Epílogo: Joyosa
De entre cuantos antros infernales y cubículos horrendos escondían las limpias piedras de Cetulia, el castillo de Ganlein era, en opinión general, y de los propios presos, la peor de las mazmorras en que uno podía acabar.
La luz del cielo jamás entraba en aquellos infectos túneles, más parecidos a una mina que a una prisión, y la humedad constante, la abundancia de alimañas y la crueldad de los carceleros, forjada guardia tras guardia en aquel agujero inmundo, garantizaban que la experiencia del preso común en Ganlein era horrible, tortuosa y breve, dada la rapidez con que la combinación de insalubridad, hambre y palizas reducía la esperanza de vida de los encarcelados.
Solo los criminales más infectos tenían ocasión de contemplar toda aquella depravada gloria antes de abandonar el mundo, y de entre todos los monstruos, salvajes y malos consejeros que poblaban los pasillos de Ganlein, no había uno peor que el preso llamado "Comemierda", mote que le venía de un graciosísimo incidente que incluía la bota de un guardia, el orinal de un preso con diarrea y una broma interna entre los carceleros encargados de servir la comida a aquel despojo humano.
El guardia en cuestión aquella mañana se llamaba Moreau, y odiaba a Comemierda más que ninguno de sus compañeros. Moreau era un tipo bastante simpático con los presos de Ganlein, uno de los pocos guardias que prefería los puñetazos a las patadas y que no meaba en las jarras de agua delante de los prisioneros, pero su caso con Comemierda era personal. Así que, para una mañana cualquiera en los pasillos de Ganlein, aquella no era una mala mañana; era un día lleno de oportunidades.
Moreau recorrió con paso rápido el corredor hasta la celda de Comemierda, ignorando la colección de gritos, súplicas y aullidos a la que uno terminaba por acostumbrarse en aquel trabajo, hasta llegar a la celda de Comemierda.
Eran las cuatro de la mañana, dos horas después de que el último guardia de la noche, por expresa petición pagada de Moreau, se asegurase de que el preso no dormía, así que Comemierda dormitaba colgado de sus grilletes con el rostro deformado por el sueño y las palizas. Moreau entró en silencio en el cuarto, procurando no hacer ruido con la llave al abrir la puerta y se acercó al dormido Comemierda antes de asestarle una patada en el hígado.
—¡Buenos días, Comemierda! ¡Otro hermoso día en Ganlein para los putos traidores! —saludó al hombre atado con alegre énfasis.
Por toda respuesta, Comemierda balbuceó algo en voz baja, incomprensible, y un hilillo de saliva cayó de sus labios cortados.
—Joder, Comemierda —le recriminó agarrando al criminal por el largo y sucio cabello—. Me molesto en levantarme temprano, en saludarte como es debido y en traerte tu puto desayuno ¿Y tu me respondes con lloros y galimatías? —Moreau escupió en la cara de preso ante semejante falta de educación—. Me parece Comemierda que hoy no te mereces tu desayuno. Ojalá pudiese ser de otra manera, pero me obligas a hacerlo así.
Dicho y hecho, como hombre de palabra que era, estampó el engrudo al que los prisioneros llamaban comida contra la pared de su cuarto, antes de darle otra patada al prisionero.
—Joder —masculló molesto, mientras Comemierda vomitaba entre horribles arcadas, bilis mayormente—. Vaya mierda de noble estas hecho. Está clase de comportamiento te avergüenza, Comemierda.
Comemierda no respondió. Inspiró despacio y luego permaneció en el estoico silencio que le definía, con la mirada baja y la expresión adusta. Una muestra de dignidad que exasperaba a Moreau más que ninguna otra cosa.
El carcelero tomó la fusta colgada de la pared y la estampó contra los dedos crispados del prisionero, destrozándolo los huesos, arrancándole la piel agrietada.
—Pedazo —golpe— de basura —golpe— repulsiva. —Golpeó la cabeza del hombre, sus oídos, su cuello, la misma cara—. Un traidor como tú no tiene derecho a tratar así a un hombre justo como yo. Basura. Miserable. Traidor.
Moreau golpeó al prisionero hasta desfogarse y luego abandonó la celda. Su guardia no empezaba hasta las seis, aún podía volver al lecho y descansar para la siguiente paliza. Un par de horas de guardia y luego disfrutaría de paga y día libre. Quizá pudiera comprarle a Pierre uno de los animalitos que tallaba en madera, quizá el unicornio. Seguro que el cabrón de Pierre le cobraría un ojo de la cara, pero su pequeña adoraba los unicornios, y Moreau haría cualquier cosa por ver aquella carita mellada sonreír.
—Tiene guasa —compartió con Comemierda, mientras cerraba la celda—. Tu puta familia traicionó a Cetulia por el puto rey, y tu vas y traicionas al rey. Debe estar en la sangre de vuestra familia, el ser unos traidores. Como tu puto padre. Como ese hermano tuyo de mierda.
Tendría que haber empezado por ahí. Comemierda levantó una mirada furiosa hacía él al oir aquellas palabras, una mirada que pedía sangre. Moreau sonrió satisfecho; aquel era el aspecto que debía tener la escoria de Ganlein.
—Me encantaría seguir hablando sobre los lamepollas de tu familia —le vaciló con un gesto obsceno—. Pero hoy tengo cosas mejores que hacer que ocuparme de la puta peor basura que Sonnd ha parido.
Comemierda se sacudió en sus grilletes, arrancándole una carcajada a Moreau. Pudo oírle echarse a llorar, mientras guardaba la llave y volvía a colgar la fusta, y de tomó su tiempo en dejarlo todo bien para disfrutar de la sensación.
Cuando se volvió hacia el pasillo a oscuras, su buen humor desapareció. Si trabajabas en Ganlein, te acostumbrabas a la oscuridad, pero aquella oscuridad no parecía la oscuridad de siempre. Aquella oscuridad tenía algo peligroso.
Llevó la mano a su hacha y aguzó el oído. Lo primero que oyó fueron unos pasos en el pasillo, pasos lentos, firmes. Lo segundo fue el silencio, un silencio como no lo había oído jamás en los pasillos de Ganlein.
—Arnaud —llamó al encargado de turno—. Si eres tú, esto no tiene puta gracia.
Sujetó el hacha con amabas manos, usándola como escudo entre él y las tinieblas, esperó en silencio conteniendo la respiración. Oyó un rumor lejano, como un enjambre furioso. Oyó el chasquido del acero sobre el acero, un silbido extraño, pasos, silencio aterrado.
Una risilla aguda le provocó un sobresalto que a punto estuvo de hacerle soltar el hacha.
—Viene a por ti, Moreau —canturreaba uno de los presos, Caraperro—. Ya viene.
—Cierra el puto pico —ordenó en un susurro airado el carcelero—. ¿Arnaud? —volvió a probar—. ¿Estás ahí, hijo de puta?
Oyó algo rebotar en el suelo, rodar hacía él, y antes de que la cabeza desencajada de Arnaud apareciese a la luz de su candil, Moreau ya estaba muy seguro de que era lo que esperaba ver. Levantó la luz, aun así, con incredulidad, y se quedó helado observando el terror en el rostro deformado de su compañero muerto, su ferocidad convertida en arrepentimiento.
Miró a su alrededor y masculló una maldición: aquel pasillo era un callejón sin salida, no había donde esconderse, ni por donde huir. Tragó saliva y trató de mantener la cabeza fría. Quizá si apagaba el candil, quien fuese que había matado a Arnaud pasaría de largo, quizá en la oscuridad podría sorprenderle.
Levantó la lampara hasta su rostro y abrió la pantalla translucida, pero no se atrevió a soplar la vela. Dudó, aterrado ante la perspectiva de la oscuridad.
—¡Aquí, cabrón aquí! —llamó Caraperro entre risotadas—. Aquí está el cobarde Moreau, ven a por él, puto cabrón. ¡Cómete su puta alma, si es que le queda algo de eso!
—¡Cierra la boca, imbécil! —le increpó Moreau, pero Caraperro solo se reía y daba más voces.
Si no hubiese sido por la reja, Moreau hubiese matado a aquel bastardo, pero no conseguía encontrar ninguna llave en su llavero, y los nervios hicieron que se le cayese al suelo, con un tintineo que resonó como un golpe de tambor.
Los pasos sonaban cada vez más cerca, y Moreau levantó la lampara, tan aterrado como curioso, mientras se esforzaba en mantener el hacha sujeta, lista para matar a aquel desgraciado.
La luz bailarina del fuego iluminó los perfiles acerados de una armadura completa, pulida y oscura, terrible como una pesadilla.
—¿Quién coño eres? —le aulló Moreau en voz entrecortado, en un vano intento por mantener la entereza—. ¿Qué coño crees que estás haciendo?
El hombre de la armadura respondió a sus gritos con un leve movimiento de la mano. Sin detenerse, acarició con los dedos la pared y la recorrió despacio antes de cerrarla en un puño. Moreau nunca llegó a comprender que le mató, la hoja de piedra fundida solo fue un borrón en su mirada antes de arrancarle la cabeza de cuajo.
El caballero llegó hasta la puerta de la celda de Comemierda con su paso imparable. Apartó de una patada el fardo inerte de Moreau, mientras el preso en la jaula de al lado reía y celebraba.
Apoyó sus manos enguantadas en los barrotes de la celda y el hierro se dobló a su voluntad, se retorció y se abrió. Luego se quedó parado ante el preso, observándolo en silencio.
Grandes lágrimas rodaban por las mejillas de Comemierda, pesadas y sucias, mientras observaba con incredulidad al guerrero ante él. El caballero hundió su mano en uno de los muros de la estrecha celda y sacó de la piedra una hoja reluciente, de un rojo encendido.
La levantó sobre la cabeza del preso y la dejó caer con precisión quirúrgica.
Las cadenas se soltaron, los grilletes cedieron, y Comemierda se levantó con lentitud, con paso inestable, desacostumbrado. El caballero tuvo que sostenerle para que no volviese a caer, y el preso aprovechó el momento para atrapar al caballero entre sus brazos, en el abrazo más sentido que había dado en años.
—Dios mío, dios mío —gimió mientras cerraba más y más el apretón sobre la figura—. Oh, dios mío. Gracias, gracias... —sollozó ahogado de felicidad, llorando a moco tendido.
El caballero dudo un segundo, sorprendido, luego devolvió el abrazo al hombre con una ternura impensable para su acerada figura.
—Que te han hecho, hermano mío, que te he hecho —sollozaba el preso apodado Comemierda sobre el pecho del caballero—. Dios mío, que te he hecho...
—¡Que te han hecho a ti! —replicó el caballero con tanta rabia como preocupación—. ¡Como se han...! ¡Como! ¿Quién?
—¿Qué más da? —respondió con una carcajada el prisionero—. ¿Qué importa nada? Tú estás aquí, no me importa nada más en este maldito mundo. Solo... cielos, solo... —no pudo completar la frase, ahogado de emoción.
El caballero lo estrechó con algo más fuerza y luego lo levantó entre sus brazos de acero. Se crispó de rabia al notar la ligereza del prisionero, la debilidad de su cuerpo, frágil como el de un anciano.
—Vamos —anunció con voz tomada el caballero de la Bréche—. Vamos a casa, Munjoi.
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