9ª Parte: Un caldo espeso
Carne y hueso cedieron a un pesado hachazo, partidos en dos por la fuerza del golpe. Aldric observó unos segundos el conejo que acababa de trocear. La sombra de la vida aún chispeaba en sus ojos, tenue como niebla, incluso después de despellejarlo y descuartizarlo.
¿Qué era de la gente al morir? Pues morían. Otro cadáver más, vacío, uno entre los miles sobre los que se sustentaba el mundo de los vivos. Volvía a la tierra, como polvo, como cenizas o como mierda.
Con un barrido de la hacheta echó el conejo descuartizado al perol. No creía que aquella fuese la respuesta al enigma de la condesa. Aquella era una respuesta fatalista, y la condesa había planteado su adivinanza como un consejo, una ayuda, no una condena.
Trilero removió el caldo en cuanto el conejo estuvo dentro y luego se apartó del perol, dejando que hirviese. Aldric sabía poco del pequeño ébrida. Era bueno con las palabras y bastante quejica, nunca le había visto tocar un arma, y a la vista estaba que no era un noble, pero tenía cierto orgullo, cierta arrogancia en su forma de ser.
Era difícil saber si aquella agresividad había sido cosa de la fiebre, o si aquel era su carácter, pero con la cuchara en la mano, vigilando el guiso, se le veía tranquilo, relajado, en su salsa. No solo es que estuviese tranquilo y controlado, es que el guiso olía a gloria.
—¿Cuánto tardará? —preguntó Aldric, impaciente.
—Lo que tarde —le regañó Trilero—. No puedes meterle prisa al fuego. Las cosas necesitan su tiempo, es algo que deberías aprender.
Las chicas seguían trayendo ingredientes, y Trilero elegía los que quería y dejaba de lado los demás. Poco a poco, el aroma de la comida las había ido atrayendo, y cada vez eran menos las que iban y volvían de las cocinas, y más las que se sentaban en corrillos en las calles a esperar el estofado con ojos hambrientos. Charlaban en susurros entre ellas, inquietas y algo asustadas, y procuraban mantenerse lejos de los dos sonndies, aunque lo bastante cerca como para poder oler el guiso.
Aldric dudó un poco. Era impaciente, lo sabía, pero lo era porque no entendía como la paciencia podía ayudar. Se aclaró la garganta e insistió.
—Me debes cuatro preguntas...
El ébrida le lanzó una mirada extraña, cuyo significado Aldric no logró captar. Dejó a un lado el cucharon y cubrió el perol con una tapa de madera.
—Está bien. Pregunta.
La sorpresa dejó un momento mudo al Aldric, que esperaba haber tenido que discutir algo más para obtener sus respuestas. Pensó bien su primera pregunta antes de vocalizarla, poco dispuesto a dejar que el charlatán ébrida volviese a engañarlo.
—¿Cuál es el plan? Para salir de aquí, me refiero.
—¿El plan? Si, supongo que es mejor que lo sepas todo, si vas a tomar parte.
"O sea que hay un plan" se dijo Aldric. "Bien, esta vez no pienso quedarme fuera".
—Así pues ¿el plan? —insistió el noble con impaciencia.
Trilero sonrió, una sonrisa burlona, enigmática.
—Sí, supongo que deberías saberlo, pero dejaremos esa respuesta para el final ¿De acuerdo?
Aldric abrió la boca para protestar, pero logró encontrar la fuerza para dejar pasar aquello. No había dicho que no contestaría, solo que lo haría al final. Aún le quedaban preguntas.
—Vale —asintió—. ¿Quién coño eres tú?
—Vaya, vaya, menuda pregunta difícil ¿Qué se supone que he de contestar?
—Dónde naciste, cómo te llamas, a qué te dedicas, qué puedes hacer...
—Eso son un puñado de preguntas.
—No, solo una: quién coño eres.
Trilero soltó una carcajada divertida. Parecía de mejor humor. Aldric no podía quitarse la sensación de que aquel hombrecillo le miraba por encima del hombro, pero al menos ya no parecía el tipo taciturno que era hacía solo unos minutos.
—Esta bien, está bien. Me llaman Trilero, Trilero del Ebar, si lo prefieres. Nací a orillas del río, hace más años de los que tu estás vivo. Se me dan bien los juegos de manos, hablar con la gente y mentir. Oh, y los idiomas. Soy un honrado hombre de negocios, ayudo a la gente a conseguir lo que quiere, y solo pido algo de dinero a cambio de repartir felicidad.
—Contrabandista y estafador, vamos. ¿Cómo cuántos idiomas hablas? Y sigue siendo la misma pregunta, por cierto, esa que has contestado como te ha dado la gana.
—De acuerdo —consintió el charlatán sin perder su buen humor—. Hablo ébrida, sonndí, algo de achés, castrí, duate, medio bien nycto, cuatro pinceladas de tiudés... Creo que eso es todo. Nunca lo he intentado con el ibolés, demasiado complicado, y el painte tampoco me ha parecido útil ¿Alguna aclaración más?
—No, supongo —cedió Aldric tras un momento de duda—. Pero aún me quedan tres preguntas —se apresuró a acotar.
—Dos, en realidad. Ya has hecho una que todavía no he contestado.
Aldric se detuvo a mitad de queja para asentir con cierto resquemor. Luego cayó en un silencio taciturno mientras Trilero volvía a centrarse en el caldo. Su mente había bullido con preguntas solo un momento antes, pero no lograba recordar ninguna. Tan molesto como poco dispuesto a perder sus preguntas, decidió preguntar aquello que llevaba más tiempo rondándole la cabeza.
—¿Qué será de ti cuando mueras?
—¿Cuándo muera? —Trilero probó el guiso y asintió satisfecho, antes de volver a cubrir el perol—. Vaya una pregunta rara, ¿Cómo se supone que la contesto?
—No sé. ¿Lo primero que se te ocurra?
Trilero se sentó en su taburete junto al fuego con expresión pensativa. Tardó un momento en responder.
—Bueno, si todo va según el plan, seré un abuelo sentado en un porche rodeado de una familia cariñosa, y me iré el primero de todos, dejando a mi viuda e hijos una pequeña fortuna ¿Era esa la respuesta que querías?
Aldric lo pensó un momento.
—No, no creo que fuese eso —admitió al fin—. Creo que es más como un acertijo...
—¿Un acertijo? —Trilero enarcó una ceja—. ¿Y quien te lo ha planteado, compañero?
—La condesa.
—Ella, claro.
El silencio cayó sobre la conversación, pesado como una mortaja. Aldric esperó impaciente hasta que no pudo más.
—¿Y bien? —insistió, antes de apuntar—. Y esto es la misma pregunta.
—¿La condesa te preguntó qué sería de mí cuando yo muriese? —preguntó el ébrida.
—No, bueno. Me lo dijo a mí, claro.
—Entonces tendrás que darme tu la respuesta ¿No te parece? —concluyó Trilero divertido.
Aldric se detuvo un segundo a valorar aquello. Sabía que el charlatán tenía razón, pero por más vueltas que le daba, no sacaba nada, y a la vista estaba que Trilero era mucho mejor con las palabras.
—Pero... —trató de insistir, sin saber muy bien en qué.
Trilero suspiró y se rascó la frente con gesto hastiado.
—Mira —señaló con cansancio—, a esa mujer le encanta hablar con adivinanzas. A mí mismo me dijo: ¿Qué papel tienes tu en el teatro del mundo? —El ébrida se encogió de hombros y compuso una mueca indiferente—. Qué sé yo, y qué me importa.
—Serías el protagonista ¿no? —intervino Aldric con rapidez.
—¿Hablamos de tu pregunta, o de la mía? —le cortó Trilero, antes de añadir—. Además, a los protas no los arrastran a sus épicas misiones.
—Depende del héroe —señaló Aldric—. Ahí tienes a Alutario de Witrech.
—¿Quién?
—Alutario de... —Aldric se interrumpió al ver la mirada confusa de su interlocutor—. Ya sabes, el asesino de la Bestia de Belchatel...
—¿Y este Alutario de Witrech era un timador y un cobarde? —replicó Trilero con gesto molesto.
—Bueno, no, él...
—Pues ahí lo tienes— concluyó triunfal el ébrida—. No hay héroes cobardes, pequeños y tramposos.
—Esta el Gran Rey de Varleses.
—¿Quién? —se repitió Trilero— Olvídalo. ¿Cómo narices sabes tú tanto de teatro?
—Tenía una amiga que... —replicó Aldric débilmente.
—¿Una amiga?
—Bueno, era una criada. —admitió Aldric molesto—. Pero era lo más parecido a un amigo que he tenido.
—Eh, tranquilo. No eres el primer noble que se dedica a perseguir al servicio —se burló Trilero—. Mira al Cornudo.
—Eso no tiene nada que... Yo no... —la sonrisilla en el rostro del ladrón le arrancó un gruñido exasperado—. Mira, da igual. Ella tenía una abuela muy creyente del Sol, y cada semana iba al teatro sin falta. —resumió con rapidez—. Luego ella me contaba las historias.
—¿Te las contaba la abuela, o la criada? ¿Y que tiene que ver el Sol en todo esto?
—¡La nieta, joder! —bramó Aldric con rapidez. Se arrepentía mucho de haber entrado en el tema—. Y lo otro... ya sabes, la admonición inicial, bueno, en fin, que ella decía que era...
—Tomate un momento, pon en orden las palabras. Y luego me lo cuentas.
—El teatro está dedicado a los dioses. O estaba, no sé, la abuela decía algo así, ese es el resumen.
La sonrisa en el rostro de Trilero desapareció poco a poco mientras su ceño se fruncía.
—Claro, claro —reflexionó el ébrida para sí—. Por eso siempre empiezan con...
—Si, eso, la admonición inicial. En nombre del Sol y para su gloria y disfrute, o algo así —se apresuró a añadir Aldric, aliviado de dejar el tema de su vieja amiga.
—Porque tiene que haber público ¿Verdad? Claro, claro, claro.
—¿Tienes algo? ¿He ayudado? ¿Me ayudas tú con mi adivinanza?
Trilero volvió a la realidad como si aquel interludio pensativo jamás hubiese ocurrido. La sonrisa burlona volvió a su rostro, junto a la calma y el control.
—Piensa un poco tú. Además, el guiso ya está.
Sin esperar respuesta, el timador agarró una escudilla y la llenó con dos cucharadas largas de guiso espeso y caliente. Pasó aquel primer plato a Aldric, que se guardó todas sus quejas en cuanto el aroma del estofado le llenó la nariz.
Sin pararse en cumplidos, el noble achés atacó el caldo con ganas mientras el timador servía una escudilla a cada joven sirvienta que se acercó. Había lágrimas de felicidad en los ojos de las chicas, y muchas de ellas llegaban hasta Trilero casi de rodillas, suplicantes, y se marchaban haciendo reverencias y dando mil veces gracias, aferradas a sus platos.
Trilero terminó de servir a la última muchacha antes de sentarse con su propio plato.
—Ah, también se me da de maravilla cocinar —presumió orgulloso—. Apuntalo ahí con el resto de mis virtudes.
Aldric ni siquiera sintió ganas de replicar a aquello. Aquel estofado espeso y caliente era lo más cerca de la felicidad que había estado en mucho tiempo. Se tomó su tiempo en saborearlo, en disfrutar cada cucharada, paladear la mezcla buscando cada ingrediente.
—Es lo más bueno que he probado en años —admitió sin empacho el noble.
—¡Di mejor en tu puñetera vida! —se burló Trilero, hinchado como un pavo.
Aldric tomó otra cucharada antes de responder.
—De las tres mejores, eso te lo concedo. —señaló con seriedad—. Y el segundo mejor guiso.
—¡El segundo! —se indignó el timador—. ¡Devuélveme esa escudilla, ingrato!
Aldric sujetó el plato con fuerza y retrocedió un poco.
—El segundo. Mi padre siempre decía que no hay mejor guiso que el de la Vieja tuerta, y tenía razón. Una pequeña posada junto al Ebar, donde se quedaba cuando iba de caza; siempre un guiso caliente y camas limpias, decía, todo un lujo fuera de casa.
La bravuconería de Trilero se convirtió en un enfurruñado silencio. El timador hundió su cuchara en el guiso y empezó a comer con lentitud. Aldric notó el cambio, pero no le dio importancia. Estaba cerca de una idea, pero se le escapaba entre los dedos, de modo que siguió hablando, intentando atraparla.
—De hecho —insistió—, tu guiso se parece bastante a aquel.
—No compares mi obra maestra a la bazofia de una posada cualquiera.
Aldric ignoró el mal humor repentino del timador y tomó otra cucharada que paladeó con deleite.
—Es el regusto. El cuerpo, un poco del sabor... ¿Las mismas hierbas? —una idea le asaltó y le hizo levantar la vista del plato—. Antes le has echado algunas hierbas ¿no?
—Estás haciendo el ridículo, muchacho —se burló Trilero. Había una amenaza en su voz que Aldric ignoró—. ¿Qué narices sabes tú de cocina?
—Oh, pasaba mucho tiempo en las cocinas de niño —respondió con sencillez Aldric, sin levantar la vista de su plato—. En el patio de armas solo estorbaba, al fin y al cabo. Pero hay algo aquí... Llevabas las hierbas encima ¿Verdad?
—¿Te parezco la clase de persona que va por la vida con un bote de condimentos?
—No, no era un bote, era una bolsita. —Aldric levantó la vista hacia Trilero, triunfante—. Una bolsita en la que... —el recuerdo lo golpeó como un mazazo—. Tenían un hijo... Los dueños de la posada tenían un hijo que se había marchado...
Su mirada se encontró con la del timador, dura como el hierro. Le había visto enfadado varias veces, pero aquello era otro nivel de ira, no tanto rabia como determinación y odio.
—¿Sabes? Creo que sigo un poco febril, todavía débil y atontado —le indicó con gelidez el ébrida—. Cometo errores, hago estupideces... Antes me has hecho una pregunta ¿verdad?
Aldric apenas oyó las palabras del timador. Tenía buena memoria para las caras, y empezaba a ver un aire familiar en Trilero.
—Tu eres el...
—Me preguntaste por el plan —le cortó en seco el ladrón—. Bien, sígueme. Voy a darte una clase magistral. Puedes sentirte agradecido.
Sin esperar respuesta, Trilero se levantó y dejó su escudilla a un lado. Saludó a las criadas, que le respondieron con vivas gracias y sonrisas, y les indicó el perol, antes de marcharse.
Aldric dudo un momento antes de seguirle. Vacío su plato a toda prisa y se levantó como una exhalación, todavía confuso por el giro de los acontecimientos. Alcanzó a Trilero dos calles más allá, donde el estafador le esperaba en silencio.
—Bien —empezó Trilero mientras reanudaba la marcha—. ¿Qué hace falta para matar a un lunático?
Aldric parpadeó confuso. Lo pensó un momento, antes de responder.
—¿Fuerza y habilidad?
—Todos ellos van a ser más fuerte y hábiles que tú, idiota.
—Pues Roncefier...
—Roncefier era un gran caballero, un hombre entrenado y vuelto a entrenar, y aún así ni siquiera estoy seguro de que haya sobrevivido a todo esto ¿Lo estás tú?
Aldric se tomó otro momento para pensar. Negó con lentitud, al fin y al cabo, no había visto al caballero de la Bréche desde que se separaron en Clípea.
—Exacto. Tanta gloria y grandeza para nada —resumió Trilero con satisfecho cinismo—. No, volveremos sobre esto luego. Segunda pregunta: ¿Qué es lo más importante a la hora de estafar a alguien?
Aldric miró extrañado al ébrida, pero aunque la burla había vuelto al rostro de Trilero, la seriedad no lo había abandonado.
—¡Y yo que sé! —gruñó al fin el noble—. ¡Yo no soy un estafador!
—La flor y nata de nuestra nobleza, tan orgullosa de su ignorancia —se burló el timador con acritud—. Piensa un poco, te hará bien.
—No sé... ¿Saber mentir?
—Útil, pero no imprescindible. Prueba otra vez.
—Pues... uhm... ¿Parecer de fiar?
—Siempre una ayuda, pero de nuevo, no. Estás enfocándolo al revés.
—¿Al revés?
—Lo que importa no es el timador, si no la víctima. —sentenció Trilero—. La primera norma es: nunca estafes a un inocente.
—¿Qué eres, una especie de noble ladrón?
Trilero sonrió, pero no contestó. Se detuvo un segundo en una encrucijada, antes de tomar otra calle, sin prestar más atención a Aldric.
—No, nada de eso —prosiguió el timador—. No tienes que estafar a inocentes porque los inocentes dan problemas. Hablan con la guardia, con sus vecinos, con todo el mundo, se quejan y lloran y te complican la vida. No, tienes que estafar a culpables porque ellos mismos esconderán el engaño.
—¿Lo esconderán?
—Eso es. Si tienen las manos manchadas, aunque solo sea un poco, ya no pueden invocar a la justicia ni gritar a los cuatro vientos, o su propio crimen podría salir a la luz. Nadie habla si todos tenemos las manos sucias, tu victima tiene que perder tanto o más que tú.
Cruzaron la calle de parte a parte sin mediar una palabra más, Trilero al frente, con paso decidido, Aldric siguiéndole, dándole vueltas a todo aquello en busca de algún sentido.
En aquel silencio pensativo llegaron a una calle más amplia que las demás, que desembocaba en una pequeña mansión, más grande y lujosa que el resto de aposentos. Trilero enfiló el camino que llevaba hacia aquel caserón sin detenerse, seguido de cerca por el noble.
—Verás —empezó Trilero—, antes, durante mi muerte ficticia, tuve tiempo para hablar con cierto... compañero. Se hace llamar el Pintor, y está afincado en el palacio real contra su voluntad. Necesita que le echen una manita, así que montamos un pequeño intercambio, su libertad por mi llave; justo, un asunto sencillo.
—El Pintor...
—Eso es. —Trilero se abrió el abrigo y un pajarillo voló de entre los pliegues de ropa hasta el hombro de Aldric—. Te presento al Pintor.
Aldric observó al pajarillo y luego a Trilero.
—¿Y como va a ayudarnos este... Pintor?
—Bueno, el será nuestro guía y nuestro salvoconducto hasta el palacio. Te estoy contando esto porque cuando lleguemos al palacio, necesitaré que tú te ocupes de liberar a nuestro "amigo", mientras yo busco mi llave.
—Pero... —señaló Aldric confuso—, él ya es libre... ¿No?
Trilero no respondió a aquello, se limitó a sonreír, todavía con aquella mirada helada.
—Pues bien, acepte el trato con este Pintor, porque, al fin y al cabo, estaba jodido. Pero yo no hago tratos sin garantías, y ahí entra lo que te decía hace un momento. ¿Y si el pintor decide que prefiere el bando de su propia gente? ¿Y si nos traiciona? De modo que, para cerrar el trato, necesitaba una prueba de lealtad.
Trilero abrió la puerta de la mansión con un gesto brusco. El Cornudo observó a ambos sonndies desde detrás de su mesa, tan confuso como el mismo Aldric. Solo Trilero, dueño y señor de la situación, parecía mantener todas sus facultades. Ignoró al lunático y se volvió hacia Aldric, hundiendo su mirada en los ojos del achés.
—Odio la violencia —confesó con la mirada reluciente de locura—, me repugna, me ataca, solo engendra más violencia y dolor, y yo no soportó nada bien el dolor. Siempre he intentado ser lo más inofensivo e indefenso posible. Nunca me verás portar un arma, ni la más inocua de ellas, y a fuerza de fingir asco por la sangre se ha convertido en un tic real, y ahora me produce nauseas.
El Cornudo se levantó de su asiento y empezó a bramar. No sonaba tan enfadado como confuso, pero resultaba intimidante ver a aquel monstruo gritarles. Trilero ignoró los bramidos del Cornudo y agarró a Aldric por el cuello de la camisa, tirando de él hasta ponerlo a su nivel.
—Me repugna, como te decía —continuó sin prestar atención a las voces cada vez más cercanas—, pero eso no significa que no la valore.
Un relámpago de plata atravesó el cuello del lunático, surgido de ningún lado. El Cornudo miró el astil que sobresalía de su cuello con expresión desencajada, a tiempo para ver como otra flecha le atravesaba el pecho.
Sin volverse, Trilero dio un paso atrás, abrió los brazos y realizó una teatral reverencia.
—¿Cómo se mata a un lunático, Aldric?
El noble achés se volvió y pudo ver al arquero de plata al otro lado de la calle. Ya había una tercera flecha en su cuerda, una que se enterró en el hombro del Cornudo.
El Cornudo rugió y las ventanas de su mansión temblaron y se rompieron cuando la tormenta de hielo respondió a su llamada, pero con la tormenta entró también el espadachín de los tres caballeros, que decapitó de un sablazo al asaetado lunático. Su cuerpo se derrumbó en el suelo sin fuerza, retorcido en una postura extraña, empapado en sangre.
—Solo el olor ya me está mareando —confesó Trilero al boquiabierto Aldric—. Veo en tu expresión que el Pintor ha cumplido su parte del acuerdo; ahora ninguno de los dos puede echarse atrás. Y lo mismo va para ti —le advirtió el pequeño ébrida—. No tengo un nombre para que nadie pueda encontrar mi origen, y eso va a seguir así, porque de lo contrario, negociaré con alguien tu muerte ¿He sido claro?
—Cristalino —respondió Aldric sin aliento.
Había un resquicio de miedo en su mente, pero la emoción que de verdad embargaba al noble ante todo aquel escenario era la admiración. Roncefier había entrenado años para llegar a ser un gran espadachín, había dedicado media semana a preparar un plan, y ni siquiera estaba seguro de que lo hubiese logrado. El pequeño ébrida había asesinado a un enemigo más temible en cuestión de horas, sin mancharse las manos ni correr un solo riesgo.
—Sabes —reflexionó más para sí que para Trilero—, nunca había entendido lo de la pluma y la espada. Hasta hoy.
—Excelente. Procura centrarte en lo que has aprendido y olvidar las tonterías que se te hayan pasado por la mente.
Trilero le dio una palmadita en el hombro y abandonó la sala poniendo mucho cuidado en no girarse en ningún momento. Los caballeros lo siguieron, y lo mismo hizo el pajarillo, pero Aldric permaneció un momento más observando el cuerpo sin vida del Cornudo. Su cabeza bullía llena de ideas.
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