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50. Tú me trajiste de vuelta.

«La luz es lo que te guía a casa, la calidez es lo que te mantiene allí».

Ellie Rodriguez.

Agosto, 2020

📍Los Ángeles, CA, Estados Unidos.

La luz me cegó momentáneamente mientras parpadeaba para abrir los ojos. Intento manejar mi autocontrol porque me falta el aire, o quizás es que tengo demasiado aire en los pulmones. Intento mover mi mano derecha pero está anclada a algo. Pruebo con mi mano izquierda y esta cede, aunque siento todo el brazo entumecido. Suelto un gemido de dolor, pasándome la mano por la cara y encontrándome un tubito bajo mi nariz. Tiro de él con desgana y entonces consigo respirar aire puro.

Mierda, sí. Tomo lentas respiraciones antes de intentar abrir los ojos de nuevo. La luz sigue siendo brillante, pero me obligo a tener los ojos abiertos. No me muevo, solo miro a mi alrededor intentando poner en orden todos mis pensamientos.

¿Dónde estoy? Miré a mi alrededor. Las paredes blancas, el olor a limpio y cloro, máquinas sonando por todas partes. El hospital.

¿Por qué estoy en el hospital? Intenté recordar. Anthony y yo en la empresa. Íbamos a tomar un trago, salimos, esperamos a Edward en la acera. El tipo que tropezó con nosotros. El dolor. La sangre. El cuchillo. «El pasado siempre regresa, King, recuérdalo siempre».

Mierda, intentaron asesinarme.

Siento un nudo en la garganta, o quizás ya estaba ahí. Carraspeo, pero sigo sintiendo la garganta rasposa. Intento levantar la cabeza de la almohada pero la habitación da vueltas. Mierda. El puto mareo. Y las malditas náuseas. Contengo la respiración un segundo, dejando que todo vuelva a estabilizarse. Respiro hondo y vuelvo a abrir los ojos.

Repaso la habitación, buscando centrarme en algo, hasta unas cosquillas en mi mano me sacan de mis pensamientos. Busco a mi alrededor, dando con un rayo de luz dorada cerca de mí.

Adelinne está dormida. Mi mano derecha está entre las suyas, que a su vez, están bajo su mejilla. Todo en ella brilla, salvo que noto cosas que antes no estaban ahí. Su cabello revuelto recogido en un moño en lo alto de su cabeza, la sudadera —la mía— enorme que cubre su torso, sus mejillas pálidas, su nariz roja y sus labios agrietados, la línea de sus pestañas completamente enrojecida y lágrima secas en su tersa piel.

Mi Addy. Mi preciosa, dulce y perfecta Addy. Ha estado aquí todo este tiempo.

Los recuerdos me golpean, dándome un duro recibimiento a la realidad.

«Es cansado estar sin ti... Despierta, por favor».

«Te necesito».

«Cariño, despierta, ¿sí? Despierta, por favor».

Recuerdo sin parar mientras la veo dormir. Sus palabras. Esa dulce voz es la que vigilaba mi sueño. Era ella quien me sostenía. Quién se aferraba a mi mano.

«Sé que necesitas sanar, pero puedes sanar despierto. Quiero abrazarte y no puedo».

«... Te amo. Vuelve. Ya no soporto estar más sin ti. Te extraño. Me quedaré contigo siempre».

Reprimo un alarido de dolor ante sus recuerdos. Pero me aferro a su amor por mí. Las palabras de Rose vienen a mi mente, más fuertes y significativas que nunca.

«Existen dos tipos de personas en el mundo. Uno: las que en silencio, te donarían un riñón en caso de lo que necesitaras. Dos: las que gritan que lo harían, pero que jamás serían capaces de hacerlo... Ninguna de esas mujeres te donaría un riñón sin recibir algo a cambio. En cambio, esa preciosa niña que duerme en tu habitación ahora mismo, daría la vida por ti sin que tengas que pedírselo».

Tiene toda la razón. Maldita sea.

Trago con fuerza el nudo de emoción que se aloja en mi garganta, mientras intento no despertarla cuando saco mi mano de entre las suyas. No se mueve, sigue durmiendo cuando alcanzo un mechón suelto de su cabello y lo pongo detrás de su oreja. Acaricio su mejilla con mis nudillos y trato de buscar calor en su piel, pero está fría. No me gusta. Se ve pálida, cansada. Frunzo el ceño y sigo acariciándola. Paso mis dos por su pelo, por su mejilla, por su frente. Es hermosa, y yo también la había echado de menos.

Sus cejas se mueven y sus párpados empiezan a revolotear. Despierta, sus ojos azules enrojecidos se abren y se topan conmigo. Sigue medio dormida. Ni se ha movido. Claramente no se ha dado cuenta que estoy despierto. Nos miramos a los ojos una eternidad.

Sus ojos son el cielo azul despejado en una tarde verano.

Quiero vivir toda mi vida en esos ojos.

Quizás la situación la golpea, porque frunce el ceño y después suelta un jadeo de incredulidad. Levanta la cabeza y abre mucho los ojos.

—¡Madre de Dios! Estás despierto —se levanta del sillón donde estaba sentada, retrocediendo unos pasos y entonces puedo ver su ropa completa. Lleva unos leggings negros, mi sudadera, pantuflas y calcetines. Es adorable y me enternece el corazón saber que ha permanecido a mi lado. La veo llevarse las manos a la cabeza y respirar de manera irregular—. Estás despierto. ¿Estás despierto?

Carraspeo para aclararme la garganta.

—Addy... —estiro la mano hacia ella.

—Oh, por Dios, estás despierto —se acerca y sus lágrimas espesas caen por sus mejillas—. Mi amor, estás despierto.

Sus manos temblorosas se posan en mis mejillas, dándome la caricia más tersa del mundo. El dolor en sus ojos me desgarra el alma y no sé cómo actuar, no sé qué decirle para que se sienta mejor. Se inclina sobre mí y me besa. Los labios, las mejillas, la frente y la nariz. Su amor es desbordante. Puro. Hermoso. Y duele saber que estuve apunto de perderlo todo por un maldito loco que no tengo ni idea de quién es.

—Nena —acuno su mejilla con mi mano derecha.

—Estás despierto —susurra sobre mi boca, sus lágrimas goteando de su rostro al mío—. Oh, Arturo...

—Shhh —le seco las mejillas, pero su dolor sigue fluyendo—. Estoy bien.

—Creí que te perdía —solloza y su confesión me parte el alma—. Fue una tortura, una tortura total verte aquí tanto tiempo.

Cerré los ojos.

—Lo siento, cariño —froté mi mejilla contra la suya—. Lo siento tanto.

—Te amo —me besó y respiró hondo—. Te amo, te amo. Te amo, ¿me oyes? —me dio otro beso y me miró a los ojos—. No me vuelvas a hacer esto. ¿Me entiendes? No puedes simplemente irte a dormir y déjame así sin más. No puedes —me reprendió—. No lo vuelvas a hacer.

—No lo volveré a hacer —rodeo su nuca con mis dedos y la atraigo hacia mí, rozando mis labios en su oído—. No lo haré jamás. Lo prometo —beso su pulso y la respiro—. Te amo. Lo siento mucho.

—Yo también —suspiró. Parpadeó y se sorbió la nariz—. Te amo. Gracias por volver.

Le sequé las mejillas con la palma de la mano, quitándole toda la tristeza de los ojos. Le sonrío, apretando su mejilla.

Tú me trajiste vuelta —susurro, acariciando su labio inferior con mi pulgar—. Tu voz, sus manos, tu presencia. Tú me trajiste de vuelta, amor —inhalo hondo, conteniendo la emoción—. Siempre me traes de vuelta.

Asiente rápidamente, dándome otro beso.

—Te extrañé —me beso la mejilla—. Dios mío, te extrañé tanto.

—Ya no llores —le pido—. Odio verte llorar, lo sabes.

—Pero son lágrimas de felicidad, amor.

—No me importa —suspiro—. Quiero sonrisas, no lágrimas.

—A veces, las sonrisas vienen acompañadas de lágrimas —me sonríe con los ojos cristalizados.

Se le ve preciosa y tiene razón. Esa sonrisa con lágrimas de felicidad son dicha pura para mí corazón.

—¡Oh, por Dios! —exclama de repente, alejándose de mí—. Estás despierto. ¡Estás despierto! Tengo que llamar a un médico. Tengo...

—No, espera —la tomo de la mano. Ella se detiene y me mira confundida—. Espera un segundo. Quiero verte primero, acércate —ella vuelve, sentándose en el sillón y dejando su rostro a la altura de mi pecho—. Quiero tenerte cerca antes de vengan los médicos a torturarme.

—Pero tienen que revisarte, bebé —me pasa una mano por los bíceps—. Tienen que ver que estés bien.

—Estoy bien —le beso los nudillos.

—¿Te duele? —señala mi torso vendado.

—Duele como el infierno —es un ardor constante, pero si contengo un poco la respiración, puedo controlarlo—. Pero me gusta verte.

—A mi también me gusta verte —me acaricia la mejilla y sonríe con ternura—. Sobre todo despierto. Ha sido un infierno verte dormir tanto tiempo.

Frunzo el ceño con su dorso en mis labios.

—¿Tanto tiempo? —miré a mi alrededor y vi el reloj en la pared, eran cerca de las seis de la tarde—. ¿Cuánto he estado aquí?

—Desde el martes por la tarde —frunce el ceño—. Es viernes.

—¡¿Cuatro días?! —intento incorporarme, pero el dolor en mi costado me manda a la lona. Suelto el aire por la boca, y me dejo caer en la almohada otra vez—. Puta vida.

—Cuida tu lenguaje y quédate quieto —me regaña, frunciendo el ceño—. Tranquilízate, ya vengo, iré a buscar al médico.

Y se va, dejándome con la palabra en la boca. Cierro los ojos y suspiro. No puedo darle crédito al hecho que he estado aquí cuatro. ¡Cuatro malditos días! Dios, es una locura.

La puerta se abrió de nuevo, Addy volvió y un tipo vestido de enfermero —que resultó ser el doctor— empezó a revisarme. Fue una tortura. Respondí a las preguntas estrictamente necesarias y fruncí el ceño cuando le sonrió a Addy.

—No puedo dejarte levantarte, Arturo —dijo el maldito médico—. Se supone que debes permanecer acostado para que la herida cicatrice a la perfección, para eso tienes una sonda.

—Acabas de decir que la herida está cicatrizando bien —espeto, con los dientes apretados y molesto porque el doctor se veía muy risueño con mi chica—. Entonces, quítame esta puta mierda y deja que me ponga de pie.

El doctor también frunce el ceño, pero no dice nada.

—Vale —balbucea—. Llamaré a una enfermera para poder quitarlo.

El médico se va otra vez y Addy me mira.

—¿Qué te pasa? —cuestiona.

—¿Qué?

—Tienes que relajarte —se acerca para pasarme los dedos por el pelo—. Sé que puede ser estresante, pero debes descansar, ¿sí? —me mira a los ojos—. Relájate.

Frunzo el ceño, pero no puedo enojarme con ella. Ni siquiera puedo decir nada. El amor en sus ojos, el alivio, es una locura. La amo. Cuatro días sumido en un sueño profundo. Cuatro días sin ella. Es inaceptable.

—Quiero irme a casa. Contigo. Vámonos a casa.

Ella sonríe y me acaricia la mejilla.

—Pronto nos iremos a casa, amor. Y ni creas que te voy a dejar solo. Ahora, solo cálmate y deja que los médicos hagan su trabajo —la puerta se abre y vuelve el mismo doctor de antes y una enfermera. Addy me mira y me sonríe—. Iré a dar la noticia, ¿vale? Debo llamar a todo el mundo —se inclina y me deja un beso rápidamente en los labios—. Ahora vuelvo, ¿okey?

—Bien.

Su mano apretó la mía, reacia a soltarme y yo le devolví el gesto. No quería soltarla y era obvio que ella tampoco, pero nos obligamos a hacerlo. Se marchó y me dejó con mis torturadores. En quince minutos me quitaron todo, excepto la intravenosa. Lo acepto, todo el ajetreo me dolió, pero algo en el fondo me decía que el doctor había hecho todo con odio. Maldito imbécil.

Addy volvió y tenía una sonrisa radiante, su moño desordenado había desaparecido y ahora tenía coleta. Los signos del cansancio se marcaban en su rostro, pero se veía hermosa igual. Y, juro por Dios que olvidé al estúpido médico de pie frente a la cama.

—Hice unas llamadas —dice ella—. Rose vendrá más tarde porque Edward la traerá, Anthony y Sasha no pueden venir porque no tienen quien les cuide al bebé, pero dijeron que se pasarán por aquí mañana temprano. Anthony te escribirá luego, pondré a cargar tu teléfono.

Como la persona más servicial que he conocido, se pone manos a la obra. No paso por alto la mirada que le da el doctor a mi novia. No culpo, la verdad, pero me hierve la sangre.

Cuando él y la enfermera terminan, se ponen en marcha.

—Trata de no levantarte mucho de la cama, y si lo haces, con mucho cuidado. Puedes llamar a una enfermera para que te eche una mano.

—No hace falta, gracias —digo con voz seca.

—Yo me encargaré de él, no se preocupe —dice Addy, poniéndome una mano en el hombro.

—De acuerdo. Me pasaré temprano para ver cómo va todo.

—Perfecto. Gracias, Doc. —Addy sonríe amablemente.

El doctor y la enfermera se van y volvemos a quedarnos solos.

Suspiro aliviado.

—Necesito ir al baño —digo.

—Espera —Addy se pasea por la habitación, trae un bolso deportivo y saca un jogger—. Vamos a ponerte esto primero.

La miro con desgana.

—Amor, me has visto desnudo más de una vez.

—Ya —se ríe—, pero no queremos que nadie vea tu lindo trasero desnudo por aquí, ¿verdad?

Pongo los ojos en blanco.

—Adelinne, mírame a los ojos y dime qué en estos últimos cuatro días no me ha estrujado por todos lados —la reto.

Ella me mira, pero no dice nada.

—Bien, tu ganas, pero no importa —dice y se encoje de hombros—. Ven, vamos a ponerte el pantalón. Trata de no hacer fuerza en el abdomen, ¿vale?

Verla en modo mamá gallina es extraño, pero no se siente sofocante. De hecho, se siente bien. Y que lo haga de forma desinteresada es de lo más. Me hace saber que le importo más de lo que alguna vez pueda llegar a imaginar.

Con paciencia y cuidado me ayuda a sentarme en la cama, me pone el pantalón y al final me levanto. Lo admito, estar de pie es una completa agonía y el mareo es tremendo.

Me sostengo con una mano en la cama y la otra alrededor de sus hombros. Respiro profundamente y cierro los ojos para estabilizarme.

—¿Estás bien? —susurra, poniéndome una mano en el pecho.

—Sí, bien.

—¿Quieres sentarte otra vez?

—No —parpadeo.

—Vale, vamos —caminamos despacio, llevando con nosotros el tubo que sostiene el medicamento de la intravenosa—. ¿Quieres que entre contigo?

—Nena, puedo sostener mi polla por mi cuenta.

—Arturo —me amonesta con los ojos entrecerrados.

—Perdón —aprieto los dientes.

—Te has despertado un poco vulgar, ¿no crees? —replica.

Suspiro. Cálmate, imbécil. Ella no tiene la culpa.

—Perdona. Solo estoy estresado y me duele todo.

—Lo sé, pero no la pagues conmigo.

Eso, no la pagues con ella. Ha estado pegada a ti los últimos cuatro días, idiota.

—Lo siento, mi Sol —le paso el brazo por el cuello y la estrecho con delicadeza a mi costado—. Perdóname.

—Está bien —me besa la mandíbula y después el pulso en el cuello—. Solo trata de calmarte. ¿Dijiste que querías ir a casa? Bueno, tienes que tomarte las cosas con calma para que mejores rápido —me sonríe—. Anda, entra y yo iré a preguntar qué puedes comer. ¿Tienes hambre?

—Puedo comerme lo que sea —le doy un mordisco en la mejilla y ella se ríe.

—Basta. Ve. Ahora vuelvo.

Me suelta con cuidado cuando ve que estoy estable sobre mis pies.

Orinar es una maldita odisea y cada segundo que pasa odio más al idiota del doctor por prácticamente arrancarme la puta sonda. En fin, tengo que tomar lentas respiraciones y finalmente obtengo el resultado. Me acerco al lavabo y me lavo la cara, técnicamente parezco un muerto en su fase zombi, pero sé que en un par de días estaré mejor. Por las vendas no puedo ver la herida, pero la condenada me duele a montones. Salgo del baño casi diez minutos después, pero Addy no llega hasta que estoy cerca de la cama.

—Hey, déjame ayudarte —pone unas bolsas plásticas sobre el sillón y viene para ayudarme a sentarme. Presiona un botón en la camilla y la misma se inclina para que esté prácticamente sentado—. ¿Así estás bien?

—Excelente —la verdad es que no, pero es mejor que nada—. ¿Qué traes ahí?

—La enfermera dijo que no podías comer nada pesado —arrastra una mesita auxiliar de ruedas y la pone junto a la cama, la madera queda frente a mí, simulando una mesa—. Te conseguí sopa de pollo y galletas saladas. Sé que eres quisquilloso con la comida, pero es todo lo que hay —se burla y me guiña un ojo, sacando cosas de la bolsa—. Mira, lo calenté en la cafetería. Ten.

Coloca un pote de sopa instantánea humeante delante de mí. La miro como si estuviera loca.

—Has perdido la cabeza —digo.

Ella se ríe y es un sonido precioso.

—Tal vez, pero te vas a comer todo esto —ella misma destapa el pote y con la cuchara de plástico, empieza a revisar—. Mira, no está mal. Abre —carga la cuchara con sopa y la planta frente a mí boca—. Anda. Abre. Y sopla, que está caliente.

¿Qué voy a hacer con esta mujer? ¿Eh?

Cumplo sus órdenes y tengo la mala suerte de decir que no se equivocó, no está tan mal. La dejo darme de comer, porque, mi lado blando solo hace que ame que se comporte así. Es preciosa, dulce y cálida. Y tiene un corazón enorme.

—¿Has comido? —le pregunto cuando me pasa una botella con agua.

—Almorcé —dice recogiendo todo en la bolsa.

Mi ceño se frunce, pero me distraigo momentáneamente, agradecido por beber agua de nuevo.

—¿Solo has almorzado? —inquiero, ella sigue organizando cosas—. Mírame, Adelinne —lo hace, a regañadientes—. ¿Cuándo piensas cenar?

—Ahora bajaré y me compraré algo —sube los hombros con desinterés.

—Adelinne —advierto.

Ella se ríe y me mira.

—Amor, quédate tranquilo...

—No. Sabes perfectamente que odio que te saltes las comidas.

—¿No cuenta que haya estado preocupada por ti? —deja caer la bolsa en la papelera del rincón y se acerca a mí. Se inclina y pone sus labios a un suspiro de los míos—. ¿Eso no cuenta?

—No —niego, sin apartar mis ojos de los suyos—. Ya te lo dije, que me enoje, que me vaya o esté dormido cuatro días, no cuenta para que deteriores tu salud por no comer.

Me mira con los ojos brillantes y después suspira, bajando la mirada, un poco avergonzada diría yo.

—De acuerdo, lo siento —me mira de reojo—. Sé que no debería, pero se me hizo un nudo en la garganta —frunce el ceño—. Pero sí comí. Todos traían comida todo el tiempo y se sentaban a mi lado para verme comer. Anthony y los demás saben que no que te gusta que no coma.

—Recuérdame agradecerles a todos personalmente por cuidar de ti —acuno su mejilla. La miré fijamente y la grabé en mi memoria. Tan preciosa, tan buena, tan pura—. Te amo. Eres lo más importante para mí, ¿lo sabes?

—Lo sé —apoya la mejilla en mi mano—. Tú también lo eres todo para mí. También te amo.

Me sonrió.

—No te has salvado —le pellizco el cuello con los dedos.

—¡Ay!

—Ve a comer.

—Ahora...

—Ya. Ahora mismo. En este instante.

—Dios, eres tan mandón —bufa una risa.

Agarro su cabeza entre mis manos y bajo mis labios a los suyos. Este momento. Yo vivo para este momento. Vivo por sus besos. Vivo por su amor. Vivo por su existencia. La amo. Es el amor de mi vida. Y le voy a estar agradecido por el resto de mi vida por amarme.


¡SÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍÍ!

*insertar gritos de perra loca aquí*

¡Arturo está despierto! Repito: ¡ARTURO ESTÁ DESPIERTO!

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