30. Un club sin miembros
—Hay que pasar a otro plan. Hay que hacer algo más —murmuró Emilia, mientras se pasaba la mano por los cabellos rubios, nerviosa—. La librería no me va a dejar el espacio si esto sigue así.
Ya habían pasado varias semanas desde que empezó el club, y seguíamos solas. Ese jueves de enero, no parecía que nuestra suerte fuera a cambiar. Emilia caminaba de un lado a otro y yo estaba sentada en una de las sillas preparadas para el club. Me dediqué a buscar con la mirada a algún posible interesado, pero no había entrado nadie en la librería en la última media hora.
—Yo no tengo contactos —aclaré, cuando volví la atención a ella—. No conozco a nadie en Londres. Así que... no sé cómo ayudarte.
—No te preocupes, Laia. Bien, Emilia —dijo para sí—. No te estreses. No te preocupes. ¡Ah, mierda! Creo que tendré que poner folletos o mover contactos que tengo. Harald consiguió que vinieras porque te conoció en el hospital, quizás puedo intentar que me dejen anunciarlo ahí.
—Hal me dio el cartel de forma personal no... no lo colgó en ningún sitio.
—¿Lo llamás Hal?
Emilia arrugó la frente y me estudió con sus ojos café, ligeramente entrecerrados.
—Él me dijo que le llamara así, ¿pasa algo?
Las cosas con Emilia eran sencillas. O al menos fluían entre nosotras con una comodidad casi confidente, que en alguna ocasión pensé que se debía al hecho de que parecíamos estar envueltas en un mundo propio entre los Londinenses. En un secreto a voces, ahuecado por el idioma que compartíamos en una ciudad ajena.
La semana anterior habíamos estado repartiendo folletos sobre el club. Fuimos al colegio español, que estaba en Portobello Road, donde nos entretuvimos durante más de una hora, cotilleando escaparates y paradas de antigüedades que no íbamos a comprar.
Emilia quiso terminar aquella jornada en la estación de Victoria, ya que tomaría el tren para ir a buscar algunas cosas a casa de sus padres, al parecer, al día siguiente tenía una fiesta en Londres y debía volver temprano. Emilia parecía tener una agenda ajetreada. Fue bastante divertido correr hasta la estación, gracias a la horrible idea que tuvimos de ir caminando desde Portobello Road hasta Victoria. Según internet, el trayecto caminando era de tan solo una hora y media: tardamos una hora más en llegar.
—Solo lo llama así la gente de su círculo cercano —aclaró Emilia, sacándome de mis recuerdos.
Se me revolvió el estómago. Me había acercado demasiado a ese chico. Había ido a cenar con él. Cada uno pagó lo suyo, pero aun así fue demasiado.
—Supongo que le caigo bien. También leo libros con él.
—¡Hola, chicas! —me sobresalté al escuchar la voz de Harald. Incluso la rubia dio un respingo y susurró "Creo que no escuchó. Olvidé que iban a venir"—. ¿Qué tal va el club?
Hal venía acompañado de uno de los chicos que estaba en fin de año en la cena. El moreno, de cabellos castaños y gesto serio. ¿Era Killian? Me costaba descifrar qué tipo de personalidad tenía, algo que, en mis últimos años de observadora, no me había sucedido. Si bien sus amigos eran libros abiertos, él era como uno cerrado. Una novela de narrativa que no sabes si va a trascender hacia un mundo de metamorfosis o hacia el misterio de un asesinato a puerta cerrada.
A su lado, Kat que me miraba con cara de pocos amigos y gesto compungido. Si no hubiera sido porque sabía que yo no le gustaba y que, mi ansiedad me impedía tener las conversaciones que quería, le hubiera preguntado dónde había aprendido a maquillarse tan bien. Las sombras ahumadas en tonos cálidos de sus pestañas se fundían con su rostro, dándole un aspecto misterioso, casi místico. También es cierto, que fue más sencillo fijarme en su maquillaje que en la barba de tres días de Harald, pues eso sí que me hubiera hecho parecer idiota. ¿Por qué no solía dejarse ese aspecto más a menudo?
¿Hubiera sido raro que le dijera que le sentaba bien?
—¡Venimos a apoyar! —dijo el moreno.
—¡Kat! ¡Killian! ¡Harald! —exclamó Emilia—. Hoy tampoco vino nadie.
«Vine yo».
—Vino Laia —dijo Hal, a quien todavía no me había atrevido a saludar. Todo el asunto de mis uñas me daba muchísima vergüenza. Apreté los puños—. No digas que no vino nadie.
Hacía casi una semana desde que fuimos a patinar. La última llamada no la habíamos hecho, ayer me encontraba demasiado mal como para conversar. Y mentiría si dijera que no se debía a los innumerables mensajes que me enviaba mi madre.
Tenía que bloquearla, pero no era capaz de hacerlo.
Eché un vistazo a mi móvil.
4 mensajes de mamá.
Borré la notificación.
—Ella no cuenta —respondió Emilia—. Ya es parte de mi equipo. Directora número dos del club.
—¿Qué? ¿Desde cuándo? —Supongo que mi expresión de sorpresa y mi tono fueron graciosos, porque todos rieron.
—Te nombré en mi cabeza y olvidé decírtelo.
«Directora de un club de lectura al que no va nadie. Parece hecho a mi medida».
—¿Cuántas directoras necesita un club sin miembros? —bromeó Killian.
—Qué gracioso eres, Killian. Casi haces que eche de menos al imbécil de Kresten.
Harald se rio.
—Mi pobre hermano gemelo, siempre recibiendo insultos tuyos aun cuando no está —dijo y se sentó a mi lado—. Ey, hola, Laia.
No sabía que Kresten era su hermano gemelo.
—Hola —susurré.
Killian y Kat también me saludaron. Esta última apenas dijo un hola escueto e incómodo, al que intenté contestar de la mejor manera posible. Sin que la voz se me quedara atascada en la garganta.
Emilia pareció sorprendida por el hecho de que nos conociéramos, pero no comentó nada.
—Uhm... a ver, ¿qué puedo hacer para que venga más gente al club? —comenzó Emilia en inglés.
—¿Y si tratas de colaborar con alguna editorial? —propuso Killian.
—Trabajo en una. No funcionará —aclaró ella—. Quiero libertad de lectura. No tener a una empresa presionando por detrás para obtener ventas.
—Dame folletos, Emilia —dijo Hal—. Killian y yo podemos repartirlos por el hospital. No sé si nos dejaran colgarlos, pero como mínimo podemos repartirlos entre compañeros.
Emilia hizo un puchero emocionado.
—¿Haríais eso por nosotras?
—No me ofrecería si no fuera a hacerlo —respondió él.
Emilia dio saltitos de felicidad.
—Yo seguiré probando con las redes —dijo Emilia, que se dirigió a mí en español—. Y Laia, ¿seguro que no tenés a nadie que le pueda interesar? ¿Ningún amigo que le guste leer en español?
—Yo no tengo amigos, soy una puta asocial, ¿recuerdas? —contesté.
—¡¿Y yo qué soy?! —contestó ella, haciéndose la ofendida—. ¡Me ofendés, Laia! ¡Me ofendés! Ahora me debes una cena de pizza para compensar mi dolor.
—Yo soy tu amigo —dijo Harald.
No sabía que Hal entendía el español, aunque eso no fue lo que más me sorprendió, sino lo directa y decidida que sonó su declaración. De pronto, volvía a tener seis años y me gustaba que alguien dijera en voz alta que yo era su amiga. Me sentí parte de algo, de la vida de alguien: parte de Hal, parte de Emilia, aunque fuera en un rincón pequeñito. Ellos también comenzaban a tener un lugar dentro de mí, aunque el de Harald me asustaba mucho más que Emilia. Ella se sentía como volver a casa en verano. Él como algo demasiado nuevo para comprender.
—Vale, pues tengo dos amigos. Los dos presentes. No sé a quién invitar al club —aclaré. Me sorprendió lo rápido que respondí. Tal vez, se debió a que tanto Emilia como Hal ya eran más que conocidos y a que me negaba a mirar a Kat y Killian, como si fingir que eran voces y que no estaban presentes fuera a ayudarme con mi ansiedad.
—¿Desde cuándo entiendes español, Harald? —preguntó Emilia.
—No entiendo mucho. No amigo. Esa me la sé, mínimo. Y puta. No entiendo a qué ha venido, pero lo ha dicho —se dirigió a mí—. ¿Por qué has dicho puta?
No pude evitar reírme. Emilia también lo hizo y tuve que explicarle a Harald, toda sonrojada de vergüenza, que tan solo era una forma de hablar y que a la única persona que había insultado era a mí misma. Cosa que le hizo fruncir el ceño y decir: no deberías insultarte a ti misma.
Decidimos salir de la librería y tomar algo en la cafetería. Emilia, Killian y Hal salieron primero, y Kat se atrasó junto a mí, ya que ambas compramos un libro. Ella se llevó una novela en alemán.
La pelirroja se puso a mi lado cuando terminó de pagar. Salir corriendo me pareció una idea horrible, aunque fuera mi primer instinto. Kat tomó una sonora bocanada de aire.
—Laia, ¿podemos hablar? —me dijo. Asentí. Comenzaron a sudarme las manos. Un peso se instaló en mi pecho—. Siento mucho lo que dije en la cena sobre ti. Sé que me escuchaste y creo que estuvo mal. No tengo nada en tu contra. Me sentí rechazada por la forma en la que me hablaste y no actué de la mejor manera. Lo siento.
Ella esperó por una respuesta y para mi sorpresa, se la di.
—Me cuesta hablar con la gente que no conozco y me da mucha ansiedad estar en grupos de personas. No pretendía molestarte o hacerte sentir mal con mis contestaciones. Yo también lo lamento.
El peso en mi pecho se esfumó cuando Kat me dedicó una sonrisa.
—¿Paz?
Asentí. Al parecer no seríamos amigas, pero como mínimo, podríamos soportarnos.
—Por cierto, sigo obsesionada con ese vestido rojo que llevabas. A propósito, ¿dónde lo compraste?
—En Barcelona. Lo tienes un poco lejos.
—Tengo un contacto —hizo un gesto cómplice, ladeando el rostro.
Nos dirigimos a la salida del establecimiento mientras le daba la dirección de la tienda. Hal pareció darse cuenta de que nos habíamos atrasado. Se acercó a nosotras y Kat se adelantó, dejándonos a solas. Hal me miró, algo cohibido durante unos instantes y se aclaró la garganta.
Todavía podía sentir el tacto de sus dedos curando los míos en un callejón perdido del centro de Londres. Su respiración chocando contra mi piel y mi corazón repiqueteando como una taladradora en mi pecho.
Me había curado.
—¿Cómo estás? —me preguntó—. ¿Te sientes mejor?
Asentí.
«Estaría mejor si mi madre no hubiera vuelto a mi vida».
—¿Y el trabajo?
—Bien —contesté—. Gracias por preguntar.
Enseguida me arrepentí de decir eso, pues se quedó atónito ante mi tono. No quería sonar tan seca. "Sigue con tu puto silencio, es lo mejor que puedes hacer". Odiaba las palabras de mamá.
—De nada, supongo —me contestó.
Me adelanté cuando sujetó la puerta de la librería para que saliera. No me fijé en el pequeño escalón que había en la salida de la librería y me tropecé. No lo hubiera hecho si no hubiera estado tan nerviosa.
Harald me tomó del brazo en un intento de evitar que me cayera. Pude recuperar la estabilidad gracias a eso. Volteé, y me encontré con su mirada preocupada. Estaba más cerca de mí de lo que me hubiera gustado, pero más lejos de lo que realmente anhelaba que estuviera. Si hubiera hecho caso a mis instintos, las cosas hubieran sido muy distintas esa tarde. Pero estaba intentando obedecer a mi cerebro.
—Laia, ¿estás bien? ¿Te has hecho daño?
—Estoy bien. Gracias.
Mi piel se llenó de cosquilleos allí donde me tocó, quizás, en recuerdo de lo suaves que eran sus caricias. Tuve que forzarme a no contener el aire y echar lejos de mi cabeza ese pensamiento.
Harald me soltó.
—Deberíamos movernos o perderemos al resto —dijo.
—Debo irme ya. —No había pensado en marcharme, pero no podía soportar un minuto más junto a él sin sentir que se me iba a escapar el corazón por la garganta—. Jemmy está solo en casa y tengo mucho trabajo acumulado... es tarde.
La mirada de Hal se fue a mis manos y me pareció ver cierto alivio en su expresión. Estaban mejor. Ya no me dolían ni sangraban, aunque las heridas eran visibles.
—¿Nos llamamos mañana? —me preguntó.
—Sí.
Harald no insistió ni hizo más preguntas. Me fui a esconder, como la cobarde que era y seguiría siendo.
Las pastillas me ayudaban a controlar los ataques, pero no eran todo. Quería dejar de sentir que yo no podía encajar con la gente, porque me moría de ganas de hacerlo. Quería deshacerme de mi ansiedad. Por eso, esa tarde, cuando llegué a casa enjuagando mis estúpidas lágrimas de impotencia, pedí cita en la clínica psicológica que Harald y el doctor Jenkins me habían recomendado. Tal vez sí era posible recibir ayuda.
Por fin Laia llamó a la clinica psicologica, ya era hora, ¿no?
Sé que la novela está yendose un poco por el camino del SlowBurn, aunque es evidente que pasa algo entre ellos. Espero que os esté gustando y no os haga perder la paciencia jajaja.
Mil gracias por leer,
Noëlle
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