Capítulo 1. Clarividencia
A Cassiopea nunca le habían gustado los lazos para el pelo.
Le resultaban sumamente inútiles e innecesarios. ¿Para qué llevarlos? Lo único que hacían era obstruirles el paso a sus rebeldes tirabuzones al querer ser libres, y casi siempre acababa perdiéndolos, ganándose como consecuencia una reprimenda de parte de su madre.
Así pues, mientras su hermana le ajustaba uno aguantando una larga cola de caballo de mechones castaños a un lado de su cabeza, no podía hacer otra cosa que mantener el ceño fruncido, expresando su disconformidad con el lazo color rosa palo. Resopló y se movió cruzándose de brazos ante un tirón en su cuero cabelludo.
Charlotte la miró con reproche.
—Mantente quieta, Cass —le dijo, mientras por fin, ataba el lazo.
—No me gusta —proclamó ella.
—Madre quiere que lo lleves —resopló su hermana—; y más te vale no perderlo, sabes que es seda y que le cuesta mucho dinero comprarlos.
—Pues que no los compre. A mí no me gustan y no quiero llevarlos. Hacen daño y son horribles.
Charlotte frunció el ceño.
—Deja de ser tan impulsiva por una vez y no rechistes más. Si madre te escucha diciendo eso te pasarás toda la noche encerrada en tu cuarto.
—Mejor eso a dejarme encerrada con los Hermanos Silenciosos. Dan miedo.
—Yo también les tuve miedo —admitió su hermana mayor en voz baja—, pero no debes temerles. Los Hermanos Silenciosos no te harán ningún daño, Cass.
Antes de que Cassiopea volviera a hablar, la voz de su madre resonó desde la entrada de la casa, saludando a los primeros invitados. Charlotte le sonrió a través del espejo a su hermana y le pellizcó las mejillas.
—¡Au! —se quejó Cassy.
—Agradécemelo y sonríe un poco —repuso la mayor—. Pareces un alma en pena y no una niña de diez años. Eso es, ya tienes más color en el rostro. Ahora bajemos, antes de que madre entre en histeria y padre no pueda hacer nada para evitarlo.
Ambas salieron de la habitación en el segundo piso y se encaminaron escaleras abajo, viendo la gran cantidad de cazadores de sombras que había en aquellos momentos en su modesto recibidor.
El Instituto de Londres aquel día sería poblado temporalmente por cazadores de sombras llegados desde todos los rincones del globo. Cassiopea se sentía intimidada por ello, pues en parte, el foco de la atención aquella noche seria ella misma: recibiría su primera runa, y Clabelle Verlac, su madre, se había ocupado de decorar el Instituto con sus mejores galas para la ocasión.
Abrumada por las atenciones que recibiría más tarde, Cassy siguió a Charlotte hasta el recibidor y se posicionaron al lado de sus padres, dándoles la bienvenida a los recién llegados.
Cassy se mordió los labios nerviosamente, dándole una mirada a su hermana para evaluar su aspecto. A comparación con ella, la personificación perfecta de un cachorro asustado, su hermana tenía el porte recto y educado de su madre, con una sonrisa cordial en sus labios, destilando pura cortesía.
—¡Ah, ahí estáis, niñas! —retumbó la voz de Granville Fairchild entre las demás voces. Las hermanas rieron, pues bien sabían que su padre no se había dado cuenta de que habían llegado hasta aquel momento.
Granville era un hombre alto, con el pelo de un profundo color negro, como el plumaje de un cuervo y los ojos verdes fieros, aunque conservando el brillo jovial que habían tenido años atrás. Era un honorable Cazador de Sombras y portaba las runas de su piel con orgullo. Era el director del Instituto de Londres y el líder del Enclave, además del padre de Charlotte y Cassiopea, el esposo de la bella y letal Clabelle Verlac.
A su lado, esta última sonrió cogida firmemente al brazo de su esposo, su espeso vestido tinto ondeando a su alrededor con un perfecto tocado francés en sus cabellos castaños.
El Cónsul Wayland, que acababa de ser descubierto entrando por las puertas del Instituto, viendo la llegada de ambas hermanas, carcajeó.
—¡Miradlas! —exclamó con un deje de cariño en su voz—. Si son las jóvenes Fairchild.
Charlotte sonrió y esbozó una sutil reverencia, mientras que Cassy, lejos de seguir la etiqueta de la época, se aproximaba al Cónsul y le brindaba un breve abrazo que fue correspondido con la misma rapidez con la que había sido abordado. Charlotte resopló por lo bajo ante la acción de su hermana, ganándose en respuesta una burla por parte de la menor.
—¡Cassiopea! —reprochó la madre de ambas. La niña bajó la mirada al suelo—; discúlpate ahora mismo con Charlotte. Y con el Cónsul Wayland.
—Lo siento —murmuró.
El Cónsul se posicionó a su altura, inclinándose hacia abajo, para susurrarle al oído:
—No dejes que el humor de tu madre te contagie. ¿Quieres ver lo que te he traído esta vez?
La niña asintió efusivamente conteniendo una exclamación de emoción.
Los regalos del Cónsul Wayland siempre habían sido sus favoritos. Era amigo de sus padres desde hacía muchos años, y Cassy lo consideraba el tío que nunca tuvo.
—Disculpad —dijo Charlotte de repente, observando hacia un punto detrás del Cónsul—. Acabo de ver a Henry y me gustaría saludarle como es debido.
—Adelante —alentó Clabelle, y a continuación, su hija mayor desapareció.
Aprovechando la distracción, el Cónsul deslizó su mano derecha hasta el interior de su chaqueta y sacó una caja alargada y delgada de terciopelo negro. Tenía la misma longitud que el antebrazo de Cassy, tal vez incluso más pequeña. En la tapa había una runa grabada en hilo plateado, y Cassy la reconoció como la Runa Angelical, recurrente en todos los Cazadores de Sombras.
—¿Qué es? —cuestionó Cassiopea, sin poder contenerse más—. ¡Es un cuchillo serafín! ¿A que sí?
—Me temo que no —rio el Cónsul, dándole la caja—, pero debes tener mucho cuidado. Es algo muy valioso.
Granville y Clabelle se miraron con sendas sonrisas cubriendo sus rostros antes de observar con atención la mueca de concentración de su hija menor mientras intentaba quitar la tapa. Finalmente, después de lo que parecieron minutos eternos, lo consiguió.
En su interior, la caja de terciopelo no reveló ningún arma nefilim. No era un cuchillo serafín, una daga o un látigo. Ni siquiera una flecha. Lo que contenía la caja no era otra cosa que una barra de metal alargada y curvilínea, con una forma trenzada grabada en el hierro y una piedra fantasmal en uno de sus extremos. Grabadas a lo largo del objeto, además, se extendían runas que Cassy conocía y otras que no supo identificar.
—Una estela —susurró presa del asombro. El Cónsul sonrió, satisfecho.
—Cuando recibas tu primera runa, pronto empezarás el entrenamiento como Cazadora de Sombras oficial —le explicó el hombre—. Quería darte algo que fuera importante y tus padres me ayudaron a escoger esta estela para ti. Las Hermanas de Hierro las fabrican, pero eso es algo que ya sabes, ¿verdad, Cassy?
La niña asintió antes de lanzarse de nuevo a los brazos del Cónsul Wayland y abrazarlo fuertemente.
—¡Muchas, muchas, muchas, muchas, muchas, muchas gracias! —exclamó la pequeña de los Fairchild.
La recepción de los invitados continuó unos minutos más. Cassy no supo cuánto tiempo más podría soportar los tirones que sentía en su cabello a causa del lazo de seda y se separó de sus padres y el Cónsul con la caja de la estela en sus pequeñas manos. Se rascó el brazo, inquieta, y se paseó por el salón señorial que se utilizaría para la ceremonia.
Cassiopea estaba aterrada y las palabras de clama que su padre le había dedicado aquella mañana no surtían efecto alguno para transmitirle algo de tranquilidad. Entre las risas de los presentes y las conversaciones de los invitados, Cassy se sentó en una silla abandonada en un rincón, permitiéndose sumirse en sus pensamientos durante algunos segundos.
Las ceremonias de la primera runa eran una tradición de los Cazadores de Sombras, en las que los jóvenes entre los diez y los doce años recibían la primera marca que los identificaba como nefilim.
Nunca había presenciado ninguna ceremonia, ni siquiera la de su propia hermana, pues ella había sido demasiado pequeña como para recordarla. No obstante, había oído rumores. Rumores que se susurraban entre algunos de los invitados aquella noche, mirándola a ella de reojo, frotándose las manos de manera nerviosa. Los ojos inquietos vagando por cada poro de su piel. La incertidumbre pintada en los rostros de los cazadores de sombras que paseaban por el salón señorial del Instituto.
Se sentía observada y la sensación le estaba resultando más incómoda de lo que había pensado en un principio. Volvió a rascarse el brazo y su otra mano jugueteó con el tul de su vestido ceremonial. Era rojo y el contraste contra su piel blanca era abismal, como una mancha de sangre que envuelve la nieve recién caída.
Estaba segura de que volvía a tener el rostro pálido y que los intentos de Charlotte por darle algo de color a sus mejillas habían sido en vano. Se las frotó con las muñecas fuertemente, sintiendo como la sensación del frote y la presión persistían en sus mejillas minutos más tarde.
Tenía la piel blanca la mayor parte del tiempo, menos cuando el sol le daba en los días de verano de forma directa; entonces se convertía en una niña con la piel rojiza y debía aplicarse aceites cada hora para que las quemaduras desaparecieran. Sus ojos eran verdes y los había heredado de su padre, un tono apagado y aceituna muy claro, tanto que a veces parecían grises. El cabello era castaño y ondulante, así como el de su madre.
Había quien decía que Cassiopea había heredado la belleza de Clabelle Verlac y la había mezclado con los ojos y la personalidad de un joven Granville Fairchild, obteniendo así una combinación tan curiosa como bella.
La puerta de la entrada volvió a abrirse una vez más, y pronto, todos en el salón callaron. Los murmullos murieron, las conversaciones cesaron y en el aire se respiró la tensión.
El matrimonio Fairchild se aproximó a su hija menor siendo seguidos por dos Hermanos Silenciosos. Sus túnicas de pergamino resaltaron en la multitud escarlata como dos faros en mitad de la oscura noche.
Si Cassy hubiera tenido que describir a los Hermanos Silenciosos, probablemente lo habría hecho con una única palabra: serpientes. Caminaban como si se deslizaran por el suelo, con las mangas de las túnicas repletas de runas. Sus rostros estaban ocultos bajo las capuchas de las indumentarias, pero Cassiopea no pudo evitar el escalofrío que la recorrió al imaginar las caras llenas de marcas que se esconderían debajo. Cicatrices largas y curvas que se enroscaban alrededor de las mejillas. No podía verlas, pero sabía que estaban allí.
Su madre le dedicó una mirada que intentó ser reconfortante, pero hasta aquel momento, Cassiopea no se había dado cuenta del miedo que parecía inundar a sus padres. Centró la mirada en las manos de sus progenitores, unidas fuertemente, con las alianzas en sus dedos anulares brillando tímidamente a la luz de las velas.
Instintivamente, la niña buscó con la mirada a su hermana mayor. La encontró al lado del siempre nervioso Henry Branwell, demasiado cerca de él como para respetar el espacio que debía existir entre un hombre y una mujer que fueran amigos. Los ojos color chocolate de Charlotte, iguales a los de su madre, le sonrieron y le brindaron fuerzas y coraje silenciosamente.
Charlotte tenía dieciséis años y era la persona en la que Cassy confiaba más. A pesar de la diferencia de edad, las hermanas eran inseparables y siempre se habían apoyado la una en la otra, para bien y para mal. Estaba enamorada de Henry Branwell, y Cassy, pese a su corta edad, estaba convencida de que sus padres planeaban que ambos se casaran.
Algunos murmullos volvieron a escucharse entre los invitados.
Cassy no era estúpida. Sabía qué decían los rumores, las habladurías que intentaban descifrar si ella sobreviviría al ritual de las Marcas. No muchos años atrás, una niña había fallecido al recibir la runa de Fuerza, sucumbiendo y posteriormente, cayendo en el profundo sueño de la muerte.
Cassy sabía que ella no distaba mucho de esa niña que no había sobrevivido, Adele Starkweather, sobretodo porque solía sucumbir fácilmente a las enfermedades a causa de su constitución delgada y débil, pero ella sabía o, más bien, quería creer que podría con ello, que la primera runa que fuera grabada en su piel le permitiría comenzar su entrenamiento como Cazadora de Sombras, y no cavar su propia tumba antes siquiera de poder estrenar su nueva estela.
Así pues, Cassiopea se alzó de la silla, todavía con la caja en sus manos, e hinchó el pecho llenándolo de aire mientras alzaba la barbilla, altiva, desafiante. Retaba a la muerte a llevársela, así como se había llevado a la nieta de Aloysius Starkweather.
La voz del primero de los Hermanos Silenciosos, el hermano Cimon, resonó en su mente y en la de todos los presentes cuando habló.
Ya has cumplido la edad. Es el momento de que recibas en ti la primera de las Marcas del Ángel. ¿Conoces el honor que se te otorga y harás todo lo que esté en tu poder para ser merecedora de él?
La sala se llenó de un silencio sepulcral, frío y cortante como el filo de la Espada Mortal. La pareja que ya había escuchado esas palabras del mismo Hermano Silencioso, años antes, contuvo el aliento. Solo el matrimonio Starkweather sabía lo que podía suceder si las Marcas no aceptaban el cuerpo de la joven Fairchild. Aquello era como revivir la pesadilla que les había arrebatado a su hija.
—Sí. —Fue lo que dijo simplemente Cassiopea. Su ceño estaba ligeramente fruncido y su voz sonó firme. Bajo ella, aun así, los nervios intentaban hacer estragos en su imperturbable máscara.
¿Y aceptas esas Marcas del Ángel, que estarán siempre sobre tu cuerpo, un recordatorio de todo lo que le debes al Ángel y de tu sagrado deber con el mundo?
—Sí, las acepto.
La estela del hermano Cimon brilló bajo las llamas amarillentas de las lámparas a su alrededor. La mano del Hermano Silencioso tomó el brazo dominante de Cassy y la niña contuvo el aliento apretando los dientes. El tacto era frío, inhumano.
Los Hermanos Silenciosos abandonaban todo rastro de humanidad una vez recibían las Marcas más poderosas que los Cazadores de Sombras podían producir. Se sometían a los votos y renunciaban a una vida nefilim para acercarse más al cielo que a la tierra. La Ciudad Silenciosa era su dominio y tenían jurisdicción sobre los cuerpos de los nefilim fallecidos. Sus ojos y bocas permanecían cerrados por Marcas poderosas y ni siquiera las runas de unión podían soportar los fuertes vínculos mágicos que rodeaban a los Hermanos.
Lo primero que sintió Cassy, era que le faltaba el aliento. Mantenía la respiración prácticamente pausada y no fue sino hasta unos segundos después que se permitió volver a coger aire antes de repetir el mismo proceso. Una mueca se deslizó sobre sus labios e intentó por todos los medios de contener un quejido.
Dolía. Quemaba. La estela dibujó curvas negras sobre su mano dominante, encima del dorso y la picazón del pinchazo se extendió por el cuerpo de la joven Fairchild como la punzada de mil alfileres, picoteando su piel despiadadamente en silencio.
Lentamente, la runa de Clarividencia se formó sobre su brazo. Cassiopea alzó la mirada y escrutó los ojos de los presentes, miró hacia el mar de trajes y vestidos color sangre y analizó cada uno de los rostros que alcanzaba a ver. Estaban serios, expectantes, intrigados y casi ansiosos.
Cassiopea volvió la mirada hacia su brazo y la estela danzante del Hermano Silencioso.
Repudió el dolor de la Marca.
Apretó los dientes contra la picazón.
Sintió las llamas inexistentes lamer su piel.
Luchó contra las ganas de desmayarse.
Se llenó de fuerza y determinación.
Y después, simplemente venció.
¡Hola!
Si te has tomado la molestia de leer esta historia, ¡te doy la bienvenida de todo corazón! Gracias por darle una oportunidad a Rosa Mecánica, espero de verdad que te guste.
Bueno, ¿qué os ha parecido este inicio? Es corto, pero creo que el ritual de las Marcas es una de las tradiciones más importantes, y como un primer vistazo a nuestra protagonista, está bastante bien. Cassi aquí tiene diez años y está llena de incetidumbre por lo que pueda pasarle al recibir su primera Marca, pero como hemos visto, le ha plantado cara al asunto dejando el miedo de lado, y eso ya habla bastante sobre como será en un futuro.
La mención a Aloysius Starkweather puede ser un spoiler para los que no se han leído los libros de Los Orígenes, por lo que anuncio por si las moscas que este libro se centra a finales de Príncipe Mecánico y continúa en Princesa Mecánica. Que después se extienda para cubrir Las Últimas Horas será cuestión del destino y cómo sean bienvenidas las dos partes de las que constituirá la novela (y por qué no, la novela en sí).
Es un fanfic de William Herondale, pero no penséis que todo es color rosa. Me gusta hacer sufrir por norma general y nada va a ser lo que parezca. Soy impredecible muchas veces, así que no os confiéis.
A pesar de que la novela esté marcada como "próximamente", es bastante probable que suba dos capítulos más en las siguientes semanas, al menos. Tengo otras novelas pendientes de finalzación y actualización, por lo que esta no es ahora mismo una prioridad, sin embargo, culpad al hype que tengo de esos dos próximos capítulos.
El banner separador de notas autoras es hecho por mí completamente, incluido el dibujo.
¡Espero que os haya gustado!
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¡Besos! ;*
—Keyra Shadow.
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