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7ª Parte: Prisiones de mierda



Los nobles fueron desatados y conducidos hacia el interior del palacio, custodiados pero libres, mientras a gritos y latigazos obligaban a sentarse al resto de desgraciados sin valor. La misma historia de siempre; Trilero se echó al suelo antes de que nadie se lo indicase siquiera, mucho más preocupado por su pellejo que por su orgullo. Iba echando cuentas y apuntando en su memoria cuanto veía. Necesitaba saber todo cuanto pudiese si quería salir de aquel maldito embrollo.

Un palacio nycto, planta cuadrada, dos grandes pisos, grandes balconadas e infinidad de chimeneas delgadas y humeantes, al menos las del lado derecho. Demasiada guarida para una panda de salteadores de caminos, con toda seguridad habrían dejado abandonado medio castillo y se ocupaban de mantener acogedora solo la otra mitad. Si sabía algo de la naturaleza humana, aquellos intentos de nobles ocuparían el piso superior y usarían la planta baja para almacenaje, cocina, quizá dormitorios de sirvientes. Porque habría sirvientes, de eso no tenía duda.

Las que poblaban aquellas paredes era todas mujeres, vestidas de rojo de pies a cabeza. Andaban arriba y abajo por los corredores sin prestar atención a los presos. Trilero sonrió para sus adentros mientras lo conducían por los pasillos. Quizá, al fin y al cabo, no sería más difícil saquear aquel castillo que cualquier palacio sonndí. Dentro ya estaba, y aquello solía ser lo difícil.

Les condujeron por pasillos cubiertos de oro y riquezas como para pagar un par de buenas vidas en el norte, antes de sacarlos del castillo habitado camino de las salas polvorientas. Cruzaron pasillos fríos y cegados, iluminados solo por la luz de los candiles de los bandidos, los condujeron a través de una estrecha escalera en espiral hasta un gran cuarto del que partían otros cuatro pasillos. Alla los dividieron, y aquellos grupos más pequeños fueron empujados a punta de lanza hacia los corredores laterales.

Trilero quedó en el mismo grupo que el ruidoso albís, un templario, un arquero y dos mercenarios tiudeses, y los seis fueron acompañados, hasta su celda, una vieja habitación, desangelada pero limpia, con algunos jergones de paja, un par de cubos y una mesa con una jarra. Los desataron uno a uno, y uno a uno los obligaron a pasar, antes de cerrar la puerta a sus espaldas.

En honor a la verdad no era la peor jaula en la que Trilero había estado; la habitación tenía un ventanal acristalado, todo un lujo, y no era bastante cálida y seca. No había alimañas a la vista y el olor era neutro, quizá algo enrarecido por el polvo, pero desde luego no la apoteósica sinfonía de hedores de una autentica prisión. Estaba claro que su carácter de mazmorra era algo improvisado.

Trilero se sentó en la esquina más cercana a la puerta y se arrebujó en su capa. Necesitaba pensar, poner en orden su mente. Habían tardado tres días en alcanzar Clípea, pero ellos iban con prisioneros e impedimenta, la misma distancia sería apenas un día para aquella cosa asesina. Aquello le dejaba con tres días para poner sus manos sobre la llave de piedra y largarse de aquel antro. No era una perspectiva muy halagüeña, pero había salido de peores. Lo importante era no ceder al pánico.

Vigiló a sus compañeros por el rabillo del ojo, nunca se sabía lo que un hombre aprisionado podía hacer y del primero al último, aquellos hombres eran asesinos.

Los paintes se habían buscado cada uno un rincón y se habían tumbado a descansar. El hombre del templo se había apropiado de la ventana y permanecía apoyado en el alféizar, con la vista perdida en quíen sabe qué, y uno de los mercenarios tiudeses había ocupado la última esquina y murmuraba algo para sí. Pero el otro tiudés, un tipo enorme y rubio, paseaba de un lado a otro como una fiera enjaulada, ansioso, intranquilo, a punto de reventar.

—Nos lo estamos tomando con calma ¿Eh, cabrones? —estalló al fin.

Todas las miradas se volvieron un segundo hacia el grandullón, pero solo un segundo, lo cual solo contribuyó a empeorar su mal humor.

—Vale, gente. Estáis muy ocupados —se burló. El silencio fue la única respuesta que recibió, así que terminó por rugir su frustración—. ¿Alguien tiene una puta idea de que cojones quieren de nosotros?

El arquero se incorporó en su sitio y el albís se giró sin levantarse, pero la respuesta le llegó de mano de su compatriota mercenario.

—Quieren contratarnos. —escupió el tiudés, con un extraño acento.

—¿Contratarnos? —El grandullón se sentó como el resto, con la extrañeza pintada en su rostro barbudo.

—Contratarnos.

—O más bien hacernos parte de este tinglado —aportó el arquero. Trilero no necesitaba verle armado, con aquellas espaldas o era arquero o un buey—. Convertirnos en bandidos.

—¿Y para que cojones querrían hacer eso?

—No creo que les estorbe más gente de armas, mejor todavía si podemos aportarles información sobre el enemigo. —El arquero bostezó y se estiró—. Además, la mayoría somos mercenarios, no patriotas.

—Joder, pues que lo pidan ¿No? —bramó irritado el tiudés.

—Esto no va así. Primero nos deslumbran con el oro, luego nos meten en prisión para ablandarnos y entonces nos tentaran para unirnos a ellos —puntualizó el arquero—. Así será como lo harán.

—Pues por una jarra de cerveza, yo firmaba a la de ya —rio el hombretón. Su risa era tan estruendosa como todo el resto de su personalidad— ¿O no?

Aquello le sacó una risotada al albís, que secundó la moción, y un gruñido de desaprobación al templario. Trilero esbozó una sonrisilla cómplice que no sentía.

—Y cuando esos mingaflojas estén borrachos —continuó el albis, incorporándose en su esquina—los destripamos como a cerdos.

—Joder, si —apoyó el barbudo, riendo a carcajadas—. Yo necesito romperle la cabeza a alguien ya mismo.

Trilero se encogió más en su rincón mientras en el rostro de aquellos mercenarios se iba pintando la sed de sangre. El aire se iba llenando por momentos de un desagradable tufo a masculinidad desafiante, cuanto más pequeño y afeminado pareciese, menos posibilidades había de que se interesasen en él.

—Joder, mierda pintada —reclamó el grandullón— ¿Cómo cojones tengo que llamarte?

El albis se levantó en su rincón, con una sonrisa de lobo de oreja a oreja. Realizó una burla de reverencia y atacó de vuelta con su tono más educado.

—Podéis llamarme Reid, de Laet Hors. ¿Por qué nombre he de dirigirme a vos, mierda mercenaria?

—Bernhard de Reisburg, capullo, pero llamadme Benno. Menos el culo estirado del templario, que puede irse a la mierda —rugió el mercenario—. Y este, —aportó señalando a su compañero tiudés— es Heike de Tuputamadre "Doble sueldo", el hijo de perra más frío que ha parido ibolesa.

Heike realizó una rápida inclinación. Sus ropas habían llevado a error a Trilero, pero un segundo vistazo más atento, descubrió en el rostro bajo el casco las facciones rasgadas de Ibolí.

—Heike de Amsezia, mejor —pidió con voz suave y fría—. Sé bien que las palabras ibolesas se traban en los labios sonndies.

—¡No me jodas! —exclamó el albís— ¿El puto Heike "Doble sueldo"? Tío, pero si eres famoso.

Heike sonrió complacido y realizó otra breve reverencia, mientras Reid le aplaudía y Benno reía a carcajadas.

—Yo creía que los iboleses eran unas perras cagadas, pero luego oigo hablar de ti y aluciné —añadió un divertido Reid.

—Oh, los iboleses son unas... "perras cagadas" —respondió Heike—. No soy ibolés, soy un sen. Somos guerreros, hombres de armas.

—"Doble sueldo" Heike —reafirmó Benno—. Si quieres ir a una guerra, contratas mercenarias, si quieres ganarla, contratas a la Vieja compañía, pero si lo que quieres es que el hijo de puta que te jode lo pague bien pagado, te rascas el bolsillo y contratas a Heike. Así te aseguras de que el gilipuertas en cuestión acabe muerto como un perro.

—También yo he oído cuentos de Heike "Doble sueldo" —se sumó el arquero—. Norris, de Faystepham. Solía ser arquero de guerra, pero la paz me estaba dejando sin oficio, y aquí estamos.

El tipo tendió la mano a Benno, y aunque el tiudés le sacaba un cabeza al arquero, sus brazos eran del mismo grosor, el doble de diámetro que los de Trilero. En cuanto el arquero hubo estrechado las manos a Benno y Heike, todos los ojos se volvieron hacia Trilero.

—Ya. —Benno se giró hacia Trilero y con él todos los demás—. ¿Y que hay de ti, chiquitín?

Trilero se encogió algo más en su rincón y valoró sus opciones.

—Yo... yo me llamo Sancho —contestó con voz temblorosa—. Sancho de Barata. Soy... era escudero... Mi señor —la voz se le quebró y se enjugó unas lágrimas ficticias— Lo siento...

—Beh, un llorón, vaya cosa.

—Estos críos del Ebar son unos llorones —coreó Reid, el albís.

La atención de los mercenarios se volvió hacia el templario, a excepción de la de Heike, que mantuvo la mirada sobre Trilero demasiado tiempo para que pudiese sentirse tranquilo.

—¿Qué hay de ti, caballero? ¿Tienes nombre?

—No para gente de vuestra calaña.

—Perfecto —rugió el tiudés—, entonces te llamaremos Agujero del Culo. Te pega.

Hubo unanimidad respecto al nuevo nombre del templario, y el religioso no se molestó en corregirles, aunque su rostro enrojeció de rabia. Benno dio una palmada satisfecha y llamó con gesto conspirativo al resto de ocupantes de la celda.

—Ahora que todos conocemos a todos... ¿A quien le apetece una partida a las tabas? —Con un ademán teatral, el hombretón extrajo un saquillo de debajo de su gambesón y lo sacudió haciendo resonar su contenido— Total, ahora mismo no hay otra que esperar...

Reid se unió con entusiasmo y Norris el arquero también aceptó, pese a no conocer las normas del juego. Incluso Heike se sumó algún tiempo después a aquella distracción, pero Trilero permaneció en su esquina, valorando sus posibilidades, trazando en silencio su plan.

El frío se hizo más intenso y la Luna les abandonó. Se llevó con ella el jolgorio del juego y las animadas conversaciones, y cada cual apartó algo de paja para sí y se echó a dormir. Poco más tarde, el helado aire de la noche los llevó a apelotonarse, en busca de algo de calor para pasar la noche. El templario fue el último en caer dormido, temblando en el rincón solitario de su orgullo hasta que el sueño le venció. Trilero todavía esperó algún tiempo antes de levantarse. Se envolvió en su capa lo mejor que pudo y golpeó la puerta de la celda, primero sin hacer demasiado ruido, con más fuerza cuando no obtuvo respuesta. Incluso le sacudió una patada.

La mirilla se abrió y los ojos cansados de su vigilante se asomaron a la celda.

—¿Qué demonios quieres? —exigió el bandido con voz adormilada.

—Por fin, capullo. Ya era hora —le imprecó Trilero en susurros apresurados—. Pensaba que me ibas a tener toda la puta noche aquí dentro...

—¿Pero de que hablas, desgraciado? —La respuesta del guardia le llegó en una mezcla de sonndí y nycto, pero el ébrida no era tan distinto de su primo sureño, podía entenderle.

—Va, hijoputa, abre antes de que se despierten y la liemos.

—¿Qué te abra?

—Por el amor de... —Trilero no tenía que fingir la desesperación, la estaba viviendo—. ¿Es que nadie te ha hablado de mí, pedazo de mierda? No, claro, que no. A que lo adivino: eres el puto último mono.

—Oye, te estás pasando.

—Mira, déjame salir, y lo hablamos ¿eh? —insistió Trilero—. No voy armado, soy pequeñajo y si no me dejas pasar te vas a meter en un lio grande con los de arriba.

—¿Los de arriba?

—Primero con Quinto Feo, y luego con el Rey Nerva, capullo. Tú verás.

—Joder, vale, ya abro —anunció el carcelero—. Nunca nadie me dice nada, joder. Me tienen harto...

La mirilla se cerró y el chasquido del pestillo al descorrerse le sonó al estafador a música celestial. Antes de que el otro pudiese arrepentirse, se coló por el quicio de la puerta y la cerró tras de sí.

Ya estaba libre, el resto era una menudencia.

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