Capítulo 13. Percepción
Abadía de Westminster, Londres; 1878
De los dos mellizos Vientofrío, si le hubieran preguntado a cualquiera de los integrantes del Instituto de Madrid, la mayoría habría estado de acuerdo en que Gaspar era el más tranquilo, pero también el más impaciente. Los Vientofrío conformaban una de las familias más antiguas de cazadores de sombras españolas. Se posicionaban en la cúspide de la jerarquía como la familia predilecta al cargo de directores del Instituto de Madrid, y cuando no fuera así —algo que pasaba solo en ocasiones extremadamente raras—, a pesar de todo siempre habría un Vientofrío cerca, velando por la seguridad y la prosperidad del Instituto.
Gaspar y María eran los hijos del actual director, y habían conocido a Brior Blackthorn casi a la par que a Gideon Lightwood. Tras mucho meditarlo y rogarle a su padre, no obstante, Héctor Vientofrío había accedido a que sus hijos residieran en Idris y llevaran sus estudios a cabo allí. Ahora los mellizos eran mayores y podían moverse con total libertad de Idris al Instituto de Madrid, y aunque nunca habían estado en Londres por períodos excesivamente largos de tiempo, ambos se habían acostumbrado rápidamente a la manera inglesa de hacer las cosas.
Pero no a la impuntualidad.
—Llegan tarde —bufó Gaspar. Su pie izquierdo se movía impaciente sobre las losas de la nave de la Abadía. Pam, pam, pam, pam. A su vez, chasqueaba la lengua de vez en cuando, como si su molestia no fuera ya evidente.
—¿Podrías callarte por dos segundos? —expresó su hermana, reclinada contra una de las columnas—. Solo pido dos segundos de silencio antes de que mi cabeza acabe por estallar. Y nadie querría que este suelo tan limpio se manchara.
Gaspar le echó un vistazo a su hermana por encima del hombro.
—El Cónsul Wayland no tardará en llegar —dijo—, y te recuerdo que hoy veremos a padre. ¿Cómo puedes estar tan tranquila?
—¿Y tú cómo puedes estar tan histérico? ¿Alguna vez te das un respiro?
Gaspar sonrió gatunamente.
—Cuando tengo una jarra de cerveza de Malta en las manos y me encuentro rodeado de preciosas compañías de todo tipo.
María lo miró asqueada, abriendo la boca para hablar de nuevo, cuando una voz la interrumpió.
—Sentimos la tardanza —esbozó Cassiopea. María quedó petrificada al ver el estado en el que se encontraban sus amigos.
Cassiopea, quién se había labrado a sí misma una dorada reputación por vestir siempre a la última moda e impecablemente, portaba la falda de su vestido de día completamente manchada de icor; incluso desde la distancia a la que se encontraba, podía leer el olor putrefacto de la sangre demoníaca. No muy lejos de ella, justo detrás, Brior procedía a peinar un poco su cabello castaño pasando los dedos entre las hebras de manera rápida.
—¿Qué os ha ocurrido? —inquirió Gaspar, acercándose rápidamente.
—¿Os habéis divertido sin nosotros? —preguntó María con mofa. Cassiopea frunció el ceño.
—No —respondió—. Nos atacaron, pero os lo contaremos más tarde. ¿Se sabe a qué hora empezará la reunión?
—Dentro de unos quince minutos —respondió Brior, tras mirar su reloj de bolsillo—. ¿Por qué?
—Necesito despejarme.
Y sin decir nada más, la joven Fairchild desapareció de sus vistas, perdiéndose por uno de los pasillos. María se acercó a Brior y le palmeó la espalda. El joven se había quedado mirando la dirección en la que la muchacha se había ido.
—¿Algún día se lo dirás? —preguntó en voz baja. Brior suspiró.
—No quiero imponer mis sentimientos, sé que ella no me corresponde.
—No los estarías imponiendo, simplemente los soltarías de tu pecho, de esas cadenas que aferras con tanta fuerza para que no salgan al exterior. Necesitas decírselo, Brior, ya son tres años.
—Necesito más tiempo —volvió a decir él. María negó.
—Ni aunque poseyeras todo el tiempo del mundo, antepondrías tus sentimientos a los suyos. Esa joven te tiene atado desde hace años y ni siquiera es consciente de ello. Y déjame advertirte como tu amiga que soy: eso solo te traerá dolor, Blackthorn.
Brior volvió a dejar escapar una leve exhalación. En un vano intento por cambiar el rumbo de la conversación y su temática, señaló a Gaspar y después volvió a mirar a María.
—¿Por qué razón vosotros dos no habéis entrado en la Cámara del Consejo?
Algo cambió en los ojos castaños de María. De repente, parecían mucho más oscuros, como la madera de un ciprés quemado que, no obstante, sigue ardiendo en su interior. Aquel fuego contenido era el que empezaba a brillar ahora en los ojos de la cazadora de sombras, y Brior no pudo sino mostrarse visiblemente interrogante y confundido por ello.
—Debemos hablar con padre —respondió secamente. Aquella sola oración fue suficiente para que el joven Blackthorn no cuestionara nada más. Las palabras eran escasas y justas cuando se trataba del progenitor de los mellizos; Brior no le conocía, pero sabía de él a través del comportamiento de María y las pocas cosas que Gaspar le había explicado sobre su padre—. No tiene importancia, sin embargo. La reunión está a punto de comenzar.
—¿El Cónsul ha llegado? —preguntó Brior. Gaspar dejó escapar una maldición justo en aquel instante.
—¡Acaba de entrar en la sala! —exclamó—. Supongo que tendremos que contarle lo que hemos descubierto durante la reunión...
María resopló.
—Y hablar con padre más tarde.
Tanto Brior como María negaron con la cabeza; que Gaspar estuviera realmente atento a algo era más difícil de lo que se esperaba.
Cassiopea no sabía hacia dónde se dirigía exactamente, pero tampoco le prestó gran importancia; su mente estaba demasiado ocupada en otros asuntos, como el hecho de que volvería al Instituto después de cinco años sin haberlo pisado. Que volvería a ver a su hermana, a Henry y a Jem, a Thomas y Agatha. Y cuando sus pensamientos la traicionaron, cuando se permitieron deslizar el recuerdo de aquellos ojos azules y aquellos rizos negros, entonces cerró los ojos con fuerza mientras paraba de golpe, sus faldas soltando un débil quejido en respuesta.
Habían pasado cinco años desde que había visto las llamas arder por cartas que nunca serían leídas por su destinatario. Cartas que contenían unas palabras que, hasta la fecha, no había sabido determinar si eran ciertas o meras blasfemias.
Quizá el capricho de un niño arrogante que solo quería llamar la atención.
Pero nuevamente, cuando pensaba en esto, no podía evitar recordar la mirada en el rostro de William. Lo había visto mostrar emociones que jamás se hubiera planteado que pudiera sentir. Lo había visto lleno de un terrible dolor, tan grande, que solo podía esperar que el Ángel se apiadara de él y aliviara sus tormentos.
Quizá fueran las verdades de un alma que solo buscaba el perdón.
Sus pasos la habían llevado hasta los sepulcros de aristócratas, miembros del clero de suma importancia i algunos de los reyes y reinas de más renombre en la historia de Inglaterra. La capilla delante de ella era la de la Reina María I Estuardo de Escocia. No muy lejos, sabía que se encontraba el Rincón de los Poetas, y fue hacia allí precisamente a donde se dirigió. El poeta Lord Byron le había parecido interesante de niña, en cuanto había sabido que gracias a este de forma indirecta, Mary Shelley había podido concebir su obra maestra, Frankenstein.
Lo cierto, no obstante, era que Lord Byron le recordaba vagamente a William. Ya fuera por la rebeldía que caracterizaba tanto al poeta como a sus personajes o la forma en la que relataba hasta los acontecimientos más crudos de tan bella manera, Cassy veía mucho de Byron en Will, tanto que a veces, había llegado a creer que el joven cazador de sombras no era sino otro de los personajes del autor romántico.
—Es irónico pensar que Byron, siendo como era, poseyera tanto de sus personajes que incluso él mismo pudiera denominarse como byrónico, ¿verdad?
La voz la dejó paralizada. Unas octavas más grave y madura de lo que lo había sido unos años atrás, pero sin duda era la misma: aterciopelada, suave y mucho más varonil. Nada quedaba ya del barítono de niño que había tenido. Ahora era la voz de un hombre dolorosamente atractivo.
Cassiopea no se giró para mirarlo por completo, pero el individuo se había posicionado a su lado sin dirigirle la mirada. Su cabello seguía siendo negro como las alas de un cuervo, con un tinte azulado por las luces que se colaban por las cristaleras. Su mandíbula se había tornado fuerte y marcada, afilada, y su perfil era simplemente bello. No le hizo falta ver sus ojos, sabía que seguían siendo los mismos.
Azules y largos, bellamente atormentados.
Y ella conocía demasiado bien aquel tormento.
William continuó sin mirarla, y ella lo agradeció. No estaba lista para enfrentarlo, no todavía. Si él la miraba, entonces no tendría escapatoria; no podría seguir pensando que aquello se trataba de un sueño, y no de que William Herondale se encontraba realmente a su lado, con las serpenteantes líneas de las runas asomando por el cuello de su camisa y bajo las mangas de su abrigo.
Mientras Cassiopea lo observaba, rezando para que el continuara ignorando su presencia o la falta de respuesta por su parte, Will se giró hacia la pareja que había estado a tan solo unos metros, caminando de repente hacia ellos, pasando dos monumentos, y bajando la voz hasta que esta cobró un tono de ultratumba:
¡Mortalidad, contempla y teme!
Qué cambio de la carne hay aquí:
Piensa en cuántos reales huesos
Duermen en estas pilas de piedra.
—Will —esbozó una nueva voz. Cassiopea contuvo la respiración; solo había alguien que podía desafiar a William de tal forma—. ¿Has decidido honrarnos con tu presencia?
«Jaime».
—Nunca dije que no fuera a venir.
—Llegarás tarde a la reunión del Consejo —continuó Jem, afable.
—He ido a un recado —replicó Will sin inmutarse.
Cassiopea dejó de escuchar a escondidas. Si Jem consideraba que Will llegaba tarde, era porque sin duda él también y, por consecuente, aquello solo podía significar que no eran los únicos tardíos.
«Brior va a matarme» —pensó, deslizándose a través del pasillo hasta llegar al claustro este, dejando atrás a los dos cazadores de sombras y la muchacha que los acompañaba.
Cuando la puerta de doble hoja en uno de los muros estuvo delante de ella, Cassiopea posicionó su estela en la madera y esta lanzó un destello azul antes de que la puerta se abriera. Detrás de ella podía escuchar las voces de William y James acercándose, así que avanzó a la oscuridad al otro lado de la puerta antes de que esta se cerrara con un golpe tosco y seco.
Del bolsillo izquierdo de su falda, Cassy sacó una piedra de luz mágica que la guio a través de la sala hasta el altar posicionado al otro lado. Este se movió en cuanto ella estuvo delante, cediéndole el paso a un agujero negro por el que se filtraban débiles rayos de luz. Tan pronto hubo descendido al corredor de piedra, una mano se envolvió entorno a su brazo. Cassy soltó un gritito ahogado por pura inercia, intentando liberar su brazo y asestando un golpe hacia el agarre a ciegas.
Brior soltó un quejido, dejando al descubierto su rostro cuando una antorcha de luz mágica lo iluminó. Cassy volvió a propinarle un manotazo en el brazo.
—¡Sabes mejor que darme semejante susto, Blackthorn! —le espetó la joven. Brior bufó.
—Estaba esperándote, desagradecida.
—¿Y cómo sabías que la persona que bajara a continuación sería yo? —interrogó la castaña.
—Porque solo tú harías tanto ruido con esos botines de tacón.
Cassiopea torció el gesto, indignada. Aquellos botines habían sido un regalo de Tía Callida, encargados para ella en una de las tiendas más ilustres de París. Parecían ser la única parte de su vestuario que se había salvado del icor que cubría su falda. Había intentado quitarlo como había podido, pero mucho se temía que el vestido había quedado irremediablemente arruinado.
—¿Hablasteis con el Cónsul?
Brior negó.
—Los mellizos y yo lo perdimos. Ahora ya todos están esperando a que dé comienzo la reunión. Llegamos tarde.
«No todos».
Los grabados de Raziel les dieron la bienvenida uno a uno mientras avanzaban por el pasillo. Finalmente, llegaron a las puertas de plata con las cuatro ces entrelazadas: Clave, Consejo, Cónsul y Convenio.
Cassiopea jamás había visto con sus propios ojos la sala del Consejo. Sabía algunas cosas por medio de lo que Charlotte le había contado al respecto cuando esta había cumplido la mayoría de edad. Sin embargo, Cassy descubrió que escuchar simples descripciones no podía compararse a la experiencia de verlo con sus propios ojos, y sentirlo con su propia alma.
El techo abovedado se erguía sobre sus cabezas con su propio manto nocturno: un fresco lleno de vida de estrellas y constelaciones que dibujaban suaves y gráciles figuras allá donde se unían las unas con las otras. En el centro de la bóveda, allí donde el punto más alto se alzaba, la estatua de un ángel con antorchas en sendas manos colgaba sobre ellos. Bajo la magnificencia del techo, hileras de asientos se inclinaban hacia abajo en forma de anfiteatro. En otras circunstancias, Cassy hubiera creído que lo que acontecería allí sería la representación de una obra de Hesíodo, y no una reunión de Nefilim.
Brior y ella se encontraban en la cima de la escalinata que dividía las dos partes en las que se dividían los asientos. La joven observó que dos terceras partes de los mismos se encontraban ya ocupados, y aunque no reconoció todos los rostros, supo que allí se encontraban más Nefilim de los que jamás había visto en toda su vida. Tía Callida estaba allí, advirtió, igual que Benedict Lightwood y su hijo Gabriel; también Lilian Highsmith y George Penhallow.
Una mano se alzó en su dirección de improvisto. Cassy posó la mirada sobre el intranquilo Gaspar y su hermana; había sido María la que les había indicado con un gesto que se sentaran junto a ellos en la fila detrás de la que precedía a la suya.
Mientras avanzaban, Cassy paseó la mirada por la tarima que se extendía delante de los asientos. Allí reposaban varias sillas de altos respaldos y asientos recubiertos de fundas de terciopelo. La respiración de Cassy se cortó en cuanto sus ojos se encontraron con los castaños de su hermana. Una sonrisa resplandeciente se extendió por los labios de Charlotte ante la vista de su hermana pequeña, y Cassy no pudo hacer sino acompañarla en el gesto. Al lado de esta primera, Henry desvió la mirada de la primera fila de cazadores de sombras para buscar lo que su esposa miraba. Cassy alzó una mano a forma de saludo, y el pelirrojo Branwell estiró una de sus comisuras en una sonrisa torcida y adorable.
A pesar del encuentro indirecto y sin palabras, Cassiopea no pudo evitar fruncir el ceño cuando su hermana apartó la vista de ella, volviendo a una posición neutra y tranquila. La tensión en sus hombros era evidente para la joven Fairchild, de igual forma que lo era también el rígido rictus que cubría su boca. Mientras Charlotte controlaba sus emociones y las embotellaba para que nadie las percibiera, a su lado Henry no podía ser más transparente; estaba sumamente nervioso, observó Cassiopea, y todo aquello que no se percibía en Charlotte, se veía claramente en su esposo.
En el atril delante de las sillas de respaldo alto se hallaba un hombre de cabellos rubios y espesa barba. Al principio Cassy se sintió avergonzada por no reconocerlo, pero nadie podía negar que el Cónsul Wayland, su estimado Joshua Wayland, había envejecido considerablemente desde la última vez que lo había visto.
—¿Quién es el hombre al lado de Wayland? —pregunto María distraídamente, al notar al hombre más bajo y envejecido. Brior torció el gesto.
—Es el Inquisidor Whitelaw. Normalmente se encarga de interrogar a testigos en nombre de la Clave. Entiendo que sea una reunión del Consejo pero...
—Que esté vestido con la toga del Inquisidor solo significa que va a interrogar a alguien —terminó Gaspar por él.
—¿Pero quién? —inquirió Cassiopea.
Nuevos pasos apresurados se escucharon desde lo alto de las escalinatas.
El Cónsul Wayland dibujó una sonrisa en sus labios.
—Señor Herondale —dijo, y Cassy se tensó por completo—. Qué amable ha sido al unirse a nosotros. Y el señor Carstairs también. Y su compañera debe ser...
—La señorita Gray —dijo la agradable voz de una muchacha—. La señorita Theresa Gray, de Nueva York.
Cassy los sintió moverse a los tres. El pulso se le aceleró cuando notó que se sentaban detrás de ella y Brior. La llamada señorita Gray siguió hablando con el Cónsul, pero sus dos acompañantes no dudaron en acomodarse en sus asientos. Si los reconocían...
—Brior Blackthorn —saludó Jem detrás de ella—. Ha pasado mucho tiempo, viejo amigo.
—Desde luego —estuvo de acuerdo Brior—; sin duda debemos ponernos al día, ¿no crees?
La joven Fairchild permaneció quieta, sin apenas moverse. Tenía miedo de respirar muy fuerte, de que los desbocados latidos de su corazón se escucharan. Los escalofríos la envolvieron cuando notó una mata de pelo negra inclinándose en su dirección. Solo bastó una palabra susurrada, casi entrecortada, para que su corazón dejara de latir y quedara inerte de repente:
—¿Ío?
Sus ojos se encontraron con unos azules; azules y largos, bellamente atormentados, y Cassiopea Fairchild se sintió desfallecer.
—Will —exhaló.
¡Hola!
Sí, las actualizaciones no son constantes, lo sé. Pero al menos espero que las esperas valgan la pena al final. Gracias a los que continuáis aquí, really.
No tengo demaisado que comentar hoy, la verdad. Me costó horrores entrelazar lo que tenía de la parte, digamos, original, con los hechos de los libros. Como podréis haber notado, aquí ya empiezo a utilizar el segundo libro para diálogos y descripciones (aunque estas últimas intento hacerlas por mi cuenta para no copiarme directamente de Clare).
Se ha confirmado lo que todo el mundo sabía: Brior está enamorado de Cassiopea y esta muchacha no tiene ni idea, un clásico. Sin embargo, también hemos visto más de los hermanos Vientofrío (entre otras cosas, que nuestros mellizos vienen de una familia muy estricta y que Gaspar tiene muy claro sus intereses). Si en alguna parte he puesto gemelos en vez de mellizos, me disculpo; mis neuronas no dan para más, ya lo cambiaré.
Ah, Cassy debería empezar a sospechar por qué se pone así cuando Will está cerca, ¿no creéis? Hoy no habrá explicación del título, perdonadme. Por eso y por dejaros con el cliffhanger, no he podido evitarlo.
¿Qué os ha parecido?
¡Votad y comentad!
¡Besos! ;*
—Keyra Shadow.
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