65. Volver a casa.
«Y una vez tras otra, desde el momento en que me levanto hasta el momento en que me duermo, estaré a tu lado».
Coldplay.
Septiembre, 2020
📍 Quebec, Canadá.
No tenía previsto volver a Canadá en un futuro cercano. A mis abuelos los llamaba lo más seguido posible, y me tomaba el tiempo para enviarles un mensaje y estar al tanto de su salud y su vida aquí en Quebec, pero no había tenido la oportunidad de venir a su casa desde hace tres largos años. Pero debo admitirlo, volver a casa es bueno.
La abuela está encantada con Addy, tanto que no sabe dónde ponerla. Quiere complacerla e impresionarla, pero lo que no sabe, es que mi esposa quiere hacer lo mismo. Ninguna debe esforzarse mucho, dado que ambas se adoran desde el primer momento en que se vieron.
—Dios, señora King, esto está buenísimo —dice Addy, comiendo con ganas el Split pea soup²⁴ de la abuela.
—Oh, cariño, lo he preparado yo misma para ustedes —mi abuela se inclina y sacude la mano—. Y ya te dije, nada de señora. Abuela, ¿vale?
Addy se pone roja como un tómate y asiente. Sigue comiendo, demostrándome que sí, tiene mucha hambre. No ha comido nada en el avión, y supongo que nueve horas de vuelo en los que las pasó dormida de manera intermitente le han abierto el apetito. Eso está bien. Ya hemos recuperado siete kilos, espero que consigamos aumentar más.
—Y, cuéntanos, Adelinne —dice el abuelo sentado en la cabeza de la mesa. La abuela organizó todo para que cenáramos en el comedor principal, incluso cuando le dije que no era necesario—. Arturo dice que eres artista.
Addy se sonroja aún más y se ríe.
—Intento serlo —dice con un asentimiento cortés.
—Lo es —aseguro yo—. Ganó el premio a Mejor Artista dos años seguidos. Y la galería Claroscuro es un éxito gracias a ella.
—Amor —la rubia se ríe y apoya su mano en la mía sobre la mesa—. No presumas así.
—No le gusta admitirlo —digo para todos—. Es la mejor en lo que hace, y aún así le da vergüenza hablar de ello en público.
—No es eso —niega ella—. Solo trato de hacer bien mi trabajo. No me gusta sobresalir por encima de los demás cuando se qué también hay buenos artistas a mi alrededor.
—A pesar de que seas la mejor de todas —le apreté la mano de vuelta.
—Eso lo dices porque solo te gustan mis cuadros —se inclinó un poco hacía mí, no me resistí y le di un beso en la mejilla.
—Oh, Charles, míralos —dijo la abuela con una sonrisita secreta—. Qué tiernos son.
Addy se puso más roja ante la mirada de mis abuelos, pero sonrió.
—Adelinne es humilde y consciente de su talento, eso la hace una gran artista —asegura el abuelo con su voz contundente—. Eso es bueno, querida. Incluso cuando sabemos lo que representamos y lo que somos, debemos tener presente nuestros valores. Te felicito por tu discreción.
—Gracias. Mamá solía decir que no tenemos porque ser prepotentes o arrogantes por lo que tenemos o poseemos. La soberbia no lleva a nada bueno.
—Una mujer sabía, tu madre —murmuró la abuela, tomando la mano de su esposo. Ambos compartieron una mirada y se sonrieron con nostalgia—. Sabemos que la perdiste muy joven.
—Sí, cuando tenía diez —Addy asiente y le da un sorbo a su copa de agua—. Fue duro y aún lo es, pero siempre trato de recordar lo bueno. Sus consejos, lo hermosa que era y los momentos que pasamos juntas.
A la abuela se le cristalizaron los ojos. Mierda. Sabía lo que venía.
—Tienes razón, querida niña, perder a un ser querido es duro, jamás deja de serlo —ambos me miraron. El abuelo con más cautela, pero con el mismo dolor—. Cuando perdimos a los padres de Arturo, parte de nuestra familia quedó vacía, pero siempre los llevaremos en nuestros corazones. Ava era una mujer extraordinaria y una excelente madre, no pude pedir una mejor esposa para mi hijo. Y mi niño, Arturo —cuando habló de ellos, se me hizo un nudo en la garganta—. Lo perdí demasiado pronto, pero fue el mejor hijo que pude tener. Y, a pesar de su pronta partida, nos dejaron el mejor regalo de todos —estiró una mano sobre la mesa en mi dirección. Con una sonrisa acuosa, apreté su mano. Ella me sonrió—. Mi bebé Arturo. El mejor nieto del mundo. Estamos tan orgullosos de él.
—Has conseguido llenar el vacío que teníamos en el corazón, hijo —dijo el abuelo, con la voz cargada de emoción—. Eres un hombre íntegro y leal. Un hombre trabajador. Estoy seguro de que serás un gran esposo —asentí con la garganta apretada, porque no me esperaba esas palabras. El abuelo miró a Addy y le ofreció la mano. Mi hermosa esposa la tomó, con los ojos llenos de lágrimas—. Estoy seguro de que serás una gran esposa. Mi nieto ha escogido bien, lo sé porque apenas de te conocí y lo vi mirarte a penas llegaron, supe que eras la indicada. Ahora formas parte de nuestra familia y estamos muy contentos y orgullosos de recibirte. Bienvenida, cariño.
Adelinne tenía las mejillas manchadas con lágrimas y una sonrisa apretada de pura emoción y agradecimiento.
—Gracias.
Luego de eso, tratamos de evitar los temas tensos y sentimentales, lo cual agradecí. Estuve feliz de que mi esposa fuera bien recibida por las dos personas más importantes para mí. Sin embargo, no me gustaba verla llorar. La abuela se puso a hablar con Addy sobre la boda improvisada y le dijo lo ansiosa que estaba por ver las fotografías. Cuando dieron las doce de la noche, Addy bostezó, raramente cansada. Nos disculpamos con los abuelos y ellos nos dejaron libremente para que fuéramos a descansar. En L. A. son las siete de la noche y se la pasó durmiendo casi todo el vuelo.
—Es el ajetreo —murmuró, mientras buscaba un pijama en su maleta—. La boda, los vuelos... Creo que me está pasando factura.
—¿Nos damos un baño? —la rodeé con mis brazos desde atrás.
Besé su cuello y una de sus manos subió hasta mi cabeza. Hundió sus dedos en mi pelo y suspiró.
—¿Qué tal una ducha rápida? —sugiere con un bostezo.
Eso hicimos. Nos desnudamos, y entramos al enorme baño de la habitación. Nos metimos bajo el tibio chorro de agua y dejamos que se llevase el cansancio. Sin embargo, los ojos de Addy se cerraban constantemente. Estaba prácticamente dormida de pie. La enjabono y enjuago rápidamente. Hice lo mismo conmigo y después la saco de la ducha. La envuelvo en una toalla grande y la seco lentamente. Ella me sonrió somnolienta, se acercó y puso sus suaves manos en mi rostro y me dio un beso casto.
—Eres el mejor —respiró hondo contra mi mejilla y sus pestañas me hicieron cosquillas.
—A lavarse los dientes —le di un beso en la frente.
Nos puse frente al tocador y me hice con los dos cepillos de dientes nuevos y el tubo de pasta dental que la abuela dispuso para nosotros. Me cepillé rápidamente viendo cómo Addy hacia lo mismo con los ojos cerrados. Cuando terminó, se secó la mejilla con la toalla.
—Ven.
Salimos de nuevo a la habitación y la dejé vestirse. Sacó un jogger azul oscuro y una sudadera con capucha rosa pálido, se sentó en la orilla de la cama y se puso unos calcetines. Me puse una camiseta y un jogger que también había empacado porque sabía que haría un frío de muerte. Me acerqué a ella con una toalla en la mano para sacarle el cabello.
—No quiero que cojas frío —sequé mechón por mechón suavemente hasta que consideré que estaba bien—. Métete a la cama.
Cumplió mi orden sin pensarlo dos veces, organicé las cosas en el baño y cuando volví a la habitación, estaba acurrucada bajo las sábanas. Puse la calefacción y apagué las luces, me metí bajo las mantas y abracé a mi esposa. Vino contenta a mis brazos, enredó su pierna entre las mías y apoyó su mejilla en mi pecho. Nos cubrí a ambos con el grueso edredón y nos acurrucamos muy juntos.
—¿Estás bien?
—Calentita —suspiró entrecortada.
—Perfecto —beso su frente—. ¿Te gustó la sorpresa?
—Me encantó —sentí su sonrisa contra mi garganta cuando hundió su rostro en mi cuello.
—Mañana hay más.
Se echó a reír, pero fue un sonido ahogado y casi dormido.
—Ya basta de sorpresas —se quejó—. No puedo seguirte el ritmo.
—Te gustarán —la besé de nuevo—. Duerme, amor.
—Te amo —dijo—. Gracias por todo, eres el mejor.
Sus palabras me calentaban el corazón. Seguía sin saber cómo recibir sus cumplidos, no obstante, sus demostraciones de afecto me hacían sentir como un gigante. Cuando iba a decirle que la amaba de vuelva, noté su cuerpo relajado y su respiración pausada. Estaba dormida. La abracé más fuerte y besé su cabello, cerré los ojos y dormí más relajado que nunca. Estaba a salvo y el amor de mi vida yace entre mis brazos, segura y feliz. No podía pedir nada más.
💸💸💸💸💸
Me desperté la mañana siguiente cerca de la diez, con Kaiser apretando su húmeda nariz contra mi cuello. No ladró, como si supiera que todavía era hora de dormir. Parpadeo y noto un poco de luz entrando por las cortinas, sin embargo, sé que no hay sol en lo absoluto. Adelinne estaba de espaldas a mí, abrazando una almohada y profundamente dormida. Mi brazo la rodeaba, y quise quedarme así otro rato más, pero Kaiser maulló a mi lado.
—Sabes que no eres un gato, ¿verdad? —lo reñí, pero él solo dio un saltito en la cama antes de bajar al suelo.
Era obvio que quería salir para hacer del baño.
Solté un suspiro y me incliné para darle un beso a mi esposa en la sien, que ni siquiera se movió y seguía respirando profundamente. Me senté en la cama y me puse unos calcetines porque hacía demasiado frío como para estar descalzo. Pase por el baño rápidamente y después abrí la puerta para que Kaiser saliera, cerrando la puerta despacio detrás de mí para que Addy pudiera dormir todo lo que quisiera. Kaiser corría desesperado entre mis piernas mientras caminaba por el pasillo y luego bajaba las escaleras. El olor a tocino, huevos y pan me abrió el apetito, pero me apresuré a dejar salir a Kaiser al patio trasero. Salió disparado hacia un rincón y resultó que solo necesitaba hacer del uno. Olfateó la nieve y luego vino corriendo hacia mí como si tuviera demasiado frío.
Cuando entramos a la cocina, la abuela estaba detrás de los fogones con su ropa de invierno.
—Oh, ahí está mi niño —rodea la barra y se acerca para darme un abrazo.
—Buenos días, abuela —le di un breve beso en la mejilla.
—Buenos días, mi cielo —me sonrió dándome palmaditas en el pecho. Su expresión se ensombrece por un segundo—. Muéstrame.
Sabía a qué se refería, así que la solté solo para subirme la camiseta. Ella observó la cicatriz y la trazó suavemente con sus fríos dedos.
—Oh, mi amor —se lamentó—. Saber que estabas herido me mató de mil formas. Tu abuelo y yo queríamos ir, pero...
—Lo sé —le sonreí para tranquilizara—. Está bien. Tuve muchas personas cuidándome.
Ella sonrió.
—Rose me lo dijo —me acaricia la mejilla—. No sabes cuánto debo agradecerle por lo bien que te ha cuidado todos estos años.
—Ella lo sabe. También muere por venir a verte, seguramente lo harán en los próximos meses.
—Eso sería encantador. Estaremos esperando por ella y por Edward. Recuérdale que esta es su casa también.
—Lo haré.
—Anda, siéntate —me dice ella—. Te prepararé el desayuno.
Me senté en un taburete cerca de la barra y la miré moverse por la cocina.
—No era necesario, abuela.
—Pamplinas —resopla—. Le di el día libre a nuestra ayudante, porque quiero atender a mis nietos por mi cuenta. Pero volverá mañana, porque la vejez no llega sola. Las articulaciones me están matando —se ríe y sacude la cabeza—. Hice huevo Benedict, pan tostado y tocino. ¿Crees que Addy le gustará?
—Me encantan —dice su dulce voz a nuestras espaldas.
Miré por el pasillo y la vi caminar con cautela hacia mí. Su rostro tenía marcado los retazos de un sueño profundo, su cabello recogido en una coleta baja y seguía llevando su improvisada pijama de anoche.
—Buenos días —dijo con una pequeña sonrisa.
—Buenos días, querida —la saludó la abuela—. Espero que hayas dormido bien.
—Así fue, gracias.
—Ahí estás —murmuré, rodeándole el cuello con un brazo cuando se acercó. Le di un beso en la cabeza—. ¿Cómo estás?
—Genial —se apoyó a mi costado y besó mi mejilla—. ¿Y tú?
—Excelente —la abracé fuerte—. Sube aquí —arrastré un taburete junto al mío y la insté sentarse—. ¿Hambre?
—Mucha —asiente.
—Me alegra oírlo —le doy un pico en los labios.
Ella se ríe.
—Siempre estás contento cuando te digo que tengo hambre —me mira con diversión.
—Es porque no quiero que vuelvas a bajar de peso —le acaricio la mejilla con la palma de la mano—. Me hace feliz verte comer.
—Lo sé —agarra mi mano y besa mi palma.
—¿Has estado mal de salud, querida? —pregunta la abuela, mirando a Addy con preocupación.
—No, para nada —Addy me suelta, apoyando las manos en la barra—. Es que, antes solía vivir en Nueva York. Mi carrera profesional despegó desde ahí, y, bueno, no fue todo color de rosa. Mi equipo de trabajo no era el mejor, y... —baja la mirada y juega con sus anillos de matrimonio y compromiso—. Mi novio de aquel entonces me engañó con quién creía era mi mejor amiga. Eso desencadenó una pérdida de siete kilos que a Arturo le molesta un poco.
La abuela abrió mucho los ojos y se puso roja de la furia.
—No, que horrible —refunfuña—. Ay, mi niña, que pena. Lo siento mucho. No me imagino como debiste sentirte.
Adelinne se encoje de hombros.
—Fue duro en su momento, pero a veces perder algo te hace apreciar las cosas que tienes mucho más —me miró a los ojos, con su iris azul brillante y hermoso—. No me arrepiento de donde estuve, porque eso me trajo a donde estoy ahora.
Mi corazón se apretó, tomé su mano y la llevé a mis labios. Noté que la abuela nos miraba con ojos tiernos, pero no dijo nada al respecto.
—Esto ya está casi listo —anuncia—. ¿Por qué no le dices a tu abuelo que venga a desayunar?
—¿Dónde está? —me levanté.
—¿Dónde crees? —arquea una ceja con obviedad.
—El despacho —me reí, inclinándome para darle un beso a Addy en la cabeza—. Ahora vuelvo.
Caminé hacia el pasillo posterior y fui directamente al despacho de mi abuelo. Dónde pasé tantas noches cuando era niño, ayudándolo con sus papeles. Incluso cuando solo veníamos en las vacaciones, esas eran las mejores semanas de mi vida. Toqué la pesada puerta de madera y la abrí ligeramente. Estaba sentado detrás de su escritorio, leyendo su periódico.
—¿Ocupado?
—Para nada, muchacho. Entra, entra —deja el periódico sobre el escritorio—. ¿Todo bien?
—Perfectamente —asiento, camino hacia uno de los enormes sillones de cuero marrón cerca de la chimenea—. La abuela quiere que vayas a desayunar.
Sacude la cabeza y se quita las gafas de montura fina.
—Han pasado casi cinco años, y ella sigue con sus cuidados al pie de la letra —se ríe—. ¿Qué sería de mí sin ella? ¿Eh? Me vuelve loco, pero son quién soy gracias a esa mujer.
—Espero que se lo digas todo el tiempo.
—Oh, lo hago, pero ella lo sabe —menea la cabeza—. Me lo recuerda todos los días.
Me río, porque eso es exactamente lo que haría la abuela.
—¿Cómo está el corazón?
—Latiendo, que es lo importante —se da palmaditas en el pecho—. Salgo a caminar todas las mañanas, luego hago mis ejercicios de respiración. Y tu abuela se asegura de que coma sano y que todo sea equilibrado. También vamos de vez en cuando a la ciudad y damos un paseo. Todo está en orden, Arturo. No hay mucho de qué preocuparse.
—Eso está bien.
Luego de una operación a corazón abierto hace tan solo cinco años, su salud aún me preocupa. Incluso al verlo tan activo, las ganas que tengo de sonsacarle toda la información posible sobre su salud cardíaca me carcome. No obstante, decido dejarlo tranquilo.
—El que me preocupa eres tú —dice, sacándome de mis pensamientos—. Cuéntame qué ha pasado. No te saltes ni un detalle.
Suspiro pesadamente, porque sé que no podré salvarme de esta conversación. Además, sería bueno tener otro punto de vista, dado que yo me estoy volviendo loco. Le cuento absolutamente todo, desde los mensajes, el atentado, la participación de la policía en todo el asunto. Él me escucha atentamente, con la clara intención de comprender todo y sacar sus conclusiones más acertadas. En resumen, le cuento toda mi vida durante los últimos meses en menos de diez minutos.
—Entiendo —dice, frotándose el mentón con los dedos, pensando—. ¿Qué dice la policía, realmente?
—Están investigando —me encojo de hombros—. No hay mucho qué hacer. La policía tiene un perímetro marcado de donde provienen los mensajes. Dicen que alguien los ha estado enviando desde algún lugar cerca de Santa Mónica, pero la playa es enorme. Alrededor de cinco mil personas transitan esa zona todos los días. Es como buscar una aguja en un pajar.
—Es difícil, sí. Pero no es imposible —dice, pensativo—. Tengo unos contactos con la policía de Los Ángeles. ¿Te importaría que hablara con ellos?
—¿Podrías hacer eso?
—Por supuesto, no hay ningún problema.
—Eso sería genial.
—Envíame un mensaje con el nombre del oficial que lleva el caso. Estoy seguro de que puedo conectarlo con alguno de mis conocidos.
—Eso es estupendo. Gracias.
—No es nada —niega y sonríe—. Es mi deber cuidar de ti, aunque vivas en otro país. Y, ahora, cuidar de mi nueva nieta.
Me río y asiento. Addy está encantada de tener más familia.
—Me gusta para ti —dice—, es la adecuada.
—¿Por qué dices eso?
—Te relajas cuando estás con ella. Es como si el muro que ha estado a tu alrededor durante años solo cayera cuando estás a su lado. Eso es bueno —asiente y sonríe—. Estoy muy orgulloso de ti, Arturo. Puede que no te lo diga muy a menudo, pero sé que lo sabes —se me hace un nudo en la garganta—. Debes estar orgulloso de ti mismo. Eres un hombre íntegro y trabajador. No habría pedido nada más para ti. Estoy seguro de que serás un gran esposo.
Mi garganta estaba más apretada que nunca. Se me frunció el ceño y bajé la mirada hasta mi regazo.
—Y sigues sin saber aceptar cumplidos —se ríe, y mi ceño se profundiza—. Tienes treinta años y sigues siendo el mismo niño enfurruñado de siempre, ¿eh?
—Estoy tratando de madurar.
—Eso veo —sonríe—. Creo que tu mujer ayudará con eso.
Sonreí. Eso es cierto. Si alguien puede hacerme entrar en vereda, es mi esposa.
²⁴) Split pea soup: Plato típico canadiense, compuesto básicamente por una sopa de guisantes.
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