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16. Pánico


«¿Qué mierda ha sido eso?».

Estaba llorando, estaba más que claro. Pero, ¿por qué? Es decir, todo estaba bien. Llevaba casi tres horas hablando con ella sin ningún tipo de problema. ¿Qué le podía haber pasado?

Caminé hasta el hospital, intentando convencerme de que, quizás, simplemente le habría surgido algo repentino, nada importante. No parecía mal. Se reía, bromeaba, debajo de esa fachada de silencio, si rascabas un poquito, había una chica de lo más normal. Pero me había parecido escucharla, sollozar mientras se despedía. Y había dicho "No". Le había preguntado si estaba bien y había dicho "No", "Sí", "No sé".

No era una buena respuesta.

"Hay una chica en el box 5 por un intento de suicidio. Tienes que hablar con ella."

"Yo no estoy preparado para..."

"Estamos saturados, puedes hacerlo. Ve y me cuentas".

Joder.

¿Y si realmente le pasaba algo y algún pequeño comentario la había hecho colapsar?

¿Y si de verdad había intentado suicidarse aquella tarde en el Támesis?

La volví a llamar. No contestó.

Mis pasos se volvieron mucho más rápidos, hasta convertirse en una marcha. Corrí y el cielo decidió que era momento de nevar de nuevo, entendí que algo le había pasado. Fuera lo que fuera. Insignificante o no. Laia no estaba bien.

—¡Hal! ¿A dónde vas? —me preguntó Kat que me esperaba a mí y al resto de compañeros con los que habíamos quedado, en la entrada del hospital.

—Tengo una emergencia. ¡Un momento! ¡Dame un momento! —exclamé, sin siquiera detenerme.

—¡¿Necesitas ayuda?!

—¡No!

Era mejor que no se enterara de lo que iba a hacer.

Me colé en el área de urgencias.

—Hannah. —Me detuve frente a la enfermera en prácticas del área de psiquiatría que esa noche tenía turno—. Necesito un favor.

Arqueó las cejas rubias y se cruzó de brazos. Hannah era dura de pelar, pero no iba a negarse a ayudarme, tan solo intentaría sonsacar información.

—¿Y eso? ¿De mí? ¿Para qué? —me preguntó la muchacha de cabellos rizados.

—El otro día le receté unas pastillas a una paciente. Necesito entrar en su ficha.

—¿No sabes lo que le recetaste? ¿Te quita el sueño, Kaas?

—No es eso, es que... Necesito mirar una cosa del primer informe de urgencias. El que hice.

—¿Para qué?

—Para una lectura con mi tutor de la universidad. Ya sabes —No sabía por qué mentira tirar, nunca se me había dado bien.

—No deberías necesitarla.

—¿Por favor? —le dediqué una de esas miradas que hacían que Nadia siempre cediera, al menos, años atrás. Ella dio un respingo.

—Vale. Lo miraré, pero no coquetees conmigo por interés. Capullo.

Me reí y alcé los brazos. Hannah había entrado a trabajar en el hospital a la vez que yo, y siempre estaba en psiquiatría o urgencias. Me llevaba bien con ella, quizás por ese carácter descarado que me recordaba a Kresten.

—¿Había que probar?

—No soy idiota, al contrario de lo que piensas. ¿Nombre?

—Laia Baldrich y algo más. Creo que tenía dos apellidos. No recuerdo el otro. La atendí el día 6 de diciembre.

Era extraño pensar en ese día: conocí a Laia y le pedí el divorcio a Nadia. Joder. Gran día.

Hannah tecleó unos segundos con parsimonia. Cada vez me latía el corazón más rápido. ¿No podía darse más prisa?

—Casas. El segundo es Casas. Vaya, es española.

—Déjame ver. —Me colé detrás del escritorio y la empujé en su silla de ruedas de oficina. Le arrebaté el control del ordenador y la muchacha rubia emitió un quejido.

¿Dónde se veía la maldita dirección ahí? Toqueteé un poco, lo que pude hasta que la chica se levantó y me empujó con un "¡Sal de aquí!". Lo justo para poder leer lo que necesitaba.

Lo tenía.

—¿Vosotros qué hacéis? —preguntó alguien del equipo.

—Nada. Me voy —le dije, dispuesto a irme. La que preguntaba era otra enfermera cuya identidad desconocía y no podía importarme menos.

—Me debes un bubble tea —me exigió Hannah—. Durante una semana. Cada día.

—Lo que quieras —le dije antes de salir corriendo de nuevo.

Salí del hospital por la entrada principal y Kat y Killian llamaron mi atención porque no me detuve ante ellos. Les envié un mensaje, como pude: «Me ha surgido algo, no puedo quedar».

Estaba lo suficiente lejos de casa de Laia como para que, si me entretenía, pudiera pasar alguna desgracia. No iría a suicidarse, quizás solo estaba triste, quizás... Mierda. O iba a asegurarme de que estaba bien o no podría pensar en nada hasta que volviera a verla y no sabía cuando iba a ser eso porque ella no pensaba volver a consulta.

La nieve cada vez era más intensa, pero nada que pudiera pararme los pies. Si yo había dicho algo que la hiciera caer, no me lo perdonaría en la vida.

Llegué al apartamento de Laia con el cabello y las pestañas llenas de copos de nieve. Hacía un frío horrible y un viento gélido me sacudió. La tarde era demasiado helada y fría como para que a ella le hubiera pasado algo. No podía ser una premonición. Debía estar bien.

Ella no podía suicidarse. No sabía si tenía motivos y no era asunto mío, pero me importaba, porque ella no podía ser como papá. Era demasiado dulce, debajo de esa fachada silenciosa, para ser como él.

Toqué un par de veces. La llamé. No contestó. Entonces grité su nombre y finalmente la puerta se abrió. Ella apareció al otro lado. Llevaba una falda gris a cuadros y un jersey rojo, sus cabellos castaños estaban recogidos en una coleta y sus ojos azules se habían teñido de rojo. Pequeños mechones salían desordenados alrededor de su rostro. Iba descalza. Habló, extrañada:

—¿Harald?

Me sacudí la nieve del pelo, mientras intentaba controlar mis jadeos exagerados por la carrera que me había metido.

—Joder, estás bien. Menos mal. ¡Qué susto que me has dado!

—Pero... pero... Está nevando mucho. Estas...

—Sí, lo sé.

Se llevó la mano a la boca para esconder lo que parecía un llanto incipiente.

Sí, presentarme en su casa había sido una idea terrible, pero... joder. Es que, vaya manera de cortar una conversación.

—Pero... Harald, ¿qué haces aquí? ¿Cómo? —susurró—. ¿Cómo sabes dónde vivo?

—He hecho algo ilegal. Espero que no me lo tomes en cuenta porque estaba muy preocupado por ti. No me denuncies por acceder a datos confidenciales del hospital, por favor.

—Estoy bien. —Podría saber sonado convincente, si la sonrisa que esbozó no fuera la más triste y contenida que jamás había visto—. No voy a denunciarte por saltarte la Ley de protección de datos. Y no tienes que preocuparte por mí.

—Lo haré de todos modos, deba o no.

—¿No tenías planes? Deberías...

—Ya no tengo planes.

Se echó a llorar y el corazón se me hizo añicos. ¿Por qué lloraba así?

La abracé. No debía abrazarla, no si quería que volviera a la consulta, pero a decir verdad ya había sobrepasado dos límites que no debía al darle mi número de teléfono y presentarme en su casa.

Abrazarla solo era un límite más. Uno sin importancia. No cambiaría nada.

Laia respondió a mi abrazo con las manos temblorosas y hundió su cabeza en mi pecho.

—No estás sola —susurré—. Estás en un sitio seguro conmigo. Lo sabes, ¿no?

Asintió, pero no dijo nada.

Noté como algo me acariciaba la pierna y cuando me asomé a mirar me encontré con los enormes ojos amarillos de un pequeño gato gris.

—Se... se escapará —dijo Laia—. Hay que... entrar.

Cerré la puerta detrás de mí, y me aseguré de que aquel gato no salía de casa. Laia se limpió las lágrimas y me dio la espalda, mientras se adentraba en el salón.

Aquel apartamento estaba perfectamente ordenado. No había una sola cosa fuera de sitio y aun así, algunas irregularidades me causaron curiosidad: no había árbol de Navidad ni ningún tipo de decoración y sobre la mesa del salón, había una botella de vino medio vacía, junto a una copa limpia y una ventana abierta por la que entraba la nieve que se derretía sobre la moqueta. Laia cerró la ventana y corrió la cortina. Me di cuenta de que todas las cortinas estaban corridas, como si pretendiera aislarse del mundo exterior.

La Navidad no pasaba por esa casa.

—¿Has estado bebiendo? —le pregunté.

Ella se encogió de hombros y se secó los ojos.

—Iba a empezar ahora.

—No deberías.

—Ayer fue Navidad. En mi ciudad hoy todavía es fiesta, ¿no debería celebrarlo? —dijo con amargura.

—Estuviste sola, ¿verdad?

—No —respondió sin mirarme—. Salí con mis amigos, ya te lo he dicho.

—Laia, ¿por qué me mientes?

—No es... —su voz se apagó, como si no quisiera continuar.

—Mírame.

No lo hizo. Me acerqué a ella.

—Laia, mírame.

Volvió a evitarlo y la sujeté de la muñeca. Tenía los ojos vidriosos y el rostro ladeado. Se mordió el labio, angustiada.

—Estuviste sola —insistí.

El contacto con sus ojos azules fue tan rápido que podría haber jurado que no me había mirado.

—Sí —confesó al final y se zafó de mi agarre. Cruzó los brazos—. No hay Navidad para mí.

—Hubiera venido a buscarte. Solo tenías que decirme sí.

Negó con la cabeza.

—No iba a ir a tu casa a celebrar la Navidad como si fuera tu pareja. No te conozco. Apenas te he visto tres veces.

—¿Y qué? Ibas a ir como amiga mía. Tan solo estaban mis dos hermanos, mi sobrino y mi madre y no hubieran pensado mal de ti.

—No... no es coherente. Yo no pinto nada en tu casa. Con tu familia... sería molesta.

—¿Mejor pasar la Navidad sola?

En ese momento me miró a los ojos y vi la tristeza que la asolaba: era tan grande que no sabía dónde empezaba o dónde acababa. Era jodidamente azul.

—Laia...

—No quería molestar. —Su respiración era irregular, pero cada vez parecía más calmada.

—No molestas.

—No quería... —suspiró y se mordió el labio, como si estuviera conteniendo sus palabras; como si se fuera a morder con mucha fuerza.

—Deja de hacer eso, te harás daño.

La tomé del mentón, como si así fuera a evitar que siguiera mordiéndose.

—No me toques así. —No solo se apartó, sino que me dio un manotazo en la mano.

Okay, lo merecía.

Me fijé en que se estaba arañando las pieles de las cutículas de las uñas.

—Laia, por favor... para de hacerte daño.

Respiró hondo y se dio la vuelta.

—No quería... —comenzó, pero su voz se desvaneció.

—¿Qué? ¿Qué es lo que no querías?

Se alejó y agarró la botella de vino. Bebió un trago.

—Laia... ¿Qué no querías?

—Sentirme estúpida. No ser bienvenida. Quedarme en blanco y no ser capaz de decir una sola palabra.

—¿Eres tímida? ¿Eso es lo que te da miedo?

—No soy tímida.

—Lo pareces. Y no es malo.

—No soy tímida, Harald. No era tímida.

—A mí me pareces tímida y no pasa nada. ¿Dónde está el problema?

Volvió a dejar la botella sobre la mesa y se acercó a mí.

No —Ese "no" sonó completamente español. Sonó a "no me subestimes"—. No soy tímida.

—Vale. No eres tímida.

Siguió acercándose a mí. No estaba borracha, tan solo había bebido un trago, pero parecía estar muy enfadada con el mundo.

—Yo era distinta —dijo—. Ahora estoy siempre asustada.

—¿De qué?

—De todo. De nada. De mí.

Vaciló, mientras caminaba en mi dirección. Creí que su cuerpo se pegaría al mío pero se alejó.

—¿De ti? —le pregunté.

—Sí. No me reconozco.

Se sentó en el sofá y me senté a su lado.

—¿Por qué dices eso?

—¿Hay algo más patético que colgar una llamada porque no eres capaz de hablar de repente? ¿Llorar tanto? ¿Estar sola en el mundo y no saber cómo salir de ahí?

Algo le había dicho. No estaba seguro de qué.

—He llorado mucho este mes, Laia. Y no pasa nada, he aprendido que está bien dejar salir tus sentimientos. Es necesario.

—Mis sentimientos me ahogan.

—Pues tendrás que aprender a nadar.

Resopló, como si mi consejo hubiera sido horrible. Quizás sí lo era.

—¿Cómo? ¿Cómo voy a nadar si me agarran de los pies y me arrastran hasta las profundidades? No se puede. No es tan fácil.

—Déjame ayudarte.

—Eres demasiado bueno —me dijo—. No te entiendo. No... ¿Quién te ayuda a ti?

Ahí fui yo quien no supo como contestar.

—Harald, al final todos estamos solos. Te preocupas mucho, ¿y quién se preocupa por ti? ¿Das tu corazón y lo rompen?

—Laia... no entiendo a dónde...

—Estás buscando todo el rato mis puntos débiles, tratándome como si estuviera rota y tú tuvieras que arreglarme. ¿Tú? ¿Por qué?

—Laia...

—¡Estoy rota! Sí, tienes razón. ¡Estoy mal de la puta cabeza!

—No lo digas de ese modo...

—¡Sí que lo digo! ¡Estoy hecha un desastre con patas!

—Laia, por favor —mi tono se volvió más serio.

—¡Me siento como si el mundo se me echara encima y solo pudiera pararlo quedándome aquí encerrada! ¡Pero aquí todo es una puta mierda, Harald! ¡Y tú! ¡Tú me...!

—¿Yo qué?

—¡Tú no dejas de hacerme preguntas que no debería hacerme! ¡No dejas de preocuparte por mí y no entiendo por qué! ¡Ni siquiera me conoces!

—Laia, porque me importas.

—¡No! ¡Deja de decir eso, por Dios! Has venido... has venido aquí cuando más... más... —Se levantó, echa una furia y comenzó a ir de un lado a otro.

—Laia... —La seguí.

—Es que... joder, Harald. ¡Joder!

—No estoy entendiendo nada, pero si lo que quieres es gritar pues...

—¡Sí, quiero gritar!

—Grita.

—¡Estoy harta! ¿Por qué estás tan tranquilo? ¡No te entiendo!

—Laia... —intenté controlar las ganas de encararla. Tenía que mantenerme calmado si quería ayudarla.

Quizás apreté los puños más de la cuenta y ella lo vio.

—Estás jodidamente reprimido —me dijo—. Como si tuvieses un parche y al mismo tiempo eres... eres un entrometido. ¡Sí, eso! ¡Un entrometido! ¿Qué mierda haces en mi casa? ¿Estás traumatizado o algo? ¿Sientes que tienes que...?

—No estoy-

Me cortó.

—¡Grita, Harald! ¡Dime que soy una puta loca!

—No voy a...

Respiré hondo.

—¡Grítame!

—No, Laia. No pienso gritarte —dije, lentamente, por encima de sus exclamaciones.

—¡¿Por qué has venido?!

—Estaba...

No me dejaba hablar.

—¿Te preocupo? ¿Te caigo bien? ¿Te intereso como ejercicio clínico? ¿Qué mierda quieres de mí, Harald?

—Yo...

—¡Me frustras! ¡Tanto que quiero gritarte hasta quedarme afónica!

—Laia, creía que ibas a... —volvió a cortarme.

—¿A suicidarme? ¿Sigues con esas? No. Quiero. Suicidarme. ¡¿Cómo te lo tengo que decir?!

Su expresión era más que amenazante y su pregunta sonó casi como una traición. Como si yo la estuviera traicionando. Durante unos instantes me quedé mudo, pero ella arqueó las cejas, pidiendo una respuesta.

—Yo... es que...

—¡¿Tú qué, eh?! ¡¿Tienes la puta manía de meterte en la vida de la gente?!

—Me he preocupado por ti. No creo que debas ponerte de ese modo.

—¡¿Y por qué no voy a enfadarme cuando un tipo que apenas conozco se presenta en mi casa acusándome de querer quitarme la vida?!

—Laia, respira hondo, por favor. Estás...— «volviéndome loco. Gritándome cuando tan solo me estoy preocupando por ti. Estoy a punto de no controlarme. A punto de gritar».

—¡¿Sabes qué, Harald?!

—¡¿Qué?! ¡Joder! ¡¿Qué?! —Ahí fui yo quien se alteró.

Antes de que pudiera, siquiera, responderle, sus labios estaban sobre los míos. Comiéndome. Me agarró del cuello de la camiseta para acercarme a ella y después, me empujó contra el sofá. Di un traspié o quizás dos, antes de sentarme y que ella se pusiera en mi regazo. La tomé de la cintura con firmeza. Mi cadera chocó contra la suya, en un acto que tuvo más de instinto que de cordura. Debí negarme, debí parar, pero... Joder, no pude. No quise. Me besaba como si estuviera hambrienta, se movía sobre mí como si estuviera a punto de morirse de desnutrición, y yo estaba peor que ella.




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