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7ª Parte: Capote


Cuando el vuelo terminó en aquel páramo gris y blanco de Koster, cuando Edda experimentó por primera vez lo que era el auténtico frío, jamás hubiese podido imaginar que aquel sería el lugar donde más iba a sudar en toda su vida. Incluso hubiese tachado de loco a quien se lo profetizase. Pero aquel baile acelerado de la espada no entendía de fríos, alimentado por su propio fuego, glorioso y libre.

Edda era una aprendiz lenta, pero constante. El juego de pies lo había cogido enseguida, la manera de golpear con el sable, eso era harina de otro costal. Por suerte, el atamán parecía disfrutar viendo sus esfuerzos, y tenía una paciencia infinita para la ladrona y su torpeza. Más de una vez había preguntado al hombre por qué hacía aquello, porque tantas molestias cuando ya tenía tantos soldados válidos. La respuesta siempre fue invariable:

—Repasar los básicos de la espada nunca es una pérdida de tiempo, hermana mía —respondía con una media sonrisa enigmática—. Además, mi dios me dice que lo haga.

Después de aquellas palabras se golpeaba el vientre y le guiñaba un ojo, un gesto pícaro que no acababa de cuadrar con la severidad con que el hombre se conducía por la vida.

Llevaba solo dos días subiendo a Fort Dolina a practicar, pero los soldados de la Orden de aquel fuerte ya la habían tomado como a una hermana pequeña. La llamaban "Disumne Edda" o algo por el estilo, "la loca Edda", por aquella mezcla de valor y estupidez al encerrarse en un callejón sin salida luchando contra un hombre con una espada; y del primero al último la trataban con una mezcla de burla mal encubierta y ferviente respeto.

Edda terminó su aseo en la tina del fuerte. No era tan buena como la bañera de su habitación, pero una jofaina de agua caliente que le quitase el sudor de encima siempre era un placer. Recogió sus ropas y se cubrió de pies a cabeza antes de enfrentarse al frío del exterior, teniendo cuidado de no dejar un centímetro de piel al alcance del viento helado. Cruzo el patio saludando a todo el mundo y respondió al "disumne" del portero con un gracioso "yob vas".

Seguía sin entender ni pelo del castrí, pero las chicas del fuerte, qué sí conocían retazos de sonndí, habían compartido con ella algunos vocablos necesarios para moverse a gusto por Nizkygrad.

Fuera del fuerte el viento de Koster ululaba con fuerza, y Edda se arropó aún más en su abrigo mientras descendía la ligera rampa que bajaba hasta el pueblo. Andaba feliz, repasando en su cabeza los cortes y estocadas, los pasos y las guardias, hasta que vio a Annora.

Apenas había hablado con la dama painte desde el día de su conversación al anochecer. Annora tenía un hombre al que seducir, y Edda había encontrado sus propios quehaceres, así que criada y señora habían pasado poco tiempo juntas.

Sin perder el paso, fingiendo no verla, Edda cruzó junto a la noble mientras la miraba de reojo. Annora andaba del brazo del guapo castrí, uno de los capitanes de la guarnición. Charlaban en sonndí, pero Edda no quiso prestar oídos a la conversación; aquello eran asuntos privados de la dama, no hubiese sido educado escuchar.

Se giró al oir una carcajada de Annora, y los vio marcharse en dirección contraria, ella encogida y melosa, él inclinado sobre ella, susurrando quién sabía qué, y por alguna razón, aquel jugueteo la puso de mal humor.

Hizo el resto del camino hacia su cuarto en un silencio hosco, sin pensamientos, solo una sensación extraña y negra royéndole las entrañas, y tan concentrada iba en su mosqueo, que a punto estuvo de tropezar con Lyuba sin verla. Se disculpó con rapidez por su descuido, pero Lyuba desechó sus palabras con un gesto. Sonrió a Edda y le indicó que la siguiese con ademanes apremiantes.

Edda la observó un segundo con curiosidad, contempló el cuarto vacío y oscuro, y siguió a la enfermera. Lyuba sonrió cuando vio que Edda la seguía y empezó a charlar con ella con aquella graciosa rapidez heredada de su madre. La joven castrí se aseguraba de ir gesticulando a medida que hablaba, así que Edda entendió más o menos lo que le estaba contando. Le pedía perdón por el brete en que la había metido, y la estaba invitando a cenar. También le contaba algo sobre su madre, su hermanita e incluso algo sobre el atamán, a juzgar por como fingió mesarse unos largos bigotes, que a juzgar pro los espadazos invisibles que siguieron, debía ver con sus actividades de los últimos días.

En cuanto traspasó el umbral de la pequeña casa, Nadya lanzó un grito de felicidad y Verochka salió a grandes zancadas de la cocina para agarrar a la ladrona por las mejillas, antes de estrujarla en un abrazo brutalmente cariñoso. Pronto el parloteo acelerado de las tres mujeres lleno la sala, llenándolo todo de vida y felicidad. Edda había paseado por los salones de los ricoshombres del Amses, fingiendo ser una criada para escamotear algunas baratijas, y todo aquel mármol, oro y terciopelo palidecían en comparación a aquella salita atiborrada y la música bailarina de la voz de Verochka.

La animada mujer sacó plato tras plato para su invitada, y disfrutó viendo como Edda daba cuenta de ellos con voracidad infinita. Riñó a su hija mayor para que tomase ejemplo, lo que desembocó en una discusión a gritos que termino entre risas y abrazos. La pequeña Nadya le contó lo que debían ser últimas travesuras, a juzgar por la sonrisa maliciosa con que hablaba, Lyuba maldijo diez veces a los soldados y a los hombres, coreada al punto por su madre, quien se aseguró de que nunca faltase comida en el plato de su invitada y de llenarlos a todos a besos a cada poco.

La cena era pobre en comparación al banquete del atamán, un guiso sin carne, verduras y hortalizas, pero a Edda le supo a gloria. Lloró en silencio mientras engullía bocado tras bocado, arropada en aquella felicidad sencilla. Dio las gracias mil veces, y aunque no la entendiesen, les repitió otras ciento que eran las mejores, y cuanto desearía haber crecido en aquella casa pobre y honesta en lugar de en las decadentes calles de Amsezia.

No dejaron que se marchase antes de medianoche, y solo porque Edda insistió en que debía irse hasta que la dejaron ir. Hizo falta que las dos hermanas unieran fuerzas para que Verochka la soltase, y solo lo hizo a condición de que Edda jurase y perjurase que volvería al día siguiente para desayunar.

Dejó a Verochka quejándose en el umbral entre las risas de sus hijas, y volvió a las calles heladas de Koster, sin notar el frío de la noche arropada en el calor del recuerdo. Necesitaba pensar.

Edda odiaba pensar. Vivía al momento, siempre lo había hecho, porque el futuro era incierto y los planes una tontería, pero aquella noche su futuro se abría ante ella, y no decidir ya no era una opción.

Si a la niña huida del Amses le hubiesen ofrecido un puesto en una casa grande con un ama amable, hubiese aceptado de calle, y se hubiese reído de quien no lo hiciese. Era un sueño hecho realidad, era una vida resuelta en lugar de las penurias y la incertidumbre. Y sin embargo, cuando Annora le ofreció aquel sueño infantil, lo que sintió no fue felicidad. Sí, hubo algo de alegría, pero no la felicidad que cumplir un sueño debería reportar. Incluso fue algo... decepcionante.

La alternativa era el sur. El macabro sur. El mismísimo infierno sobre el Escudo, la misma vida de siempre, pero con monstruos gigantes y malvados en lugar de los pequeños y egoístas que poblaban las calles de Amsezia. El sur no era la incertidumbre del futuro en las calles, era un enorme misterio lleno de cosas afiladas y peligrosas, era saltar de la sartén directa hacia las llamas.

Una risa interrumpió sus pensamientos, una risa conocida, y ante su mirada aparecieron Annora y su galán. Estaban charlando a la puerta del cuarto de la dama, se divertían, flirteaban. Él se despidió con un beso en la mano de la mujer y ella lo sujetó y lo atrajo hacia el cuarto con un gesto suave y seductor, al que el castrí no se resistió, y la puerta se cerró tras ellos.

Pensar no era su estilo, entendió Edda. Lo suyo era actuar.

Llevada por la misma negra sensación de aquella mañana, se arrastró junto a la puerta, silenciosa como la caída del snieg. No era envidia, no eran celos, no era odio, pero no sabía poner nombre a aquello que hacía rechinar sus dientes y latía en sus venas como un veneno.

Desde el umbral, despacio, se asomó al ventanal. Los amantes no habían tenido la precaución de correr los cortinajes, llevados por la pasión como estaban. Se besaban abrazados e intercambiaban tiernas palabras. No era furia, no era miedo, no era dolor, pero seguía pateándole las entrañas.

Annora se apartó del hombre y retrocedió hacia la cama, dejando caer su vestido mientras sonreía con picardía. Él avanzó hacia ella, pero la dama lo rechazó con un empujón juguetón y le tendió uno de sus delicados pies, todavía enfundados en sus botas de piel.

La entrada de Edda coincidió con el momento en que el hombre quitaba la bota a la painte. Annora vuelta hacia la puerta, la vio entrar, sorprendida, pero el capitán no se enteró de nada hasta que Edda le hubo robado el cuchillo y le colocó la hoja al cuello.

—Que... ¿Qué estás haciendo, Edda? —exigió Annora, cubriendo su desnudez con las mantas.

El hombre trató de moverse, pero Edda se aseguró de que notase el frío mordisco del acero, demasiado cerca de su garganta. Sin perder de vista a su prisionero, respondió a su señora.

—¿Qué estás haciendo tú?

—¿Cómo?

—Que lamentable, Annora. ¿A esto vas a rebajarte para poder huir con el rabo entre las piernas?

El rostro de Annora pasó de la sorpresa, a la incomprensión, a la rabia en apenas un segundo.

—Pero... ¡¿Que estás diciendo?! ¿Te has vuelto loca, Edda?

Edda rio sin alegría. Durante apenas un segundo, levantó la vista y clavó su mirada en la de Annora.

—Si, creo que sí.

Annora soltó una risa nerviosa. Sonrió con dulzura, pero sus ojos traicionaban el terror que sentía.

—Venga, Edda, suéltalo. Tú no eres así, tu no...

—¿Y como soy, Annora? —gruñó Edda en tono desafiante.

—E...eres una chica dulce, una chica buena y amable. —Annora trataba de apaciguarla con dulzura, pero aquello solo alentaba aquella sensación siniestra en las tripas de Edda—. Tú no eres así...

—A lo mejor sí soy así. Violenta —Edda dejó que la hoja se hundiese en el cuello del joven, lo suficiente para que una gota carmesí brotase de él—, y cruel.

—No, Edda. Te conozco —Annora soltó las mantas y abrió los brazos hacia ella—. Eres buena, Edda, no quieres hacer esto. Podemos hablar, amiga mía. No quieres hacerlo, mírate, estás llorando...

Edda frunció el ceño, confusa. Levantó un segundo el cuchillo y enjugó una lágrima solitaria con extrañeza. El hombre vio su oportunidad y trató de quitársela de encima, pero Edda lo puso en su sitio de un rodillazo y le sostuvo la cabeza hacia el techo, dejando el cuello blanco y tierno de nuevo a merced del cuchillo.

—Esto te pasa, listo, por llevarme esas melenitas de imbécil —susurró al oído de su prisionero mientras acariciaba su cuello con el cuchillo—. Hablemos, Annora.

Annora temblaba en su sitio. Se cubría la boca con las manos y las lágrimas caían a borbotones de sus ojos claros. No quedaba nada de aquella belleza serena suya, solo una mujer aterrada y desesperada. Le temblaba la voz y las manos, toda su autoridad y nobleza se habían desvanecido.

—Bien —respondió de forma apresurada—. ¿De qué quieres hablar?

Edda se sorprendió al oir su propia voz, firme e inmisericorde. Sus manos no temblaban y su cuerpo se mantenían en tensión, controlando el de aquel hombre más grande y fuerte que ella.

—¿Por qué haces esto, Annora?

—Para poder irnos ¿Lo has olvidado? —Annora sonrió nerviosa—. Tu y yo, podremos marcharnos de este infierno. Juntas, Edda. Se acabaron las miserias.

Edda se contrajo cuando aquella masa negra y deforme volvió a punzarle el estómago con fuerza.

—Esta gente necesita nuestra ayuda. El mundo necesita nuestra ayuda.

—Otros pueden encargarse, Edda...

—¿Qué es el gremio?

La expresión de Annora cambió por completo. Su tez palideció como la de un fantasma y sus ojos se desorbitaron. Miró a izquierda y derecha antes de responder.

—¿Otra vez con esas? —bromeó la dama, intentando salir al paso.

Edda asintió en silencio. La hoja del cuchillo acarició despacio la nuez del chico.

—El Halcón ¿Quién es? —preguntó con frialdad.

—Edda, no puedo, no puedo... En Rygge, ¡en Rygge lo sabrás todo!

—El Señor ¿Quién es?

Annora balbuceó sin palabras, fuera de sí. En su mirada vio que la dama había olvidado al joven castrí, que aquel solo nombre tenía la fuerza para aterrarla más que la muerte.

—Cómo... ¿Cómo conoces tu ese nombre?

—Los lunáticos, Annora ¿Qué son?

—Edda, no quieres saber eso. —Algo de su antiguo aplomo volvió a la voz de la dama—. Esto no tiene que ver contigo, basta ya. —Un destello de comprensión brilló en la mirada de Annora y sus labios se torcieron en una sonrisa amarga—. Esto, esto tiene que ver con la Penitente ¿Verdad? Esa maldita bruja loca...

—¿Quién es la Penitente?

Annora la observó con una mueca extraña. Ya no escuchaba, la determinación había vuelto a su mirada empañada de miedo.

—Entonces lo haremos por las malas, criada insolente —escupió con rabia, al tiempo que levantaba las manos.

El rostro de Edda se deformó de pura furia mientras aquella sensación horripilante la invadía por completo. Su cuerpo se tensó y su respiración se volvió irregular, invadida de aquel dolor que la sacudía de pies a cabeza.

Para su sorpresa, Annora retrocedió indefensa de nuevo, cubriéndose los oídos, llorando y gritando.

—¡Basta! —suplicó entre hipidos—. ¿Qué demonios pasa contigo?

Inferioridad. Frustración. Rechazo, miedo, rabia, envidia... No era uno solo, no era algo tan sencillo. Annora era el sueño, la salida fácil, lo que la Edda asustada hubiese querido. Pero otra Edda se rebelaba contra aquello, otra Edda cuyo grito ya no podía ignorar.

Solo entonces Edda comprendió que era aquella sensación deleznable y ardiente.

El puñal se hundió en el vientre del capitán, rápido como una víbora, y salió derramando sangre y bilis sobre el suelo. El soldado trató de revolverse, pero Edda lo envió al suelo de una patada, donde quedó tumbado sosteniéndose las tripas, entre gruñidos y lágrimas.

—¿Estás loca? ¡Lo has matado!

Edda se miró las manos manchadas de sangre, miró el rostro desquiciado de la noble y a su víctima, gimoteante y encogida. Todo aquello parecía tan irreal que le sacó una sonrisa. Sentía una paz asombrosa, un fuego abrasándole las entrañas y un dolor sordo y sucio en su cabeza.

Se volvió hacia Annora, que retrocedió en su cama hasta chocar con la pared.

—Aquí se acaba tu huida.

—¡Te mataran por esto, estúpida! ¡Nos has matado a las dos!

Edda no perdió la sonrisa. Ignoró los gritos y lamentos de la noble, hinchó sus pulmones y gritó por encima de los aullidos de Annora, dejándola patidifusa. Gritó pidiendo ayuda a pleno pulmón, mientras la noble hipaba en silencio, sin entender que estaba ocurriendo.

Pronto se oyeron pasos acelerados en la calle, y el atamán y media docena de sus hombres entraron en el cuarto de golpe. Contemplaron la sangrienta escena en silencio, hasta que Edda habló.

—Este... desgraciado ha intentado violar a mi señora —anunció con voz clara y firme—. Por suerte pude llegar a tiempo...

Los hombres miraron al muchacho, miraron a Annora, cubierta solo con una manta, y a la fría Edda con las manos manchadas de sangre. Muchos habían visto a su compañero pasear junto a Annora, los habían visto flirtear, muchos le conocían de hacía tiempo, pero aún así la duda se instaló en sus mentes.

El atamán hundió su mirada de águila en los ojos de Edda, sin que la muchacha parpadease siquiera. El intercambio duró apenas unos segundos, pero fue tiempo más que suficiente.

Vladislav se adelantó a sus hombres y escupió sobre su capitán.

—Cerdo de mierda —gruñó con desprecio, antes de rugir algo en castrí. Sus hombres asintieron, tomaron al muchacho y se marcharon con él, dejando solos a la noble, el atamán y la ladrona—. No os preocupéis, esto no volverá a ocurrir. Daré órdenes a mis hombres para que vigilen a este desgraciado.

El atamán saludó a las mujeres y abandonó también el cuarto, mientras Annora se derrumbaba en su cama, derrotada y rota. Edda le dedico solo un rápido vistazo antes de seguir al atamán.

Cerró la puerta a su espalda y contempló en silencio la marca roja que dejo en el pomo de la puerta. Se retorció sobre sí misma, presa de una terrible arcada y corrió hasta la calle para vomitar hasta quedar vacía.

Noto la mano pesada del atamán sobre su espalda, y volvió el rostro para encontrar su mirada con la del hombre.

—El capitán... —preguntó entre arcadas, con bilis aún resbalando de sus labios—. ¿Esta... muerto?

El atamán palmeó su espalda en silencio. No había ira en su mirada, ni decepción, solo preocupación.

—Solo herido y confuso, Halyna ha cosido heridas mucho peores —la tranquilizó—. Ahora ve a descansar, lo necesitas. Ya hablaremos mañana.

Edda asintió en silencio, vomitó una vez más y se marchó con paso lento hacia su cuarto.

Pese a lo tardío de la hora, puso a calentar agua. Necesitaba darse un baño, limpiar la sangre de sus manos, el sudor frío. Amagó una última y breve arcada, y su vista se desvió hacia el caldero donde el agua se calentaba, y hacia las llamas que lamian el peltre.

Una sonrisa se abrió paso en su rostro pese a todo, mientras las llamas cautivaban su mirada. La violencia de aquella noche aún le revolvía el estómago, así como la tortura a la que había sometido a su amiga y benefactora.

Pero todo aquello palidecía al lado del fuego.

Edda había encontrado su orgullo.

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