Capítulo 16. No Visto
Casa Franca Blackthorn, Londres; 1878
María Vientofrío lanzó las poleas en sus manos con tanta fuerza, que estas se enroscaron con tal ahínco en el candelabro de enfrente y procedieron a derribarlo sin casi esfuerzo. La cazadora de sombras española resopló por enésima vez y caminó hasta su nueva arma, recogiéndola del suelo y procediendo a colocar el candelabro —de plata, y por ende, intacto—, de vuelta en su sitio.
Agitando los hombros para liberarlos de la tensión que se cernía sobre ellos, volvió a coger postura y agitar las poleas con la mano derecha. A pesar de ser ambidiestra, tendía a utilizar la derecha más que la izquierda; en España, había quien creía que ser zurdo era un mal augurio, pero a ella no podía importarle menos. Aquel era el menor de sus problemas.
La conversación con su padre, sin embargo, le había hecho ver que tenía uno mucho más importante, y toda su atención debía desviarse a él para encontrar una posible solución.
Apretó los dientes con fuerza y volvió a lanzar las poleas, que giraron en espiral, esta vez en dirección a una de las paredes de la sala. Las bolas de hierro enlazadas rompieron el papel decorativo y quedaron incrustadas en la pared con el sonido crujiente de la madera rota.
—¿Podrías intentar no destruir mi casa? —preguntó Brior, entrando en la estancia tras escuchar el ruido. María le dirigió una breve mirada antes de caminar hacia su arma. Brior soltó un suspiro, dejando su abrigo sobre una de las butacas al lado de la chimenea. Observó a la joven Vientofrío, cruzándose de brazos y recostando su espalda contra la repisa de piedra de la chimenea—. ¿Qué ha sucedido?
—Mi padre, para variar —mofó ella con desdén. Chasqueó la lengua y volvió a agitar las poleas—. Aprovechó la reunión de la Clave para recordarme lo incompetente que soy, como si no tuviera suficiente cada vez que vuelvo a España en agosto.
—Sigo pensando que es demasiado duro contigo —murmuró Brior. María emitió un bufido.
—Y todavía no sabes lo mejor de todo. ¿Tienes idea de por qué me llamó incompetente? Porque incluso Aran ha conseguido ser cortejada antes que yo y las familias ya están planeando el compromiso. Mi hermana pequeña va a casarse antes que yo, Brior, y eso para mi padre supone un fracaso cuando se trata de su heredera.
Los labios del joven Blackthorn se curvaron hacia abajo. A diferencia de María, él no tenía por qué preocuparse de aquello; su padre nunca le había instado especialmente a que se diera prisa en cortejar a una muchacha para desposarla. Teniendo a su heredero asegurado, Rupert, su padre estaba tranquilo. Quizá Brior no tuviera aquella obligación tan presente como la hubiera tenido su hermano en el momento de desposarse con Tatiana Lightwood, pero aquello no implicaba que no fantaseara con casarse algún día, si encontraba a la joven indicada, o que no entendiera por lo que estaba pasando María.
La sociedad de Cazadores de Sombras actual, aunque fuera considerablemente más moderna de lo que lo había sido en los tiempos de sus progenitores, seguía arraigada a las viejas costumbres de épocas anteriores: las mujeres debían ser desposadas si querían tener un lugar en la sociedad, y muy pocas podían tener ciertos privilegios si no lo estaban, siendo estas comúnmente viudas que habían heredado por fortuna las pertenencias y tierras de sus maridos.
María, e incluso Cassiopea, estaban entre las jóvenes que deberían casarse si querían que sus palabras fueran tomadas en cuenta; si sus voces deseaban hacerse oír entre los más cerrados de mente, los más influyentes de la sociedad Nefilim. Si lo pensaba con detenimiento, no había ninguna mujer Nefilim que se hubiera creado un nombre por si misma, porque la sociedad no se lo había permitido hasta que no habían prometido su mano a algún varón. No había sido hasta entonces que mujeres como Charlotte Branwell, Clabelle Verlac o su propia madre, Ereida Blackthorn, habían conseguido labrarse con esfuerzo, e incluso sus vidas, una posición entre aquellos hombres de mentes arcanas.
—¿Tu padre está ejerciendo más presión? —tanteó el joven.
María asintió, y entonces fue cuando dejó caer la máscara de rabia que había cubierto sus verdaderas emociones hasta el momento. Sus dedos se aflojaron entorno al cordel de metal de las poleas, que cayeron con un golpe sordo sobre la alfombra del salón, demasiado cerca de las faldas del vestido de la joven. Los ojos castaños de María lo miraron, y Brior se sintió estremecer. Aquella era una mirada de alguien que perdía por momentos las fuerzas para luchar contra la corriente, y ver eso en su mejor amiga, provocó que Brior quisiera mantener un par de palabras con el Señor Vientofrío. Pero también le asustó terriblemente.
Le asustó, porque conocía a María desde hacía nueve años, y jamás la había visto flaquear ante nada, ni siquiera su padre. Hasta aquel momento. Había un miedo escondido en la mirada de María, uno que se ocultaba en sus profundos ojos castaños, cual almendras tostadas; uno que no debía salir a la luz pero que asimismo, no podía ocultar por más tiempo.
Nueve años y Brior todavía no había sabido determinar qué podía causar ese miedo. No porque él no hubiera intentado adivinarlo, sino porque María lo escondía recelosamente, lo atesoraba del mundo como si fuera algo que solo ella podía conocer. ¿Temía a su padre, después de tantos años? ¿Temía la idea de casarse? ¿Temía perder la poca libertad que tenía?
Caminó hacia ella y la asió por los brazos levemente, con cuidado. María se estremeció, pero Brior se dio cuenta de que no había sido por su gesto, sino por contener las lágrimas que amenazaban con salir de sus ojos, por los temblores de los sollozos que su cuerpo retenía y hacia lo posible por ignorar.
—Le he decepcionado —dijo ella al fin, su voz quebrada profusamente, medio ahogada por un sollozo estridente. Sus ojos rehuían los de Brior—. Soy una desgracia para él. Su hija mayor, arruinada así como lo está también su hijo. —Brior abrió los ojos ante la comprensión, el pasmo enviando un escalofrío por todo su cuerpo. María lo miró al fin, como si hubiera notado el cambio, y susurró—: Arruinada, porque soy como Gaspar, Brior. Jamás me casaré con un hombre ni uno querrá desposarme, porque mis intereses residen en otra parte.
Brior la estrechó entre sus brazos con fuerza sobrecogedora.
No es que María le temiera a su padre, temiera casarse o perder su libertad.
María jamás se casaría, porque los hombres no entraban dentro de sus intereses, sino las mujeres.
Mercado de Leadenhall, Londres; mismo día
—Considero que el aguamarina te sentaría bien con tu tono de piel y cabello, Cassiopea —expresó Jessamine, analizando un rollo de tela del mismo color.
La joven Fairchild se limitó a asentir distraídamente mientras dejaba escapar un suave quejido para que la muchacha supiera que la había escuchado. El «hmm» de Cassy hizo que Jessamine dejara el rollo con un suspiro de frustración en su sitio. Agitó la mano en el aire para alejar al encargado de la tienda, que sin duda se había acercado pensando ofrecerle otra tela que pudiera gustarle más. A Cassiopea no le sorprendió: Jessamine y ella iban vestidas con las últimas modas: el corte de las mangas, las telas de sus faldas y los brocados que se adherían a las mismas dibujando patrones. Derrochaban dinero y extravagancia con solo mirarlas.
Cassiopea había estado con anterioridad en el mercado de Leadenhall. Era un edificio alto y de techos de cristal, cuyas cristaleras de colores reflejaban aureolas caleidoscópicas cuando la luz del sol se filtraba a través de ellas. A izquierda y derecha se extendían las tiendas y negocios varios que tanto Mundanos como Subterráneos habían establecido. Claro que, estos últimos se mantenían ocultos gracias a glamours que utilizaban para engañar a los ojos humanos, ya fuera por la apariencia de los propietarios, por los objetos que vendían, o por sus establecimientos en general.
Aunque Cassy no conocía hasta el último de los recónditos recovecos del mercado, había sido un lugar que había empezado a frecuentar cuando se le había hecho imposible conseguir melocotones en el mercado que se establecía en las calles. Aquel año, la temporada había sido horrible y las frutas no habían conseguido madurar lo suficiente para su venta, así que las cosechas habían sido aplazadas. Sin embargo, exigente y testaruda como ella sola, Cassiopea le había insistido a Charlotte de que fueran a otro lugar para comprar sus frutas favoritas.
Al final, habían acabado en el mercado de Leadenhall, donde un duende les había dejado a bastante buen precio unos melocotones maduros y jugosos. Su aspecto, impecable y maravillosamente apetecible solo había provocado la desconfianza en ambas hermanas. Tras jurar por los Acuerdos que las frutas no estaban envenenadas, el duende les había explicado que simplemente habían sido hechizadas con un conjuro que le había comprado a un brujo. Era un hechizo insignificante e indoloro que simplemente mantenía la fruta en buen estado.
Charlotte, no fiándose aun cuando su hermana había empezado a escoger los melocotones que se llevarían, había hecho que el duende volviera a dar su palabra —amenazándolo con decírselo a su padre Granville si sucedía algo—, de que las frutas no les provocaría ningún mal.
Aquellos melocotones habían sido los mejores que Cassiopea comería jamás.
Sonrió levemente al recordarlo, sin darse cuenta de que había entrelazado tres retales distintos hasta formar una curiosa trenza medio desecha. Recuperando la compostura, deshizo el intrincado lazo, pero las rápidas pisadas de Jessamine caminando hacia ella la distrajeron por completo, sorprendiéndola.
—Está bien —terció la rubia, caminando hacia ella y arrebatándole las muestras de tela que Cassiopea había mantenido en sus manos—. Cuando expresé que sería divertido y emocionante salir de compras en tu compañía, no me refería a esto.
—¿Y qué sería esto, exactamente? —inquirió Cassy.
—¡A esto! —Jessamine la señaló con una agitación de manos, exasperada—. Asemejas más un alma en pena que una joven que ama la moda tanto como yo. Podrías actuar un poco más interesada en la labor que estamos llevando a cabo.
—En ningún momento acepté venir contigo —se defendió Cassy. Jessamine dejó escapar una sonrisa gatuna.
—Y aun así, aquí estás. Sabes demasiado bien que te hice un favor sacándote del Instituto, no intentes mentir al respecto. Deseabas salir de ahí para no tener que cruzarte con Tessa, y menos con Will.
La sorpresa se apoderó de las facciones de la castaña, que procedió a mirar a Jessamine como si de repente le hubiera brotado una segunda cabeza del cuello. La joven Lovelace se encogió de hombros y retomó su tarea asiendo otro rollo de tela, esta vez de un tono rosado crudo. Cassiopea desvió su atención de las palabras de Jessamine mientras ella misma cogía un rollo de tonos violáceos. Lo estudió, palpando la tela con las yemas de los dedos, antes de mostrárselo a su acompañante.
—Si lo combinaras con un tono crema, la costurera podría confeccionar un vestido excepcional con la última moda.
—Tus intentos por cambiar de tema, permíteme, son fútiles —Jessamine acomodó el pequeño sombrero que llevaba sobre sus rizos dorados, y volvió a pasearse entre las muestras con rostro aburrido—. ¿Por qué sentías la necesidad de decirle esas cosas a la Señorita Gray? —añadió después.
Cassiopea frunció el ceño.
—¿Por qué te importa? —ladró en respuesta.
—¡Oh, no! —terció Jessamine—. No podría importarme menos, aunque debo reconocer que Tessa es una muchacha con ideas bastante... interesantes, pero que no comparto. Preguntaba porque me sorprende que no te hayas dado cuenta de la forma en la que Will y Jem la miran.
Cassiopea se detuvo, sopesando las palabras de Jessamine por unos instantes. Si bien era cierto que las reacciones de Jem y Will le habían desconcertado, jamás podría haber llegado a imaginar que se debería a unos supuestos sentimientos que, para mayor pasmo, ambos albergaban por la Señorita Gray. Es decir, de Jem podría haberlo imaginado, ¿pero de Will? Le parecía inconcebible que él pudiera sentir algo cercano al amor cuando todo lo que sus acciones denotaban era repugnancia o indiferencia.
Que William Herondale tuviera aquella clase de sentimientos era tan improbable como que Su Majestad la Reina Victoria estableciera una alianza con el Zar de Rusia.
El simple pensamiento, además, hizo que Cassy sintiera una punzada en el pecho que se esforzó por ignorar. Volvió a concentrarse en los retales de tela, escogiendo los colores que más le parecieron podían quedar bien juntos, y caminando hacia el mostrador de la tienda. Jessamine la siguió de cerca.
—Desvarías —le dijo la joven Fairchild a la rubia como toda respuesta.
—¿Lo hago? —repuso la otra—. ¿Acaso has pasado por desapercibidas las miradas que esos dos le dirigen a la Señorita Gray? No creí que estuvieras tan ciega. Ciertamente, solo faltaría que sus corazones latieran más alto cada vez que ella estuviera cerca para confirmar mis palabras. Tampoco puedo ver qué tiene ella, siendo franca.
—¿Está celosa, Señorita Lovelace? —burló Cassiopea. La rubia esbozó una mueca y posó cuatro retales sobre el mostrador antes de que la castaña pudiera poner los suyos.
—Dos rollos de tela de cada una de las muestras —le indicó Jessamine al encargado, que se apresuró a asentir y desaparecer en la trastienda. La joven dama se giró para mirar a su acompañante—. No malinterpretes mis palabras. No tengo nada que envidiarle a una joven neoyorquina. ¿Qué hay más hermoso que la belleza de una joven londinense? Somos los especímenes perfectos. El canon de belleza claramente fue creado inspirándose en damas como nosotras.
Cassiopea discrepó en silencio. Dudaba absolutamente de las palabras de Jessamine, pues aunque las londinenses poseían belleza, no todas las féminas eran agraciadas. Por otra parte, Jessamine tenía una forma de pensamiento demasiado egocentrista; había muchas culturas, sino todas, que poseían una belleza única entre sus congéneres femeninos.
Cassy decidió que no discutiría eso con Jessamine, por supuesto. Su opinión habría sido aniquilada en un abrir y cerrar de ojos, aunque era una fuerte respetadora de las opiniones ajenas. Sin embargo, a pesar de que le gustaba llevar la razón y salir victoriosa de un buen debate, también disfrutaba de los argumentos bien construidos y de las palabras que contrarrestaran las susyas.
No le hacia falta comprobarlo para saber que Jessamine no sería una de esas personas.
—No deberías juzgar a alguien por su apariencia, Jessamine —razonó Cassiopea. Su voz sonó mucho más resignada de lo que hubiera esperado.
—Es curioso escuchar tales palabras viniendo de ti —admitió la rubia—, al fin y al cabo, prácticamente le has dicho a la señorita Gray que nunca será aceptada en nuestra sociedad. ¿En qué se diferencia eso de juzgar por la apariencia?
—Juzgar injustamente y señalar un hecho son cosas distintas —repuso Cassiopea—. Si hubieras escuchado atentamente, habrías sabido que solo le indicaba que debía aceptarse a sí misma y su naturaleza, no que no sería aceptada. Aunque eso no es ninguna mentira.
—Oh, pero sí escuchaba, Cassiopea —Los ojos azules de Jessamine relucieron con elocuencia. Cassy parpadeó, sorprendida—. ¿Estás completamente de que no son lo mismo? Yo expresaba mi opinión, algo no muy distinto a lo que tú también hiciste, sin duda.
Quizá Cassiopea había pecado hablando de más. Estaba claro que Jessamine Lovelace sí podía contrarrestar sus palabras y argumentos y trasgiversarlos con suspicacia.
El encargado volvió junto a un ayudante portando los rollos de tela. Jessamine los examinó antes de asentir dando su aprobación.
—¿Quisiera que los enviáramos a la sastrería, señorita? —preguntó el mundano. Jessamine sonrió, y de repente parecía terriblemente encantadora. El encargado quedó totalmente encandilado al instante.
—Eso sería espléndido. ¿Cuál será el coste?
Cassiopea observó los retales que todavía llevaba en sus manos antes de soltar un suspiro interno de frustración. Tendría que volver otro día, cuando dispusiera de más dinero. Dejó las muestras de tela en una mesa a su izquierda y volvió la atención al hombre, que hacía cuentas apresuradas en un papel con una pluma.
—Serán dieciséis libras, señorita —informó el hombre. Jessamine le dirigió una breve mirada de suficiencia a Cassiopea y esta no se abstuvo de resoplar en voz alta esta vez.
El encargado pareció cohibido ante el gesto y el aura hostil que se había cernido sobre la joven Fairchild, pero aceptó el dinero y les deseó un buen día. Jessamine y Cassy salieron de la tienda, emprendiendo la marcha hacia la sastrería para que la rubia pudiera escoger el diseño de su nuevo vestido y le tomaran las medidas.
Unas calles más abajo del mercado más tarde, llegaron a la sastrería. Era un establecimiento que daba esquina a la calle opuesta por la que venían, y Cassy informó a Jessamine de que la esperaría fuera mientras ella concretaba sus asuntos en cuanto al vestido. La rubia hizo un aspaviento con la mano, entrando sin rechistar y sin molestarse en ver si era prudente dejar a su compañera sola.
Jessamine podía pasar por una muchacha ignorante, pero Cassy había aprendido mejor que juzgarla por sus apariencias. No dudaba en que la silueta de su daga no había pasado desapercibida para la rubia. Cassy tanteó el arma delicadamente. La había enfundado y depositado estratégicamente en uno de los bolsillos de su vestido de tarde. Era ligera y su hoja estaba cubierta de runas. Una simple baratija que cargaba consigo siempre fuera a donde fuera.
Ahora completamente sola, Cassiopea se permitió tomar una profunda bocanada de aire. No le importó que sus pulmones quemaran a causa de los hedores que rondaban en el aire a aquellas horas de la tarde. El Támesis quedaba lejos de su ubicación, pero aún así, los olores del vapor y las aguas estancadas conseguían infiltrarse a través de las calles y llegar hasta ella. O quizá estaba demasiado cerca de algún balcón por el que acababan de lanzar el contenido de un orinal.
Un escalofrío la recorrió ante el pensamiento y decidió dar un breve paseo. No conocía a Jessamine lo suficiente, pero sabía que tardaría en escoger el diseño para su vestido, del cual ella seguía siendo la benefactora. No quería ni imaginarse el coste, si ya las telas de tul y seda le habían costado todo lo que llevaba encima.
Las concurridas calles de Londres empezaban a vaciarse a medida que el sol descendía cada vez más. El paso del tiempo había transcurrido especialmente rápido sin que ella se diera cuenta. Recordó que Brior iría a buscarla al Instituto a las ocho, y de repente se sintió estúpida por no haber comprobado la hora con anterioridad mientras estaban en el mercado. Soltando un suspiro, se dispuso a buscar un establecimiento que dispusiera de un reloj. Casi podía escuchar la voz de su mejor amigo burlándose de ella y diciéndole el mal sentido horario que poseía. Brior era un controlador del tiempo, cada gota era oro líquido, solía decir.
Quizá le pidiera prestado a Brior uno de sus relojes de bolsillo.
La zona en la que se encontraba no poseía muchos establecimientos. La mayoría empezaban a vaciarse y ya muchos habían cerrado sus puertas por completo. Cassiopea decidió ir calle abajo, en dirección contraria al mercado. Cuanto más cerca del hedor del Támesis, más tabernas habría y más probabilidades de encontrar un reloj, incluso si provenía del bolsillo mugroso de un hombre de mala fe.
Se acercó a una esquina oscura rápidamente mientras su mano aferraba la estela de su bolsillo en un movimiento limpio. Las líneas negras quedaron trazadas sobre su pálida piel cubierta de otras marcas. Observó la nueva runa elaborada, satisfecha, y volvió a guardar la estela. Ahora al menos los únicos capaces de verla serían los subterráneos y otros cazadores. Solo esperaba que no hubiera demonios cerca; no estaba de humor para lidiar con ellos.
Y mucho menos con aquellos enviados por el Magíster.
Mientras caminaba, no pudo evitar pensar en la pregunta de Jessamine. «¿Por qué sentías la necesidad de decirle esas cosas a la Señorita Gray?», había preguntado la rubia, y si era sincera, Cassiopea no conseguía encontrar una respuesta razonable para ello. ¿Por qué lo había hecho? Quizá porque Tessa le parecía una buena muchacha aunque su relación no hubiera empezado con buen pie. Quizá porque alguien que era bueno no merecía ser tratado con insultos, indiferencia y palabras despectivas todo lo que, hasta donde sabía, Tessa había recibido desde su llegada al Instituto.
Había escuchado su historia durante la reunión de la Clave y no había resistido la rabia que había quemado en su interior. Tessa había pasado por muchos sucesos que habrían quebrantado las almas de los más débiles con un solo chasquido, pero no Tessa. Ella los había resistido, golpe tras golpe, insulto tras insulto, abuso tras abuso. Cassiopea no la conocía tanto como los integrantes de su hogar, pero podía identificar a un superviviente cuando sus ojos se encontraban con uno.
Ella misma lo era también.
La señorita Gray, sin embargo, rechazaba su naturaleza. Cassy sabía que se debía a que había sido criada con creencias mundanas, que una parte de Tessa todavía se consideraba como tal. Por otra parte, el odio y la discordia que había entre subterráneos y cazadores de sombras no había mejorado las cosas en absoluto. Tessa estaba en mitad de un fuego cruzado, los dos cañones enemigos apuntando directamente a ella.
Lo que Cassy había intentado que comprendiera era que, cuanto más rápido ella misma aceptara su naturaleza, más fácil le sería ignorar los comentarios dirigidos a ella para derribarla. Una debilidad podía tornar en fortaleza si así uno mismo lo deseaba, pero primero debía aceptarlo antes de que una nueva ráfaga de disparos lo encontrara.
La forma en la que se lo había hecho saber a Tessa, no obstante, quizá no había sido la mejor. Cassiopea la había insultado muy claramente al decirle las cosas de forma tan directa, sin tener apenas tacto. Sintió la culpa subiendo por su estómago y atascándosele en el pecho, presionando contra su caja torácica y dificultándole la respiración levemente.
Sabía que debía disculparse, y una vez las aguas se calmaran, lo haría.
La perdida de sus padres había transformado el carácter de Cassy, la había hecho más mordaz y directa, casi insensible. Con el tiempo, había aprendido a controlar aquella faceta suya lo mejor posible, pero a veces no se daba cuenta de la forma en la que aquella parte de ella se deslizaba hacia la superficie. Silenciosa y cautelosa como una serpiente, aquella Cassy más oscura encontraba su camino y convertía su lengua en la bífida extremidad de una víbora.
Cassy suspiró, desviando su vista de los adoquines hacia el frente.
Se detuvo de repente, sus ojos abriéndose con sorpresa.
Había una figura delante de ella, a tan solo unos pasos. Había llegado hasta una taberna dirigida por subterráneos en pocos minutos, y delante de ella, aquella figura miraba el letrero con aire pensativo, su cabeza vuelta hacia arriba. La capucha de su capa cayó, revelando un cabello alborotado y lleno de rizos oscuros que, bajo la luz de las farolas —que eran encendidas metódicamente por varios hombres—, brilló con un fantasmal tono marrón.
Pero Cassy conocía aquel cabello y su verdadero color. A la luz de la luna, hubiera resultado de azulado, similar a las alas de un cuervo.
Contuvo la respiración y presionó la espalda rápidamente contra un edificio cercano, repentinamente nerviosa. No supo por qué se escondía exactamente, pero aguardó. Tampoco supo qué hacía William Herondale en aquellas calles tan tarde.
Y aquello volvió a despertar su dormida curiosidad, la que había resguardado del resto del mundo por su propio bien. Pero Cassy era una amante del peligro y lo desconocido, y para alguien así, nunca era difícil encontrar el camino de regreso hasta el olvido de lo sensato.
Así que acalló a la voz de su conciencia, que clamaba que volviera sobre sus pasos, en dirección al mercado de Leadenhall y de vuelta a la sastrería. Que buscara un reloj en otra parte para comprobar cuándo debía volver al Instituto para que Brior la llevara a la casa franca de los Blackthorn.
La voz que intentó persuadirla para que no volviera a cometer un error, como la noche en la que había encontrado a un muchacho en la biblioteca, con los dedos manchados de tinta, el crepitante fuego de una chimenea y una lluvia de pergaminos escritos como hojas caídas en el suelo otoñal.
Will se movió.
Cassy lo imitó.
¿Por qué estaba allí? ¿Qué buscaba en las tabernas subterráneas? ¿La promesa de buena compañía? ¿Bebida capaz de hacerle olvidar? Cassiopea no lo sabía, y aunque una parte de ella seguía repitiéndole que diera media vuelta, sus piernas ya habían cogido un buen ritmo. Podía sentir las faldas de su vestido de tarde manchándose de las aguas estancadas y embarradas de los charcos, y sus botines de tacón bajo pegándose a los adoquines húmedos, pisando cosas blandas a las que decidió no prestar importancia. En otras circunstancias, quizá se hubiera horrorizado de que su atuendo se viera perjudicado de tal manera, pero ahora su mente se encontraba presa de un hechizo, de un prohibido canto de sirena que la instaba a seguir caminando, a moverse más rápido.
No corrían, pero el paso de Will era lo suficientemente rápido como para que Cassiopea tuviera que hacer el doble de esfuerzo por seguirle el ritmo. Tampoco ayudaba que la noche se cerniera lentamente sobre ellos. Con las calles vaciándose, pasar desapercibida se estaba convirtiendo en una ardua tarea.
Su corazón martilleaba en las profundidades de su pecho. Los nervios en la boca de su estómago escalaron sin piedad por su garganta y la ahogaron con manos invisibles. Ser descubierta era una posibilidad que la emocionaba y la aterraba a partes iguales. Will, sin embargo, parecía ajeno a su perseguidora y la caminata aconteció sin demasiadas interrupciones.
Cassiopea se escondía en los recovecos más oscuros de las callejuelas, sin perder nunca de vista a Will. Una runa de rastreo le hubiera resultado útil, pero Cassy no poseía la habilidad de dibujar runas sin mirar cómo la estela se movía por encima de la piel; no tenía tiempo para detenerse y hacerlo.
La figura de Will acabó entrando en un pequeño garito que Cassy no había visto antes. Acercándose con paso sigiloso, miró el cartel sobre su cabeza. El letrero era ilegible, con moho cerniéndose sobre la madera y desfigurando las letras. Frunciendo los labios, acarició la daga, todavía guardada, y entró en la taberna.
El lugar apestaba a opio y bebidas fuertes. Los subterráneos más cercanos a la entrada le dedicaron una mirada desconfiada, notando a qué raza pertenecía la recién llegada. Cassiopea no los miró. Era mejor no dirigir su mirada hacia los habitantes del Submundo que se sentaban en una taberna como aquella. Una sola mirada podía ser malinterpretada de la peor forma. Una sonrisa, como una amenaza. Un saludo, como una burla. No podía arriesgarse a llamar la atención, sobre todo si Will andaba cerca del lugar.
Los ojos verdosos de Cassy se pasearon por las mesas, pero no vio señales de William por ninguna parte. Soltó un suspiro de frustración y siguió caminando, sorteando los cuerpos danzantes de seelies y las miradas perdidas de aquellos que habían bebido demasiado. Un brujo de piel violeta y grandes incisivos le cortó el paso. Este, a diferencia de la mayoría, parecía sobrio.
—¿Qué trae a una dama como tú a un lugar como este? —preguntó con voz sedosa. En sus labios sostenía una varilla de incienso y un humo plateado salía de la punta. Cassy se apartó ligeramente, con el ceño fruncido.
—Nada que concierna a los subterráneos —dijo, y se apresuró a añadir—: no busco problemas.
—Si no concierne a los subterráneos, quizá no deberías estar aquí, Nefilim.
El brujo dio un paso hacia delante. Cassy dio uno atrás. Detrás de ella podía escuchar las risas de un grupo cercano de licántropos, atentos a la conversación. La sangre de Cassy quemó dentro de su sistema y su mano, oculta entre la tela de la falda, volvió a rozar la daga.
No quería problemas, era cierto, pero si aquel brujo daba un paso más intentando intimidarla, no le quedaría otra que hacer uso de sus facultades como cazadora de sombras. No estaba a favor de la sublevación de los subterráneos a manos de los nefilim, pero si se veía obligada a ello, actuaría a su favor.
El brujo dio una larga calada de la varilla antes de soltar el humo, que golpeó el rostro de la joven Fairchild sin piedad. Cassy se ahogó y se apartó, tosiendo. El hijo de Lillith soltó una carcajada y los licántropos aullaron. El resto del local era ajeno a lo que sucedía; se preocupaban por sus cosas y no se inmiscuían allí donde no les convenía.
—Señor Grahorn —dijo una voz tras Cassiopea, calmada y jovial. La joven se congeló en el sitio—. Veo que ha encontrado a mi acompañante, ¡muchas gracias! No habría podido empezar sin ella.
Una mano aprisionó su brazo, pero Cassiopea no se apartó. El agarre no era fuerte, pero sí una advertencia. Podía sentir la presencia detrás de ella, su espalda casi presionada contra el pecho tonificado, irradiando más calor del que ella hubiera imaginado jamás. Allí donde la mano la tocaba, estallidos de electricidad encontraron su origen y recorrieron su cuerpo, erizándole el vello.
El Señor Grahorn hizo una mueca —que quedó más tosca de lo pretendido por los incisivos y dio un paso atrás. Se retiró el sombrero de copa de cachemir y les sonrió falsamente. Cassy notó que el agarre se apretaba en su brazo.
—Disculpe, Señor Herondale —esbozó Grahorn con una rápida cortesía—. Desconocía que esta noche tendría una acompañante tan..., interesante.
—¿Sabe qué sería interesante? Dos pintas de cerveza en aquella mesa de la esquina y la promesa de que mantendrá la boca cerrada.
Cassiopea quiso mirarle por encima del hombro, horrorizada por sus palabras. ¿Es que acaso tenía un deseo de muerte? ¿Quería arrastrarla a ella también a la tumba?
Como solía ocurrirle más de lo que le hubiera gustado admitir, Cassiopea se arrepintió de haber obedecido a su deseo de saciar su maldita curiosidad.
Pero Grahorn, a pesar de todo, solo asintió y desapareció de sus vistas. Sin embargo, las chispas violetas en la punta de sus dedos no pasaron desapercibidas para Cassy. La mano en su brazo la giró de un brusco movimiento, y antes de que pudiera decir algo, dos ojos azules la miraban duramente. Azules y largos, bellamente atormentados, como siempre lo habían sido los ojos de William Herondale, y como siempre lo serían.
—¿Qué crees que estás haciendo, Ío? —siseó cual serpiente de cascabel.
Y aunque ella quiso responder, aunque sabía que el tono de Will no había sido más que pura rabia contenida y enfado, Cassiopea sintió que el sonido de su apodo enviaba un escalofrío por su columna vertebral y le aceleraba el corazón. Sacudió la cabeza imperceptiblemente y le devolvió la mirada sin vacilación.
—Tal vez debería preguntar yo eso. Sabía que buscabas compañías en los lugares menos indicados, ¿pero un garito de opio y subterráneos? Curiosas combinaciones las tuyas, Herondale.
La mirada de Will tornó en piedra de mármol.
La condujo hasta la mesa que le había indicado con anterioridad al Señor Grahorn y ambos se sentaron, uno delante del otro. Cassiopea volvió a encontrarse con los ojos de Will, mientras este se recostaba en su asiento con aire despreocupado.
—Después del altercado con la Señorita Gray no esperaba que tu lengua siguiera siendo bífida, Cassy —admitió él. Pero ella detectó el deje de desdén en su voz y se erigió en su sitio por instinto.
—No pretendía ofender a la Señorita Gray.
—Pero lo hiciste —replicó Will, quizá demasiado rápido. Cassy no dijo nada, y él se masajeó las sienes antes de apoyar los antebrazos en la mesa e inclinarse hacia delante. Una débil brisa de la fragancia del joven golpeó las fosas nasales de Cassy. Contuvo la necesidad imperiosa de inhalarla—. ¿Qué estás haciendo aquí, Ío? —Y ahora sonaba verdaderamente cansado.
—Salí en busca de un reloj mientras esperaba a Jessamine. Te vi y te seguí —contestó ella, escueta. Las cejas de Will se alzaron—. Curiosidad.
—Sabía que con el tiempo las víboras de la misma calaña acabarían juntas, pero debo admitir que no tan pronto.
—Will —gruñó Cassy en advertencia. No iba a consentir que hablara así de Jessamine o de ella misma. No había razón.
—De acuerdo —cedió él, para su sorpresa—. ¿Por qué no me sorprende que fuera tu curiosidad la que te empujara a seguirme? Debí haber sabido que tarde o temprano volverías a viejas costumbres.
Por unos instantes, Cassy pudo ver que sus palabras portaban consigo un doble sentido. De repente volvían a estar en la biblioteca, rodeados de cartas que nunca serían leídas y del olor de leña y pergamino quemados. Tragó saliva disimuladamente y se alisó las faldas pareciendo desinteresada. Cuando alzó la vista, la mirada azul de Will seguía sobre ella.
—¿Y tú qué haces aquí? —Era el turno de Cassy para preguntar, pero sin duda, no se esperó la respuesta de Will.
—Había quedado aquí con un amigo...
—Me halagan tus palabras, joven William —replicó una voz tras ellos. Cassy sintió un escalofrío—. ¿Quién es esta joven dama que nos acompaña en esta noche tan curiosa?
Cassy se alzó de su asiento con rapidez, dándose la vuelta con los ojos bien abiertos por la sorpresa.
Los felinos ojos de Magnus Bane le devolvieron la mirada.
¡Hola!
Sé que han pasado meses desde la última actualización a pesar de que dje que sucedería lo contrario, que habrían más actualizaciones. Creedme cuando os digo que cada vez que abría el Word de Clockwork era para ponerme a escribir, pero las palabras simplemente no fluían. Estos últimos cinco meses han sido duros, los más duros que había vivido jamás, y cuando creía que escribir me animaría, terminaba frustrándome por mi estado y el hecho de ser incapaz de escribir algo en absoluto.
Pero por fin, aquí teneís capítulo nuevo, mucho más largo que los anteriores para compensar la falta de actualización de estos meses. Sé que el número de lectores de la novela se han visto reducidos, no me hace falta ser adivina para saberlo con certeza, pero quiero daros las gracias a los que todavía continuéis aquí.
En este capítulo hemos visto las interacciones entre Brior y María y Jessamine y Cassiopea, sobre todo. El diálogo entre estos dos primeros, aunque breve, contiene una información que creo que no se ha señalado lo suficiente, tanto en los libros como en los fics de Cazadores de Sombras, y es que a pesar de ser una sociedad relativamente avanzada, hay cosas como el patriarcado y los matrimonios que se siguen manteniendo a pesar de todo.
Por otra parte, creo que Jessamine y Cassiopea van a llevarse bastante bien, a pesar de su conversación y los roces que hayan podido haber en ella. ¿Y qué me decís de la escena final? Estuve tentada a recortarla hasta la parte en la que Will le pregunta a Cassy qué hace en la taberna, pero sentía que necesitaba continuar un poco más hasta soltar una bomba mayor. Y menuda bomba que es Magnus Bane. ¿Qué creéis que pasará?
Hay una referencia cultural en el capítulo, a la relación entre la Reina Victoria y el Zar de Rusia, para ser más concretos. Cuando Cassiopea hace referencia a ello, el contexto tras ello es verídico. Según algunas fuentes, la Reina Victoria despreciaba a Rusia y siempre rivalizó con ella en la escena internacional.
Explicación del título NO VISTO: La runa de No Visto, o 'Unseen' en inglés, según creo recordar, es utilizada para ocultar a los cazadores de somras de los ojos mundanos. Sin embargo, en este capítulo toma un doble sentido. Por una parte, está el literal, cuando Cassy se pone la runa para pasar desapercibida, y por otra, el figurado, en referencia a la condición de María y otras mujeres cazadoras de sombras en su sociedad.
Espero que os haya gustado, ¡muchas gracias por leer!
¡Votad y comentad!
¡Besos! ;*
—Keyra Shadow.
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