Capítulo 2. Fuerza
𝐈𝐧𝐬𝐭𝐢𝐭𝐮𝐭𝐨 𝐝𝐞 𝐋𝐨𝐧𝐝𝐫𝐞𝐬, 𝟏𝟖𝟕𝟑
Cassiopea se había acostumbrado a una monótona rutina desde la muerte de su padre y el ascenso de su hermana al cargo de directora del Instituto de Londres.
Tres meses atrás, todo había sido perfecto. Tres meses atrás, su vida había estado completa y llena de dicha. Tres meses atrás, su padre aún vivía y la única preocupación eran las flores del ramo de novia de Charlotte.
Era curiosa la manera en la que jugaba el destino con el hilo de la vida, como en un abrir y cerrar de ojos los acontecimientos podían ser orquestados uno tras otro sin el más mínimo remordimiento.
El destino le había arrebatado a su padre, y con él, la poca familia que le había quedado a Cassiopea Fairchild. Su madre, muerta de pena, se había mudado a la casa de los Verlac en Idris, renunciando indefinidamente al apellido de su esposo para llevar a cabo una larga etapa de duelo y pesar. La recién casada Charlotte Fairchild —o quizá era más prudente empezar a llamarla Branwell—, se había convertido en un alma que, aunque imperturbable y siempre positiva de cara al futuro, se rompía a pedazos bajo la fachada con la que había cubierto su rostro.
Aquello dejaba a la menor de los Fairchild desamparada, sin los cuidados de una madre y las atenciones de una hermana mayor.
Su rutina era lo único que parecía mantenerla a flote a aquellas alturas: un vago desayuno, entrenar, volver a entrenar, saltarse la cena y encerrarse en su alcoba con la compañía de un libro que cogía previamente de la basta biblioteca del Instituto.
Cassiopea tenía doce años, pero caminaba por los pasillos del que siempre había sido su hogar como un recuerdo fantasmal de edades pasadas.
Charlotte la observaba desde la distancia, intentando acercarse a su hermana, pero era inútil. Cassy se había encerrado en su propia jaula en la que la luz del exterior no podía irrumpir su duelo. Charlotte lo había intentado todo, pero nada surtía efecto. Lentamente, observaba como su hermana pequeña se hundía cada vez más en un pozo del que parecía no poder salir. O del que simplemente, no deseaba salir.
—¿Te apetece ir a dar un paseo? —le había preguntado una mañana a su hermana pequeña.
Se había esforzado al máximo para acabar con sus tareas lo antes posible para intentar pasar tiempo con su hermana. Un paseo por la orilla del Támesis le había parecido una buena idea. Ya había avisado a Henry de que se encontraría fuera, pero él parecía tan ensimismado en su nuevo proyecto en el sótano, que era más que probable que no se diera cuenta de su ausencia por un par de horas.
En la habitación de Cassiopea reinaba la penumbra. Las cortinas color lavanda estaban echadas y arrugadas, las ventanas cerradas y las lámparas de aceite apagadas. La única iluminación que había era la de un candelabro de un único pie, y una vela que parecía a punto de consumirse. Tirada en la desecha cama de cualquier forma, Cassy leía un libro con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados.
Su aspecto causó en Charlotte un desosiego infinito.
Su cabello castaño estaba enmarañado y asemejaba a un nido de pájaros revuelto. Sus ojos estaban rojizos y tenía la piel más pálida que de costumbre. Su camisón estaba arrugado y mal abotonado. A su lado, unos pañuelos de tela reposaban puestos de cualquier manera.
—Cassy, ¿quieres ir a dar un paseo conmigo? —volvió a repetir. El silencio le dio la bienvenida y decidió continuar—. Podríamos pasarnos por el mercado, si quieres, y comprar melocotones. Los han traído de Europa esta semana, Bridget me lo ha comentado. Podríamos hacer mermelada y un pastel, como cuando éramos pequeñas, ¿eh?
Pero lo único que recibió en respuesta fue un gruñido y una tos estridente. La mayor de las hermanas observó a la pequeña con el ceño levemente fruncido antes de contemplar como el cuerpo de su hermana era invadido por unas fuertes convulsiones y la tos aumentaba considerablemente.
El pánico inundó el cuerpo de Charlotte y se aproximó a grandes zancadas hasta la cama de su hermana. Su mano voló hasta la frente de la niña y soltó un grito ahogado, horrorizada.
—¡Henry! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Henry Branwell!
Se escuchó un trasteo en alguna parte del subsuelo, un caos de objetos cayendo al suelo y unas fuertes pisadas que, rápidas, subieron hasta la segunda planta clamando "¡¡¡Charlotte!!! Charlotte, ¡¿qué ocurre?!". Finalmente, Henry apareció con el cabello pelirrojo revuelto y el rostro cubierto en sudor frío.
—Mi hermana está enferma —informó con la voz quebrada—. Está muy enferma y casi no respira. ¡Avisa a los Hermanos Silenciosos, deprisa! Por favor, Cass, por las alas del Ángel, aguanta.
Henry asintió lo más deprisa que pudo y se encaminó para enviar a Manson, el mayordomo, con una carta urgente para la Ciudad Silenciosa. Él había sido lo suficientemente cercano a los Fairchild como para estar al corriente de los brotes de salud débil que Cassiopea experimentaba cada cierto tiempo. La preocupación aquella vez, no obstante, era mucho mayor.
Charlotte intentó hacer lo posible por brindarle más calor a Cassy, arropándola y abrazándola con la cabeza de ella encima de su pecho, mientras esperaba por que los Hermanos Silenciosos llegaran cuanto antes.
Casi media hora más tarde, los Hermanos Silenciosos irrumpieron en la habitación de Cassiopea Fairchild con un aire cargado y un sonido ululante deslizándose tras ellos. Charlotte todavía seguía junto a su hermana y cada pocos segundos mojaba una compresa de tela con agua tibia para intentar bajar la fiebre.
Cassy tenía ataques de tos cada cinco minutos en intervalos variados. A veces Charlotte no había sabido determinar si respiraba o no. Se sentía completamente inútil y lo único en lo que podía pensar era que no podía perderla a ella también.
Había perdido a sus padres, pero no a ella.
No a su hermana pequeña.
No a su Cass.
El Hermano Enoch fue el último en salir de la habitación. Charlotte se quedó estática en mitad del pasillo, con Henry a un lado, apoyado nerviosamente en la pared y su cabello pelirrojo despeinado y revuelto. Charlotte tenía el rostro brillante, con las mejillas sonrosadas y los ojos hinchados.
Está estable, comentó el Hermano Silencioso, ahora duerme. Hemos tenido que recurrir a unas runas ligeramente más fuertes para estabilizarla. No demasiado, pues podría sucumbir a ellas, pero lo suficiente como para que no haya peligro. Sin embargo, no deberíais dejarla sola, no le hace ningún bien.
—¿Qué le ocurría?
Se estaba ahogando en su tristeza, todavía perdura allí. Debéis cuidar de ella y no dejarla desatendida en la medida de lo posible, de lo contrario no habrá nadie que pueda sacarla de ese oscuro pozo. Eso se fusionó con un asma que atacó su cuerpo una vez debilitado; las altas fiebres solo la enviaron más cerca del borde de la muerte. Repasad las runas que hemos colocado sobre su piel cada día. Sabréis cuales son porque no tienen el color característico de las runas corrientes. Nuestro trabajo aquí ha concluido.
—Gracias. —Fue todo lo que pudo mascullar Charlotte, antes de entrar de nuevo en la habitación y observar a su hermana.
Sintió los brazos de Henry envolviéndose a su alrededor con torpeza, un gesto que no hacía nunca, y aunque no le sirvió de mucho para reconfortarla, lo agradeció internamente.
Dos meses más tarde, en la sala de entrenamiento resonó el golpe constante de un objeto pesado siendo sacudido. El movimiento era provocado por rápidos puñetazos y patadas hacia un saco de arena que colgaba de un soporte a un lado de la sala. La niña que lo golpeaba tenía la mandíbula apretada y descargaba toda su rabia contra el saco, ignorando el ardor de sus nudillos.
El sudor cubría la frente de Cassy, pero no le importaba. Cada vez que lanzaba un puñetazo, la sangre le ardía. Con cada patada, su cuerpo estallaba en llamas. Algunos creían que el color asignado para la rabia era el rojo, un rojo sangriento y agresivo. Cassy mantenía que la rabia era del color del fuego, un cúmulo de dorado y rojizo llameante que se avivaba con cada soplo de aire. Un fuego corrosivo que se extendía a lo largo de toda el alma y derribaba los cimientos de la cordura hasta reducirlos a prácticamente nada.
Había escuchado a Charlotte y Henry hablar aquella mañana, tras abandonar la mesa del desayuno. Henry había estado nervioso y mordiéndose una uña de forma casi mecánica, mientras que su esposa había permanecido impasible, manteniendo la compostura mientras ella estaba delante.
Uno de sus nudillos empezó a sangrar y Cassy soltó una maldición por lo bajo mientras paraba y se acercaba hasta un punto concreto en el suelo, donde había dejado un pañuelo y su estela. Cogió esta última y elaboró un iratze, una runa de Curación, en el interior de su muñeca izquierda. A continuación, repasó las runas de Fuerza distribuidas a lo largo de sus extremidades: una en cada una de ellas. Primero la de los brazos, después las de las piernas y, por último, la del abdomen.
Desde aquella vez hacía dos meses, en la que había estado a punto de morir a causa de la pena, el asma y una fuerte fiebre, aquellas runas eran lo único que podían mantenerla en un buen estado de salud física.
No eran negras o plateadas; aquellas runas no se desvanecían, perduraban en su piel día tras día, intactas. Eran del color de la rabia, del fuego que quemaba en ella.
Recordaba que dos años atrás, en su Ceremonia de las Marcas, había luchado contra el lazo de la muerte para no acabar como Adele Starkweather, pero tal parecía ser que la muerte parecía querer recordarle que no podría luchar contra ella. Aquellas runas en sus extremidades eran un simple recordatorio, una advertencia.
La muerte podía llevársela en cualquier momento.
Unas horas más tarde, mientras Cassy todavía permanecía en la sala de entrenamiento, el primer visitante se presentó a las puertas del Instituto. Charlotte consultaba unas cartas del Enclave cuando Manson, el mayordomo, se presentó en la puerta de su estudio con semblante nervioso.
—La requieren en la sala señorial, señora —informó antes de desaparecer de nuevo.
Charlotte esbozó una mueca. Manson nunca le decía quién la esperaba cuando había visita, y si bien encontrar a humanos que podían ver a través de la niebla era difícil, quizá era hora de empezar a buscar otro lacayo.Quizá alguien más joven, incluso, pues Manson había cumplido los sesenta años hacía un mes.
De todas formas, no pudo evitar preguntarse quien querría una audiencia con ella en el salón señorial, o mejor todavía, quién se había atrevido a entrar en el Instituto sin invitación. Un nefilim, probablemente, a no ser que fuera alguien con la Visión. No podía tratarse de un mundano, y todavía menos alguien de la corte de las Hadas, los Licántropos, Vampiros o Brujos. Ellos tenían otro espacio asignado para sus visitas, uno que no estuviera en suelo consagrado, y, de todas formas, ellos siempre se presentaban con un aviso previo a su presencia.
Las puertas de la sala señorial estaban entreabiertas cuando llegó hasta ellas. Dentro, los candelabros parpadeaban con sus llamas titilantes y lanzaban sombras sobre el interior de la estancia. Charlotte fue a empujar las puertas cuando unos pasos apresurados la retuvieron en su sitio.
—Manson me ha comentado que había visita no anunciada —dijo Henry entre resoplidos. Charlotte ignoró deliberadamente su camisa arrugada y manchada de aceite espeso—. He venido lo más rápido que he podido —añadió.
Charlotte asintió y lo miró por encima del hombro antes de que sus manos volvieran a tocar las puertas.
—No serán tus padres, ¿verdad? Vinieron el mes pasado —señaló.
—No, ellos siempre avisan antes de sus visitas.
—¿Algún conocido? ¿El Cónsul, tal vez? No, él no. —La castaña rechazó la idea al instante. El Cónsul Wayland también hubiera avisado, y Manson se hubiera molestado al menos en anunciarlo correctamente.
Por fin, empujó las puertas.
Las pesadas hojas dobles de madera se arrastraron por el suelo quebrando el silencio. Las pequeñas manos de la mayor de las Fairchild se quedaron enredadas la una contra la otra mientras ingresaba en el salón señorial, con los pasos nerviosos de su esposo detrás de ella. Charlotte se preparó para deslizar su máscara de Directora del Instituto cuando lo que encontró al otro lado de la sala la dejó congelada.
Allí, cerca de la chimenea encendida, había un niño. No debía ser mucho mayor que su propia hermana, a juzgar por su altura, e incluso podían ser de la misma edad. Su cabello era negro como el ébano y las llamas iluminaban las hebras otorgándoles sombras doradas y rojizas. Su piel era tostada y permanecía empapada, a causa, quizá, de la lluvia torrencial que caía aquella tarde fuera.
Lo que más le llamó la atención, fue que no tuviera marcas en las partes descubiertas de su piel. Quizá era un muchacho con la Visión y por fin podría despachar al viejo Manson para darle el puesto de mayordomo a aquel muchacho.
—¿Quién eres? —preguntó, encontrando por fin su voz después del atolondramiento inicial.
El muchacho se volvió y reveló sus ojos cual zafiros, brillantes y acuosos, como si fuera a llorar. Mantuvo, sin embargo, una expresión estoica en su joven rostro y su voz sonó seria.
—¿Es este el Instituto de Londres? —preguntó, ignorando la pregunta lanzada hacia él. Su voz estaba impregnada de un tono tan apagado, tan vacío, que un escalofrío recorrió a Charlotte—. ¿Ustedes son Cazadores de Sombras?
—Depende de quién quiera saberlo —repuso Henry, hablando por primera vez. En su voz no hubo rastro de titubeo.
—Soy hijo de Edmund y Lintte Herondale —respondió el chico. Charlotte y Henry contuvieron el aliento de la impresión—. Me llamo William, y deseo que se me acepte en el Instituto. Deseo ser un Cazador de Sombras.
El matrimonio había sido demasiado joven cuando tuvo lugar la eliminación de las marcas de la piel de Edmund Herondale, pero todo lo que sabían sobre él era que se había casado con una humana y había renunciado a la sangre de Raziel por amor. Tenía prohibido recurrir a los Cazadores de Sombras desde entonces.
Charlotte buscó la mirada de su esposo, pero no encontró allí apoyo alguno que le sirviera. La máscara de Directora se hizo presente finalmente.
—¿Estás seguro, muchacho? —le preguntó—. Si aceptas ser un Cazador de Sombras estarás renunciando a tu familia, a verlos de nuevo algún día. Si aceptas la sangre del Ángel, tus vínculos con tu vida pasada quedarán rotos. Es la Ley.
—Estoy seguro. —Y no hubo duda en su voz.
Charlotte asintió, a pesar de que podía haber jurado escuchar algo de afligidad en las palabras del muchacho.
—Bienvenido al Instituto de Londres, William Herondale.
¡Hola!
Como prometí, aquí está el segundo capítulo de prueba. De prueba, porque os recuerdo que solo falta uno más para que las actualizaciones se pausen durante algún tiempo. Veamos primero cómo es acogida la historia y si despierta la curiosidad suficiente.
Sé que más de uno va a tener ganas de matarme por lo que le he hecho a Cassy y Charlotte, en especial a esta primera. El segundo capítulo y ya me he cargado al padre, he enviado a la madre lejos y casi mato a la prota. Pero sin prota no hay historia, así que no os preocupéis, tendremos Cassy durante mucho tiempo, si la cosa va bien.
Bueno, además del susto inicial, parece que el Instituto de Londres tiene un nuevo integrante. Busqué en el segundo libro información sobre la llegada de Will, pero no encontré demasiado y tampoco quiero hacer spoiler de nada por el momento, así que he decidido inventarme la parte de su llegada como tal.
¿Qué os ha parecido? ¿Os ha gustado?
¡Votad y comentad!
¡Besos! ;*
—Keyra Shadow.
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