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23. Tú y yo.

«Y el amor, para que sea del bonito y verdadero, tiene que tener pasión y locura».

Megan Maxwell.

Abril, 2020

📍Nueva York, Estados Unidos.

Llegamos al Pendry Manhattan West a eso de las dos de la tarde, nos acercamos a la recepción y una chica castaña de ojos verdes nos atendió amablemente. Nos dio a cada uno una tarjeta electrónica que servía como llave para las habitaciones. Algo me dijo que Arturo pidió dos habitaciones separadas por mi constante insistencia en ir despacio en nuestra nueva y apresurada relación. Sin embrago, el hecho de que estuvieran una frente a la otra, me alivió un poco.

Dejamos que el valet llevara las maletas a nuestras habitaciones y decidimos ir a almorzar. Bueno, la verdad es que Arturo me arrastró hasta el restaurante del hotel porque según él, no me había visto comer más que un batido y una banana en el avión.

—¿También vas a dejarme la tarea de alimentarte? —dijo mientras tiraba de mí hacia una de las mesas—. No tengo ningún problema, por supuesto, pero ¿qué harás cuando yo no esté cerca? Te pondré una alarma en el teléfono que te recuerde todas tus comidas.

Todo su discurso moralista y preocupado me conmovió desde lo más profundo de mi alma. Y, siendo honesta, me dejó más caliente de lo normal. ¿Cómo podría ese hombre verse tan sexy todo furibundo solo porque no he comido nada? Santo Cristo, creo que cada segundo que pasa deseo más arrancarle la ropa y hacer cosas no aptas para todo público.

Me hizo comer un filete bien cocido acompañado de brócoli y papas fritas, y un plato de ravioles rellenos de calabaza junto con una copa de vino tinto. Creo que fue suficiente como para llenarme por un mes.

—Ya no puedo más, de verdad —me reí luego de darle el último sorbo a mi copa—. No creo que sea capaz de comer nada más el resto del día.

—Eso ya lo veremos.

Arturo miró por la ventana, él día se estaba poniendo gris.

—¿De que se trata esta cena de esta noche? —cuestioné otra vez.

—Es el aniversario de bodas de un viejo socio —dice, mirándome de nuevo—. Fue mi primer cliente.

—¿Tu primer cliente? —ladeo la cabeza.

—Sí, hace unos años, tenía una flota de yates —dice y me quedo pensando unos segundos. Eso me recuerda a alguien, pero no sé a quién. Pero, sin darle más importancia, escucho atentamente el relato de Arturo—. Cuando me hice con el poder de la empresa, todavía no estaba muy familiarizado con el ambiente. Al menos, no directamente. Siempre lo había visto desde afuera, pero esa vez me tocaba tomar la última decisión.

—¿Era difícil?

—Algo —asiente—. Fue más que todo miedo a fracasar, tenía unos grandes zapatos que llenar. Pero, como lo ves, ha ido bien.

—¿Cuántos años tenías cuando hiciste tu primera inversión? —tracé círculos en el mantel.

—A los veinte.

—¡A los veinte! —jadeo con los ojos bien abiertos.

Él se ríe, apoyando sus codos en la mesa e inclinándose hacia adelante.

—Me gradué temprano de la universidad —dice.

—Necesito saberlo todo —espeto con las manos en la mesa.

Necesito que me cuente cómo es que a los veinte él ya estaba haciendo negocios multimillonarios, mientras que yo, en esa época, solo tenía catorce años y era una adolescente malhumorada que fruncía el ceño todo el tiempo.

—Fui a una escuela privada desde pequeño, me adelantaron varios años cuando vieron que era más avanzado que los demás niños —toma una lenta respiración—. Entré a la preparatoria a los catorce y me gradué a los diecisiete. De inmediato entré a la universidad y pues, mis maestros me amaban, yo era su pilar —se encoje de hombros—. La empresa familiar pasó a mí demasiado rápido, por eso tuve que hacerme cargo de todo. Transformé KI a mi conveniencia cuando supe todo el potencial que podía tener. No tengo junta directiva, yo soy el máximo jefe, por decirlo de alguna manera. Ningún trato se lleva a cabo si yo no doy el visto bueno.

Estoy sorprendida. No, estoy pasmada. Es demasiado. Este tipo no es sólo un excelente empresario, es la mismísima eminencia.

—Guau —suspiro, mirando fijamente al infinito—. ¿No es demasiado trabajo?

—Cuando es algo que te importa, no lo ves así —explica, entrelazando sus manos sobre la mesa. El enorme anillo de oro que tiene en su mano derecha resplandece ahora más que nunca, haciendo resaltar la K tallada en el centro—. No tomo decisiones a la ligera. Planeo, estudio, busco posibilidades... Me concentro mucho cuando se trata de invertir. Me gusta que los tratos que hago tengan frutos a largo plazo.

Verlo hablar es impresionante, la pasión que muestra cada vez que habla del trabajo es increíble. Se nota que le gusta lo que hace y eso lo convierte en el hombre más espectacular del mundo.

—Es el trabajo de tu vida —digo con una sonrisa.

—Es el trabajo de mi vida —me sonríe de vuelta.

Luego eso Arturo paga la cuenta, incluso después de la pequeña discusión que tuvimos en donde me ofrecí amablemente a pagar, la cual terminó con él gruñéndome como perro. Levanté las manos en señal de paz y lo dejé hacer lo que quisiera. Después tomamos el ascensor y subimos a nuestras habitaciones.

—Si me necesitas, solo tienes que cruzar el pasillo —me dice, soltando mi mano con algo de pesar.

—Gracias —le sonreí y me acerqué para darle un casto beso.

Bueno, eso intenté. Porque él agarro mi cara con fuerza y me besó con verdadero abandono. Me pasó una mano por la nuca y con la otra me rodeó la cintura, dejando que su palma descansara descaradamente sobre mi trasero. Me dio un ligero apretón en el culo antes de morder mi labio inferior. Apreté mis manos en sus bíceps, rozando lo poco que se alcanzaba a ver del dragón tatuado en su piel.

—Duerme un poco —me ordenó con la voz ronca, tan cargada de deseo como mi cuerpo.

Con un último suspiro y con algo de esfuerzo, besó mi frente y desapareció en su suite. Yo me quedé ahí parada como por cinco minutos, con la respiración agitada y el corazón acelerado. Los labios me palpitaban y mi cuerpo temblaba de puro deseo.

Sería un fin de semana muy largo si seguíamos así.

Cuando por fin pude moverme, abrí la puerta con la tarjeta electrónica. Me atraganté al verlo todo. La suite tiene dos zonas de estar independientes y ventanales que ofrecen vistas esquineras a la ciudad. Se me cae la baba de solo imaginarme estas vistas en la noche. Si algo tiene Nueva York, son sus vistas desde puntos altos. Cierro la puerta para poder echarle un vistazo a todo. Hay un sofá gigante en forma de L, mesa de comedor para seis personas e incluso hay un baño de invitados. ¡Invitados! Maldición. El baño privado tiene una ducha al ras del piso y una tina. Y la habitación es increíble, con una cama doble extragrande y una vista preciosa.

Pero nada de eso me llama la atención. Lo que me deja con una sonrisa idiota en la cara es la enorme caja blanca con un moño gigante de color rojo que está sobre la cama. Me muerdo el labio inferior y me acerco despacio, sin poder creer lo que estoy viendo. Me subo a la cama y abro la tarjeta que está en un pequeño sobre dorado sobre la caja.

Quiero que todos me vean con la chica del vestido rojo. Compláceme.

A x

El corazón se me acelera una vez más y me pongo de rodillas en la cama porque no puedo de la emoción. Dejo la tarjeta a un lado para guardarla después y me dispongo a deshacer el enorme moño rojo. Cuando destapo la caja y aparto el papel de seda también rojo, se me escapa un grito ahogado. El vestido más hermoso descansa dentro de la caja.

Es rojo, largo, con escote de corazón y espalda descubierta, con una gran abertura en uno de los costados. La tela es tan suave y fina que parece brillar con cristales dorados. No sé cómo carajos me voy a poner este vestido, pero espero que me quede bien. Oh, Dios, en serio necesito llenar este vestido. Es demasiado hermoso como para llevarlo mal.

🎨🎨🎨🎨🎨

Cuando dan las siete y treinta de la noche las luces de Nueva York se encienden, es sábado y la ciudad parece brillar con destellos dorados. Y, por si fuera poco, la Adelinne Lewis que me devuelve la mirada a través del espejo, parece ser la reina de la noche.

El maldito vestido me queda como un guante, él se ajusta perfectamente a mi copa C, se aferra a mi cintura haciéndola parecer más pequeña de lo ya es y hace que mis caderas luzcan voluminosas, lo cual es bueno. Y ni hablar de la abertura desde el inicio del muslo derecho hasta el suelo. La tela es tan suave que siento que se va deslizar por mi cuerpo en cualquier momento, pero es perfecto. Y el tono rojo sangre hace un contraste magnífico sobre mi piel. Me puse unos tacones de diez centímetros de alto sin correa de color dorado metalizado que tenía predispuestos para el vestido azul que había traído en la maleta, pero que claramente quedan mejor con este.

Luego de una crisis existencial con Molly a través de una videollamada, decidimos que tenía que maquillarme con tonos nudes, marrones y dorados, me apliqué mucha máscara de pestañas a prueba de agua y luego me pinté los labios de un tono rojo carmesí. En el cabello me hice hondas gruesas y lo recogí por encima de uno de mis hombros para dejar el escote del vestido a la vista.

Estaba nerviosa. Creo que jamás en mi vida me había visto tan bien y ahora no puedo esperar para ver la reacción de Arturo. Y, como si me hubiera escuchado llamarlo mentalmente, dos toques en la puerta retumban por toda la suite. Me sacudo de expectación y corro por la habitación para agarrar mi pequeño bolso dorado que está listo con todo lo que necesito.

Tomando una lenta respiración me acerco a la puerta y cuento hasta tres, entonces la abro.

Este hombre es todo lo que está bien en esta vida. Arturo King se alza orgulloso frente a mí con un traje Armani negro hecho a la media, camisa blanca y corbata de moño roja, como mi vestido. Estamos a un metro de distancia y desde aquí puedo oler su perfume Hugo Boss. Y huele a cielo. Y sus malditos ojos están brillantes como la primera vez que me vio en aquella recaudación de fondos en marzo.

—Carajo.

El estruendo de su voz me hace saltar. Lo miro asustada, sin saber si le gusta o no lo que ve.

—¿Qué? —me tiembla la voz de lo alarmada que estoy.

—Usted va a ser mi perdición, Srta. Lewis.

Sus palabras son un balde de alivio sobre mis hombros. Se me escapa la risa idiota y él sonríe.

—Estás preciosa, Solecito —dice y todo mi corazón se derrite ante él.

—Tú estás muy guapo —lo halago con las mejillas sonrojadas.

No dice nada a mi comentario, solo me ofrece su mano para que salga de la habitación. Cierro la puerta detrás de mí y me quedo a menos de veinte centímetros de distancia.

—Estaba seguro de que el rojo era tu color —me pasa los dedos por el hombro desnudo y tiemblo.

—Es un vestido precioso, gracias —agradezco con una sonrisa.

—No, Adelinne —niega, tocando mi pelo—. Es solo un vestido, tú eres hermosa.

Sentí que todo se me revolvía de adentro hacia afuera y se me puso la piel de gallina.

—Si sigues diciendo cosas así, me va dar un ataque al corazón —dije sin aliento.

Arturo soltó una risita y por poco creí que me la había imaginado. Pocas veces se ríe y cuando lo hace, juro que los ángeles en el cielo se ponen a cantar.

—En ese caso, lo diré más seguido.

—¿Para que me de un infarto?

—Para verte sonrojada —dio un paso atrás y metió una mano en el bolsillo de su pantalón—. Tengo algo para ti.

Levanta la mano y de sus dedos cuelga el collar más hermoso que he visto jamás. Casi me trago la lengua y de mi garganta salió un jadeo conmocionado.

—Arturo, no... —miré del collar a sus ojos—. ¿Qué?

—Lo vi y pensé en ti —dijo, dando un paso en mi dirección—. Es hermoso igual que tú.

—No, pero... —no hallo las palabras y mi respiración no ayuda tampoco—. Yo no puedo aceptarlo, eso demasiado. Es...

—Mírame —como se está haciendo costumbre, su enorme mano sujeta mi mandíbula y levanta mi rostro hasta el suyo—. ¿Te gusta?

Miro el collar de reojo. La cadena es de oro y el colgante es un diamante rojo en forma de corazón, bordado con una fina hilera de diamantes blancos. Es magnífico. Debió costarle una fortuna.

—Es hermoso —miro sus ojos otra vez.

—No es lo que te pregunté —eleva una ceja con determinación.

—¡Claro que me gusta! Es precioso —susurro con la voz ahogada.

—Eso es todo lo que quería escuchar —calla mis protestas con un beso casto pero firme—. Date vuelta. Deja que te lo ponga. Anda.

Lo miro sin saber que decir, cuando se pone en plan yo-mando-aquí no sé cómo sobrellevarlo. Él me sonríe, como si supiera exactamente lo que estoy pensando. Pongo los ojos en blanco y me doy la vuelta despacio. Lo escucho inhalar abruptamente cuando ve el profundo escote en mi espalda y luego siento sus dedos arrastrarse por mi columna. El toque no dura mucho, porque se dedica a ponerme el collar. Cuando el diamante cae sobre mi pecho, siento que pesa toneladas. Cuando siento que se va a apartar, no lo hace. Su cuerpo se aprieta contra mi espalda y siento su boca en mi oreja.

—¿Dije que serías mi perdición? —su respiración me golpea al oído y todo mi cuerpo se estremece de un placer inexplicable—. Me equivoqué de palabra. Serás mi muerte, Adelinne.

Tengo que morderme el labio para no gemir. Literalmente estoy hiperventilando. Estoy ardiendo.

—Y tú vas a matarme —jadeo y siento su sonrisa detrás de mí oreja.

—Vamos —me aprieta los hombros y me da un beso en la sien, se aleja de mí y me tiende la mano—. No queremos llegar tarde a nuestra primera cita, ¿verdad?

Frunzo el ceño, pero tomo su mano y dejo que me lleve al ascensor.

—¿Primera cita? Ya hemos salido varias veces.

—Nuestra primera oficial ante la sociedad —me aprieta la mano.

Trago con fuerza, sintiendo que estoy apunto de anunciarle al país que estoy saliendo con el presidente. Y, bueno, no está lejos de ser así.

—Tranquila —me mira cuando llegamos a la planta baja—. Somos solo tú y yo, los mismos de siempre.

Sí. Solo él y yo.

—Tú y yo.

Con su mano entrelazada firmemente a la mía salimos del ascensor, el conserje nos abre la puerta del hotel y le entrega a Arturo las llaves del Porsche. Como el caballero andante que es me abre la puerta, me sonríe y después rodea el auto para subir a su lugar.

El viaje por Nueva York es en un agradable silencio, hasta que entramos a la zona residencial de Los Hampton. Mi ceño se frunce cuando el Porsche entra a un camino cerrado. Porque yo conozco este lugar. Y, a medida que el auto avanza, reconozco los terrenos tipo parque y el césped ondulado. También reconozco la vista al estanque Geórgica y el Océano Atlántico. Me pongo tensa como una tabla sobre el asiento.

—Arturo.

—¿Sí?

Me aferro con fuerza al asiento cuando veo la fachada de la enorme casa.

—¿Cómo se llaman los dueños de la casa?

—Jonas y Francis Thompson. ¿Por qué?

Ay, Dios. Son los padres de Clara.

PASAN COSAAAAAS

AAAAAAAAAAAHHHHHHHHH

¿OPINIONES?

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