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17. Lo que realmente deseo

Aquello fue como volver a aprender lo que era besar. Tocar lo que tanto había estado anhelando. Una mezcla de calor y frío. Excitación y desahogo.

—Laia... ¿qué? —susurró en mis labios.

—Aparte de mi enfado, estoy en mis plenas facultades, por si te lo estás preguntando —le contesté y volví unir mi boca a la suya.

Harald besaba mejor que en mis fantasías y estaba tan enfadada, frustrada y conmovida que cada toque me parecía mucho más intenso que el anterior. Enredó los dedos en mi cabello cuando deslicé mis besos hasta su cuello. El sabor de su piel era mucho más embriagador que el vino. Su camiseta voló, o se la quité. Tal vez fue él, o los dos, al mismo tiempo. No lo sé. Acaricié su pecho desnudo, sin abandonar su cuello. Quería seguir discutiendo con él de ese modo; besarle hasta que me ardieran los labios.

Harald deslizó las manos hasta el borde de mi camiseta, pero no le permití quitarla y seguí moviéndome sobre él. Un cosquilleo subió por mi vientre, intenso, tan suave que me acarició los dedos, cuando hundí las manos en su cabello.

Se desabrochó los pantalones y nuestro vaivén de caderas ya no tenía más que la ropa interior de por medio. Creí que llegaría al orgasmo si él seguía sujetándome contra él con tanto fervor. Un cosquilleo placentero se enredó en mi centro, que empujaba hacia él y a su erección. Estaba duro, hambriento y sus manos se movían locas de mis cabellos a mi cintura, como si no tuviera claro donde deseaba agarrarme: como si nada fuera suficiente.

Se quejó, molesto, en mis labios porque volví a evitar que me quitara el jersey. Llevó sus caricias a mi falda, que subió hasta agarrarme de las nalgas con ambas manos. Me dio un apretón y simuló una fuerte embestida por encima de la tela. Jadeé. Intentó quitarme las bragas, y tampoco le dejé, aunque yo no tardé en deshacerme de su ropa interior.

La tenía gruesa y tuve que reprimirme para no apartar la tela de mis bragas y cabalgarle de una. Quería que durara un poco más. Tenía que ponerle un condón. Tenía que controlarme, tenía que... todo me parecía imposible en ese momento, incluso parar. Así que lo rodeé con la mano derecha y lo acaricié cuan largo era.

Él echó la cabeza hacia atrás, con un jadeo. Su cuello era, exageradamente, erótico, como el más apetitoso de los postres, y yo pensaba comérmelo.

—Laia... por favor —suplicó, ante mi negativa.

—¿Quieres que pare?

—No. No pares, pero, ¿puedo quitarte la...?

Lo distraje con el calor mi lengua en su mandíbula, que subió hasta su boca. Atrapé su labio inferior con los dientes, y seguí acariciando su miembro con la mano. Harald jadeó.

—No.

—Laia...

—Te lo compensaré —susurré.

Y lo hice. Nunca me olvidaré del gemido que se escapó de sus labios cuando me puse de rodillas en el suelo frente a él y me lo metí en la boca.

Oh, fuck —jadeó con incredulidad y cerró los ojos, como si creyera que estaba soñando, como si todo fuera producto de su imaginación.

Era bien real. Y no iba a dejar que se le olvidara. Le acaricié entre los muslos y gimió mi nombre. Sus dedos se enredaron con el cabello de mi nuca, para guiar mis movimientos con firmeza. Harald estaba a punto de perderse, pero no dejé que terminara.

Quería sentirlo dentro de mí. Necesitaba sentirlo. Y no me importó que intentara tumbarme en el sofá para devolverme los besos que le había dado. Enseguida volví a estar sobre él.

—Qué injusto es esto. Estoy en bolas y tú... —murmuró, volví a subirme a horcajadas en su regazo.

Lo callé con un beso mientras rebuscaba en sus pantalones, que estaban tirados a nuestro lado en el sofá.

—¿No traes condones? —le pregunté.

—No venía pensando en esto, precisamente...

Por suerte, yo sí había pensado en eso. No porque hubiera pensado en acostarme con él. Bueno, sí lo había pensado. Muchas veces. Demasiadas. Tenía los ojos demasiado bonitos como para no pensarlo. Me levanté y agarré un condón del cajón de mi habitación.

Cuando volví, Harald tenía los ojos brillantes y los labios hinchados. Un leve rubor cubría su rostro y sus cabellos agitados gritaban sexo.

Guau. No recordaba la última vez que había estado tan mojada.

Le acaricié antes de ponerle el condón. Gimió. Por mí de nuevo.

Me deshice de mi ropa interior, pero no le permití tocarme.

—¿Intentas torturarme por algún...? Oh, fuck, Layah —gruñó cuando me senté sobre él y apoyé las manos en sus hombros, mientras él se hundía en mí.

El placer que me invadió cuando me penetró fue más de lo que había estado imaginando. Incluso mis jadeos y gemidos fueron exagerados. Tal vez por mi frustración, mi enfado y el deseo que corría loco por mis venas.

Le clavé los dedos en los hombros y eché la cabeza hacia atrás cuando sus labios buscaron la piel de mi cuello, en un intento casi desesperado de saciar lo que fuera que había estado conteniendo.

Ahí estaba su frustración y tormento, deshaciéndose en placer, mientras me agarraba de la cintura para guiar mis movimientos. Acompasarnos. Juntarnos. Ser uno en ese desenfreno de excitación contenida.

El calor de su boca se encontró con mi oreja, mi mandíbula, mi mejilla y volvió a mis labios para devorarme con su lengua.

Sus besos.

Me los bebí, a pesar de la terrible resaca que sabría que me dejarían.

Cada golpe de cadera era una descarga que me recorría el cuerpo y en la que mi mente me gritaba más, más, más.

Hacía años que no tenía sexo de ese modo; hacía años que no tenía sexo en absoluto.

—¿Vas a volver a llamarme tímida? —Tiré de su labio inferior con los dientes.

—No, lo juro —contestó de vuelta—. Déjame tocarte, por favor.

—No. —Le sujeté las manos por encima de la cabeza, en el respaldo del sofá.

No hubo respuesta, porque nuestros gemidos impidieron que pudiéramos articular palabra alguna.

Quería que me tocara, lo deseaba con toda mi alma. Pero también sabía que, si le dejaba hacerlo, iba a arrepentirme por mucho tiempo. No quería enamorarme de él; no iba a sentir nada por él. Era solo sexo. Y si le dejaba tocarme, mis sentimientos podían volverse muy complicados.

Nunca pensé que esa tarde acabaría teniendo uno de los mejores orgasmos de los últimos años. Y por la expresión de Hal, estaba tan sorprendido como yo. Tenía los ojos cerrados y respiraba agitado con una sonrisa en el rostro.

—¿Sigues pensando que soy tímida? —le susurré, con la cabeza apoyada en su hombro.

—Un poquito —se rio y me apretó contra él, sus brazos me rodeaban la espalda. Intenté separarme—. No —murmuró—. Quédate... quédate un poco.

Cedí. Si iba a torturarme por eso durante las próximas semanas, quería permitirme sentir durante un rato, al menos, hasta que él se fuera.

Aquello había sido una locura, pero... no me arrepentía. Era la primera vez en años que hacía algo porque quería, en la que no me reprimía o me sentía como un pájaro enjaulado en sus propios pensamientos y miedos.

Un pájaro que volvería a encarcelarse, porque yo era una pieza más de mi propio juego.

Por eso, el sexo con Harald se terminaba ahí. No iba a cruzar más líneas, no podía...

Él todavía era un hombre casado, aunque estuviera tramitando el divorcio. Y, seguramente, todavía pensara en Nadia, ya que me había dicho que todavía la quería. No estaría interesado en una chica triste y solitaria. Quizás...

Me negué a imaginarme que era lo que él estaba pensando.

Y no era fácil decir eso mientras él seguía dentro de mí. Así que moví las caderas para que saliera y permanecí sentada en su regazo.

Él me abrazaba con tanta firmeza que me fue imposible deshacerme de esa postura inadecuada. No porque no pudiera, sino porque, en realidad, no quería. Podía hacer que eso durara un poco más. Si podía sentirme menos sola, aunque fuera por unos minutos. Podía dejar de sentirme incoherente por un rato, porque en ese momento, todo me parecía coherente. Ya no estaba enfadada, de hecho, me sentí algo liberada después de dejar ir todo lo que pensaba.

Harald tenía la barbilla apoyada en mi hombro también y acariciaba mi espalda de arriba a abajo, con suaves círculos que se cerraban en mi nuca.

—Siento haber venido de ese modo, Laia —se disculpó—. No... pretendía que sintieras que me estoy metiendo en tu vida.

—No lo estás. Me... me gusta hablar contigo.

—Qué alivio —contestó.

«Me ha gustado que vinieras y que te preocuparas por mí. Me has hecho sentir menos invisible y eso es raro para mí. No sé cómo lidiarlo. Pero todo lo que he dicho es cierto, me frustras y me alteras, pero también... no sé ni para qué lo pienso si no voy a decirlo en voz alta».

—Iré —susurré.

Lo que me había pasado esa tarde, cuando estallé en llantos sin motivo, no era normal. No quería que se repitiera. No deseaba seguir sintiéndome ese modo.

—¿A dónde? —susurró de vuelta, sin detener sus caricias por encima de mi ropa.

—A terapia.

—¿De verdad? —noté como sonreía en mi oreja.

—Sí, pero con una condición.

—Soy todo oídos.

—Contigo. Solo quiero hablar contigo.

Sus dedos subieron a mi cabello. Empujó mi cabeza con suavidad, para que le mirara.

—Yo no soy ahora el mejor psiquiatra para ti. Acabamos de... bueno, estás literalmente sin bragas encima de mí.

—Me da igual.

No del todo, pero sí. No me veía capaz de hablar con nadie más que no fuera él.

—Dijiste que eras mi espacio seguro, ¿no?

—Sí, pero eso fue antes de esto.

—Creo que tengo una especie de problema con la gente. En general. Hablaré contigo si te va bien. Si no... no sé. No creo que vaya con nadie. No sería capaz. No podría. No puedo. No pienso hablar con un desconocido. Soy así. Supongo.

—Dijiste que eras mi espacio seguro, ¿no?

—Y lo soy, pero no de ese modo.

—Creo que tengo una especie de problema con la gente. En general. Hablaré contigo si te va bien. Si no... no sé. No iré. No sería capaz. No podría. No puedo. No pienso hablar con un desconocido. Colapsaré.

Quise poner distancia, porque aunque sentía que debía protegerme de su rechazo y de la vergüenza que sentía por haber propuesto siquiera aquella estupidez, fui incapaz de moverme cuando él llevó su mano a mi mejilla y me acarició con cariño. Siguió sujetándome la cintura con la otra.

—Laia, no sé si puedo hacer eso.

—¿Por qué?

—No puedo verte como una paciente después de esto. Incluso después de todo lo que te he contado sobre mí. No es algo profesional, no puedo poner distancia. Tú no eres mi paciente, eres mi amiga.

En eso estaba equivocado, porque yo no tenía amigos.

—Yo no puedo con nadie más.

Suspiró.

—¿Y por qué conmigo sí y con otro no?

—Ya me has visto llorar, gritar, y supongo que has visto todo lo malo que puedo sacar. Ya me da igual... ya no puedes tener peor imagen de mí. Y... esas pastillas que me diste me han ayudado a dormir.

«Ya piensas que soy ridícula. Aunque me mires de esa forma tan intensa».

Se lo pensó durante unos agónicos segundos de silencio. Bajó la mano de mi mejilla a mi nuca y finalmente suspiró, rendido.

—Está bien, ven cuando quieras.

—Gracias. —Un calor se posó en mi pecho. Iba a ayudarme.

—Y no tengo una mala imagen de ti —sonrió, coqueto y descubrí que tenía hoyuelos—. Nunca la he tenido. Aunque admito que me has asustado un poco. ¿Te han dicho alguna vez que cuando gritas acojonas?

No pude evitar reírme.

—Tienes una risa muy bonita —añadió—, ¿por qué la escondes?

—No suelo tener motivos para reírme —confesé. 

Entonces él esbozó una sonrisa que podría haber ocultado todas las estrellas que creía ver en sus ojos. Tenía que alejarme de él antes de que... doliera. Estaba siendo demasiado sincera, y era algo que hacía años que no me pasaba. Me sentía extrañamente cómoda y para el colmo había acabado de cometer la contradicción de aceptar ir a terapia con él. Estaba contenta y asustada. Todo al mismo tiempo. Necesitaba ayuda, lo sabía. No quería volver a tener un episodio de ansiedad como el de esa tarde. ¿Podría él ayudarme?

—Tendré que hacer más bromas, entonces —dijo.

—No hace falta —le contesté.

Abrió los labios, sorprendido.

—Oye, eso ha sido muy rudo.

—Perdón.

—Ha vuelto la Laia tímida.

—No soy tímida.

Negó con la cabeza, con una sonrisa divertida dibujada en el rostro. Nos quedamos en silencio. Eché un vistazo a la ventana. La nieve estaba cayendo cada vez con más fuerza y soplaba un viento horrible.

—Deberías quedarte aquí hasta que se calme un poco —le dije.

—Sobreviviré.

—Harald, es peligroso. Han dicho en las noticias que evitemos salir.

Comenzó a vestirse.

—No quiero incomodarte.

—No me molestas.

Al final pude convencerlo para que se quedara, aunque tendría que haber dejado que se marchara. Pedimos pizza y vimos una película de misterio en la que no hubo nada de eso porque tanto Harald como yo adivinamos los giros de la trama mucho antes de que se revelaran. Fue divertido. La nieve no se calmó y aunque supe que él se hubiera ido, se quedó cuando se lo pedí. Nunca había visto nevar de ese modo, y la verdad era que, era la primera vez que veía nevar con tanta violencia.

Él durmió en el sofá. A pesar de que le insistí en que no me importaba compartir la cama, pero la verdad era que dudaba poder mantenerme cuerda si dormía conmigo. Ni siquiera las pastillas me ayudarían.

Así que me retiré a mi habitación, mientras me preguntaba cómo había acabado con el psiquiatra residente que conocí en urgencias durmiendo en ropa interior en mi sofá.


Cuando salí de mi habitación por la mañana ya no caían copos de nieve sobre esa claridad blanca que se colaba a través de la ventana del salón. Harald todavía estaba dormido. Tuve el impulso de volver a la habitación, pero tenía que hacerme el desayuno y empezar a trabajar cuanto antes si quería llegar a tiempo para la entrega de la web. Además, debía empezar el encargo de la escritora. Caminé de puntillas, intentando no hacer ruido para colarme en la cocina. Me fue imposible no mirar a Harald que dormía a pierna suelta, con medio pecho destapado y la rodilla colgando del sofá. Se había pasado un brazo por encima de la cabeza, para evitar que la luz llegara a sus ojos. Qué músculos más sutiles y preciosos.

Suspiré.

Qué mal me hacía mirarlo.

Mi gato tuvo que estropear el momento. De un salto se subió en el pecho de Harald y se acurrucó. Lo que provocó que el chico se moviera, aturdido. Jemmy comenzó a ronronear mientras movía las patitas graciosamente sobre su pecho. Harald echó la cabeza hacia atrás. Sus ojos azules me miraron por debajo de esos cabellos rubios que caían desordenados en su frente.

Pillada.

—Hola —bostezó—. Tu sofá es más cómodo que el de mi hermano. Y tu gato... bueno, parece que se cree que tiene que amasarme como si fuera una pizza.

Me reí. Harald acarició a Jemmy, que puso la cola en alto.

—Le caes bien, eso es bueno. ¿Desayunas?

Todavía aturdido, se pasó la mano por la frente y bostezó. Agarró el gato con delicadeza y lo dejó en el suelo. Se sentó y la manta que había intentado tapar su pecho desnudo quedó arrugada en su cintura.

Creo que contuve el aire durante unos instantes, pero él no lo notó, parecía muy adormilado para darse cuenta.

—Espero que hayas reiniciado el sistema para cuando vuelva —bromeé.

Me regaló una sonrisa somnolienta.

—Me encanta cuando bromeas. Se te da bien.

—Qué va.

Me escurrí hasta la cocina antes de ver su reacción. Esas bromas malas eran muy típicas de mi yo de hace unos años, esa yo que..., ¿cuándo había recordado cómo bromear?

Puse la cafetera en marcha para preparar un par de cafés, pero enseguida me di cuenta de que no le había preguntado qué quería desayunar. Quizás, él mantenía la costumbre del gran desayuno británico que a mí me hacía explotar el estómago. Esa gente comía demasiado por la mañana. Yo con un par de tostadas con mantequilla y un café con leche podía aguantar hasta el almuerzo. Volteé para volver al salón y me di de bruces con él.

—¡Perdón! —se disculpó.

—Iba a preguntarte si... —Las palmas de mis manos estaban apoyadas en su pecho. No se retiró. Su piel estaba caliente—. ¿Qué desayunas?

Me aparté. El chico seguía en ropa interior. Tuve que apartar la mirada para no sonrojarme.

«Anoche perdí los papeles del todo».

—Té y cualquier cosa. O café —contestó—. No suelo tener mucho tiempo para desayunar porque soy un dormilón, así que lo que haya. ¿Qué tienes?

—¿Tostadas? Puedo... puedo preparar lo que desayunáis aquí, aunque...

—Tostadas servirán.

—¿Seguro? Yo sé que aquí tenéis costumbres más...

—No me meto un full english entre pecho y espalda todos los días, Laia —aclaró con diversión—. Creo que nadie lo hace. Es muy pesado.

Asentí. A mí me sorprendía que alguien pudiera despertarse por la mañana y zamparse un plato con huevos fritos, bacon, salchichas tostadas y alubias. Sobre todo las alubias, con esa salsa que ni siquiera sabía qué era. Se me cerraba el estómago solo con pensarlo. Pero él era enorme, así que pensé que comería muchísimo.

—Bien, pues... espera en el salón —le dije.

—No voy a dejar que me sirvas el desayuno. Vengo a ayudarte.

Y me ayudó. Desayunamos juntos y descubrí que la mesa de mi salón no era tan grande como siempre había pensado. Si él estaba frente a mí, se volvía diminuta. No por su tamaño, sino porque ese espacio vacío que solía acompañarme, de repente, ya no era tan inmenso. Conversamos sobre los libros que tenía en la librería del salón, donde se respiraba una tensión incómoda. Él trató de preguntar sobre lo que había sucedido entre nosotros la noche anterior, pero cada uno de sus intentos se vio frustrado por mis interrupciones sobre libros.

El hecho de que no me atreví a pedirle que se vistiera no mejoró mis nervios.

Harald parecía preocupado, y mencionó que no desayunaba con nadie desde hacía días. Supe a qué se refería y por qué hacía esa mención. Nadia. Entendí o eso creí, que lo que pasó la noche anterior se quedaba en un episodio de sexo eventual, y yo estaba más que de acuerdo.

—Tengo que irme. —Hal terminó su café. Había recibido un mensaje hacía unos minutos por el que había estado bastante entretenido—. Mi hermano cree que me ha encontrado un apartamento cerca del suyo. Tengo que dejar de dormir en su sofá si no quiero romperme la espalda.

—¿Vives con él?

—Sí. Estoy buscando otro sitio, pero mientras tanto estoy durmiendo en su casa. Me alterno entre el sofá y la habitación de su hijo. Prefiero el sofá, los juguetes del niño te miran como si te fueran a asesinar.

Escondí una risa.

«¿Por qué demonios te ríes? Pareces tonta».

—Te ibas a reír otra vez —me dijo.

Respiré hondo.

—Deberías irte. Te esperan —respondí.

—¿Vas a estar bien?

—Sí.

—Llámame. —Le miré confundida, y aclaró—: Si vuelves a estar triste, o a llorar. Llámame si no quieres hacerlo sola.

—Estaré bien. No te preocupes.

Asintió y me dio un beso en la frente antes de dirigirse hacia la salida. Ese pequeño gesto me hizo estremecer. ¿Por qué había hecho eso?

Me quedé en el umbral de la puerta mientras él comenzaba a marcharse.

—Harald —lo llamé antes de que estuviera demasiado lejos para escucharme.

Volteó y me miró.

—Prefiero que me llames Hal.

—Bien pues... Hal. —Me gustó como sonaba, se sentía como decir miel—. Puedes irte tranquilo, no... no voy a hacerme ilusiones. No voy a enamorarme de ti. Esto no... no ha sido nada. No debería repetirse.

Asintió, calmado y casi aliviado. O al menos eso me pareció.

—Nos vemos, Laia.

Se fue y no supe hacer más que suspirar. 



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