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1.- ¿Y si saltamos por un precipicio?

El sonido amortiguado de los pasos de alguien a su alrededor. Las imágenes borrosas de su entorno confundiendo los colores. El único sonido claro de su respiración y aquella sensación en su pecho de las lágrimas queriendo salir apretando su garganta para que las dejara libre. Una realidad remota que en su mente parece imposible pero que al final sucedió. Unas voces llamándola pero ella no puede escucharlas. No. Es. Posible. Pero sí lo era.

Abrió los ojos de golpe encontrándose con el techo de su habitación, blanco y opaco. Su respiración era agitada por los efectos de la pesadilla y su corazón corría a mil dentro de su pecho. Parpadeó varias veces para cerciorarse de que ya estaba despierta y no podría volver a dormir. No, no había sido un sueño; esa pesadilla fue real. Fue un eco de sus recuerdos. Muchísimo más exagerado por los efectos de la inconsciencia, pero real. Ella no quería que fuera real.

Cerró los ojos intentando evitar las lágrimas. No lloraría, no lo haría, se prometió no hacerlo. Él siempre decía que tenía la mejor sonrisa del mundo y que jamás debería perderla. Aún así, ya no podía sonreír y para contrarrestar eso; simplemente, no lloraría. En su honor. Para mantenerlo en su memoria.

El reloj dio las cinco de la madrugada. Una hora para que su madre se despertara y la llamara para desayunar e ir al instituto. Lucía Esmeralda Martinez Ruiz no era precisamente el tipo de chica que amaba estudiar o amara la escuela, por mucho que la gente la esteotipara de ello debido a sus altas calificaciones. Por a ello, tener que moverse de la cama para prepararse para ir a uno de los sitios que más odiaba del mundo después de los cementerios, era casi una tortura para ella. No, una tortura no; eso era exagerar. Era más bien una molestia.

Se levantó de golpe de la cama sin pensárselo dos veces. Una hora. Era demasiado tiempo pero la daba pereza hacer la cama, igualmente la desharía de nuevo por la noche cuando durmiera. Mejor se iba ya preparando y así luego tendría más tiempo para leer, para evadirse del mundo y de la realidad atroz de este, para refugiarse entre las letras que la hacían viajar mentalmente a otros lugares mucho mejores en su opinión.

Tardó solamente quince minutos en vestirse y preparar la mochila con los libros. No pensaba maquillarse, para ella eso era de pijas que querían ocultar su verdadero rostro tras kilos y kilos de pintura que no cambiarían lo que realmente guardaban en su interior. Por muy guapa y maquillada que fueras; si por dentro eres una arpía, nadie querrá estar contigo. Y de todas formas; si es para atraer gente, ella prefería no hacerlo. Llegó un momento en el que solo quería estar sola en su vida y no tener a nadie más, no la interesaba el contacto social.

Creo que todo el mundo sabe ya lo que hacemos por la mañana; preparar el desayuno, desayunar y asearse. No hace falta explicaciones de los diferentes procesos. Después de eso; simplemente, se sentó en el sofá a leer hasta que su madre despertó. Últimamente ocurría aquello a menudo, encontrarse a su hija ya despierta leyendo en el sofá. Suspiró y la dio los buenos días acompañado de su correspondiente beso materno, para después ponerse a realizar su rutina matutina de nuevo después de casi tres meses que duraban las vacaciones escolares.

Cuando llegaron al instituto, la chica se despidió de su madre con un beso y un adiós, sin despegar su mano del libro en ni un solo instante. 

El resto de chicos del instituto se apretujaban contra la verja de este donde estaban colgadas las listas de alumnos y sus clases correspondientes. Aquello era más bien para los que comenzaban primer curso, pero a veces también era para el resto de alumnos a los que se elegía cambiar de clase o no. Lucía pensó que seguiría en la misma clase de siempre, así que no se dignó a mirar las listas siquiera.

Con el tiempo había aprendido a concentrarse en la lectura sin importar que a su alrededor estuviera sonando todo un gentío hablando a voces. Se sentó en un banco a leer hasta que la campana del timbre sonara indicando la hora de entrar a sufrir el aburrimiento de explicaciones sobre cosas que ya entendía con solo leerlas en el libro de texto. Pero cuando esta lo hizo, solo por simple curiosidad, se acercó a las listas para ver los nombres sobre ellas. La sorprendió ver que habían mezclado a los que antes estaban en su curso y los habían separado en otras dos nuevas clases. Fue en ese momento cuando recordó que debían de haber ajustado las clases según quien hubiera escogido ciencias y quien hubiera escogido letras.

No le dio importancia y se adentró en el edificio de la institución que se encargaría hacerla desear que llegara el viernes para no volver a ese lugar durante un tiempo, aunque fuera solo del corto lapso de dos días.

Caminó por los pasillos hasta su nueva clase y se sentó en el pupitre en el que más la apetecía pasar el resto del curso, uno de los de la última fila. Ni siquiera observó a su alrededor para ver qué compañeros la habían tocado o quien se sentaba a su lado. Todos se dedicaban a encontrarse con sus amigos y a hablar sobre el verano. Solo esperaba que ella no recibiera ninguna visita de ese estilo, aunque sabía perfectamente quien se iba a sentar a su lado e iba a intentar entablar conversación con ella si la había tocado en su misma clase. Se alegró cuando el profesor entró por la puerta justo en el momento en el que su compañera de pupitre se disponía a hablarla; aunque la entristeció tener que dejar de leer. A pesar de no querer estar ahí, era demasiado buena para romper las reglas y no intentar atender en clase. Leer mientras alguien intenta explicarte algo es de muy mala educación y tampoco quería molestar a nadie; solo, pasar desapercibida.

Tras una pequeña presentación y explicación del régimen interno del instituto, el profesor que les tocó como tutor pasó lista para ir aprendiéndose los nombres ya que era nuevo. Hablaron sobre como funcionaría el curso, los horarios y más cosas que afectaban a su vida escolar durante aquel año. Luego, comenzaron las clases; sin darles tiempo siquiera a respirar.

Se aburría tanto... no podía esperar a que el timbre sonara para poder marcharse al recreo a seguir leyendo en un rincón apartado. Observó como se movían las manecillas del reloj hasta que pasó un minuto, miró al profesor durante otros dos intentando seguir el hilo de lo que decía para terminar de nuevo observando de nuevo el reloj por otro minuto. Aquello se la hacía eterno. Así estuvo durante toda la hora siguiente. Su cabeza dolía del sueño y el cansancio, pero se iría acostumbrando a ello con el paso de los días. Lo que más la molestaba era que se aburría. Se aburría enormemente.

Cuando el timbre sonó fue como una bendición para sus oídos. Que melifluo resultaba ese pitido de tres segundos que indicaba el fin de aquella tortura aunque fuera solo durante quince minutos que duraba el recreo. Salió al patio mientras leía por el pasillo, esquivando a la gente que veía por el rabillo del ojo. Aprovechó para ir al baño y luego salió afuera.

Se apretujó contra la pared en una equina del patio para darse calor con su propio cuerpo y continuó su lectura mientras comía una manzana. Estaba tan metida en la historia; olvidándose por fin de quien era y de todo lo que pasaba a su alrededor, que no se dio cuenta de que alguien se sentaba justo a su lado llamándola. Pero no hizo caso más que nada porque estaba tan concentrada que no se daba cuenta. No fue hasta que la quitó el libro de las manos que se giró hacia la chica sentada a su lado con aspecto bastante molesto. Y era exactamente quien pensaba que era y quien se había sentado a su lado en clase antes de que les recolocaran por orden de lista.

- Mireia, devuélveme mi libro por favor - la dijo con voz tranquila, sin enfado. La había molestado que la sacaran de golpe de su estado de concentración y olvido absoluto, pero tampoco iba a demostrarlo. Hacía mucho que no demostraba como se sentía de verdad, se había dado cuenta de que era innecesario. Solo quería que la devolviera su libro y ya.

- Cuando me hagas caso - su mejor amiga; o al menos eso era antes de que se encerrara en si misma y se alejara de las personas, enarcó las cejas manteniendo el libro alejado de ella. Masticaba su chicle esperando una respuesta. Mireia Nogal Panadero, con sus labios pintados de negro y sus dos moños que recogían su pelo de cabellos azabache con mechas rojas, podía parecer la típica chica emo; pero no era así para nada. Solía vestir con sudadera, pantalones de chandal y playeros. Todo de colores oscuros. A pesar de todo, no tenía pircings; los repudiaba, excepto los de los pendientes que eran dos cruces metálicas. De igual manera que a Lucía la estereotipaban de sabelotodo, a Mireia la estereotipaban de emo antisocial. Pero en verdad no era así, solo la gustaba el estilo de los emos; nada más.

- ¿Qué quieres? - respondió por fin, cansada de esperar que la devolviera su libro. No iba a conseguirlo si no escuchaba como mínimo a Mireia.

- Que hables conmigo. He estado esperando y aguantando. Te he dejado mucho espacio y mucho tiempo porque sé que lo que debes de estar pasando es difícil, pero las cosas no se van a solucionar alejándote de la gente. Quiero ayudarte. No me has hablado en todo el verano desde... bueno, aquello. Ni llamadas, ni mensajes... nada. Y daba igual que fuera a tu casa, siempre me cerrabas la puerta en las narices. Y aunque creas que por cerrar la puerta se cierra el sonido, pude escuchar perfectamente como le gritabas a tu madre que solo había sido un vendedor ambulante. Esa excusa es muy ridícula, ¿sabes? En este país no hay tantos de esos como para que vallan a tu casa todos los días o casi todos.

- Ajá. Ya te escuché, devuélveme mi libro.

- ¡Ah, no, no! Dije que habláramos, no que me escucharas y dijeras que si a todo para luego no hacerme ni caso.

- Lo siento Mireia, pero ahora mismo no quiero hablar.

- Ni ahora ni nunca.

- Déjame en paz por favor.

- ¿Cómo puedes decir esas cosas sin ni un solo sentimiento en la voz? Es como si estuvieras ausente.

- Tal vez es que estoy ausente. Ya hemos hablado ¿ves? Mi libro.

- ¿De verdad que no hay nada que pueda hacer para que vuelvas a hablar conmigo? Somos mejores amigas. Debemos de contar la una con la otra. Hicimos una promesa ¿recuerdas?

- Éramos niñas, teníamos seis años.

- ¿Y eso qué más da?

- Mireia, no voy a estar así toda la vida. Mi libro.

La cara de la contraria se puso roja como un verdadero tomate. Apretó uno de sus puños y sujetó fuerte el libro con su otra mano mientras sus mejillas se inflaban. Parecía que estaba punto de estallar. Finalmente suspiró rodeando los ojos y la devolvió el libro sin decir nada. Se levantó de golpe y se marchó, quedándose con las ganas de golpear algo por la impotencia que sentía hacia aquel tema. No tenía ni idea de que suponía que debía de hacer para; más que salvar su amistad con ella, salvarla de la situación en la que se encontraba. Encerrarse de esa manera no era bueno, nada bueno.

Lucía continuó leyendo sumergiéndose de nuevo en la historia y olvidando todo lo demás, sin darse cuenta de las personas que cuchicheaban tras darse cuenta de su presencia en aquel rincón del patio; unas con desprecio y otras con pena. Tanto unas como otras, si se hubiera dado cuenta de ellas, la habrían dado igual puesto que ya no la importaba la opinión de los demás desde hacía mucho tiempo; aunque tampoco es que no supiera que mientras ella leía y se olvidaba del mundo, esas cosas pasaban.

De este modo, el recreo terminó y tuvieron que volver a clases otra vez. Ella leía mientras caminaba por los pasillos incluso. Cuando volvió a sentarse en su pupitre, tuvo que despegar la vista del libro y sacar las cosas para la siguiente asignatura, porque a pesar de ser el primer día de curso ella se había llevado a clase todos los libros de todas las asignaturas para estar preparada para cada una de ellas. Debería volver a fingir que prestaba atención cuando realmente contaba los minutos para que las clases terminaran o se imaginaba diferentes finales que podría tener la historia que estaba leyendo. La gustaría vivir una historia como mínimo parecida en vez de aquella mierda de vida que poseía. Estaría de más poder enamorarse como sucedía en los libros y que todo fuera de color de rosa al final. Aunque algunas historias tenían sus finales trágicos o, simplemente, más realistas. Lo que estaba claro era que ninguna era la realidad. Las cosas que sucedían en los libros sucedían... en los libros. Esas cosas no pasaban en la realidad. Así que mejor vivirlas leyendo y ser feliz de esa manera que vivir aquella horrible realidad.

Y así, el instituto terminó. Como su madre trabajaba por la mañana, la tocaba comer en el comedor de la escuela. No tenía permitido leer mientras comía a no ser que quisiera que las monitoras la confiscaran el libro. Antes solía sentarse junto con el resto de comensales del instituto en una de las mesas más grandes, ese curso se sentaría apartada al final de la mesa.

El ruido era ensordecedor. Para saber como era, solo había que imaginar a casi doscientas personas gritando al mismo tiempo mientras otras tres gritan por encima de todas para intentar que las hicieran caso ya fuera con lo de bajar la voz o con lo de comer toda la comida.

El primer plato resultó ser macarrones que estaban casi duros y fríos con tomate frío casi seco y muy poca carne picada. A lo mejor en las películas americanas exageraban sobre como eran la comida de los comedores; pero tenían razón en una cosa, a ninguno de los alumnos le gustaban y casi nunca era buena.

Levantó el brazo cuando hubo terminado de comer siendo la primera del instituto en terminar el primer plato ( solo eran seis personas que cursaban Secundaria las que acudían al comedor común que tenía aquella escuela para Primaria y Secundaria ). Si en algo era buena Lucía que no fueran los estudios, era en comer todo lo que la ponían en el plato sin rechistar y rápido, estaba acostumbrada a no quejarse de la comida pensando que era una falta de respeto para quien la había preparado y para las personas de los países pobres. Así que había desarrollado su sentido del gusto hasta tal punto de poder comer incluso lo que no la gustaba; es decir, había aprendido a no saborear la comida si no la gustaba. Aunque este no era el caso a pesar del estado de esta.

Las monitoras la trajeron el segundo plato tras retirar su plato vacío: pollo guisado con patatas cortadas en cuadraditos pequeños y una salsa extraña que nadie sabía de de qué era. 

Una vez hubo terminado de comer, la dejaron sacar el libro para leer en lo que llegaba la hora de salir al patio y esperar a que sus padres fueran a recogerles. Aunque en el caso de Secundaria se podían ir a casa solos cuando llegara esa hora. El reloj colgado sobre la pared dio las tres en punto. Los niños que habían terminado se pusieron en fila para salir de allí guiados por dos monitoras. 

El camino a casa fue tranquilo. Siguió leyendo por la calle confiada de que vería por el rabillo del ojo cualquier peligro que pudiera afectarla incluso si andaba observando el libro y pasando su mirada por las letras que había en él. Se conocía el camino de memoria, así que no la hacía falta atender a su alrededor. Una vez en casa, como no tenía deberes, se tumbó en la cama a continuar leyendo. Solo despegó su vista de la lectura cuando su madre llegó a casa y cuando la dijo que era la hora de merendar y, más tarde, de cenar.

Su corazón se estremeció al darse cuenta de que había llegado a la última página. Con una presión sobre su pecho, cerró los ojos. Siempre se sentía así cuando terminaba un libro. Habían sido tantos buenos recuerdos los que se habían instalado en su memoria gracias a aquellas páginas. Tantas aventuras junto a aquellos personajes... Se sentía casi irreal que hubiera terminado ya. Sonrió mientras dejaba el libro en la estantería y comprobaba cuantos la quedaban por leer. Apenas tres. Debería de pedir más por Navidades y por su cumpleaños. Hasta entonces iría a la biblioteca municipal para no quedarse ni un solo momento sin nada que leer.

Se tumbó en la cama mirando el techo. No quería pensar, no necesitaba pensar. Solo esperaba poder dormir aquella noche sin que ninguna pesadilla la recibiera en su subconsciente, aún así sabía que eso era demasiado pedir. Simplemente, las pesadillas siempre estarían ahí y no la dejarían dormir. Pero a lo mejor ese era el precio que debía pagar por huir del dolor durante el resto del día, por lo que no se podía quejar. Tampoco sabía que era lo que había hecho mal para merecerse eso, no tenía ni idea de porque el mundo la castigaba de aquella manera. 

No debería de haberse puesto a pensar, ahora tenía ganas de llorar de nuevo y aquel nudo en la garganta la atosigaba por hacerlo. Pero no lo haría, podía aguantar las lágrimas y no hacerlo. Era simple y sencillo. O al menos eso se repetía ella en su cabeza antes de quedarse completamente dormida. Seguramente era mucho mejor tirarse por un precipicio que seguir viviendo aquella mierda de vida.

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