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15. Es usted demasiado encantador


Harald me llamó a las cuatro de la tarde del día 26 de diciembre y me di cuenta de que hacía veinte días que nos conocíamos. Era, hasta el momento, la relación de más larga que había tenido en el último año y medio. Todo un logro.

El libro tenía veinte capítulos y leíamos dos a la semana. Eso me daba un total de once semanas más con él. Setenta y siete días.

Después de eso, desaparecería, como todos. A menos que...

«No vas a ir a terapia. No lo necesitas. Solo te va a hacer perder el tiempo. Que cada uno se ocupe de sus problemas. Y a nadie le importan los tuyos».

No me gustaba la idea de que alguien me analizara y estuviera buscando todos mis puntos débiles. Tal vez por eso era más fácil hablar con Harald fuera del hospital, donde podía olvidar donde le había conocido. Podía fingir que estaba haciendo un amigo, algo que no pensaba admitir en voz alta.

Es usted demasiado encantador para dedicarse a la filantropía, Mr. Gray. Demasiado encantador —citó él en cuanto descolgué la llamada—. No puedes negarme que esto no es digno de una interpretación homoerótica. Y si luego sumamos la molestia de Basil al querer echar a Harry para quedarse a solas con Dorian, eso ya, es majestuoso.

Eso me sacó una sonrisa.

—Tengo la impresión de que vas a decepcionarte mucho cuando este triángulo amoroso que te has imaginado no se cumpla.

—Lo sé, pero de ilusiones se vive, ¿no? Ya tendré tiempo de decepcionarme. La verdad es que mientras pienso en estos tres personajes se me olvida el tema de Nadia.

Nadia. Esa chica lo tenía en sus manos.

La sonrisa se esfumó. ¿Habría sido Nadia tan adictiva como Blake? ¿De esos que te hacen adictos a ellos? Mi yo de hacía cuatro años vivía y respiraba para contentar a Blake, no había mejor recompensa que satisfacerle.

Era enfermizo y no lo supe hasta que me envenenó con su amor. Hasta que estuve a punto de ahogarme en mis lágrimas. Ahí fue cuando me di cuenta de todo lo que había tenido en las narices y no había sido capaz de ver.

—¿Y tú, con qué te vas a decepcionar? —me preguntó Harald.

«Con el hecho de que llegue el día de que te marches».

—Ya me sé la historia, dudo mucho que me decepcione —respondí.

—¡Bah! Yo también la sé, pero... ¿No se suele decir que nunca lees un libro del mismo modo dos veces? Algo habrá.

Me lo pensé un poco.

—Sí, lo hay. Creo que me he deprimido pensando en el paso de la juventud a la vejez. La forma en la que lo dicen es muy deprimente. No me molesta ser vieja y fea un día, lo que me ha estado rondando por la cabeza todo el día es: ¿de verdad voy a estar marchita? ¿Cómo una flor que se pudre?

—No creo que la vejez sea eso. Creo que... es una visión muy superficial de la vida. ¿No?

—¿Y qué opinas de la vejez, entonces?

—¿Sabes esos viejitos que salen en las películas para dar mensajes positivistas o lecciones de vida? ¿Los que son simpáticos y entrañables? Yo quiero ser un viejo así, y vivir cerca de la playa y un lago o el mar para irme a pescar con una caña y una silla.

—¿Sabes pescar?

—No. Ya aprenderé cuando sea viejo, ¿no?

—Eso no tiene mucho sentido.

—Claro que lo tiene. Yo doy por sentado que un día seré viejo y estaré jubilado. Tendré que entretenerme con algo, así que ya tengo pensadas algunas cosas que hacer. Una de ellas es pescar.

—Tienes una ideas muy curiosas, Harald.

—Quiero ser el abuelo favorito de mis nietos.

—Ni siquiera tienes hijos

—¡Déjame soñar en paz!

—¿O si los tienes?

—¡No! No tengo hijos, y menos mal. Qué marrón. Tengo un sobrino. Es suficiente. Más que suficiente. De hecho, ahí viene, y tiene cara de estar tramando algo.

—¡Tío Hal! ¿Me das galletas de chocolate?

¿Hal? Le quedaba bien ese mote. Pero como es obvio, no me atreví a utilizarlo.

—¿Ves, Laia? —dijo—. ¿Tu padre te deja comer galletas de chocolate antes de cenar? —se dirigió a su sobrino.

—Sí —contestó el niño.

—Chris... ¿Tengo que preguntarle a Lenn?

—Vale, no. No me deja. Pero yo quiero galletas..., ¿me das tu permiso?

—No. ¿Quieres que se enfade conmigo? No me pongas ojitos...

—Por favor —insistió el pequeño.

—Así no vas a ser el favorito de ningún niño —bromeé.

—No te alíes, Laia.

—Sí, sí, ¡serás mi tío favorito!

—¿Cómo lo has escuchado niño? —Oí las risas del niño—. Vale. —Bajó la voz—. Te doy una, pero cométela rápido, antes de que se entere Lenn.

—Eres mi tío favorito del mundo mundial —la voz del pequeño se alejó.

—Laia, ¿con qué no voy a ser el favorito de nadie? ¡Ja! ¡Mira!

—Gracias a mi ayuda.

—Sí, gracias a ti. Pero soy el favorito. Objetivo cumplido.

El comentario sobre el libro duró más bien poco, ya que la conversación fluyó de un lado a otro durante, al menos, dos horas. Me habló sobre su hermano Lenn y sobre los seminarios y consultas de psiquiatría, pero también conversamos de todo y nada. Sobre las mejores pizzas que había probado en Londres y sobre lo mucho que me gustaba a mí el sushi. Harald prefería los de atún, yo, los de salmón. Su color favorito era el azul porque le recordaba a la inmensidad del mar, del cielo, de todo lo que no puede medirse. Y prefería los tonos agrisados, como la lluvia, que nunca sabes cuándo termina. El mío era el negro, porque era el silencio y el ruido; lo vacío y lo lleno; la ausencia y presencia.

Desierto y selva. Todo al mismo tiempo.

El negro era un color contrario en sí mismo.

Escuché el ruido de una cerradura y el juego de llaves al otro lado de la línea. Harald cerró una puerta.

—¿Vas a algún sitio? Si estás ocupado ya... ya hablaremos en otro momento.

—Voy al hospital, he quedado allí con unos amigos para salir un poco. Ya sabes. Pero voy a ir caminando, tengo como... ¿Media hora aún? —contestó él—. No cuelgues, me gusta hablar contigo.

«Me gusta hablar contigo».

¿De verdad?

¿En serio?

No podía ser verdad.

No sé que fue lo que me pasó en ese momento. Quizás fue un exceso de ternura y amistad por su parte, o quizás yo estaba demasiado rota ese día. Pero de un momento a otro, mis ojos comenzaron a llenarse de lágrimas que no pude detener. Caían y caían en silencio mientras escuchaba su voz. Esa voz cálida y amable.

—¿Laia?

No contesté.

—¿Laia, sigues ahí?

Abrí los labios para hablar e intenté limpiarme las lágrimas, pero esas malditas no querían dejar de salir y lo único que pude emitir fue un sollozo ahogado.

«¿Qué demonios me pasa ahora?».

—¿Laia? ¿Estás bien?

—Sí —conseguí decir.

Me llevé la mano al pecho, para encontrarme con el latido acelerado de mi corazón. Estaba comenzando a taladrar.

—¿Seguro?

—No.

—¿No? ¿Qué pasa?

Dios mío. No podía respirar.

—Bien. Es...toy bien —conseguí decir—. Ha... hablamos otro día. Espero que vaya muy bien la cena. Disfruta.

Y colgué.

Me sentí superestúpida.

Mis reacciones a veces no tenían ningún tipo de coherencia o al menos, yo sentía que no las tenía. Quizás, un psicólogo me encontraría algún motivo. Suelen removerte la vida entera y sacar platos sucios sobre la mesa que ni sabías que existían. Pero no iba a ir a ningún psicólogo.

Comencé a temblar entre sollozos. Eran unos temblores distintos a los que tenía habitualmente, movidos por algún tipo de fuerza suprema, reprimida y salvaje que crecía en mi interior. Y entonces lo hice. Agarré el maldito tronco con ojos en un ataque de rabia, abrí la ventana y lo lancé a la calle.

Grité.

Me senté en el suelo y me tapé el rostro.

Lloré.

Por todo y por nada.

Sin motivo y con muchos motivos que no venían a cuento en ese momento.

Sollocé y pataleé el suelo con los pies, en un intento de deshacerme de esa angustia que me oprimía el pecho.

Y seguí llorando, hasta que me quedé sin lágrimas para ese día. Hasta que dejé de sentir que alguien más estaba controlando mi cuerpo.



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