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1. Vaya primera impresión


El doctor volvió a insistir en sí podía llamar a alguien para que viniera a buscarme, o a verme. Negué con la cabeza.

Me dio lástima. Qué iluso, ¿no? Salió de la estancia ante mi negativa y habló con alguien en el pasillo. Parecía alterado, o nervioso. Le escuché decir: "yo no debería hacer esto".

Yo tampoco debería estar ahí, pero así estaban las cosas.

¿Cómo iba a llamar a alguien si en esa ciudad, ni siquiera estaba yo del todo? Era justo a mí a quien yo misma estaba buscando. Esa tarde, tan solo había salido a dar uno de mis paseos. Vagué por las calles de Londres como un turista que ha perdido el rumbo, que no tiene mapa, ni conexión en el teléfono, que no sabe dónde está y ni siquiera le importa. Busqué y busqué. Exploré cada esquina, me detuve en cada calle y esperé, con mucha paciencia, encontrar a aquella yo de dieciocho años que se había perdido allí mismo: entre las ratas de las alcantarillas de la capital británica, los edificios históricos y melancólicos, las cabinas de teléfono, las olas del Támesis y los escaparates luminosos. No quedaba un solo rastro de ella, ni de lo que fue, ni de lo que quería ser.

Para su desgracia, su reflejo se había convertido en mí. Y ser yo, era, por entonces, bastante triste.

El doctor volvió diez minutos más tarde. Esa vez, agarró un cuaderno y se puso unas gafas de pasta que le quedaban espectacularmente bien. Tuvo que acomodarse la mascarilla, y por unos instantes se la quitó, fue muy rápido, lo suficiente para que le viera el rostro. Tenía los labios rosados y carnosos, barba corta como si se la hubiera afeitado hacía un par de días y su barbilla era cuadrada, pero no de un modo exagerado. Dios mío. Era guapísimo.

Yo no llevaba mascarilla. Me habían dejado quitármela cuando comencé a hiperventilar y a marearme, pero en ese momento tuve la necesidad de ponérmela. Me sentí expuesta con el rostro al aire. Eso hice.

Una vez se hubo acomodado la mascarilla quirúrgica, respiró hondo. Se sentó a mi lado, y se pasó la mano por sus cabellos rubios. Dio golpecitos en el cuaderno a con el bolígrafo, con algo de nerviosismo y pareció que iba a hablar. Me moví un palmo, para alejarme de aquel extraño que se había tomado las confianzas de acercarse demasiado.

Tal vez él no se habría fijado en lo raro que me pareció que se sentara a los pies de la camilla. Eso era, sin lugar a dudas, demasiada confianza. Frunció el ceño cuando me aparté y se levantó. Agarró una silla y se puso frente a mí.

Eso fue peor.

Me sonrió. No vi sus labios, pero sus ojos estaban sonriendo.

Quería irme de allí.

Apreté las manos y leí el nombre de su bata. "Kaas". Entonces recordé su nombre: Harald Kaas.

—Siento haberte asustado —se disculpó.

Tal vez era la primera vez que se encontraba en una situación como esa. ¿Cuánto hacía que habría terminado sus prácticas? ¿O estaría aún haciéndolas? Era muy joven, o al menos, lo parecía. ¿Estaría haciendo su residencia?

—¿Podemos hablar un poco? —me preguntó y paso algo insólito: nuestras miradas se encontraron. ¿Cuánto hacía que no miraba a alguien a los ojos? Había olvidado como se sentía—. Necesito hacerle unas preguntas.

Fue como si pudiera leerme la mente, verme el alma, y poner sobre la mesa cada una de las cosas que estaban mal en mí. Eran demasiadas. Desvié la mirada.

—Sí —respondí.

—¿Qué estaba haciendo antes de caer al río?

Ya había oído las palabras "intento de suicidio" varias veces en la última hora. Todos pensaban que quería morir. No lo quería. Juro que no era mi intención.

«¿O sí?»

—Nada. Me caí. Solo miraba.

Suspiró. ¿Debía decírselo? ¿Hablarle de que me había atrevido a acercarme al lugar donde uno de mis sueños comenzó? Por primera vez desde que llegué a Londres, tenía un objetivo fijo, con paradas incluidas, como una línea de metro. Creí que las ruedas tractoras estaban bien alineadas con el carril, que mis anclajes eran resistentes y firmes porque los había asegurado con caminatas y diálogos internos. Me equivoqué. Ese tren en el que me transformé se descarrió. Me caí y me ahogué, entre sollozos y gritos de pánico que no sabía de dónde venían. Que no sabía de quién eran. Y tuve la mala suerte de acabar en St. George Hospital, a donde me llevaron los servicios de emergencias, envuelta en una manta reflectante que me hacía sentir como un burrito.

¿De verdad debía contarle todo eso si solo me había caído en un acto de torpeza?

No, no era asunto suyo.

—Los dos hombres que te han sacado del agua y llamado a urgencias, dicen que estabas corriendo. ¿Ha pasado algo que te asustara? ¿Alguien, quizás?

—No. Solo miraba. No recuerdo haber corrido.

Sí que había corrido, pero no le iba a hablar de eso.

—Vamos a hacer una especie de ejercicio, ¿le parece bien? —me preguntó el doctor Kaas.

Respiré hondo. Eso iba a costarme. Quería salir de allí antes de que me diera un ataque de pánico. Necesitaba que los ojos de todas esas personas que habían pasado frente a mí se fueran, me volvieran invisible, y me convirtieran, de nuevo, en una espectadora del mundo. Al menos, la sala en la que me habían metido estaba separada del resto de pacientes y la temperatura, era bastante alta. Supongo que mis labios estaban morados, pues si no tenía una hipotermia, poco me había faltado. El agua del Támesis estaba congelada y por eso seguía envuelta en esa horrible manta que parecía papel de aluminio.

Seguramente me tembló la voz, a la vez que me rascaba las pieles de las uñas.

—No quería suicidarme, fue un accidente.

—Yo no he dicho que no lo fuera. ¿Alguien te lo ha dicho? ¿Te has sentido así por algún motivo?

Tuve que volver a armarme de valor. Ese hombre no dejaba de mirarme, y si no conseguía salir de esa airosa, no iba a salir de ese hospital.

Ese psiquiatra no iba a dejar que me marchara si comenzaba a tener taquicardias otra vez.

—Lo ha pensado. Y ha venido a preguntarme si había querido quitarme la vida. Así que voy a facilitarle el trabajo para que pueda ir a hacer sus cosas. —Cosas que sí debía hacer y que no me implicaban a mí—. No quería suicidarme.

Se tomó unos segundos para procesar mis palabras.

—¿Cree que me molesta estar aquí con usted? —me preguntó.

Cada cosa que decía venía acolchada, como si estuviera tratando con un objeto de cristal y no deseara que se rompiera.

—Creo que desearía estar en cualquier otro lugar.

—No, eso no es cierto. Estoy justo donde deseo estar.

No contesté. Decirle lo que pensaba era bastante ridículo, pues iba a amenazar a alguien que apenas conocía de ser un mentiroso. Eso no me dejaría en buen lugar y bastante mala opinión tenía ya de mí. Porque no podría tener buena opinión de alguien como yo: callada, escueta y que parecía haber estado a punto de suicidarse.

—¿Por qué tengo la impresión de que no me cree? —me preguntó.

—Usted sabrá.

Juntó las manos en sus rodillas, y se inclinó un poco para mirarme a los ojos de nuevo. Me fijé en el anillo de enlace que llevaba en el dedo anular. Vaya, estaba casado. Eso sí que era una sorpresa.

Harald tenía una mirada bonita; era azul claro, de diversos tonos, con destellos ámbar en el centro del iris. Me resultó interesante. Parecía que la noche estrellada de Van Gogh se había instalado en su rostro.

Quizás la parte más incómoda de aquel interrogatorio era que ese hombre, que no era mucho mayor que yo, me estaba haciendo sentir como si fuera una niña pequeña.

—Voy a pasar del rollo formal, ¿vale? Laia, ¿Lo he dicho bien? Tu nombre, Laia. ¿Cómo Lah-yah? —asentí cuando lo escribió de las dos formas en su cuaderno. Mi nombre no era común en el Reino Unido y esa extraña forma de decirlo sí era como se pronunciaba para ellos—. ¿Tú estás donde quieres estar?

—Sí.

No, preferiría estar en mi casa leyendo un libro. O viendo una película. O jugando a un videojuego.

Uno de fantasía. Uno donde todo desapareciera.

—Vaya, creía que mi compañía era más agradable.

—He dicho que sí...

Sonrió con simpatía, pero no abandonó la seriedad. Sus ojos lo mostraron. Sus palabras, a pesar de lo que me dijo, no sonaron acusatorias ni incriminatorias, sino... dulces.

—Ha sonado a mentira, Laia. —Me gustó escuchar mi nombre en los labios de otra persona, hacía meses que eso no pasaba—. ¿Por qué no quieres estar aquí? ¿Quieres hablar de ello?

—No.

—¿Por qué?

—No te conozco.

—Es un buen motivo para hablar entonces. No puedo juzgarte, no sé nada de ti.

Peor.

—No me pasa nada. Estoy bien. Solo quiero irme a mi casa porque todos me tratáis como si quisiera suicidarme y no quería, no quería suicidarme.

Me sonrió de nuevo y no supe si tan solo actuaba o de verdad era simpático. Qué raro era poder ver una sonrisa en la mirada de alguien.

—Te creo —dijo—. Nadie quiere suicidarse. Ni siquiera las personas que lo hacen.

—Yo no soy una de esas personas.

—Lo sé, acabas de decírmelo y te he creído.

—Vale. Gracias.

—¿Tienes familia?

—No.

—¿Qué edad tienes?

—Veintitrés.

—¿Amigos? ¿Alguno cercano?

No contesté.

—¿Pareja? —siguió.

—¿A qué vienen estas preguntas? —le espeté, sin contestar a ninguna de las dos últimas.

—Chequeo regular. —Alzó la mirada de su maldito cuaderno y me miró.

Esos ojos eran exorbitantemente intensos.

—¿Te importa que siga? —preguntó, ante mi silencio.

«¿Preguntándome cosas estúpidas? Sí, claro que me importa».

—No —dije.

Pasó los siguientes cinco minutos haciendo preguntas bastante personales y, a mi parecer, irrelevantes. Cuando terminó, salió de la consulta. No volvió hasta diez minutos más tarde. Seguía bastante alterado, pero había cambiado su nerviosismo por resignación.

—Voy a dejar que te vayas a casa cuando las enfermeras consideren que estás atemperada. Aun así, te quiero ver en dos días, en mi consulta.

Tuve que contenerme para no sobresaltarme.

—¿Por qué?

—Chequeo regular.

El único motivo por el que cedí fue porque de ese modo me dejaría irme. 

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