Muchísimo. Nunca delante de mi hijo. A menos que alguien me saque de quicio, como tú el otro día con el arroz —lo escuché teclear muy rápido, acelerado. Algo importante estaba pasando—. Ese maldito hijo de puta me está intentando encontrar una brecha y no lo va a conseguir. Es que menudo imbécil el que ha tocado la configuración. Mira que les tengo dicho que no toquen nada. Lo saben. Todos estos inútiles lo saben y ahora tengo un puto hacker intentando romperme el sistema.
—¿Te ayudo en algo, Hacker?
—No puedes ayudarme, Hal. —Lenn se llevó las manos a la frente y apoyó los brazos en la mesa, totalmente exasperado. Mi hermano era ingeniero en ciberseguridad—. Asumido. Hoy no voy a dormir. Voy a cortar el acceso a los servidores y después intentaré... mierda, me llaman los de dirección. Q ué bien van a dormir en sus putas camas mientras yo intento arreglar la liada del imbécil del CEO.
Lennart agarró el portátil y se encerró en su despacho. Me dormí mucho antes de que él terminara de trabajar y cuando desperté a las ocho de la mañana, lo encontré durmiendo frente a ese ordenador con seis pantallas que tenía en el despacho. Se había quedado dormido hacía una hora, en cuanto terminó de arreglar la "cagada" que no me había explicado. Me ofrecí a llevar a Chris al colegio, pues el horario de ese día me lo permitía. Mi hermano se arrastró hasta su habitación y cayó redondo en la cama. En cuanto a mi sobrino, se empeñó en desayunar leche y galletas de chocolate de Laia y se manchó todo el uniforme escolar, motivo por el que estuvimos a punto de llegar tarde.
Vi a Laia en la consulta del hospital. Esa sesión era un simple chequeo para ver cómo iba evolucionando con la medicación y Jenkins intentó profundizar en el motivo por el que se había caído al río. Ella tan solo admitió haber tenido ansiedad y sentirse nerviosa.
No mencionó nada sobre ese episodio de ansiedad que dijo que había tenido, a pesar de que Jenkins insistió en saber si, desde que tomaba las pastillas, había continuado teniendo ataques de ansiedad.
Silencio.
Laia miraba fijamente a la mesa, en completo silencio, mientras negaba con la cabeza.
—¿Qué ha pasado en tus uñas? —le pregunté, pues Jenkins no parecía haberse fijado. No tenía tantas heridas, pero en su índice derecho todavía faltaba gran parte de la uña.
Laia intentó esconder una mirada desafiante, casi acusatoria. Conmigo no lo consiguió. No sé si Jenkins lo notó.
—Nada. Lo de siempre. —respondió, cruzándose de brazos.
—¿Lo de siempre? —preguntó Jenkins.
—A veces me las muerdo, pero no es nada. Solo un poco.
Ni en broma era eso.
—Se arranca las pieles de las uñas hasta sangrar —dije yo—. Está en el primer informe que hice de urgencias.
Jenkins le pidió a Laia que le mostrara las manos. Ella lo hizo, sin perder oportunidad de intentar asesinarme con aquellos ojos tan bonitos que tenía, mientras él tenía toda su atención en sus dedos. Leí la palabra "bocazas" de sus labios rosados. Le sonreí, aunque más tarde tendría que enfrentarme a su enfado. No era la primera vez que se enfadaba conmigo, podría gestionar sus gritos en otro momento. Lo importante era que Jenkins decidiera qué hacer con eso.
—¿Lo haces muy seguido? —le preguntó Jenkins.
—No.
—¿Qué pasó cuando te hiciste esto?
Laia tomó aire y pestañeó varias veces. Echó la mirada hacia la ventana y pareció estar teniendo un debate interno. Finalmente, volvió su atención a Jenkins.
—No quiero hablar con el doctor Kaas aquí —dijo.
—¿Qué? —pregunté, sorprendido.
La muchacha me echó una mirada rápida y desafiante.
«Venga ya».
—Kaas, vete —me ordenó Jenkins, que ni siquiera se dignó a preguntar el porqué de esa declaración.
Salí de la consulta con mi réplica contraída entre los dientes. No tenía mucho que hacer, así que esperé fuera durante lo que se me hizo una eternidad. Estaba claro que se había enfadado, pero, ¿tanto como para echarme? Era increíble.
Cuando Laia salió, pasó por mi lado. La llamé y no se dignó a mirarme, así que repetí su nombre una vez más, por lo bajo.
Siguió caminando. Jenkins no había salido de la consulta, así que insistí:
—¿Por qué me ignoras? ¿Qué mierda ha sido eso?
Se detuvo.
—Confidente de lecturas, Hal. No sobrepases límites.
Quise responderle, pero Jenkins me llamó.
Me hervía la sangre. "Confidente de lecturas". Fue una idea horrible.
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