—____, tesoro, por favor, ve a ayudar a tu padre con las demás maletas ¿sí? —dijo su madre mientras acomodaba unos cuadros en la sala de esa bella casa.
—¿Para qué? Si en poco tiempo ya nos estaremos mudando de nuevo —respondió la niña, de mala gana, con sus puños apoyados en sus mejillas, observando por la ventaba, hecha un ovillo en el marco de ésta.
—Tesoro, no seas así, sabes bien como es nuestro trabajo y con tu padre tratamos de darte la vida más normal posible. Pero también tienes que saber, que como herencia Yenaid, algún día tú también harás lo que nosotros, así que debes acostumbrarte a esto —dijo su madre en un tono dulce, tratando de acercarse a ella para atraerla a sus brazos, cosa que la pequeña rechazó.
—Lo sé, mamá. Es por eso que al menos hubiera querido tener una infancia tranquila, con amigos, y una nacionalidad estable. Ya ni siquiera sé en qué país nací. Tan solo tengo once años y no sé si soy de Francia, México, Argentina, Estados Unidos, Ecuador, Inglaterra, Egipto, Japón, Sudáfrica o de cualquiera de los otros lugares en donde hemos vivido. ¡¿Sabes qué?! ¡Déjame! ¡Tú no entiendes nada! —gritó la menor, zafándose de los brazos ajenos para salir corriendo de la casa, hacia quien sabe dónde.
Para tener tan solo once años, ____ comprendía muy bien el mundo al que pertenecía. Una forma de resumirlo en pocas palabras sería decir que ellos... bueno, en realidad no existía siquiera una palabra que los definiera. No eran agentes secretos que solo realizaran misiones como recuperar cosas o salvar a alguien. No eran detectives que tuvieran la tarea de vigilar o encontrar a cualquiera y mucho menos resolver un crimen. Y sin duda no eran simples sicarios que recibieran dinero a cambio de matar y borrar a su objetivo del mapa. La humanidad no los conocía. Ellos eran como sombras ocultas detrás de identidades falsas que constantemente estaban en movimiento. ¿Su único deber? Completar su misión. ¿La regla de oro? Jamás revelar sus verdaderas identidades. Entre los distintos clanes alrededor del planeta, ellos mismos se identificaban como: Kampfers.
Por generaciones, el clan Yenaid ha hecho eso; sobrevivir en la oscuridad, viviendo solo de nombres falsos e identidades que con el tiempo eran olvidadas por todos. Y la familia de ____ no hacía la diferencia. Robert, su padre, era un Yenaid y futuro heredado el clan que había sido creado por su linaje y actualmente comandado por el abuelo de la joven niña. Catherine, su madre, era una mujer dulce y amable que se había unido al clan hace muchos años atrás. Treinta años, para ser más precisos. Era joven y huérfana, el señor Arthur la había recogido de la calle un día de otoño en el que ella se cruzó en su camino, pidiendo monedas para comprar un trozo de pan.
Desde el momento en que sus padres se conocieron, ambos estuvieron hechos el uno para el otro y, siendo sinceros, eso era lo único que ____ admiraba de ellos; la fuerza de su amor. Ella era consciente de que ese era el futuro que le esperaba cuando cumpliera su mayoría de edad; pertenecer al clan, entrenarse como un kampfer y realizar misiones que sin excusa debían ser ejecutadas con éxito. Es por eso que anhelaba con todo su corazón, tener una vida normal, ir a la escuela, hacer travesuras o al menos, tener un amigo.
—¿Te encuentras bien? —preguntó una voz que sacó a la niña de sus pensamientos. Un poco asustada, ____ levantó su vista para ver al dueño de esa inocente y dulce voz que parecía querer consolarla.
Ni siquiera sabía dónde se encontraba. Había corrido tanto que no pensó en que podría perderse y cuando sus piernas se cansaron de tanto andar, solo se dejó caer en el césped, liberando las rebeldes lágrimas que lastimaban sus ojos al hacerlos arder.
—¿Porque lloras? —preguntó el chico, ahora sentándose junto a ella.
Lo miró a los ojos algo sorprendida, pero no contestó. Solo secó sus lágrimas rápidamente y se puso de pie para salir huyendo una vez más.
—¡Espera!
Bien, eso había sido repentino. Por qué ese chico la estaba deteniendo si ni siquiera la conocía. Parecía tener su misma edad y una mirada amable que transmitía un poco de confianza. No era más alto que ella, pero tampoco más bajo y su cabello era oscuro al igual que sus ojos; intensos... igual que el chocolate.
—Ahm... soy Minki ¿y tú? —persistió cuando la niña se mantuvo mirándolo fijo, sin siquiera darle una expresión a su rostro.
____ no sabía si responder o intentar correr de nuevo. Decirle su nombre sería una locura, pero ni siquiera recordaba aquel que le había asignado su madre esa misma mañana. Tenía más que prohibido dar a conocer su verdadera identidad por más que ella aún no se encontrara en las fuerzas. Sin embargo, eso fue exactamente lo que terminó haciendo.
—Me llamo... ____ —susurró, como si no quisiera que alguien más lo supiera.
Los ojos de Minki se iluminaron como dos luceros al momento de escucharla hablar. Ni siquiera pensó cuando tiró de su brazo para comenzar a andar, arrastrándola consigo.
—¿Sabes? Soy tu vecino —comentó, sonriendo de oreja a oreja —. Ustedes son la nueva familia que se mudó hoy ¿verdad? Oí a mi mamá hablar sobre eso con una vecina.
La pequeña rubia asintió algo nerviosa. Era la primera vez que alguien tomaba su mano, era la primera vez que alguien le hablaba, incluso era la primera vez que hacía contacto visual con alguien que no fueran sus padres o su abuelo y justamente por eso, no podía evitar sentirse amenazada.
¿Quién hubiera dicho que, de esa manera tan inesperada, ____ por fin conseguiría hacer su primer amigo en sus pocos años que llevaba de vida?
Los días, semanas y meses pasaron, y ella y Minki se convirtieron en los mejores amigos del mundo. A pesar de que los padres de la niña miraran esa relación con recelo, aceptaron que su hija tuviera un amigo. Eran conscientes de todo lo que le habían hecho pasar desde su nacimiento y complacerla con un pequeño capricho no perjudicaría su misión en Busan, al tratarse solamente de un niño. Era lo menos que podían hacer por ella, sabiendo que el día se acercaba tan a prisa.
—¡_____, _____! Mira lo que te compré —dijo Minki, corriendo hasta el pórtico donde su amiga se encontraba escribiendo en un diario.
Torpemente y con sus mejillas al rojo vivo, le entregó una pequeña cajita color menta que traía en la mano derecha y su amiga no pudo evitar reír al verlo más ansioso que ella por que la abriera.
_____ suspiró tratando de calmar a su acelerado corazón y comenzó a quitar la tapa lentamente. Ni siquiera le importaba lo que hubiera allí dentro; sabía que le encantaría solo por el hecho de haberlo recibido de él.
En estas últimas semanas, Minki había trabajado a sol y sombra, con su padre, en el lavado de autos de su familia y todo porque la menor le había confesado que su cumpleaños se acercaba. ¿Lo curioso? Ambos habían nacido el mismo día; el 3 de noviembre de 1995, con tres horas de diferencia, siendo Minki el mayor.
Cuando el joven niño, casi adolescente vio tristeza comenzar a reflejarse en los ojos de su amiga, se aterró al pensar que lo había arruinado todo.
—¿Q-Qué... qué sucede, _____? ¿No te gustó? —preguntó algo triste y angustiado.
Sin responder, ella se mantuvo viéndolo unos instantes antes de lanzarse a sus brazos para estrecharlo con fuerza. En serio, ¿estaba bromeando?
—Gracias, gracias, gracias, gracias, ¡gracias! Prometo que jamás me lo quitaré, Minki. Nunca, jamás en la vida —prometió, sin borrar la dulce sonrisa de sus labios, que no era opacada por las cristalinas lágrimas que se derramaban por su mejilla.
Una delicada cadenilla unida a un medallón con una M grabado en él; ese había sido el regalo por su cumpleaños número doce. Sonrió aún más al momento que el pelinegro tomó la gargantilla para ponérsela. ¿Una M?, pensó, sabiendo que podría representar la inicial del nombre del mayor. En realidad, Minki la había elegido estratégicamente cuando fue acompañado por su madre a la joyería. Había muchos bonitos diseños y miles de cadenas que combinaban a la perfección con su propio accesorio, pero él no pudo evitar enamorarse de una en particular, que tenía como dije un medallón con un curioso diseño. Por el frente era muy parecido a un reloj de bolsillo, de esos que traían hermosos tallados, agradables y atrayentes a la vista; y por el reverso, un espacio liso para que pudiera grabar lo que quisiera.
«Una M será perfecta» fue lo que pensó en ese preciso momento, ganándose burlas de su madre, haciéndolo sonrojar hasta las orejas.
«Su segundo nombre es Mei, mamá» se excusó en aquel momento para escapar del bombardeo de preguntas de su progenitora, pero, ahora, tanto él como su amiga, sabían que ese collar traía un significado especial oculto. Podían parecer demasiado jóvenes e inexpertos para descubrir todos los misterios de la vida. En este momento, el amor era uno de ellos; a pesar de que fueran consientes de ese cálido cosquilleo en sus pechos que se producía con solo poder ver los ojos del contrario. Para los demás, no era ningún misterio que estos niños se habían enamorado por primera vez; su primer amor, puro e inocente.
Esa misma noche, luego de que la luna se hubo perdido entre las nubes, los padres de la niña fueron a despertarla a las tres de la madrugada.
—¡_____, tesoro, apúrate que nos tenemos que ir! —dijo su padre en un agitado susurro, sacudiéndola levemente por los hombros para que despertara por completo mientras su madre se encargaba de meter toda su ropa en las maletas, sin importarle como se amoldaran.
—¿Que? Pero... no. No quiero irme —protestó, aún algo somnolienta, hasta que las palabras de su padre al fin lograron ser procesadas por su cerebro —. No... papá, no —suplicó, sintiendo sus ojos picar.
—Tesoro, lo siento, pero ya terminamos nuestro trabajo. No tenemos nada más que hacer aquí. El jet del clan arribará por nosotros en una hora —dijo su madre tratando de tranquilizarla. Sabía que esto sería difícil para ella y por ese motivo era que no quería que se relacionara con nadie. Lo peor para una madre era ver a su hija sufrir, conocía sus sentimientos a pesar de que ni siquiera la menor era consciente de ello. Sin embargo, su esposo no arriesgaría la vida de su familia por un vago sentimiento.
—¿Pero y...? ¿Y Minki? ¡Debo decirle! Al menos déjenme despedirme —se exaltó de pronto, al recordarlo. En ese momento, lo único en lo que pensó fue en saltar de su cama y correr escaleras abajo para salir de la casa. No le importaba que fuera de madrugada, no le importaba que su amigo pudiera estar perdido en su sueño de algodones de azúcar, ella solo quería verlo, así fuera por última vez.
Quería...
Su padre gruñó y corrió a gran velocidad tras ella. Bajo ninguna circunstancia permitiría que las cosas se salieran de control.
—Lo siento, hija, pero no puedo permitir que hagas eso —susurró cuando la menor cayó en sus brazos. Una pequeña dosis bastó para que ____ perdiera la conciencia por completo. Robert sabía que ella podría odiarla por el resto de su vida, pero ya habían roto muchas reglas desde que su pequeña conoció a ese chiquillo. En especial una de las más importantes: jamás dar a conocer la identidad verdadera, cosa que su hija había hecho sin su consentimiento.
Cuando ____ despertó, ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Ahora se encontraban en un jet privado, lejos de su amigo, rumbo a las instalaciones del clan Yenaid o quizás a una nueva misión asignada para el matrimonio.
«Minki me odiará»
Pensó la pobre niña, derramando lágrimas silenciosas que apenas y la dejaban respirar, al provocar ese horrible nudo en su garganta, junto con un hueco en su corazón.
Una de las cosas que se preguntó durante todo el viaje fue: ¿Por qué la vida tenía que ser tan cruel con ella? Su primer y único amigo e incluso su primer amor, se estaba desvaneciendo al igual que las nubes que eran atravesadas por el avión. Sus sonrisas, esas tardes de juegos, su primera caída, los abrazos del pelinegro, todo, junto a sus ilusiones y alegrías, se perdían con la briza allí afuera y con cada lágrima que corría.
«Prometo que algún día regresaré, MInki»
Pensó al final, con gran decisión, secando sus lágrimas, dispusta a no llorar más hasta que lograra regresar al lado de su amigo. Sabía que él la esperaría, confiaba con todo su ser y sabía que cuando llegara el momento y pudiera explicarle, todo quedaría atrás, siendo un mal recuerdo para olvidar.
Ese mismo día, luego de que su madre al fin le permitiera salir, Minki corrió a la casa de su amiga para invitarle un helado, tratando de escapar del leve día de calor. Tocó una vez, dos, tres y nadie lo recibió. Eran las tres de la tarde, así que le pareció raro que ella ya no estuviera allí, en el pórtico, escribiendo en su diario, como siempre.
Por un segundo se preocupó y movió la perilla de la puerta, percatándose de que ésta se encontraba sin el seguro puesto. Tratando de controlarse y no ser un entrometido, se anunció un par de veces antes de poner un pie dentro de la casa. Sin embargo, nadie respondió.
Todo allí dentro estaba a oscuras. Las ventanas estaban abiertas, golpeteando sus persianas a causa del viento y todos los muebles traían una fina tela encima para cubrirlos. Parecía como sí... No podía ser verdad. Él ya lo sabía, pero no quería creerlo.
Corrió al cuarto de su amiga, hacia la planta de arriba y cuando estuvo de pie frente a él, se encontró con la puerta abierta, la cama desecha y aquel peluche de cebra que le había regalado hace semanas después de ganarlo en un juego de feria. No quería ver la triste realidad, pero cuando se adentró a la habitación pudo advertir con mejor claridad que sus prendas no estaban y su armario permanecía abierto de par en par.
Eso había sido todo. Ella... se había ido. Lo había dejado solo a pesar de haberle dicho tantas veces que jamás se iría, que jamás lo abandonaría. Había roto su promesa... Y sin siquiera decir adiós.
Editado el: 8/05/2018
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