4. Ol mai friens ar jitens
Brooke gritó, la desconocida gritó y luego bajó su bate.
—Ay, perdón —dijo—. No quería asustarte.
Rayita se llevó una mano al pecho e intentó controlar su respiración. Dylan ya la había tacleado, Anacleto le había dado una cachetada, y lo último que quería era que la hicieran mierda con un palo.
—No te podés aparecer así ¿Qué te pasa?
La rubia bajó un poco la cabeza, como si se sintiera avergonzada, y guardó el bate en su mochila. Parecía estar usando un uniforme de beisbol, pero no estaba segura. Eso no se jugaba en Argentina.
—Brooke tiene razón —dijo Anacleto, a su lado—. Eso fue muy rudo, Stacy. Pensé que el terapeuta te había dicho que trabajaras más en la forma de proyectar tus emociones.
—Ahre. Yo no voy al terapeuta —la muchacha sonrió y lo miró como si él fuera un estúpido—. Te mentí nomás para que no me dejaras.
—Cuidado con la perra.
Los tres volvieron la cabeza para ver a Dylan, quien se asomaba desde la puerta de la enfermería y los observaba con mucha atención.
—¿Quién? —le preguntó Stacy—. ¿Vos?
Dylan jadeó con indignación y salió de su escondite con el pecho inflado. Stacy blandió los puños como si estuviera lista para una pelea de boxeo y Anacleto dio un paso hacia ellos para detenerlos. Brooke intentó ver un poco, pero el muchaho volvió a extender el brazo y le cubrió la cara con la mano.
—No mires, nena. Esto podría ponerse feo.
La muchacha intentó quitarse la mano del rostro mientras oía cómo Dylan y Stacy se insultaban, cada vez más cerca de agarrarse de los pelos, y se desesperó. Necesitaba ver el bardo.
—¿Te parás de mano, gato? —la voz de la chica llegó a sus oídos.
—Anacleto, la puta madre. Dejame ver —mordió su mano y el joven la apartó de inmediato.
—Ah, la concha de tu hermana.
Brooke no se disculpó. Aprovechó la distracción y se apresuró a marcharse. Forget the bardo. Ella necesitaba ir a clases antes de que acabara el receso y escapar de esos desquiciados.
Fue a paso rápido hasta las escaleras y se dispuso a subir al primer piso cuando chocó el hombro con una pelirroja. La muchacha, al parecer, llevaba libros. Y éstos cayeron en picada hasta la planta baja.
—Ay, perdón.
La chica levantó lacabeza y le sonrió.
—Tranca, eran de matemática —le tendió una mano—. Mi nombre es Rayita.
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