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8ª Parte: Damas y caballeros



El caballero de la Bréche despidió a la criada con una ligera inclinación, y ninguna de las excusas medio balbuceadas de la muchacha logró evitar que, con galante firmeza, Roncefier la empujase fuera del cuarto. La oyó suspirar y lamentarse al otro lado de la puerta, antes de marcharse levantando un sordo eco por los pasillos.

Solo entonces el caballero se dejó caer derrengado en uno de los sillones de su nueva habitación. Había que admitir que lo que les faltaba de clase, lo compensaban con lujo. Había más obras de arte, objetos preciosos y oro que en todo el castillo de la Bréche.

Se sirvió algo de vino tinto, achés por el paladar, en una copa de plata, apoyó la cabeza en su mano y empezó a recapitular. Estaba en Clípea, la antigua capital de Nyx, lo cual le situaba a un par de días de viaje de Fuerte Hierro. Necesitaba caballos para la huida, pues. También necesitaba armas, y por armas entendía su espada negra; no pensaba tolerar que el tesoro de la Bréche colgase del cinto de uno de aquellos bandoleros. No le habían quitado la armadura, pero después del golpe que había recibido, necesitaría otra, y algunas vendas para el camino no sobrarían; la herida de su vientre era superficial y ya se estaba cerrando, pero hombre prevenido valía por dos.

Necesitaría provisiones. Podía pasar dos días sin comer, pero mejor tener algo con que reponer fuerzas y agua para beber, o se arriesgaba a quedarse demasiado débil para cabalgar. También ropas de abrigo, para poder cabalgar de noche como de día, y un par de candiles, yesca y pedernal no estarían de más. Y necesitaba, por encima de todo, una oportunidad.

Le hubiese gustado tener pluma y tinta para poner todo aquello por escrito, pero en su situación actual parecía más razonable hacer uso de la memoria. Todo era cuestión de ir paso a paso y repasar que no se dejaba ninguno. Y su primera necesidad era de información.

Abrió el armario y encontró una decena de túnicas y ropajes como los que llevaban sus captores, que procedió a extender sobre la cama doselada. El rojo era el color del servicio, mientras que los "nobles" vestían morados, azules, y dorados, así que eligió una túnica blanca bastante sencilla, con rebordes en dorado, y un manto purpúreo, ni tan rojo para ser del servicio, ni tan azul como para imitar a la nobleza.

Se quitó el peto destrozado y el gambesón, pero la camisa acolchada y los gruesos pantalones se quedaron en su sitio. Contempló su figura en un gran espejo de marco dorado y asintió para sí ante el resultado. Luego ató su melena oscura en una coleta, se atusó el fino bigote lo mejor que pudo y salió del cuarto con paso noble, cabeza alta, zancada larga, mirada firme.

El cuarto daba a un corto pasillo que desembocaba en un amplio salón, del cual salían a su vez algunos pasillos más. Ignoró a cada sirvienta con que se tropezó y fue directo hacia una joven noble puesta de guardia en la salida del salón. La chica le dedicó una mirada adusta, pero no amilanó a Roncefier, quien, rezando para que la muchacha entendiera el sonndí, se plantó ante ella con su sonrisa más galante.

—¿Podría concederme la gracia de su nombre, mi bella dama?

Ella se le quedó mirando patidifusa y la mano que había subido hacia su espada descendió de nuevo.

—¿Eh? —fue todo lo que alcanzó a decir.

—Vuestro nombre, mi señora —rogó de nuevo Roncefier en su mejor tono galante.

—Tercia —respondió la muchacha de forma atropellada—. Tercia Bruta.

—Encantado —Roncefier hincó la rodilla y besó la mano de la muchacha, que se ruborizó y asustó a partes iguales—. ¿Quién me hubiese dicho que flores tan bellas podían florecer en el sur?

Ella empezó a reir azorada, mientras le instaba a levantarse, pero Roncefier decidió permanecer puesto a sus pies.

—Es un placer ser cautivo de tan hermosa guardesa, tan bella, sin duda, como salvaje. Una rosa de la espesura. —Tras otro beso, ella le retiró la mano y se apartó, en un intento por librarse de su cercanía—. Veréis, mi muy noble Tercia, me preguntaba si podría ver a mis compañeros de prisión.

La suspicacia vibró en la mirada de la bandolera, nada que Roncefier no hubiese esperado.

—¿Para qué, caballero extraño?

Roncefier compuso una sonrisa traviesa y le guiñó un ojo con complicidad.

—A pesar de ser un extranjero, he sido recibido en vuestra corte con la mayor de las hospitalidades, y me gustaría poder pagar de alguna manera tanta consideración.

—¿Pagar el qué?

—Vuestra bondad. Pensaba en amenizar la velada a la manera de Cetulia. Reunir un salón de corte, una pequeña fiesta para celebrar esta graciosa reunión.

La muchacha frunció el ceño tratando de seguirle, pero su sonndí básico se perdía en una de cada tres palabras.

—¿Quieres... queréis celebrar... una fiesta? —repuso al fin con tono dudoso.

—Ni mucho menos —rio Roncefier, y ella se aseguró de reir también, aunque no sabía de qué—. Tan solo dar una pequeña soirée, compartir las hermosas costumbres del norte y el sur y disfrutar de la mutua compañía y conversación; moda, gobierno, filosofía; junto a algunos aperitivos.

—Claro, claro —asintió ella—. ¿Cómo una especie de almuerzo?

—Una especie de, exacto. —Roncefier se encogió de hombros y continuó en tono apenado—. Pero mucho me temo que yo tan solo soy un hombre de guerra, y muchos de los entresijos de estos quehaceres se me escapan. Por ello esperaba poder contar con la ayuda de mis compañeros de prisiones, a fin de poder ofrecer a nuestros nobles anfitriones una velada digna de su amabilidad.

—Claro, claro —repuso de nuevo la pensativa joven. Dudó un momento antes de preguntar—. Pero no tendréis que salir de este salón, ¿verdad?

—¿Disculpadme?

—A los cuartos de los otros nobles se llega por esos pasillos laterales —aclaró ella, señalando a los corredores, idénticos a aquel por el que Roncefier había llegado—, así que no es necesario que salgáis de aquí ¿verdad?

—Por supuesto que no —respondió Roncefier al instante—. Nada odiaría más que poneros en problemas. Las órdenes para los aperitivos pueden tomarlas las sirvientas, no es necesario que ninguno de nosotros abandone estas salas —la tranquilizó con una sonrisa.

Ella fingió pensarlo un momento más y asintió con firmeza, sonriente como una niña.

—Bien —concedió—, entonces adelante, —y en tono más confidencial, añadió—, además padre Nerva se marchará esta tarde, así que no tiene por qué enterarse de esto.

Roncefier le devolvió la sonrisa con un guiño, se inclinó en una exagerada reverencia, y tomó el primer pasillo a su izquierda, sin erguirse ni dar la espalda a la divertida muchacha.

La suerte quiso que aquella primera habitación fuese la de Aldric. El muchacho se levantó de su cama en cuanto le vio entrar, confuso pero dispuesto a servir.

—¡Aldric, mi buen amigo! —saludó el señor de la Bréche, pegando la oreja a la puerta cerrada. Cuando estuvo convencido de que nadie estaba allí fuera escuchando, se acercó más a su compañero de infortunio—. Mañana tenemos que montar un almuerzo.

—¿Un qué?

—Un almuerzo para nuestros nobles anfitriones, y necesitare que tengas el oído bien atento para poder cubrir cualquier necesidad de nuestros invitados.

El chico era despierto y captó la idea al vuelo. Sirvió algo de vino en una copa y la tendió a Roncefier, mientras se servía el mismo otra.

—Cosas como bebida, comida, luz... quizá anécdotas sobre caballería y espada —sugirió el muchacho con tono despreocupado.

Roncefier sonrió complacido y brindó a su salud.

—Me lees la mente. Quizá dejemos pronto estos salones, y no me gustaría hacerlo sin dejarles un buen recuerdo.

—Por nuestros anfitriones, pues.

—Por ellos. —Ambos bebieron hasta vaciar las copas, antes de pasar a otros asuntos— ¿Tienes idea de donde retienen a nuestras compañeras femeninas?

—Ahora están en silencio, pero podría jurar que en el cuarto de al lado. Esa leona enjaulada andaba de muy mal humor hace solo unos momentos.

—Excelente, excelente. Prefiero dejar al señor Arend fuera de esto, no me fio más de un mercader que de un bandido.

—Muy cierto. —Aldric se sirvió otra copa y la vació sin respirar, con una mueca complacida.

—Perfecto pues. —Roncefier dejó su copa en la mesita, y Aldric le imitó—. Deberíamos ir a saludar a las señoritas ahora mismo, podemos continuar nuestra conversación allí.

—¿Tenemos permiso para ir donde queramos?

—Solo dentro de nuestra prisión, y solo mientras seas amable con nuestra carcelera.

Aldric sonrió y ensayó su gesto más noble y virtuoso.

—No se dirá que los Belclair fueron jamás descorteses con dama alguna.

No tuvieron problema para pasear hasta el cuarto de las mujeres, y la afectada educación de Aldric encandiló a Tercia Bruta tanto como la zalamería calculada de Roncefier. Llamaron a la puerta y esperaron hasta que la criada morena les franqueó el paso.

—¿Quién es? —exigió su dueña desde el interior del cuarto.

—Los nobles acheses, señora.

—Que pasen.

La leonera había sido tan lujosa como el resto de las habitaciones, pero la furia de su inquilina había arrasado el cuarto como una tormenta. La mujer estaba tumbada en la cama, la viva imagen de la frustración. Giró el rostro hacia sus invitados y los fulminó con sus ojos de gato, ardientes de rabia.

—¿Y qué querrán los señores?

La ira fue desapareciendo de su rostro según Roncefier compartía sus planes con las dos mujeres, sustituida por la curiosidad y luego por una felicidad no exenta de malicia.

—¿Queréis que hablen? —susurró amenazante la leona— Yo puedo arrancar las palabras de sus mismas mentes, con solo un par de gestos.

La mujer rio con ferocidad y los caballeros cruzaron una mirada dudosa, pero no se atrevieron a preguntar. La criada les dedicó una sonrisa cargada de comprensión y escanció vino para los dos, mientras la mujer canturreaba para sí en alguna lengua incomprensible.

—Esperábamos que pudiese aportar el punto de realismo a nuestra comedia —señaló Roncefier, al tiempo que aceptaba la copa— Ni el señor Aldric ni yo contamos con autentica experiencia en la preparación de esta clase de actos...

—Mal consejo puedo daros, a ese respecto —bufó la leona—. El Rygge no es exactamente un señorío de fiestas y bailes. ¿Qué hay de ti, querida Edda?

La criada se quedó un momento pensativa y terminó por asentir.

—Si, he ayudado con algunas de esas chorrifiestas —admitió con sencillez—. Algo podré hacer.

—¡Excelente! ¿No creen, caballeros?

Roncefier asintió no muy convencido, mientras Aldric abría la boca, sin estar seguro de si preguntar o no.

—¿Cómo puede su criada tener más experiencia que...?

—Cosas de criadas —cortó la mujer de forma tajante—. Creo que aún no nos han presentado como es debido, por cierto. Yo soy Annora de Rygge, y ella es mi criada, Edda de Ponteleone.

—Roncefier de la Bréche, Aldric de Belclair.

La mirada de Annora paso de uno al otro centelleante de ilusión. Se levantó de un salto de la cama y tomó la copa que su criada le ofrecía.

—Tenemos pues un acuerdo, caballeros —rugió mientras levantaba el brazo en un brindis triunfal—. Preparemos nuestra fuga.

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