Entreacto: Los dramaturgos
Más allá de las colinas agrestes del caído reino de Nyx, más allá de la vieja Vasta Soledad, de los pantanos de Malloco, del bosque cenagoso de Lufera, de las miasmas del Tiratrás, en el rincón más inhóspito y miserable del Escudo, un viejo templo se alzaba entre la niebla.
Era un viejo templo nycto a la Luna, el último recuerdo que quedaba en aquel camposanto de que alguna vez los hombres de Nyx habían tratado de doblegar a la cara más pútrida de la naturaleza. Hacía muchos milenios que el mausoleo de piedra había sido abandonado, siglos desde que el fracasado puesto de Lufera fuese borrado de todo mapa, pero un puñado de almas condenadas todavía vagaban por aquel lugar.
Almas que buscaban la soledad y apreciaban la intimidad del sitio y su tenue luz, aunque en su mayoría hubiesen preferido un emplazamiento con algo menos de personalidad y algo más de viento limpio.
A través de la ciénaga, un par de figuras a caballo se acercaron al panteón, los rostros bien cubiertos por un embozo perfumado, las capas engrasadas para combatir la helada humedad del ambiente. Marchaban en un pesado silencio, ahorrando un aliento demasiado valioso, hasta que uno de los animales dio un traspié manchó los pantalones de su dueño de agua muerta.
—Se que fui yo quien descubrió este sitio —musitó el Señor en voz queda—, pero joder como me arrepiento.
A unos pasos tras él, la Manumisa asintió en silencio, puesta de pie sobre el estribo para mantenerse lejos del barro. Bajaron en cuanto alcanzaron tierra, y las botas de cuero del Señor se hundieron medio palmo en el barro, con un barboteo repulsivo.
El noble lunático suspiró y reanudó la marcha a pie, mientras su segunda se encargaba de atar los caballos. Cada paso en aquel barrizal costaba sus buenos esfuerzos y atrapaba sus botas bajo el hediondo limo. El Señor procuraba ensoñarse con los baños calientes y las sales perfumadas que le esperaban a su regreso a su ducado en Sonnd, y en aquellas fantasías se distraía del hedor del pantano y la desagradable tarea que tenía por delante.
Llegó al fin a la escalinata de entrada y pisó la piedra con un suspiro de alivio. La ligera Manumisa llegó solo un segundo después, siempre vigilante a su espalda, y sacó de su mochila un par de botas limpias, que el Señor calzó con poco disimulado placer.
Subieron las desgastadas escaleras y traspasaron el pórtico del mausoleo, hasta llegar a la gran puerta de piedra del santuario, y la portezuela de madera por la que se accedía interior. Traspasar el umbral fue como traspasar una pared de calor e incienso, apestosa, humeante y pegajosa, pero aún así mejor que el desolado exterior.
Dejaron capas, mantos, embozos y gabanes en las perchas junto a la puerta y se adentraron en la inmensa sala hasta llegar a la sala de los diez tronos. Solo el Torreón esperaba allí la llegada del líder del Gremio, adormilado en su grueso trono excavado en una columna.
—¡Torreón, amigo! —saludó el Señor, sacando al gigante de su ensueño—. Cuánto tiempo, ¿verdad?
El titán acorazado asintió despacio, alegre de verle. Siempre se podía confiar en la puntualidad del viejo herrero del gremio, y en su silenciosa afabilidad. A un gesto del Torreón, el Señor tomó su estoque y lo colocó en la enorme palma del hombre, en la que abultaba lo que una aguja de costura.
El gigante de hierro sujetó con firme delicadeza la espada negra y la contempló con ojo experto, un gesto familiar que arrancó una sonrisa al Señor. Nunca dejaba de fascinarle que alguien tan grande pudiese hacer armas tan delicadas.
El sonido de su armadura al dejarse caer en su sencillo trono fue lo único que delató la llegada del Centinela, el penúltimo miembro del Gremio.
—Centinela —saludó con cortesía el Señor.
El Centinela le devolvió el saludo con un simple gesto. Llevaba toda su armadura puesta, a excepción del casco, con el que jugaba con aire distraído.
—El resto están viniendo —se excusó el joven inmortal—. El Juez tardará, la edad lo ha vuelto lento.
Como invocada por la irreverencia del viejo muchacho, la voz del Juez les llegó desde las profundidades del templo.
—La edad cambia muchas cosas —se quejó el anciano desde la penumbra—. Pero no cura la imbecilidad, perro castrí.
El Centinela sonrió en su asiento, y el Señor se alegró al constatar que había traído su armadura, pero había dejado el hacha. El viaje ya había sido bastante largo; lo último que quería era tener que meter paz entre aquellos dos.
El Juez llegó junto al Centinela y le tiró el casco al suelo de un manotazo. Antes de que el muchacho lograse levantarse, ya había puesto su guadaña bajo el cuello del chico, que se apresuró a quedar lo más quieto posible.
—Puedo ser viejo —se burló el Juez, el más anciano de los miembros del Gremio—. Pero también sigo siendo el más astuto de todos. Procura recordarlo antes de hablar a mis espaldas.
Anciano y chico se desafiaron un instante con la mirada, mientras la Sombra ocupaba su trono de ébano, llegada desde las alturas. Señor saludó a la mujer oscura con un breve gesto, al que aquella respondió con una leve y majestuosa reverencia.
El Dragón llegó en el momento en que el Centinela aferraba el arma del Juez, con gesto desafiante. Saludó sin palabras, con una profunda inclinación y tomó asiento en el trono a la izquierda de su líder, hecho de jade ibolés y hueso.
La última en llegar fue la Actriz, con paso elástico, calculado y seductor. Llegó desde las sombras, vestida con un escueto vestido de gasa, haciendo sonar sus tacones. Fue ella quien se interpuso entre el Centinela y el Juez, molesta porque las peleas de aquel par hubiesen oscurecido su tardía entrada triunfal.
—Ya basta, viejo chocho, debería darte vergüenza ir buscando pelea con un pobre niño —riñó al Juez con frialdad, antes de adoptar un tono más pícaro—. Sigue portándote así y te quedaras sin beso de buenas noches.
El Juez la fulminó con la mirada, rojo de pura ira. Escupió ante la mujer y fue a buscar su trono de oro, donde se sentó como un dios barbudo y furioso. La Actriz sonrió con zalamería y lanzó un beso como saludo al Señor. En cuanto la mujer se hubo sentado en su trono de sedas, el Señor se adelantó hasta el centro del círculo de sillas y carraspeó para reclamar su atención.
—Bien —anunció—, ahora que estamos todos reunidos...
—¿Todos? —cacareó el Juez—. Hecho en falta a dos de nuestros hermanos, ¿No? La Gran gallina y Doña Irreverente.
—Es cierto —señaló la Actriz—. Dijiste que teníamos que estar todos, pero ni el Halcón, ni la Penitente...
—¡La niña se ha sublevado! —clamó el Juez, sin dejarla terminar—. ¡Os lo dije! ¡Dije que no la aceptáramos!
—Y el resto dijimos que entraba —escupió con brusquedad el Centinela—. Y dijimos que más te valía cerrar la puta boca, capullo.
—¡Bah! —gruño el Juez con desprecio—. ¿Qué resto? Tú y Señor, el resto no tienen opinión, ni la quieren dar.
—¡Y el Torreón!
—El grandullón tiene la sesera fundida de tanto hornear. No cuenta.
El Torreón bramó su indignación sin palabras, que el Juez rechazó con un gesto despectivo.
—En mis trece. Si no hubieses tenido que disfrazar tu incompetencia...
—¿Mi qué, pedazo de comemierda? —El Centinela saltó de su trono y se encaró al anciano.
El Señor, en el centro del pequeño círculo, suspiró con cansancio. Intercambió una rápida mirada con la Manumisa, que se encogió de hombros muy elocuentemente.
—Tu incompetencia —continuó el Juez, con una sonrisa cruel bailando en el rostro—. No ha habido jamás tantos asolados como en tú puto ciclo, lo que era un paseo se volvió el puto infierno.
—¡Y dale! ¡En mi ciclo yo era un puto guardia, joder! —rugió el Centinela—. ¿Qué puta culpa tengo yo de que Koster, Nyx o Toprak se fuesen a la mierda! ¡Yo no era nadie, para impedir nada!
—Si hubo un crecimiento del número de inmortales... —aportó la Sombra en su lánguida voz de terciopelo—. Mucho más que los normales uno o dos, y todos entre la alta nobleza...
—A veces pasa —señaló la Actriz—. Yo soy noble, te recuerdo.
—Tú eras una concubina —se burló el Juez, ansioso por más guerra—. Una cara bonita, sin una pizca de sangre noble en las venas. No, no hay ni un solo miembro de la realeza, en esta sala, pero en el ciclo del Niño los hubo a patadas.
—¡Joder, que no es mi ciclo!
—Y ahora igual, lleno de monstruos. Tu culpa y la de la Irreverente.
—¡Y dale!
—Pero si es cierto que ahora hay más inmortales que nunca —suspiró el Dragón—. Y mejor organizados. La Santa Compaña...
—Pasa que los del turno de noche sois unos incompetentes —sentenció el Juez con un bufido de desprecio—. Si el Sol estuviese fuera, ya me habría hecho una manta con los pellejos de esos desgraciados.
—Creo que no entiendes bien lo que está pasando —afirmó el Dragón con una calma fría y amenazante.
—Yo solo digo...
El Juez interrumpió su sermón cuando una carta cayó en su regazo. Levantó la mirada hacía el Señor, que se limitó a encogerse de hombros y darle una sencilla orden.
—Léela.
El Juez, intrigado, abrió el sobre y tomó la misiva. Las miradas de todo el Gremio se centraron intrigadas en el anciano inmortal, mientras desplegaba el mensaje y procedía a leerlo. Sus dedos repasaron el papel oscurecido y manchado, mientras sus labios musitaban en silencio cada frase. Terminó su lectura, pálido como un muerto, y hundió una mirada de horror en el Señor, que aquel correspondió con una triste sonrisa.
—¿Es cierto lo que dice aquí? —preguntó el Juez con incredulidad.
Las miradas de los inmortales pasaron del Juez al Señor, intrigadas por todo aquel asunto.
—Hasta la última coma, me temo.
—Firma Penitente —insistió el Juez—. Podría estar mintiendo.
El Señor se encogió de hombros.
—No hasta donde la Manumisa o yo hemos descubierto.
El Juez repasó la carta y bufó pesaroso. La majestad de su postura se esfumó, convertida en un cansancio pensativo.
—¿Qué dice la carta? —preguntó con timidez el Centinela.
—El Halcón ha muerto —resumió el Juez en tono desganado.
La noticia tendió un pesado silencio sobre la sala. A los inmortales no les gustaba que les recordasen su propia mortalidad. Nunca antes un miembro del Gremio había muerto; de pronto incluso las conocidas paredes de aquel refugio parecían esconder la amenaza de la muerte en sus sombras.
—¿Cómo? —se atrevió a preguntar el Dragón.
—Su propia descendiente lo mató —respondió el Señor en tono apaciguador—. Un problema de descontrol de poder; se desbocó un instante y se acabó.
El color volvió despacio a la mayoría de los rostros.
—Un accidente ¿Eh? —susurró la Sombra—. Puede pasarnos a cualquiera...
—Tenía que pasar —señaló el Dragón—. Siempre con esas hijas suyas, esas brujas. Estaba claro que alguna estallaría y él estaría cerca.
—¡Pobre Halcón! —se lamentó la Actriz, coreada por un mudo asentimiento del Torreón—. Al menos ahora descansará en paz, con su querida. ¡Cargaba tanto pesar encima! Podía verlo cada vez que me miraba a la cara.
—Un accidente. —El Centinela sonrió con alivio—. Menos mal.
Solo el Juez no se sumó al alborozo general. Cruzó una mirada dura con el Señor y lanzó un gruñido de rabia.
—¡Acaso sois todos imbéciles! —bramó iracundo, pero todavía pálido—. ¡Uno de los nuestros ha muerto! ¡El Halcón ha muerto!
—Ha sido un accidente, querido —trató de calmarlo la Actriz—. No hay nada de que...
—¡Imbécil! —la interrumpió el Juez—. ¡Ahora estamos ciegos! Y en el peor momento posible, nada menos... Cincuenta años, han pasado ya cincuenta años, el sur sigue infestado de monstruos, las llaves lejos del altar ¡y ahora perdemos a uno de los nuestros! ¡El Halcón era nuestros ojos y oídos!
—Bueno, todavía queda la Penitente —señaló el Centinela con timidez.
—¡Eso es lo que más me preocupa de todo! —vociferó el anciano inmortal—. ¡Por lo que sabemos, podría haberlo matado ella!
—Si la Penitente quisiera traicionarnos —replicó el Centinela—, no tendría ni porque haber enviado esa carta. Nunca nos hubiésemos enterado, como bien has dicho.
—¿Cuánto hace desde que esto ocurrió? —preguntó el Juez blandiendo la carta hacía su líder.
—Unos dos meses —respondió el Señor sin inmutarse—. Puede que algún tiempo más.
—¿Dos meses? Se ha tomado su tiempo en informarnos —gruño el Juez—. Sospechoso.
—No en realidad —le cortó el Señor—. Sin el Halcón en nuestras filas, es un tiempo más que razonable para un envío por tierra, más en el estado del sur.
El Juez bufó poco convencido, pero transigió. Volvió a mirar la carta con expresión exasperada y preguntó:
—¿Y ahora qué?
—Confio plenamente en nuestra hermana la Penitente —indicó el Señor—. Pero también estoy de acuerdo en que un solo miembro del gremio en tierra de nadie es poca presencia. —El Señor oyó al Dragón retorcerse nervioso junto a él. Sonrió divertido—. Enviaré a alguien más, pero ese asunto compete solo a los miembros nocturnos de nuestro gremio. El resto podéis retiraros.
—¿Así, sin más? —El Centinela frunció el ceño molesto.
—Así sin más —confirmó el Señor—. Tan solo unas últimas palabras antes de la despedida: puede que el Halcón haya muerto a causa de un accidente, pero es un accidente que jamás hubiese sucedido en los tiempos en que el sur estaba tan limpio como el norte. Tomadlo como una llamada de atención. Debemos descubrir quien es el causante de semejante oleada de inmortales y pararle los pies; consideradlo un trabajo para el próximo ciclo, en este bastante tendremos con llevar las llaves a tiempo. —El Juez asintió, el resto no se mostraron tan entusiasmados con el asunto—. Centinela, tu estuviste en Koster durante la caída; cualquier detalle, cualquier retazo de información puede ser de ayuda. Trata de hacer memoria.
El Centinela chasqueó la lengua molesto, pero accedió con debilidad. Se marchó con paso apresurado huyendo de los "Culpa tuya" del Juez, muy satisfecho de poder acosar al joven. Cada uno a su ritmo, los asolados abandonaron el círculo de tronos, hasta que solo quedaron el Dragón, la silenciosa Manumisa y el propio Señor.
—Estoy dispuesto a partir —anunció el Dragón con voz temblorosa—. Tan solo, necesito, es decir, estoy esperando... El Torreón...
—Por supuesto —le cortó el Señor. Envainó el estoque que le había devuelto el herrero con un gracioso floreteo—. Nuestras armas necesitan mantenimiento, lo entiendo. En cuanto vuestra espada esté lista, marchareis al sur. La Manumisa irá la primera, ella no sufre esta clase de problemas.
La mujer asintió en silencio y el Dragón suspiró de alivio por lo bajo. Que poco quedaba en él del que fuese uno de los más sanguinarios espadachines del Escudo, se dijo el Señor. El tiempo y la inmortalidad lo habían ablandado.
—¿Qué nuevas tenéis de vuestro paladín? —preguntó al lagarto antes de que se marchase.
—Nada desde que partió. —El Dragón reflexionó un momento, antes de continuar—. Es un buen espadachín, un buen mercenario. No creo que le haya pasado nada.
El Señor asintió pensativo y le indicó que podía marcharse. Un mercenario. Aquel imbécil había confiado en un soldado de fortuna. Todavía seguía dando vueltas a aquello cuando llegó a la portezuela, y la Manumisa le echó el gabán sobre los hombros.
—¿Qué hay de tú paladín, querida? —preguntó distraído a su lacaya.
—Una mujer de pocas palabras, eficiente —respondió la Manumisa, mujer de pocas palabras ella misma—. Ya tiene una de las llaves, según el último mensaje.
—Bien, bien, al fin una buena noticia. Hace tiempo que yo mismo no sé de Roncefier —reflexionó—, desde el incidente de Fuerte Blanco. Pero la carta de la Penitente dice que vive, y que está bien.
—Lo comprobaré cuando llegué a Nyx, señor —le tranquilizó la mujer—. ¿Vos no bajareis al sur?
El Señor sonrió con tristeza, tomando el puño de su espada. En un gesto casi instintivo, dejo un palmo de hoja al desnudo, fascinado por su brillo negro. Sería tan fácil: Matar a los incorrectos, dar poder a los leales. Manejar el mismo el Escudo, proteger a la humanidad de sí misma. Un acto de bondad.
—No, me temo que no —Se obligó a apartar la vista de la espada, a recuperar el control—. Las cosas también se mueven en Sonnd, necesito mantener un ojo sobre los nobles, y el Dragón es inútil para eso. Lástima lo del Halcón —musitó sin fuerzas—. Él sí hubiese podido encargarse.
Con la misma parsimonia con que la había desenfundado, el Señor devolvió la hoja a su vaina. Había vivido mucho tiempo, había visto a muchos como él caer. Una vez comenzaban las ilusiones de divinidad, ya no había vuelta atrás. Aquel era el destino de los inmortales, bailar entre el miedo a la muerte y la locura.
—Has visto sus caras; he visto más terror que ira. —La Manumisa asintió mientras le colocaba capa y manto—. El Halcón era uno de los pocos que superaba su miedo, ahora ya no está. El mundo se está convirtiendo en un campo de batalla y yo no tengo soldados. Tantos años de paz para esto. —No dejó que la mujer le colocase también el sombrero; lo tomó de sus manos y apoyó la mano en el hombro de ella—. Te necesitó despierta, afinada, letal. No puedo perderte a ti también.
La Manumisa le devolvió la mirada con intensidad, nerviosa y sorprendida. El Señor se caló el sombrero, y titubeó. Le costaba encontrar las palabras; también el sentía el mismo miedo que su gremio, la presencia de su silenciosa guardaespaldas le aliviaba mucho más de lo que admitiría nunca.
—Ve —logró decir al fin, con voz ahogada. El resto fue más sencillo—. Ve al sur, asegúrate de que el Sol vuelva al cielo. Y si encuentras a alguien que conozca el secreto, aniquílalo. Un enemigo menos que enfrentaremos en el próximo ciclo.
—Si es que hay un próximo ciclo —murmuró con frialdad la mujer.
Aquellas palabras devolvieron algo de alegría al rostro del Señor. Se subió el embozo y aceptó las botas sucias que ella le ofrecía.
—Lo habrá, eso al menos no me preocupa —aseguró a su lacaya con una sonrisa—. Agnes lo profetizó: "El Sol brillará de nuevo en el firmamento". Nunca dudes de las palabras de una profetisa.
La Manumisa asintió sin decir palabra, se despidió con un gesto y se marchó a la carrera, ligera como el viento. El Señor permaneció un segundo a la intemperie, viéndola correr hasta que se perdió en la espesura.
La echaría de menos; ningún criado era la mitad de eficiente que la inmortal y una compañía de mandobles tiudeses no daría la misma protección que ella. Guardó él mismo sus botas limpias por primera vez en siglos, desató los caballos y emprendió el lento camino de regreso al ducado.
El mundo aún le debía un baño caliente y no veía el momento de cobrárselo.
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