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Entreacto: El gran teatro del mundo



El hostigador abandonó el proscenio con un rugido para volver a su eterna persecución, y en la escena Roncefier, el noble Roncefier, el pobre ingenuo Roncefier, permaneció tumbado, maltrecho e inconsciente, bajo la brillante luz del mayor de los focos.

Desde las bambalinas, los bandidos nervitas llegaron al fuerte derruido, en busca de hombres que apresar, riquezas que saquear e información que obtener. Tomaron al asalto la destrozada escena, dieron comienzo a su acto entre las mortecinas candilejas y el brillo pálido del gran foco.

Solo una gran farsa, la mayor de las farsas, otra más en la historia de las tragedias.

Porque la tragedia es hermosa y pura, la tragedia es limpia y noble, desgraciada pero orgullosa. La vida, por el contrario, es sucia, dura y sencilla, la vida es un rey con flatulencia, un paladín a punto de mearse, el aliento de una princesa encerrada en una torre. 

La vida, para bien o para mal, es una comedia.

Así, mientras los actores compartían sus diálogos, mientras la muerte y la vida ocupaban la escena y los dioses observaban desde su palco, la verdadera acción sucedía cerca de los focos, pero al amparo de las sombras.

Sin embargo, para llegar a entender esto, para traspasar el denso telón de la prístina mentira, hemos de retroceder, de volver a las calles de Otolde, regresar al norte para poder ver el sur.

Roncefier abandonó el despacho chocando en el umbral con el leal Ricardo, cerró la puerta tras él y pronto su voz también se perdió en los pasillos. Sentada en su asiento, la Penitente sonrió, saboreando el momento, dejando que la carne chisporrotease antes de echar mano al asado. Cualquiera que hubiese visto su rostro de depredador satisfecho hubiese reculado sin dudar, porque hasta el mono más descerebrado de todos puede entender cuando tiene ante sí una serpiente hambrienta.

El saco volvió a moverse y la Penitente decidió que ya había esperado suficiente. Sacó su leal cuchillo y lo hundió en el saco, sajándolo de parte a parte y dejando que el muchacho dentro del saco respirase con ansia, hambriento de aire. Cortó las ataduras de pies y manos que sostenían al chico y volvió a su asiento tras la mesa.

El chico se sacudió las ataduras y se recolocó la ropa con aire ultrajado. Estaba rojo de rabia y asfixia, y se giró hacia ella enarbolando un índice amenazante.

—¡Esto es un ultraje! —rugió con indignación— ¡Habrase visto despropósito semejante! ¡Esto... esto... esto...! ¡Inaceptable!

—Me alegro de conocerle al fin, señor Trilero.

—Atar a un hombre como si fuese un ternero y secuestrarlo sin ninguna clase de... —siguió berreando el indignado. Su dedo se detuvo un momento y su rostro se tornó la imagen misma de la confusión— ¿Trilero?

—No conozco su verdadero nombre. Nadie parece saberlo.

—Disculpe, señora, mi nombre es Alonso de Quijano. Y usted debería comprobar a quien secuestra antes de secuestrarlo ¿No le parece?

—Alonso pues.

—No, escuche, esto no es un problema de nombres, esto es un problema de que usted parece haber enloquecido —el muchacho extendió unas manos apaciguadoras mientras su mirada cuestionaba sin palabras la cordura de su captora. Su tono perdió la ira y se volvió apacible y tranquilizador—. Mire, voy a abrir la puerta y marcharme, y dejaremos esto aquí ¿De acuerdo?

La mano del chico se posó en el pomo casi al mismo tiempo que el abrecartas, y él se volvió asustado, blanco como la ceniza. La Penitente tomó un pequeño fajo de papeles ante ella y se reclinó en su asiento para leerlos, pero su diestra aun jugaba con su cuchillo.

—Siéntese, señor Trilero —sugirió con toda su autoridad—. Me gustaría discutir ciertas cosas con usted.

El muchacho avanzó hasta el asiento, con las manos extendidas y temblorosas. Se sentó y tragó saliva, todavía asustado.

—Oiga, mire...

—Veamos... —comenzó la Penitente, ignorándole—. Trilero, ébrida de nacimiento, natural de blablablá... ¡Aquí! Ladrón, embustero, timador, contrabandista... ¿Le dice algo?

—Oiga —intentó el chico, desesperado— yo soy mozo de comercio. No... no sé nada de todo eso. Yo solo trabajo para el señor Fernando, en la tienda de la esquina de la plaza Arquerías. Se está equivocando de...

—Mira esto. —prosiguió la Penitente—. Este trabajo en los muelles, con las pieles del sur, muy fino, muy bien llevado.

Su invitado sonrió con nerviosismo y asintió. Junto las manos en una palmada y se levantó de su sitio con fingida tranquilidad. Paseó hasta la ventana mientras la Penitente seguía resumiendo el contenido de los papeles, se apoyó en el alfeizar, y empezó a pedir socorro a voz de grito.

La Penitente le observó por encima de los papeles, con una sonrisa divertida. Incluso en aquel despacho los aullidos del joven quedaban ensordecidos por el griterío de afuera. Tardó un rato en rendirse, pero terminó por apoyar la espalda en la pared y dejarse caer hasta el suelo, hundido y sollozante.

—Como habrá podido comprobar, señor Trilero, se encuentra en el fuerte de La Guardia. Terreno de la Orden del Candil; aun si le oyesen, nadie movería un dedo.

—¿Qué quiere de mí? —suplicó el muchacho— Le he dicho que solo soy un mozo de comercio... ¡Hable con mi jefe! No sé nada de ningún trilero...

La Penitente parpadeó confusa. Se levantó de su asiento con una mueca enfurruñada y se dirigió hacia el joven.

—¿Quiere usted decir que no es el señor Trilero?

—Por enésima vez ¡No!

La Penitente soltó una carcajada, al tiempo que cogía su sable del armero.

—Oh, madre mía ¡Que cabeza! —rio desenvainando la espada con delicadeza— Ha habido un lamentable error, señor... ¿Alonso, era?

El chico asintió despacio, mientras tragaba saliva de forma ruidosa. Sus ojos seguían cada movimiento del acero, hipnotizados por su brillo.

—¿Qué... que pretende...? —preguntó con voz trémula.

—Oh, bueno. —respondió la Penitente— Comprenderá que no puedo dejar que se marche. Sería una deshonra para la Orden.

Las miradas de víctima y verdugo se encontraron durante unos momentos. La Penitente sonrió, sabía que tenía una mirada difícil de sostener. Clavó su ojo tuerto en el muchacho, y aquel terminó por apartar la vista.

—Está bien, está bien —estalló—, soy el maldito Trilero. Ahora guarde ese trasto por Dios.

Ella le levantó la barbilla con la punta del sable, sometiendo de nuevo al chico al escrutinio de sus dispares ojos.

—¿Y ahora cómo se yo que dices la verdad? —preguntó con un susurro amenazante.

—¡Pues no se lo crea, joder! —replicó el chico—. Máteme y suerte encontrando a su hombre.

—Relájate, amigo mío —aconsejó la Penitente al tiempo que devolvía el sable a su vaina—. Vivirás más tiempo.

Trilero refunfuñó algo ininteligible y se levantó del suelo para dejarse caer en la silla frente al escritorio.

—Déjeme felicitarle por sus habilidades como actor. —La penitente dejó el sable de nuevo en el armero y se sentó frente a su invitado—. Por un momento, incluso me ha hecho dudar. Finge a la perfección, el miedo, el desconcierto, la indignación.

—He tenido tiempo para prepararlo —señaló con acidez Trilero—, y muy poco que fingir.

—Vera, señor Trilero, me gustaría ofrecerle un negocio. Un trabajo, algo más complicado que lo que ha hecho hasta el momento, pero también mejor recompensado.

Trilero se inclinó sobre el escritorio, con una sonrisa mordaz en el rostro y la mirada hastiada e iracunda.

—Déjeme adivinar. Otro noble la ha desairado y ahora necesita una chuchería para calmarse. Una vieja historia, lo he hecho cientos de veces.

La Penitente se inclinó también sobre el escritorio, como un ave de presa agazapada, tan cerca del chico que sus narices casi se tocaban.

—Ni mucho menos. Algo mucho, mucho más emocionante.

Admiró los esfuerzos del muchacho por mantener la calma ante la intimidación. Era bueno, valdría, y ella se lo estaba pasando de lujo con todo aquello.

—La escucho.

—Señor Trilero, ira al macabro sur y traerá de vuelta al Sol.

Trilero sonrió divertido mientras sus ojos buscaban con desesperación el más mínimo rastro de burla en la mirada de la mujer. Cuando estuvo seguro de que aquello no era una broma palideció como un fantasma.

—¿Ahora reclutan criminales? ¡Pues recluten asesinos, joder! ¡Yo no sé blandir un arma, ni sé una mierda de supervivencia! ¡Para eso me tiro por la ventana y quedamos en paz!

—Relájese, amigo mío. El contrato no va por cuenta de la Orden, no esperamos que tenga usted que recurrir a la violencia.

—Ah, genial, siendo así... —ironizó Trilero— ¿Así que para quien trabajo?

—Para mí; la condesa de Inquina. Es un encargo personal.

—La condesa de... —Una luz brillo en la mirada de Trilero. Seguía nervioso, pero la Penitente podía ver los engranajes tras aquella mirada ponerse en funcionamiento—. La conozco, es usted famosa.

—Me halaga usted.

—Está bien. —El muchacho compuso su mejor sonrisa complaciente—. Habrá más detalles ¿No?

—Los recibirá en Fuerte Blanco.

—Fuerte Blanco. Muy bien, partiré de inmediato.

—Partiremos. Esta misma noche.

La sonrisa del chico se paralizó apenas una décima de segundo. Luego rio y se disculpó por su torpeza de forma muy convincente, para aprobación de la condesa.

—Por supuesto, partiremos. Hasta entonces, ¿puedo ir a preparar mi equipaje? Supongo que será un largo viaje...

—No lo dude. —La Penitente fingió pensar la respuesta un momento, para terminar por asentir— Adelante. Le esperare en la puerta de La Guardia en cuanto la Luna se haya marchado. Viajaremos de noche, hará frío. Asegúrese de traer ropa de abrigo.

—Con la oscuridad, de acuerdo. Allí estaré —aseguró el muchacho.

Se dirigió sin prisa a la puerta y se despidió con media reverencia antes de cerrarla tras de sí. La Penitente le oyó correr por los pasillos tan pronto como salió de su vista, y reclinada en su silla, sonrió. Contó hasta cien para darle ventaja y salió a buscarlo, silbando con alegría un himno funerario.      

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