26. Un día de lluvia
Conocí a Blake un día de lluvia. Por ese entonces, Londres todavía no se había convertido en otra ciudad gris, triste y muerta en la que me había perdido.
Hacía apenas tres días de mi llegada a la ciudad para cursar un intensivo de inglés. Aina, mi mejor amiga, también se había apuntado. El curso formaba parte de un programa para adolescentes provenientes de familias desestructuradas. Adolescentes tristes, problemáticos y que, a menos que la vida les sonriera un poco, acabarían siendo un desperdicio para la sociedad.
Nos hospedaron en una residencia de estudiantes en el área de Soho, y cada tarde podíamos salir a explorar la ciudad libremente.
Esa tarde tomamos el metro con la intención de ir a Greenwich, pero nos equivocamos de línea y nos perdimos entre los interminables pasillos de las estaciones del Underground de Londres. Fue en este laberinto de túneles, escaleras mecánicas y multitudes ocupadas donde lo encontré a él. Tocaba la guitarra en un área adaptada para músicos callejeros. Tenía una voz rasposa pero dulce, y cantaba como si no hubiera nadie allí; como si aquel pasillo fuera suyo y los transeúntes, almas perdidas en busca de algo de calor. Todo en él me embaucó, desde el repiqueteo rítmico de su pie contra el suelo, hasta el modo en el que sus cabellos pelirrojos, del color del atardecer, se recogían en una coleta en su nuca.
Durante la primera canción no notó mi presencia, pero en la segunda, alzó el rostro y me dedicó una sonrisa. Se la devolví y volvió a centrar su atención en la guitarra. Cerré los ojos y disfruté de su música durante lo que me pareció una eternidad en la que solo estábamos su voz y yo.
Por ese entonces mi inglés no era el mejor, por lo que no comprendí gran parte de la letra, pero no me importó. No necesitaba entenderla porque su voz era la más bonita que había escuchado en toda mi vida.
Aplaudí cuando terminó la quinta canción y él se aclaró la garganta. Me habló tan rápido que no le entendí.
—Yo no... no entiendo mucho —contesté, a lo que él respondió, algo más lento.
Su mirada ambarina brillaba con ilusión.
—¿Te gusta mi música? —me preguntó.
—Yes. —Recuerdo que sentí unas mariposas exageradas en mi estómago y mi rostro hirvió de un segundo al otro porque él sonrió.
—Tocaré el piano mañana por la noche en un pub de Soho, se llama Patrick's Hall. Sería un placer tenerte en el público.
Sonreí, coqueta. Por ese entonces creía que podía tener el mundo en mi mano y dominarlo, así que no titubeé. No iba a hacerlo frente a un chico tan atractivo, que además tenía ese aspecto bohemio que tanto me atraía.
—¿Me das tu número de teléfono? —le pregunté.
Él arqueó las cejas y esbozó una media sonrisa. Me tendió la mano y le di mi teléfono. Él agarró el aparato y escribió su número en mis contactos.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó cuando me devolvió el móvil.
—No debería darle mi nombre a desconocidos.
—¿No me das tu número, chica misteriosa?
Negué con la cabeza.
Siguió con ese gesto coqueto en el rostro y dijo:
—Te esperaré. —Me guiñó un ojo.
Nos fuimos y Aina, que había estado observando, me dio un codazo.
—¡Le gustas!
—Y a mí me gusta él. —Me mordí el labio, mientras leía el nombre con el que había grabado su número: Blake.
Al día siguiente, no fue difícil escabullirse de la residencia, ya que a pesar de que teníamos prohibido salir después de las ocho, la vigilancia era más bien, escasa.
Blake hacía magia con el piano, como un mago experto que no necesita mirar los hechizos antes de conjurarlos. Cuando terminó de tocar se acercó a nosotras y nos invitó a tomar unas cervezas. Éramos menores, pero él no lo sabía. Además, yo cumplía dieciocho en apenas dos semanas.
Quedé a solas con él la siguiente tarde en Hyde Park y dimos vueltas por el parque hasta que me dolieron las piernas. Me besó. Me sentí como la protagonista de una novela romántica, que acaba de conocer a su alma gemela y que, tocada por cupido, había caído en brazos de quien siempre había estado esperando. Dos días. Tardé dos días en besarle y una semana en revolcarme en su cama.
Era una idiota y de verdad pensé que él me quería. Durante ese año y medio de relación creí que él sería mi todo. Hasta que me falló.
La mañana del dos de enero terminé, por fin, la página web del estudio de ballet y empecé a preparar el proyecto que presentaría a la escritora que me había contactado. Era una novelista indie de misterio y vivía en Barcelona. Me pidió mi teléfono para hablar por Whatsapp, ya que lo prefería y me explicó que conoció mis servicios gracias al diseño que hice para una floristería en el centro de Barcelona.
Esa tarde volví a hacer galletas y me pregunté si debía llevarle algunas a Harald. Una locura, ¿verdad? Hui de él en fin de año como si fuera el mayor error que había cometido en años.
Podríamos haber tenido una amistad bonita.
Pero yo no tenía amigos.
El único motivo por el que no cancelé la siguiente sesión fue porque, me gustara o no, quería más de esas pastillas.
Al día siguiente, no tenía nuevos mensajes. Después de preparar presupuestos para algunos nuevos proyectos y pagar facturas, comprendí que lo que fuera que me había distraído durante las últimas tres semanas con Harald, no había sido más que una ilusión; un bonito pasatiempo que se había acabado en el momento correcto.
Me contenté con el leve peso en el pecho y la picazón amarga de un corazón conmovido por el relato corto que habíamos sido.
Era hora de volver al silencio, a mis pasos; a buscar en la ciudad el camino que me había llevado a la perdición años atrás y que se había difuminado en mi rutina desde que el chico de cabellos dorados apareció.
Me puse los zapatos, el abrigo y agarré un paraguas antes de salir de casa. Paseé durante tres horas y apenas llegué a ninguna parte en concreto. Crucé el Támesis, pasé frente al Tate Modern, recorrí el paseo del río hasta Westminster y me desvié en dirección Covent Garden a pesar de que mi destino estaba en el sentido completamente contrario, cruzando Hyde Park.
«Huir, huir, huir. Qué fácil es, ¿pero no ves como te hunde?».
No encontraría a Blake al final del camino; no estaría en esta estación de metro cantando, pero por algún motivo, no era capaz de llegar hasta allí. Quería visitar la pequeña esquina de los túneles de metro donde lo conocí. Necesitaba encontrar el lugar para decir adiós, pisotear el suelo de esa estación y salir, para hacer lo mismo con el lugar en el que le di mi primer beso en Hyde Park.
Ya no tenía fuerzas para enfrentarme a lo que me hacía trizas el corazón, y aun así, sabía que seguiría intentándolo.
🍪🍪🍪
Entré a la consulta en cuanto escuché mi nombre a pesar de que la voz que lo anunció no fue la habitual. Junto al escritorio, me esperaba el doctor que había discutido con Harald la última vez que tuve una visita. Me pidió que me sentara.
Fue un alivio que Harald no estuviera allí, pues no sabía cómo actuar frente a él después de nuestra discusión de fin de año. Hacía casi dos semanas que no lo veía ni hablaba con él. La lectura de El retrato de Dorian Gray había quedado pausada, tendida en el aire del mismo modo que lo que fuera que había entre nosotros.
Con un poco de suerte, saldría de esa consulta sin el pulso acelerado, pues, aunque no me había visto preparada para hablar con alguien que no fuera Hal, en ese momento, hubiera hablado con cualquiera que no fuera él.
Por eso mi corazón dio un traspié cuando el chico rubio entró a la consulta y cerró la puerta tras su paso. Saludó con un simple "buenos días" y permaneció de pie junto al otro doctor, quien supuse que sería su supervisor. Harald estaba guapísimo y eso que una mascarilla que cubría su rostro. Todo mi cuerpo se volvió gelatina y odié que tuviera ese efecto en mí. Me hubiera gustado saber el motivo por el que, sin previo aviso, me encontraba acorralada en una consulta con dos médicos, pero no pregunté. Estaba demasiado ocupada esquivando la mirada examinante de Harald, que se mantenía seria y distante.
La sesión terminó relativamente rápido. El doctor solo quería saber cuál era mi evolución desde que empecé a tomar los antidepresivos. Me citó para unas semanas después y me dio el contacto de una clínica psicológica donde una especialista en ansiedad social podía tratarme.
Salí de la consulta con la cabeza gacha, los brazos cruzados y la mirada fija en el final del pasillo. No me atreví a echar la vista hacia atrás, pero sentí unos ojos en mi nuca durante todo el camino hacia la salida. No sé si fueron los de Hal, o los que, a veces, sentía tener encima.
Me detuve una vez fuera y respiré hondo. ¿Sería tan fácil ignorar a Harald? ¿Pretender que nada pasó?
Harald [10:55 AM]:
Ven a las 5 PM a Wandsworth park. Donde nos encontramos en diciembre.
Tenemos que hablar.
Laia [10:56 AM]:
Todo quedó muy claro, Hal.
—Yo creo que no —dijo a mis espaldas.
No debí haberme detenido en la entrada del hospital. No volteé, pero sentí el calor de su presencia en mi espalda. Tal vez estaba a un palmo, o dos. Se movió hasta quedar junto a mí. Nuestras manos se rozaron en lo que ni siquiera fue un segundo. Tampoco me miró, sino que fingió tener su atención en la calle.
—Hal... no voy a ir al parque —confesé, con la mirada fija en el teléfono, como si así pudiera fingir que no estaba hablándole a él.
No fue porque no quisiera mirarle a los ojos. Me moría por hacerlo. Pero... él era un médico en proceso y yo su paciente. ¿Que pensaría la gente si nos viera o escuchara?
—Me niego a que nuestra última conversación sea una discusión —me contestó—. Yo no dejo las cosas inconclusas.
—Harald, era lo que debía pasar.
—Las sesiones serán con Jenkins —me dijo y me envío un mensaje.
Harald [11:00 AM]:
No tomaré decisiones, no seré tu médico directamente.
Laia [11:00 AM]:
Yo no quiero otro médico.
—Quedar relegado a observar es lo único que puedo hacer —contestó a mi mensaje en un susurro.
Laia [11:01 AM]:
No quiero venir si no estás tú.
No puedo.
Harald [11:01 AM]:
Y yo no puedo ser tu médico.
Temí verle durante esos últimos diez días y esperé a que él me enviara un mensaje, pero no lo había hecho.
—Harald...
—Estaré. Pero...
—Sigue siendo complicado.
—Sí.
Respiré hondo. Él estaría en consulta, me apoyaría, pero no sería mi médico. ¿Eso podía funcionar?
Harald [11:08 AM]:
Extraño nuestras conversaciones
Contuve el aire. Los últimos días habían sido un mar de soledad, amargura y galletas de chocolate. Tan solo salí de casa para pasear y acudir al club de lectura de Emilia, del que todavía éramos las únicas dos participantes. No podía negar que me había aferrado a volver a verle en el hospital, a pesar de intentar convencerme a mí misma de que lo evitaba. Extrañarle había sido un tormento imposible de evitar.
Me atreví a mirarle. Se mordía el labio y tenía la atención fija en nuestra conversación. Se percató de que mis ojos estaban en él, por lo que me devolvió la mirada. Aparté la mía y le escribí. A nuestro alrededor la gente entraba y salía del hospital.
Laia [11:12 AM]:
Nuestra relación no es correcta.
—¿Y no podemos hacer que lo sea? —se atrevió a preguntar en voz alta.
—No lo sé —susurré.
Harald [11:13 AM]:
Nadia ya no es nada para mí.
Sé que no hay nada entre tú y yo. Ni lo habrá.
Pero tienes que saberlo.
Asentí. Permanecimos en silencio durante unos instantes, en los que, él estuvo escribiendo en el chat. Lo vi por el rabillo del ojo y también en la conversación. Ese eterno escribiendo nunca llegó. No me atreví a preguntarle qué era lo que quería decir, tan solo me conformé con la pregunta que hizo al romper el silencio.
—¿Has estado leyendo, Laia?
—No.
—Yo sí leí el próximo capítulo y quiero seguir leyéndolo contigo.
—¿Solo leer?
Harald [11:14 AM]:
¿Quieres que mienta?
¿Quieres que te diga que no te hablaré para nada más que comentar ese libro?
Te dije que me gustaba hablar contigo y era verdad.
Volvió a mirarme a los ojos como si no quisiera que hubiera un ápice de duda en sus palabras.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Porque tú me escuchas.
Eché la cabeza hacia atrás. Yo sentía lo mismo que él. ¿No era raro?
No sabía qué hacer.
Harald habló cuando no obtuvo respuesta:
—Laia..., ¿confidente de lecturas? ¿Te parece mejor opción que amigos?
«Confidente de lecturas». Sonaba bien, lo suficiente para que aceptara hablar con él, aunque la realidad era que tan solo le hubiera hecho falta insistir una única vez más para que cediera.
—Llámame en dos días.
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