34. Lo que pidas, es tuyo.
«Vota al hombre que promete menos. Será el que menos te decepcione».
William Mitchell Ramsey.
Mayo, 2020
📍Los Ángeles, CA, Estados Unidos.
Adelinne se quedó dormida entre mis brazos en cuanto entramos al auto, Edward embozó una sonrisa al verla y solo pude corresponderle con otra. La miré todo el viaje a casa, y cuando llegamos, Edward abrió la puerta para que yo pudiera salir con ella en mis brazos. Cuando entramos a la casa, Rose me miró con una expresión llena de curiosidad, pero sonrió al ver a Addy dormida.
—Déjala dormir —dijo, inclinándose para ver a Adelinne. Le quitó un mechón de pelo de la mejilla y se lo puso con ternura detrás de la oreja—. Se le ve agotada. Te esperaré aquí para que hablemos.
Me mira fijamente y, como pocas veces pasa, sé que es una orden implícita escondida detrás de su usual tono amoroso y amable. Asiento, viéndola volver a la cocina mientras yo subo las escaleras con Addy a cuestas. Entro a la habitación y la dejo sobre la cama, se revuelve sobre las sábanas. Sigue dormida y recuerdo sus palabras: «Fue una noche muy larga». Mentiría si dijera que no lo fue. Ciertamente, entre ayer y hoy he tenido muchas revelaciones. A: estoy enamorado de esta mujer con toda mi alma. B: no quiero pasar ni un minuto sin ella. C: las noches se hacen eternas cuando ella no está a mi lado.
Todas esas revelaciones me llevan a tomar decisiones desesperadas y cruzar líneas que parecen muy pronto para cruzar, pero no me interesa. Normalmente, soy egoísta cuando se trata de apropiarme de lo que quiero.
Suelto un suspiro de tranquilidad y alivio mientras me sintonizo con la respiración pausada y calmada de Addy. Envuelta en su gordo y felpudo abrigo amarillo limón, optó por no cubrirla con la sábana. Le quito los zapatos y los calcetines, la acomodo en el centro del colchón y ella va contenta hacia mí almohada, hundiendo la nariz en la funda y soltando un pequeño suspiro de satisfacción. Sonrío y me alejo para que pueda dormir, le bajo la intensidad al aire acondicionado y cierro las cortinas un poco para que la habitación quede parcialmente iluminada.
Me quito el saco y dejo las llaves de la oficina y la billetera en la mesita de noche antes de salir de la habitación y bajar a la cocina. Me encuentro a Rose haciendo lo que parecen ser macarrones con queso.
—Eso huele bien —digo, arremangando las mangas de mi camisa.
—Lo sé —ella me mira por encima del hombro y sonríe con picardía.
—Por supuesto que lo sabes —me río, sentándome en un taburete detrás de la isla de la cocina.
—Eso se escucha mejor —la veo dejar la cuchara, lavarse las manos y secarlas antes de acercarse a mí.
Me mira fijamente, después se acerca más y me quita los anteojos, los deja sobre la isla y se empeña en quitarme el mechón de la frente que se niega a ocupar su lugar. Por mucho que lo peine o lo tire hacia atrás, él encuentra la manera de volver al frente.
—¿Sabes? Cuando naciste, me encantaba cargarte —dice de repente—. Eras el bebé más hermoso que había visto en mi vida. Pequeño pero robusto, con tus enormes ojos azules y la sonrisa más dulce del mundo...
—Rose... —me quejo, sintiendo el calor subir por mi cuello hasta mi rostro.
No quiero pasar por el baúl de los recuerdos. Es vergonzoso.
—Shhh, déjame hablar —me reprende, pero sigue sonriendo—. Te recuerdo perfectamente. Eras el niño más testarudo, serio y remilgado que había visto. Siempre te enfurruñabas cuando las cosas no salían como querías, y te enfurecías tanto que te ponías rojo como un tomate y tu pelo negro se crispaba como el de un gato en modo defensivo. Eras un niño muy inteligente, bueno, disciplinado y decidido. Creí que con el tiempo y la adolescencia las cosas se asentarían y tu personalidad cambiaría, pero no fue así. Te volviste más fuerte, más duro, más serio... Incluso cuando las cosas se te daban de manera sencilla, siempre trabajaste más duro para ser merecedor de ellas.
Se me hizo un nudo en la garganta, no soy bueno aceptando cumplidos y mucho menos admitiendo que las personas tienen razón cuando dicen algo bueno de mí.
—¿Estamos reviviendo momentos? —indago con una sonrisa, queriendo llegar al meollo del asunto con rapidez.
No soy fan del sentimentalismo.
Rose se ríe y me da una palmadita en la mejilla.
—Solo quiero que sepas algo. Soy mayor, mi niñito, y la vejez trae consigo un poco de sabiduría. Lo sabrás cuando entres a los primeros cincuenta años de tu vida, ya verás —asegura, después se pone seria y me mira con fijeza—. Sé que han pasado cosas, lo noté desde ayer cuando llegaste a casa y tenías los hombros caídos. Y lo reafirmé esta mañana cuando no desayunaste. Y, bueno, ciertamente la vista de Addy tan destrozada emocionalmente aclara muchas cosas —niega cuando abro la boca para explicarme—. No. No, no quiero saberlo. Sin embargo, quiero darte un pequeño consejo. Esto solía decirlo mi madre, y, dado que eres y siempre serás mi niño, puedo decirlo ahora. Existen dos tipos de personas en el mundo. Uno: las que en silencio, te donarían un riñón en caso de lo que necesitaras. Dos: las que gritan que lo harían, pero que jamás serían capaces de hacerlo —dice de la manera más convincente que he oído—. Nunca has traído chicas a casa, pero sí te he visto rodeado de muchas. Ninguna de esas mujeres te donaría un riñón sin recibir algo a cambio. En cambio, esa preciosa niña que duerme en tu habitación ahora mismo, daría la vida por ti sin que tengas que pedírselo.
>> No soy nadie para dar consejos sobre el amor y las relaciones, pero algo sí te puedo decir, y es que reconozco el amor verdadero apenas lo veo, y eso que ustedes dos tienen, es eso mismo. Las cosas parecen estar un poco tensas, puedo percibirlo, pero nada que valga la pena es fácil. Estoy segura de que pueden solucionarlo, porque ustedes dos me parecen la representación genuina del amor real y duradero. No la dejes ir, mi niño, estoy segura de que acabas de encontrar a la mujer de tu vida.
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Después de mi conversación con Rose todo mi mundo se puso en perspectiva. Realmente pude ver toda mi vida desde un punto de vista muy diferente al mío. Ella tenía razón en tantas cosas. Me había visto rodeado de personas falsas, dañinas e interesadas desde muy joven. Todos querían algo de mí, incluso las mujeres. Dinero, reconocimiento, poder. Nunca obtuvieron nada de mí porque no estaba dispuesto a dar nada. Sin embargo, si hubiera sido al revés, dudo mucho que esas personas hubieran permanecido junto a mí después de eso.
En eso tengo de darle puntos por razón a Rose. Punto Uno: siempre fui testarudo, desde muy pequeño. Punto Dos: siempre luché por lo que quería, incluso cuando sabía que eso sería mío. Punto Tres: las otras mujeres, todas ellas, ninguna sería capaz de querer algo serio conmigo sin importarles mi dinero. Punto Cuatro: Adelinne me quiere por muchas más razones, de hecho, más que los ceros de mi cuenta bancaria, y son demasiados. Y, Punto Cinco: Addy es la mujer de mi vida.
Cuando volví a la habitación era pasado el mediodía, Addy se estaba removiendo entre las sábanas. Sus pestañas revolotearon cuando sus ojos se abrieron y dieron directo con la luz de la tarde que entraba por el ventanal. La vi fruncir el ceño y estirar una mano por la cama, buscando. Buscándome. Mentiría si dijera que ver aquello no me calentó el pecho, pero decidí esperar. Cuando se dio cuenta que no estaba ahí, si no de pie junto a la puerta, me miró con los ojos hinchados y enrojecidos. Se acomodó sobre la cama y se apoyó en el cabecero. Me miró de nuevo y palmeó el colchón a su lado.
Ni siquiera lo dudé.
Fui hacia la cama y me senté junto a ella. Nuestras manos se entrelazan como si tuvieran imanes. Nuestros dedos se unen y se aprietan con fuerza. Los dos suspiramos. Su toque fue una medicina para mis huesos. Como si estuviera muriendo del dolor más intenso y solo ella pudiera aliviarlo. Sus ojos van a los míos y la resolución pasa por ellos, pero también había angustia y dolor. Odiaba ver esa mirada en sus ojos.
—El amor es una extensión del dolor —susurro sin dejar de mirarla—, pero es el único dolor que vale la pena soportar —eso hizo que me mirase confusa—. Mi padre siempre solía decir eso cuando discutía con mamá. Claro que, el enojo no duraba mucho. Se amaban demasiado como para desperdiciar tanto tiempo estando enojados el uno con el otro. Supongo que eso es parte del paquete, ¿no? —le sonreí un poco—. Incluso con dolor, el amor es todo lo que vale.
Ella soltó una risa nasal y negó con la cabeza antes de volver a ponerse seria. Me apretó la mano y miró mis ojos un segundo antes de bajar la cabeza.
—¿Recuerdas la historia que te conté sobre cómo empecé a pintar? —cuestiona, pero no me deja responder, solo me suelta para llevar las manos a su abrigo felpudo, se lo quita y lo deja caer al suelo, luego levanta su camiseta negra. La prenda sale volando por su cabeza hasta el suelo, quedando solo con el sujetador negro de encaje. Sus dedos van a la parte baja de su pecho izquierdo, encima de sus costillas, trazando el diminuto tatuaje que ahí se encuentra, ese que tantas veces he besado—. Ese día pinté el Claroscuro —me mira, acariciando la misma silueta minimalista que aparece en su cuadro más reconocido. Pero, más allá de eso, sus ojos brillan por un recuerdo—. Esa noche dibujé a mis padres.
Entonces todo encajó en su lugar. El porque amaba tanto esa obra, porque era tan importante para ella. Por sus padres.
Bajó la cabeza y dejó salir dos lágrimas que fueron irrefrenables, después me miró.
—Solía escabullirme en su habitación los últimos días que mamá pasó en casa con nosotros —una sonrisa nostálgica se pinta en sus labios y la visión duele. Me duele ver la tristeza en su mirada—. Siempre estaban tomados de la mano, mirándose a los ojos o riendo. Era precioso verlos. Era amor, vida, paz. Eran el refugio del otro, el hombro de consuelo mutuo, el lugar seguro, el sitio donde dejar las cargas. Esa noche, cuando mamá murió y sentí que estaba completamente sola en el mundo, solo pude pensar en ellos dos juntos. En lo increíble que sería poder tener un confidente, un alma gemela, un refugio en la tormenta —se mordió el labio inferior para no sollozar—. Lo quise, Arturo. Con diez años, deseé tener todo eso y mucho más —sacude la cabeza y me mira directo a los ojos—. Con Daniel no tuve nada de eso. Nunca. Contigo sí —una simple confesión y mi alma se derritió, mi corazón se puso de rodillas ante el suyo—. Cuando te vi por primera vez sentí paz —me puso una mano en la mejilla y tomó todo de mí no hundir mi rostro en esa caricia—. Y ayer tuve miedo. Miedo de perder esa paz. Miedo de perderte a ti.
Me estremecí de pies a cabeza al ver su angustia.
Apreté los dientes mientras acunaba la parte trasera de su cabeza y la atraía hacia mí. Su rostro de hundió en mi cuello y su mano apretó mi camisa a la altura de mi corazón.
—No vas a perderme, Adelinne —cerré los ojos y apoyé la cabeza en su pelo—. Y, ciertamente, sería un imbécil si te dejase ir. Así que, estás atrapada conmigo señorita —levanta la cabeza y me mira a los ojos. De manera instintiva le acaricié la mejilla y la suavidad en su piel me sorprende una vez más. Es tan suave, tan frágil, tan dulce. En sus ojos azules brillan mil colores, oscuros y claros, colores que mataría por ver el resto de mi vida. Y, sin darme cuenta, las palabras brotan de mis labios sin que pueda detenerlas—. Te amo.
Esas dos minúsculas y tan serias e intensas palabras nos sorprenden a los dos. A mí; me dejan paralizado y a ella, con los ojos bien abiertos.
Se despega de mi lado, solo para mirarme a los ojos con más comodidad. Sus labios están entreabiertos, sus ojos húmedos y brillantes. Su labio inferior empieza a temblar y un sollozo escapa de ella, después pone sus manos en rostro, mirándome como si fuera la primera vez que lo hace.
—Arturo... —se ríe. Es una risa histérica, contenta, sorprendida—. Me amas.
Mierda. Sí. La amo. No puedo hallar otro término para poder describir lo que siento por ella. La amo. Eso es todo. Así de simple. Así de complicado.
—Sí, te amo. Te amo tanto que me duele —acuno su rostro entre mis manos y la miro fijamente a los ojos—. Me duele no tenerte cerca, no tocarte, no mirarte. Te amo tantísimo que pondría el mundo de rodillas si me lo pidieras.
—No quiero nada —jadea y se lanza a mis brazos, pasando una pierna por encima de las mías para sentarse a horcajadas sobre mí—. Solo te quiero a ti. Te amo —beso y mi corazón se detiene—. Te amo con todo mi ser —solloza. Otro beso. Otro latido duro y posesivo—. Te amo. Te amo. Te amo.
Inspiro hondo contra su boca dulce, suave y cálida. Rodeo su pequeño y delgado cuerpo con mis brazos y cierro los ojos y la dejo besarme. Dejo que me llene con su amor tierno, que me empape de su afecto, de su calor y de su dulzura.
Me ama. Jodidamente. Me. Ama. ¿Cómo carajos voy a superarlo? La amo. Maldito infierno. ¿Cómo demonios voy yo a superar eso? Ahora mismo, solo tengo una idea práctica y fácil para sobrellevar esta situación: amarla sin condiciones.
—Lo siento. Mucho —se disculpa una vez más, plantando su trasero en mi regazo, pasando sus manos por mi pecho. En sus ojos sigo viendo angustia, pero hay más temor que otra cosa—. Nunca quise desconfiar de ti. Solo me desconecté. Te lo juro —se sorbió la nariz y sacudió la cabeza—. Mi mente se puso roja. No podía ver nada. Ni siquiera pude ver tu rostro. Solo pude sentir un dolor horrible y agudo, y me quedé en blanco. Lo lamento mucho.
—No, no —sujeto su rostro entre mis manos—. Mírame. Mírame a los ojos, amor —lo hace. Llamas azules bañan su mirada—. No tienes nada que lamentar. Sabía exactamente como debías sentirte. ¿Por qué crees que respeté tu espacio? Me moría de ganas de ir a la casa de tu padre y traerte aquí conmigo. Sé que es difícil. Lo sé. Lo entiendo. Tú misma lo dijiste, ¿te acuerdas? Al principio de todo. Me dijiste que tenías miedo, que no sabías como confiar en mí...
—Confío en ti —jadea apresurada, rodeando mi cuello con sus manos—. Te confiaría mi vida, Arturo. Mi corazón está en tus manos.
Dios, amo tanto a esta mujer. Sus palabras solo calan más hondo en mi corazón y las ganas que tengo de encerrarla en una burbuja de cristal y mantenerla a salvo de todos y de todo, no son normales.
—Lo sé, princesa, lo sé —sonrío sin convicción, besando sus labios castamente antes de mirarla una vez más—. Pero sigues teniendo miedo. No me importa, si soy honesto, porque trabajaré duro para que tu alma y corazón estén a salvo conmigo. Pero, mi Sol —apoyé mi frente contra la suya—, debes decirme que hacer. Soy nuevo en esto. Soy un novato en los asuntos del corazón y tienes que ayudarme. Tienes que guiarme. No voy a prometerte la luna, las estrellas o toda la vía láctea, porque sé que eso no te haría feliz —inspiro hondo, viendo sus ojos azules brillantes—. Tienes que decirme que hacer. Dime lo que tú corazón desea. Dime qué anhela la niña escondida en tu interior. Dime los deseos más locos que tengas. Haré lo que me digas. Lo que pidas, es tuyo.
Solloza, apoyando la cabeza en mi hombro. Su respiración es temblorosa, pero su mano es más firme sobre mi pecho. Encima de mi corazón.
—No quiero nada —suspira—. Ya soy afortunada de tenerte.
Beso su frente, sintiéndome pleno.
—Pero quiero saber que quieres. Quiero saber que deseaba la adolescente rebelde y dulce que eras. Dímelo.
—¿Lo que deseaba de adolescente? —se ríe.
—Sí, quiero.
—Deseaba lo que veía en las películas —susurra—. Deseaba la propuesta de matrimonio en París, la boda nocturna en la playa, la luna de miel en la nieve. Deseaba los bebés, el caos de una casa llena de niños correteando por todos lados. Deseo todo lo que quiere una chica, Arturo, ser feliz.
Sus deseos fueron un soplo de aire fresco, una anhelo sordo en mi corazón. Sus sueños pasaron a ser míos en cuestión de segundos, y todo lo que puedo prometerme a mí mismo, es que cumpliría cada uno de ellos con ella a mí lado.
A gritar se ha dicho:
AAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHH
AAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHH
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