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14. Navidad


No me lo creía. Podría haber jurado que estaba sola en Navidad. ¿Por eso lloraba? ¿O por otra cosa? Había sido demasiado atrevido por mi parte proponerle que viniera con mi familia, pero no quería que pasara la navidad sola. Nadie debería pasarla solo. Y aunque estaba un poco lejos de Londres, no me importaba hacer el viaje en coche y a mi familia no le importaría, después de todo, era Nochebuena y nosotros no solíamos celebrarlo hasta el día veinticinco. Tenía toda la noche para ir a buscarla.

Aunque daba igual, porque ella no iba a venir.

Entré de vuelta a casa de mi madre por la puerta de la cocina que daba al patio trasero de la vivienda.

—Hijo, ¿estás bien? Te noto algo preocupado, ¿es por Nadia? —Mamá me dio un abrazo cariñoso. Todavía no me acostumbraba a sentirla tan pequeñita en mis brazos, pero mi madre siempre había sido una mujer delgada y menuda—. Esa mujer no sabía apreciarte.

Los abrazos de mamá gritaban "he vuelto a casa" y no había nada en el mundo que me diera más paz en ese momento.

—Es agradable escucharlo, pero eres mi madre. A lo mejor...

—No te apreciaba —dijo con ese tono que casi sonaba a regañina.

—Entendido. —Me crucé de brazos y me apoyé en la pared.

—Odio verte suspirar así. —Ni siquiera me di cuenta de que suspiraba hasta ese instante.

—No es por ella, mamá. Tengo una amiga que está sola en navidad, y me preocupa porque creo que no quiere estar sola.

Me revolvió los cabellos cariñosamente. Nos separamos y volvió a remover la cena. Se había recogido los cabellos rubios en un moño alto y llevaba ese delantal suyo, rojo con flores, que tenía más de veinte años. En cada recuerdo de mi madre en esa cocina la implicaban a ella con ese delantal.

Christine Kaas era una mujer con carácter, que se había labrado a sí misma con trabajo duro y que aun así, se había mantenido dulce y cariñosa con sus hijos.

—¿No le has dicho que se venga?

—Es que dice que no va a estar sola, pero creo que es mentira. Da igual, mamá. No puedo hacer nada.

—Siempre puedes traerla de los pelos —se entrometió Kresten, mi gemelo, que se asomó por la puerta con Chris en brazos. Había llegado esa misma mañana desde España para pasar las navidades en familia.

Puse los ojos en blanco. Kres solo sabía decir una burrada tras otra. Era su especialidad.

Mamá puso los brazos en jarra.

Me quedé mirando a mi hermano, que dejó a Chris en el suelo.

—¿Qué? —preguntó Kresten, ante nuestras miradas de desaprobación.

—A veces me pregunto cómo pude aguantarte nueve meses en la misma placenta —le contesté.

—Me adoras. Admítelo, Hal. Igual que adorabas a la rusa que te puso los cuernos. —Una carcajada, que intentó disimular sin mucho empeño, salió de sus labios.

«Cabrón».

—Ya llorarás tú por amor algún día, y me reiré tanto. Te juro que me reiré hasta el último de mis días. Vivo y respiro esperando ese momento.

—Pues te morirás esperando —me contestó Kresten.

—No lo creo —repliqué—. Todos caemos en esa mierda, Kres. Tarde o temprano.

Kresten se limitó a dedicarme una mirada de superioridad, pero no contestó.

—Eres un bruto, Kresten. ¿Cómo se te ocurre decirle eso a tu hermano? —comenzó mamá. Chris se rio ante la furia de su abuela contra su tío—. ¡Nunca vas a conseguir novia a este paso!

—Ni falta que me hace. Mira cómo les ha ido a estos dos tontos. Uno cornudo y el otro padre soltero. No, mamá. Las mujeres las quiero bien lejos y gracias.

Ese era su discurso de siempre. Kresten siempre se había negado al amor y nuestros fracasos amorosos eran un ancla más a la que agarrarse.

—¿Eres gay, hijo? —le preguntó mamá a Kres.

—Mamá, no quiero relaciones. De ningún tipo. De nadie. De nada. No me importa si es hombre o mujer. No lo quiero.

Mamá suspiró, y alzó la cabeza al cielo en un gesto exagerado, como si buscara el consejo de Dios. Nunca había sido muy religiosa, pero eso no quitaba el hecho de que si lo fuera y que detestara el rumbo que Kresten había escogido para su vida.

—Ay, hijo mío... aunque el amor acompañe al drama, no siempre es malo. ¿Qué hubiera hecho yo sin vosotros tres?

—Mamá, nos vas a enternecer —dije.

Kresten abrazó a mamá. Se hacía el duro, pero todos sabíamos que era el más apegado a ella, a pesar de vivir a kilómetros de distancia.

Mamá rodeó la cintura de Kresten con los brazos para devolverle el gesto, pues era mucho más bajita que nosotros.

—Tú eres mi única reina, mamá —le dijo Kres.

En medio de ese abrazo, mamá frunció el ceño y se separó de mi hermano. Le agarró del cuello de la camisa y le desabrochó unos cuantos botones.

—¡Mamá! ¿Qué haces? —se quejó él, entre risas incrédulas.

Chris los observó, confuso.

—¿Otro tatuaje? —preguntó mamá.

—Mamá, ya tengo una edad para que vayas desnudándome en medio de la cocina.

—Tú tienes edad solo para lo que te interesa.

Me reí.

Kresten se abrochó la camisa de nuevo, pero no estaba molesto con mamá.

Kres y yo nos hicimos nuestro primer tatuaje antes de que yo me marchara de España en 2020. Eran unos pequeños números en la muñeca, con nuestras horas de nacimiento. Yo a las 1:10 y Kresten a las 1:17. Yo no me había hecho ninguno más, pero él no había dejado de hacérselos.

Esos dos últimos años separados, hicieron que cada vez nos pareciéramos menos. No solo en personalidad, algo en lo que siempre nos habíamos diferenciado, sino físicamente. Kresten estaba más tonificado y bronceado que yo, debido a su nueva afición de correr sin camiseta por el paseo marítimo de Barcelona. También tenía el cabello más largo y no necesitaba gafas.

Otro de los motivos por los que entrenaba cada vez más, era para competir contra Lennart, que estaba mucho más fibrado que él. Eso era algo que Kres jamás aceptaría. Sus competiciones y discusiones sobre quien era mejor que el otro eran uno de los sucesos más habituales entre ellos.

—Algún día vendrás a casa con alguien. Yo estoy segura —dijo ella yvolvió a centrarse en lo que cocinaba.

—¿Hay reunión aquí? —preguntó Lennart, que se asomó—. ¿Qué hacéis todos en la cocina?

—Estábamos discutiendo sobre lo feo que eres —dijo Kresten—. Ahora tendremos que irnos a otro sitio.

—Soy mucho más guapo que tú.

—No. Ya te gustaría —replicó Kresten.

—¿Quieres que lo comprobemos? ¡Harald! ¿Quién está más bueno?

—A mí no me metáis —repliqué.

En otra ocasión, tal vez hubiera cedido a esa estúpida, pero entretenida conversación, pero ese día no estaba de ánimos.

—Ya están otra vez —masculló mamá—. De verdad, parecéis niños pequeños.

—¿Has visto que pelo más sedoso y brillante que tengo? —dijo Kres.

—¿Vas a hacerte una coleta? —le preguntó Lennart.

—Sí —dijo Kres, que se pasó cinco minutos explicando el modo en el que se iba a dejar crecer el pelo.

Mamá nos pidió que preparáramos la mesa, ya que la cena estaba lista. Kresten se quedó en la cocina ayudándola a servir los platos, mientras yo llevaba vasos y cubiertos. Lennart me siguió hasta el salón.

A Nadia le encantaba la sopa que preparaba mi madre en Nochebuena. Se me hizo raro que no estuviera allí, de pronto, me sentí como cuando tenía dieciocho años y no había llevado ninguna novia a casa.

—Hal, me llevo esto —dijo Lennart, que se llevó de vuelta a la cocina un conjunto de cubiertos y vasos.

Sin darme cuenta, estaba sirviendo también para Nadia. Y odié ese hueco vacío en la mesa. Lennart no comentó ni dijo nada, pero eso no hizo que me sintiera menos idiota.

La cena estuvo lista enseguida.

—Por cierto, Hal, ¿ya está tramitado el divorcio? —me preguntó mamá, que comenzaba a cenar.

—Estoy en ello. Ya he contactado a un abogado, y espero que no me ponga pegas.

—¿A qué te refieres?

—A que a Nadia le dé por no querer concedérmelo y tengamos que ir a juicio. Aunque creo que me lo dará de mutuo acuerdo, ya que ha metido a su amante en casa. Es un musculitos de gimnasio. Supongo que lo conoció ahí. Ahora que lo pienso, iba al gimnasio con mucha frecuencia. Excesiva, quizás.

Los labios de Kres se estiraron en una sonrisa.

—Normal, si cada vez que iba tenía sexo con...

«Imbécil».

—¡Kresten! —exclamó mamá.

—Joder, mamá, es la verdad. Se iba al gimnasio a follarse a otro.

—¡Kresten! —exclamó Lenn—. Tu sobrino está aquí. No uses esas palabras.

—¿Qué es follarse? —preguntó Chris.

—Hacer amigos —contesté, casi sin pensarlo. Me apeteció tomarme la situación a broma, pensé que tal vez me ayudara a sobrellevar la noche.

Lenn me dedicó una mirada asesina. Una de esas en las que sus ojos azules parecían estar a punto de volverse negros de rabia.

Kresten estalló en carcajadas y levantó la mano para que se la chocara. Nuestra madre se llevó las manos a la cabeza.

—Pues yo quiero fo... —Lenn le tapó la boca a su hijo.

—No hagas caso a tus tíos, es una mala palabra. No lo digas nunca, ¿de acuerdo?

Chris asintió. Por suerte, era un niño obediente.

—Vale, papá.

—Por cierto, no pasaré fin de año aquí —informó Kresten—. Vuelvo a España el 26.

—¿Por qué? —A mamá casi le dio un sofoco al enterarse de que su hijo pequeño se iba a ir en apenas un par de días. Kres era el niño de sus ojos y no llevaba bien que estuviera en otro país.

—Quiero celebrarlo allí —dijo él—. Mis compañeros de trabajo harán una cena y quiero probar sus tradiciones.

—¿Tradiciones? —le pregunté, curioso.

—Sí. Comen uvas a las 12. Durante los últimos segundos del año. Me parece divertido.

¿Laia haría eso?

—Es raro —comentó Lennart—. Emilia dice que cada año come uvas debajo de la mesa, para la buena suerte.

—¿La pasaste a ver a la librería?

—No —dijo Lennart—. Eso me lo contó hace unos años. Cuando todavía cuidaba de Chris.

No participé en la conversación del resto de la cena y de hecho, en cuanto pude me escabullí a la que había sido mi habitación. Me encerré allí, con mi vieja colección de libros, figuras del Señor de los Anillos y videojuegos. Me tumbé en la cama, con la mirada perdida en el techo durante un rato, mientras me preguntaba qué demonios había hecho con mi vida fuera de mis estudios. La verdad era que, si intentaba ver un poco más allá, no había nada más que eso. Mis amigos estaban en el hospital, mi tiempo libre en horas extra o seminarios y mis hobbies... ¿existían? ¿Y si Nadia tenía razón y me había olvidado del mundo en un intento de cumplir mi sueño?

Un toque suave en la puerta hizo que dejara de suspirar. Me incorporé y me aclaré la garganta. Mamá apareció tras la puerta, con una taza de chocolate caliente entre las manos. Cerró tras su paso y se sentó a mi lado.

—Era tu favorito de pequeño —dijo y me tendió la taza—. Siempre que sacabas menos nota de la que esperabas en un examen, te deprimías tanto que solo un chocolate caliente te calmaba.

Si antes había sentido que volvía a tener dieciocho años, en ese instante sentí que tenía diez, había fallado dos preguntas del examen de matemáticas y quería construir una máquina del tiempo que me permitiera repetirlo y hacerlo perfecto.

—Gracias, mamá.

—Nunca admitías estar deprimido. Te enfurruñabas y te ponías muy serio, con un humor de perros. Y si te preguntaba si estabas bien me ponías una sonrisa falsa, hasta que te daba tu chocolate.

Me reí. Eso era verdad. Nunca me había gustado mostrarme vulnerable frente a mi madre.

—Me gusta el chocolate, qué voy a decir.

—Hay palabras que son como chocolate —dijo ella—. A veces, tan solo necesitas encontrar a alguien que sepa escucharte o decirte lo que necesitas. Esa calma que encontrabas en el chocolate, puedes tenerla confiando en tu familia. Puedes hablar conmigo, cariño.

—Estoy bien, mamá. De veras, yo... estoy bien. —Bebí un poco de ese chocolate que era calma y paz.

—Yo sé que siempre quieres sonreír y mostrar que todo está bien, pero no hace falta que lo hagas conmigo. Lennart me ha contado como has estado estos días, ¿por qué no me has dicho nada? No me has llamado ni una sola vez para hablar de tu divorcio.

Me encogí de hombros.

—No quiero que te preocupes por mí, mamá. Estoy bien. Nuestro matrimonio estaba muerto hace mucho tiempo. Yo... estoy pasando página y se me olvidará y ya está. No es tan importante.

—Cuando tu padre murió, nuestra relación hacía dos años que estaba muerta y eso no impidió que me doliera el alma y pensara en él en cada momento del día durante un tiempo. Sé lo difícil que es esto por lo que estás pasando.

—No lo es. Tú... lo tuyo fue peor, mamá. Tú sí que fuiste valiente, yo solo... se me pasará. Y más ahora que tengo chocolate.

Ella suspiró. La razón por la que no quería hablar con ella del tema, era la misma por la que ella me estaba pidiendo explicaciones. No quería que se preocupara por mí. Suficiente tenía con lo suyo. Suficiente había tenido con criarnos sola.

—¿Has hablado con tus amigos de esto? —me preguntó.

—Sí. —le confesé, aunque a decir verdad, no había vuelto a mencionar a Nadia con Kat y Killian. Se limitaban a decir que era una zorra y que me olvidara de ella. Sé que intentaba ayudarme pero...

Laia.

Laia sí que me había escuchado.

—No compares tu dolor con el de otros. No te impidas tener derecho a sentir solo porque creas que otros lo han pasado peor que tú. Ese dolor que sientes es tuyo, solo tuyo y mereces sentirlo, superarlo y dejarlo ir cuando te sientas preparado. Es válido. No importa, cuanto te digan o pienses que podrías haberlo evitado, o que es tu culpa y por eso mereces sentirlo. Nada de lo que te digan importa. Es válido, ¿me escuchas?

Asentí.

—Lo sé, mamá. Pero estoy bien. Soy libre. Yo le pedí el divorcio, así que no te preocupes. Si todavía estoy un poquito triste, este chocolate lo curará.

Ella me dedicó una de esas expresiones llenas de amor y me dio un abrazo.

—Solo quiero que sepas que siempre, siempre, siempre, me tendrás a tu lado.

—Lo sé, mamá —sonreí.

Se marchó, algo más tranquila y volví a quedarme a solas en esa habitación.

Pensé en la primera vez que hice el amor con Nadia. Fue un fin de semana en el que vinimos desde Londres a visitar a mi madre. Quería presentarle a Nadia.

Si cerraba los ojos, todavía podía escuchar su risa nerviosa y sus gemidos, que intentaba susurrar mientras le besaba el cuello. Esa noche la acaricié como si fuera el arpa más delicada del mundo. Habíamos tenido sexo otras veces, pero sin penetración porque ella no se sentía preparada. Ese día quiso ir más allá y le hice el amor con nuestras manos entrelazadas.

Fue la primera de muchas noches de pasión. Un fuego ardiente, que se apagó demasiado pronto.

¿Cuándo había dejado yo de quererla? ¿Fue cuando volví de España después de la pandemia y no sentí nada más que ganas de volver con Kresten? Pasé dos semanas de cuarentena, encerrado en la misma habitación, por si había traído el virus desde España. Por ese entonces la situación era muy alarmante y aquellas eran las indicaciones médicas. A Nadia no le gustó eso. A mí tampoco. Pero, ¿qué otro remedio tenía? Pasaron cinco meses hasta que volvimos a besarnos. Casi medio año.

No sentí nada con el primer beso. Al principio me asusté, pues no entendía como podía sentirme tan extraño con mi esposa. Me pasé los primeros días después de la cuarentena buscando en ella el amor que siempre había sentido, y a pesar de la tensión entre nosotros, lo encontré.

Esa noche, entre mis pensamientos y reflexiones, me pregunté si ese amor que creí encontrar había sido real.

Creí que me costaría dormirme, pero no fue así.

El chocolate ayudó.

¿Que os han parecido Kresten y Lennart? 

Mil gracias por leer! 

Noëlle Stephanie

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