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Uno

Claudia era una muchacha que disfrutaba de la soledad, de carácter muy tranquilo y relajado y con metas, quizá, demasiado altas. Al menos, así se sentía ella.

Estaba cohibida por la vida misma, reprimida bajo un aparentar que no le agradaba, el cual parecía regir su existencia. A pesar de que no le gustaba que así fuese, no podía evitarlo pues no disponía de las fuerzas y el empuje para hacerlo. En algún momento de su paso por el mundo, había quedado sepultada por un muro de temores y opiniones del cual no sabía cómo librarse. Por lo tanto, había empezado a ver la vida pasar, mientras se limitaba simplemente a estar allí queriendo cambiar las cosas sin hacerlo. Estaba acobardada, no había más razón para su situación que esa misma.

Claudia era distinta a la mayoría de chicas de su edad en varios aspectos, pero aquello, en lugar de darle ánimos para destacar, la había hundido bajo un manto de lamentos y miedos que se la estaba comiendo viva. Era estudiosa porque le gustaba estudiar, pues sentía que lo único en el mundo que no era subjetivo a la traición eran las palabras acumuladas en libros y libros, cuanto más antiguos mejor. Solía decirse que era de lo único que podía fiarse en el mundo, pues el futuro está lleno de condicionantes y variables, pero el pasado ya no puede cambiarse y, por tanto, no puede dañarte y cambiarte a ti. El futuro, sí; por eso le daba miedo.

No le gustaba la música, tampoco los libros de moda ni las marcas de ropa que a los demás. Solamente veía películas de dibujos, aunque odiaba las historias típicas de princesas que aguardan a que un príncipe las rescate. ¿Por qué debían esperar por un príncipe? ¿No podía ser otra princesa? ¿Una amiga? ¿Una rana voladora? Podía ser cualquier cosa, pues era fantasía, animación, ficción... pero no, siempre debía ser un príncipe. Eso, la molestaba sobremanera.

Quería estudiar diseño gráfico, aunque no sabía siquiera el motivo de su interés. Simplemente, desde que tenía memoria, había tenido aquello en su mente. Sus padres querían que estudiase leyes, pero no le llamaba para nada y, debía reconocer, era un desastre con temas tan serios. Su personaje favorito del mundo animado era el coche de Roger Rabbit, y el que menos le gustaba era la sirenita, pues le parecía una ilusa confiada sin dos dedos de frente. En cambio, aunque el coche seguía encabezando la lista de sus preferidos, adoraba a Mulán, con aquel empuje, decisión, ilusión y fuerza que se cargaba. Ella quisiera tener todo eso, pero no lo encontraba en su interior.

Claudia soñaba con ser libre de las cadenas que imponía la sociedad, figurativamente hablando. Tenía la convicción de que cada uno tenía unos gustos sin descubrir al nacer, pero nos amoldábamos a la sociedad y lo establecido como correcto, adecuado o perfecto como si fuese lo que debíamos hacer. Ella se había rebelado contra eso, aunque en silencio y sin que nadie lo supiese; no aún.

Chicas, rosa; chicos, azul; vestido de novia, blanco; ropa de luto, negra; miles de tabúes distintos; libertad de expresión mermada; chico y chica... ¿Por qué? Porque los condicionantes estaban ahí, y la susodicha sociedad se negaba a avanzar porque dicho avance les causaba temor. Un temor tan fuerte como el que sentía ella al estar bajo aquel manto que antes mencioné; un temor tan grande y angustiante como el que siente una hormiga cuando ve venir sobre ella un pie.

A Claudia, todos aquellos miedos y dudas que se la comían desde dentro, la habían obligado a fingir ser como los demás. No había problema en que dijera que su color favorito era el violeta en lugar del rosa por ser chica, o que le gustaba la historia porque le parecía lo más estable y cierto a su alrededor. Entonces, ¿por qué suponía un problema que estuviese firmemente decidida a no casarse nunca o, de hacerlo, no fuese de vestido blanco? ¿Por qué sí habría un problema si dijese que quería ir al entierro de su abuelo vestida de verde porque era el color favorito del hombre? Y, peor aún, ¿por qué demonios era un problema que a ella no le gustasen los chicos como, se suponía, debía ser?

Hacía varios años que sabía que no quería un hombre en su vida, sino una mujer. Hacía mucho que tenía claro que estaba engañando a todo el mundo, pues nadie sabía aquello. Claudia era lesbiana, pero no se atrevía a decirlo. Si sus padres lo supieran pondrían el grito en el cielo. ¡Puede que hasta la echasen de casa! Y ella los quería, por lo que no se atrevía a dar el paso creyendo que, así, evitaría conflictos. Por ende, estaba en conflictos consigo misma.

Si no podía decírselo a sus padres, tampoco a los demás, pues eso sería una locura ya que, tal cual lo contase, esa información llegaría a sus progenitores y el problema sería aún mayor.

Claudia quería ser normal. No normal de heterosexual, sino normal de no sentirse un bicho raro; para ella era mucha la diferencia. Sentía que toda ella era una mentira, una ilusión que a ojos de los demás parecía real, pero no lo era... Creía que fingir que era lo que se esperaba que fuese era lo correcto, ¡error! Ahora lo sabía, pero durante varios años no lo había tenido claro y su problema se había agudizado y crecido hasta límites insospechados. Ahora, con la cabeza más clara o, quizá, la madurez queriendo llegar hasta ella, había empezado a darse cuenta de que incluso aquello que ella creía era una falsedad. No estaba haciéndose feliz al no salir del armario, sino que hacía felices a los demás. Bueno, a todos excepto a una persona: su novia.

Claudia tenía pareja desde hacía cerca de un año; una chica adorable, divertida y alocada que sí había tenido el valor de confesarle a sus padres su orientación. Se llamaba Lina y, al igual que Claudia, tenía ciertos valores y formas de ver las cosas distintas al resto que le daban ese toque especial... Toque que, claramente, había sido lo que había cautivado a Claudia. Aún podía recordar con aires fantasiosos —aunque sin alterar la realidad— el día en que la conoció y se quedó embobada viéndola darle de comer a una paloma coja. No pudo evitar acercarse, pues eran pocas las personas que ella conocía que no consideraban al ave como plaga o, siquiera, eran capaces de acercarse a un pájaro sin asustarlo. Claudia podía, por eso Lina le resultó cautivadora en aquel momento. Se atrevió a acercarse con calma y, de algún modo que no supo descifrar, sintió que la conocía desde siempre. Empezaron a hablar y, con el tiempo, una cosa llevó a la otra. Una tarde, Lina le confesó que era homosexual y que creía que sentía algo por ella. Todo su ser vibró ante aquellas palabras y ni siquiera respondió, sino que la besó como si no hubiese un mañana. Después, la invitó a conocer a sus padres, y ese fue el día en que Lina le dio una de las grandes enseñanzas que no había sabido aprender sola y uno de los motivos por los que la adoraba tanto: «Mis padres saben que soy lesbiana, yo me encargué de explicarles... Nunca les dije que tengo una orientación sexual distinta, porque lo que me mueve no es mi deseo sexual, sino mis sentimientos. Entonces, les dije que tengo una orientación emocional distinta a la suya».

Definitivamente, no todo era sexual. Todo partía de una base emocional, porque, sí, puedes tener relaciones sexuales con alguien, independientemente de su género, pero no es lo mismo que vincularse realmente con alguien. El sexo es un extra, es la forma en que expresamos un amor o un deseo; pero para toda una vida se necesita más, se necesita un todo.

Lina le había enseñado aquello, abriéndole un nuevo mundo ante sus pies. Claudia la adoraba, le agradecía por ello y quería devolverle tanto con simplemente su amor. El problema residía en que no podía hacerlo como quisiera, pues debía esconder aquella relación; al fin y al cabo, su familia aún no lo sabía y debía andar con pies de plomo. Le dolía ocultarla, no poder ir con ella de la mano, no poder besarla en público, no poder gritar que la quería, ¡que la amaba! Le dolía darse cuenta de que la estaba dañando en aquel juego de las escondidas al que la había arrastrado su cobardía, y temía perderla. Aquel era un enorme temor que la devoraba en las noches, cuando restaba a solas en su cuarto pensando en su chica, en aquella que le estaba dando todo un mundo cuando ella no podía darle nada.

Necesitaba contar la verdad, ¡no podía fingir más!

Pero... ¿cómo hacerlo sin perder todo en el intento? ¿Y si perdía el amor de sus padres? ¿Y si ellos le prohibían volver a ver a Lina? ¿Y si la mandaban lejos y perdía todo?

Era tal su miedo, que apenas dormía y ya estaba perdiendo el ritmo de su propia vida. Definitivamente, no podía continuar de aquel modo o todo, absolutamente todo, escaparía de sus manos y se quedaría sola en medio de la nada, sin siquiera sentimientos positivos a los que agarrarse. Eso, sería su final. Y eso, no era lo que ella quería.

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