45. Tic tac.
«Malgasté el tiempo. Ahora el tiempo me malgasta a mí».
William Shakespeare.
Julio, 2020
📍Los Ángeles, CA, Estados Unidos.
Julio se acaba. La galería es un éxito. El trato con Matthew Remington está cerrado. Las cosas van viento en popa. Eric no para de crecer y ser el niño más lindo del universo. Sasha está trabajando de nuevo de manera presencial y una que otra vez desde casa. Anthony está por comprar una casa en Aspen como regalo de aniversario para su esposa. Rose y Edward parecen amarse cada día más. Kaiser aprende cosas nuevas cada día y parece que entiende que todos necesitamos un tiempo a solas, incluso un cachorro de siete meses como él. Adelinne es un amor de persona y no sé qué haría sin ella. Ya casi se acaba el mes y yo me estoy volviendo loco.
Observo el papel parcialmente roto en una de mis manos y la fotografía de Addy saliendo de la galería ayer por la noche en otra. Se me atasca la respiración en la garganta y mi pecho se oprime.
El tiempo se agota, King, y tu novia me parece cada vez más llamativa.
¿Sería un excelente ajuste de cuentas? Ella, por todo lo que me debes. ¿Qué dices?
Tic tac, King. Recuérdalo.
Tic tac. No sé quién demonios es este ser tan repugnante, pero tiene toda la maldita razón. He desperdiciado todo mi tiempo en ignorarlo, en esperar que solo sea una broma de mal gusto, pero me he dado cuenta que no es así. Me tiene en la mira. Quienquiera que sea, nos tiene en la mira y necesito saber por qué.
Tengo que llamar a la policía, tengo que encontrar la manera de descubrir quién es. Tengo que sacar a mi chica de su radar y protegerla de cualquier asquerosidad que este sujeto tenga en mente. No puedo perderla, pero necesito tiempo. Tiempo. Algo que al parecer no tengo. Se me escasea. Se agota.
—¿Arturo? —la voz de Addy llega desde el pasillo y yo me apresuro a guardar los papeles en el sobre de Manila en el que llegaron—. ¿Arturo?
—En la cocina —respondo, haciendo un rollo con el sobre.
—Oh, ahí estás.
Adelinne entra en la cocina descalza, con un overol largo y ancho machado de pintura por todas partes, una camisa blanca de tirantes y el pelo rubio recogido en un moño desproporcionado en lo alto de la cabeza. Mi día mejora al mil por ciento al verla. Aunque mi angustia sigue ahí, tenerla cerca me hace sentir mejor.
—¿Qué pasa, nena? —la veo acercarse a mí.
—¿Podrías ayudarme? Quiero subir un lienzo al caballete, pero es muy grande y pesado —hace un mohín—. Quizás tú puedas levantarlo por mí, por favor.
—Por supuesto —le di dos apretones al papel en mi mano antes de guardarlo en mi bolsillo, mientras la seguía fuera de la cocina—. ¿Dónde está?
—En el estudio —dijo y me miró de reojo—. ¿Estás bien?
No, cariño, nada parece estar bien.
—Todo en orden —dije cuando llegamos al pasillo.
Kaiser llegó a toda prisa de alguna parte y saltó alrededor de mis piernas. Me agaché y lo levanté. Ladró y chilló cuando lo puse en mi brazo.
—¿Seguro? —estiró la mano y le rascó la cabeza a Kaiser que buscaba mordisquearle la mano.
—Sí.
—Es que tenías una expresión rara cuando entré a la cocina —me lanzó una mirada inquisitiva. Nada se le pasaba—. Te vías... preocupado.
Que bien me conocía ya. A veces, me ponía a pensar si era una ventaja o si debería temerle a su sexto sentido femenino. Bueno, daba miedo en algunas ocasiones, pero prefería eso a no tenerla conmigo.
Ahora, ¿cómo le explico que un loco psicópata va detrás de nuestras cabezas? Sería una locura. Se preocuparía y yo la quiero rebosante de alegría.
—Estoy bien —le paso un brazo por el cuello y la estrecho a mi costado. Ella sigue mirándome con los ojos entrecerrados, pero yo le paso a Kaiser y su curiosidad muere—. Ten. Veamos que tienes aquí arriba.
Subimos las escaleras y vamos directo a su estudio. Lo llamó «El santuario de Addy 2.0» y luego de su bautizo oficial, lo decoró a su gusto. El interior es un desastre colorido, incluso cuando todo está en su lugar, las cosas parecen estar esparcidas por todas partes. Pinturas, latas, pinceles, lápices, brochas, lienzos de todos los tamaños, caballetes y cuadros colgados en las paredes. Y huele a ella. Ligeramente dulce, un poco picante. Como la miel caliente, como el almíbar y el néctar de una flor.
Me calmo, alejando todo de mí mente por un segundo y me quedo aquí, rodeado de la mujer que amo.
—¿Este es el que quieres? —señalo un gran lienzo apoyado en la pared frontal.
Mide casi un metro de ancho y un poco menos de alto.
—Sí, ese —deja a Kaiser en el suelo y él no tarda en ir a mordisquear el palo de un pincel largo. Addy coloca dos caballetes uno al lado del otro—. ¿Puedes ponerlo aquí?
Levanto el lienzo. La verdad es que no pesa mucho para mí, pero para ella podría suponer un peso superior. Lo pongo donde me indicó y lo aseguro bien.
—¿Ahí?
—Ahí está bien —asiente con una sonrisa y se acerca para darme un pico—. Gracias, bebé.
—Cuando quieras.
La veo moverse por la habitación, buscando cosas: lápices y un frasco que contiene un polvo extraño. Se acerca y deja todo en la mesa junto al caballete.
—¿Qué harás? —le pregunto.
—El cuadro de Oliver —me mira por encima de su hombro—. Te he hablado de Oliver, ¿verdad?
Oliver, un amigo —desconocido para mí— que parece ser muy importante para ella. Sí, me ha hablado de él, pero aún así...
—Sí, lo hiciste.
—Bueno, me dio una foto de su difunta esposa con sus hijos, creo quiere un recuerdo para ellos. Los niños la extrañan. Me imagino lo que sienten esos pobres pequeños —hace una mueca triste, pero al final sonríe—. Me hace ilusión pintarlo. Siento que, de alguna manera, estoy haciendo algo especial por ellos.
—Es especial —la abrazo por la espalda y hundo la cabeza en su cuello—. Tú eres jodidamente especial. Por eso todos te aman. Porque eres perfecta.
—¿Por eso me amas? —se ríe, sin dejar de organizar cosas en su mesa de trabajo.
—Por eso, y porque pareces ser la única persona que me soporta —me quejo, besando su piel suave y lisa.
—En eso tienes razón —se burla.
No digo nada, solo me quedo allí, abrazándola. Lo que daría por tenerla así todo el día, todos los días. Me ahorraría un sofoco. Sobre todo, ahora, que las cosas parecen tan tensas.
—¿Cuánto tardarás en pintarlo?
—Mmm, tal vez dos semanas, tal más —sube los hombros—. Depende de los retos que me traiga la pintura. Ya sabes, Arturo, yo no soy...
—Tú no pintas, lo hace tu corazón —picoteo su mejilla con besos suaves—. Lo sé.
—Bueno, si ya lo sabes, ¿qué tal si sacas a tu hijo a pasear? —señala a Kaiser, que estaba tratando de subirse a un banco de madera—. Es muy travieso.
—Igual que su madre —digo para mí, dándole un último beso.
—¡Oí eso!
Sonrío y me acerco a Kaiser. Ladra y maúlla disgustado cuando lo levanto del suelo, pero se acomoda en mi brazo.
—Vamos, diablillo, tu madre tiente que trabajar —paso al lado de la rubia y le doy un beso en la frente—. Nos vemos luego, nena.
—Adiós, los amo.
Sin poder borrar la sonrisa, salgo de su estudio y cierro la puerta despacio. Kaiser ladra al ver mi cara de imbécil.
—No te hagas, tú también la miras igual o hasta peor.
Él ladea la cabeza como si entendería, lo que lo hace verse adorable y eso le vale un masaje detrás de las orejas. Mientras bajo las escaleras, me digo a mí mismo que ya es tarde y que debo ponerme manos a la obra. No me interesa a quién carajos debo llamar, mi prioridad es Adelinne y no pienso dejarla a merced de nadie.
Se los dije: ✨DRAMA✨
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