6ª Parte: El que lucha con monstruos...
En medio de la oscuridad roja, Roncefier soñó con el pasado. Con muchos pasados.
Recuerdos de noches de tormenta entremezclados con agujas al rojo.
Sombras queridas perdiéndose en la oscuridad de túmulos inalcanzables.
Pero también momentos amables. La mano de un hermano, el sabor de la victoria, el viento en la cara, el peso del acero. La voz lejana de Munjoi, del Profeta, una y la misma.
Despertó confuso y dolorido, sentado en la penumbra de una sala iluminada solo por la luz bailarina de un par de antorchas. Varias personas discutían en susurros en la otra esquina del cuarto, una docena de cuerpos sin cara, solo sombras titilantes en la pared.
Intentó levantarse, pero sus piernas estaban dormidas. Intentó incorporarse, pero sus manos estaban atadas.
—Buenos días, caballero —le saludó en susurros una voz femenina.
Roncefier tardó un lento momento en enfocar a su interlocutora, otro en recordar quien era ella o donde estaba.
—Con calma, con calma —le aconsejó la mujer—. Aún debes estar molido, no hace falta que te levantes.
Roncefier gruñó y trató de ignorarla, pero una fuerte punzada en su cabeza le obligó a atender a razones. Decidió seguir sentado, al menos de momento.
—¿Donde...? —preguntó con debilidad.
—Estás en una de las guaridas del Maske Yok en Lemuria —le explicó la mujer—. Son... como una especie de saboteadores, o algo así. Gente de Toprak que lucha con la Compaña desde dentro. Aliados, podríamos decir.
Roncefier asintió despacio, poco convencido, y levantó sus manos atadas de forma muy expresiva. La mujer chasqueó la lengua, un gesto resignado y comprensivo.
—Ya. No es algo personal —le aseguró—. Cargarte hasta aquí ha sido difícil, con las manos atadas era más sencillo llevarte como un fardo. Y luego ha sido llegar y liarse a discutir, conque...
Roncefier desvió su atención hacia la gente que discutía. Intercambiaban susurros apresurados en su lengua, algunos cargados de ira, otros de compasión o miedo. Una figura sentada en el centro de todos ellos parecía mediar en aquella conversación, con frases secas y frías, desapasionadas.
—La cosa está al rojo, ya lo ves —se disculpó la mujer con una sonrisa nerviosa—. Ha sido un día movidito.
Roncefier asintió otra vez, no más convencido que la anterior. Una punzada de dolor agudo le obligó a encorvarse y gruñir, con las sienes a punto de estallar. Volvió a apoyarse en la pared jadeante, mientras las conversaciones, detenidas por su espasmo, se reanudaban con renovado brío.
—¿Por qué? —preguntó a la mujer entre dientes, con la vista fija en la discusión.
—¿Hum?
—¿Por qué...? ¿Para qué me habéis sacado de aquella prisión?
—Oh, ya. —La mujer permaneció un momento pensativa. Chasqueaba la lengua en silencio, con un ritmo marcado e irritante, como un reloj—. Sí, bueno. Tenemos espías entre la Compaña, gente que ayuda a nuestra causa y, en fin, nos avisaron de tu captura. No podíamos dejarte allí ¿No?
—¿Y entonces por qué discuten? —apuntilló con malicia Roncefier.
Hubo un silencio incómodo por toda respuesta. A duras penas, entre sudores fríos, Roncefier se volvió lo justo para observar a su interlocutora. Sus dedos finos y agiles se entrecruzaban con coordinada velocidad mientras un centenar de pensamientos pasaban a toda velocidad tras su rostro enjuto y sus asustados ojos de huevo, sin llegar a materializarse.
La mujer notó la mirada de Roncefier sobre ella, chasqueó la lengua derrotada y habló, con prudente lentitud.
—Vale, el caso es que, de hecho, no íbamos exactamente exactamente a por ti— admitió. Otro chasquido culpable, una mirada nerviosa hacia los duates—. La verdad es que íbamos a sacar a un compañero de ellos, cuando nos llegó el soplo de lo tuyo. ¡No es que no pensáramos sacarte, cuidado! —le aseguró con vehemencia—. No es eso, pero, en fin...
—Yo no era la prioridad.
—No. —Otro chasquido. Aquel tic se estaba volviendo irritante—. Y cuando entramos aquello era el infierno en día de mercado. Tu fuga puso las cosas complicadas; entrar fue más fácil, pero ejecutaron de inmediato a su colega. Precaución supongo.
Roncefier volvió a centrar su atención en la discusión. Algunos de los participantes se mostraban encogido, dudosos. Dos de ellos llevaban el peso del ataque, agitaban los brazos, rugían en susurros, clamaban con indignación levantado el ruido de un avispero cabreado.
—Lanza y Sable —le informó la mujer, leyendo su expresión—. No son sus nombres de verdad, pero mi duate no llega para recordar y pronunciar bien como sea que se llamen. —se excusó con otro chasquido—. A mí me llaman Clic, por cierto. Llámame así, ahora es más nombre que mi nombre. Aunque no sé muy bien de donde sale el mote...
Roncefier tuvo que echar un vistazo a Clic para estar seguro de que aquello no era una especie de broma, pero la mujer no le prestaba atención.
—Esos son Letras, Plata, Arco, Lunar, Mentiroso y el Doctor —siguió la mujer, dando nombre a cada sombra—. La del centro es la jefa, así que Jefa. Más fácil de recordar que como sea que se llame. Hay más, pero no están aquí. Ahora que lo pienso, yo los llamó en duate, igual debería decirte las palabras en duate o no te entenderán...
Clic chasqueó la lengua pensativa, lo que le arrancó un gruñido molesto a Roncefier. El dolor de cabeza venía y se iba, y le empezaba a nublar la vista. Notaba los brazos helados y las palmas al rojo vivo. No estaba de humor para tonterías.
—Aún no me has dicho por qué estoy atado, ni por que discuten —exigió con voz enronquecida.
—Ssssssí, si lo he dicho —insistió Clic con voz temblorosa—. Verás, el chico ejecutado, el duate, era el hermano y el amante de Lanza y Sable, o sea no las dos cosas de los dos; era el hermano de Lan...
—Sí, eso ya los has dicho —repitió Roncefier, frío como el hielo pese al ardiente aguijoneo en su cabeza—. Pero no porque estoy atado. Porque discuten.
—Porque el chico...
Roncefier la interrumpió con una mirada fulminante, y la mujer retrocedió un paso, chasqueó la lengua, y se calló.
—Eso no explica porque sigo atado, o porque y que discuten. —le recriminó con lentitud el caballero—. Has dicho que yo también era un objetivo ¿No? —la rabia le dio las fuerzas que el cansancio le quitara, y lento, pero imparable, el noble se puso en pie, acusador y furioso—. Has dicho que también ibais a sacarme ¿¡No!?
El eco de sus acusaciones resonó en el silencio tenso de la sala. Clic abrió la boca para explicarse, pero volvió a cerrarla desconcertada. Le lanzó una mirada suplicante, retorció sus dedos nerviosa, abrió y cerró la boca, pero no dijo una palabra más.
Roncefier la ignoró y se dirigió hacia el grupo de duates, que ya habían terminado de discutir, y se dedicaban a mirarle en silencio, nerviosos. Ignoró su miedo, ignoró la tensión en el aire, su cabeza hervía y solo cabía un pensamiento en ella a la vez.
—¿Alguien habla sonndí? —exigió—. ¡Desatadme!
Dio un paso más hacia ellos, vacilante, y los duates se encogieron.
—Ninguno habla sonndí —le aseguró Clic—, Solo yo. Para, hablemos ¡Los estás asustando!
Roncefier la ignoró. El miedo lo podía ver el mismo, aunque no entendía su fuente. Dio otro paso y repitió su exigencia.
—¡Desatadme! ¡Hablad, hijos de perra! ¡Qué coño queréis de mí!
—¡Por favor, por favor! —suplicó Clic—. Vuelve, vuelve, te lo cuento todo...
Otro paso, otro rugido.
—¡Hablad!
El duate más grande, al que Clic apodaba Lanza, fue el primero en reaccionar. Tomó su arma con gesto decidido y enfiló la punta hacia el tambaleante Roncefier. Su Jefa le exigió algo, Clic le suplicó algo, pero Lanza las ignoró, decidida, iracunda.
Roncefier suspiró agotado. Le dolía la cabeza, le ardía, y aquel fuego horroroso empezaba a extenderse a todo su cuerpo.
—Baja la lanza —exigió con voz débil al guerrero ante él—. Bájala.
Lanza le ignoró lo mismo que al resto. Levantó la moharra hasta ponerla a unos centímetros de Roncefier, amenazante. Le gritó algo en duate, y ahí Roncefier descubrió que el grandullón musculoso era una mujer. Como si le importase.
—Baja la lanza. Ya.
Por su izquierda, Sable avanzó con la mano en el puño de su espada, listo para cubrir a su compañera. Roncefier lo observó de reojo un momento y devolvió su atención a la lancera. El espadachín era un cobarde; no daría el primer golpe.
—Baja. La. Lanza —gruñó con lentitud, fulminando a la mujer.
Ella no retrocedió. Le espetó algo de vuelta y balanceó el arma ante él, ante su mirada, ante su garganta descubierta.
—Baja la lanza —ordenó Roncefier. Tenía los dientes apretados de rabia, sus brazos ardían como carbones y el olor del humo llenaba sus narinas—. Bájala —repitió al límite de su paciencia—. Bájala, bájala, bájala ¡Bájala!
La sorpresa y el espanto brillaron en los ojos de la lancera al mismo tiempo que las ataduras de Roncefier estallaban con un chasquido. La duate no perdió el tiempo; afirmó su posición y dio una tremenda lanzada al noble.
Roncefier reaccionó por puro instinto. Se apartó del golpe, atrapó la vara con una mano, y lanzó la otra hacia la garganta de la lancera, listo para arrancársela de un zarpazo. Sable le obligó a cambiar de planes.
El espadachín trató de desenvainar y cubrir a su compañera, pero Roncefier se adelantó a su movimiento y atrapó la mano del duate antes de que lograse sacar la espada de su vaina. La sujetó con fuerza y le obligó a envainar, mientras el chico lanzaba horrendos aullidos de dolor y el olor de la carne asada inundaba la cueva.
La lancera tomó distancia para intentar otro golpe mientras Sable se retorcía bajo la zarpa de Roncefier cuando un bramido heló a los tres combatientes.
—¡Basta! —rugió en falsete un hombrecillo con un cayado. Repitió el grito en duate, antes de volver a dirigirse a Roncefier—. Ya no está atado. Hablemos.
Roncefier soltó a su presa, más confuso que rabioso. Miró sus manos para constatar, que, en algún momento, se había librado de las ataduras. Observó con genuino horror sus palmas al rojo vivo, fulgor que se extendía por sus brazos como si por sus venas no corriese sangre, sino acero líquido.
Observó con rapidez al muchacho tumbado en el suelo, aferrándose la mano quemada, y el asta en llamas de la lanza de la guerrera, sin acertar a entender que sucedía.
—¿Que? —fue lo único que acertó a vocalizar.
El hombrecillo le dio una suave palmada comprensiva en el hombro.
—Ay, muchacho, esa era la razón de sus ataduras.
Clic se adelantó hasta llegar junto a ellos, con mirada culpable.
—Me parece que solo la he liado más... —se disculpó.
—Es imposible predecir como pueda reaccionar alguien en su estado —le aseguró con benevolencia el hombrecillo, quitando hierro a todo el asunto—. Esto puede incluso ser positivo, hará más fácil el resto de la explicación.
—¿Qué estado? ¿Qué explicación? —pidió Roncefier. Levantó impotente sus palmas, algo más apagadas, pero aún fulgurantes—. ¿Qué es esto?
—No hay una forma fácil de explicar esto —se lamentó el hombrecillo—. Siento haber tardado tanto en llegar. Lo que le está ocurriendo, muchacho, es que se está volviendo un lunático.
Roncefier le observó sin comprender una palabra. Se llevó la mano a la frente, antes de apartarla a la velocidad del rayo, pero el fuego que quemaba sus palmas no hería su propia carne.
—Un ¿lunático? —acertó a decir al fin.
—En realidad, en asolado, si queremos ser técnicos. Pero eso son detalles ínfimos. Lo importante es que esa es justo la razón de la suspicacia de nuestros compañeros aquí presentes. —El hombrecillo interrumpió su verborrea para hacer una aclaración a la jefa duate, que asintió en silencio—. Yo me encargó de lo que sigue —explicó a Roncefier—. Si fuese tan amable de seguirme.
El hombrecillo echó a caminar hacia una salida, indicando con un gesto a Roncefier que lo imitase, lo que el noble hizo con paso lento y dolorido.
—No es realmente necesario que abandonemos la sala —le explicó el hombre mientras le tendía el cayado—. Pero dadas las circunstancias parece lo más adecuado, para evitar que se, hmm, caldeen más los ánimos —Una sonrisa despierta brilló en el rostro estrecho y lampiño del extraño—. Mi nombre es Ileo de Lucerna, por cierto, aunque hoy por hoy, casi todo el mundo me conoce como el Mago. También yo soy un lunático, he de añadir, está usted en buenas manos.
—¿Usted? ¿Un lunático? —Roncefier observó de pies a cabeza la pequeña y débil figura del mago.
—Eso es. Y uno de los más antiguos que aún viven, si me permite añadir —señaló con orgullo—. Somos unas criaturas resistentes, los divinoides, pero la mayoría son también tan estúpidos que apenas sobreviven a sus primeros doscientos años. Aquí estaremos bien. —El hombre mantuvo la puerta para Roncefier, dándole paso a un pequeño despacho; varias bolsas repletas de pergaminos, una pequeña mesa, una silla—. Por favor, tome asiento; imagino que el día de hoy estará resultando ser una experiencia agotadora para usted.
Roncefier obedeció todavía confuso, manteniendo las palmas en alto, sin atreverse a apoyarlas. El Mago sonrió al verle así y se aupó para sentarse en la mesa, con una mueca divertida bailando en su cara de erudito.
—Lo comprendo; se encuentra usted en un paradigma bastante extraño, muy poco frecuente. Por norma, el proceso de ascensión no se acelera hasta el momento de la defunción, pero supongo que usted ha rozado la muerte muchas veces en los últimos días. Por no hablar de su contacto tan cercano con un lunático, una entelequia, para mayor desgracia.
—¿Ascensión? ¿Entelequia?
Roncefier observó al hombrecillo divertido con la más absoluta de las confusiones. Le costaba horrores solo seguir la veloz lengua del Mago en su cansancio, entender algo de lo que le estaba contando estaba fuera de cuestión.
—Es mucha información, lo sé, hablaremos en otros momentos. Solo quiero tranquilizarle, por su bien y el nuestro —explicó con amable lentitud el extraño lunático—. Se ha preguntado usted porque le salvamos y atamos, pero ¿Se ha detenido a considerar para que le necesitaba la Compaña?
Roncefier frunció el ceño, molesto. No había tenido momento para pensarlo. ¿Información? No tenía ninguna. ¿Dinero? No parecía un interés de la Compaña. ¿Ejemplo? Carecía de sentido tan lejos de casa.
—No... no tengo ni idea... —admitió.
—Bueno, gente como usted es, de hecho, el objetivo del Maske Yok. Lunáticos en proceso. Los planes de la Compaña pasaban por torturarlo y deformarlo para lograr un terrible lunático, que liberar sobre Toprak. —Resumió el Mago con una sonrisa triste—. Esa es la medida de la diplomacia en esta tierra, Lemuria libera monstruos, Suleimaniyi envía bandidos, y luego ambos tratan de implicar al otro por los ataques y desentenderse de sus actos. Pero vuelvo a perderme en circunloquios: la respuesta rápida es que usted era un arma en proyecto, y la tarea de nuestros compañeros era liberarlo... o asesinarlo.
El miedo, los nervios, la duda en los ojos de los duates. Las palabras del Mago encajaban, y Roncefier las dio por buenas.
—De modo que ¿Puedo convertirme en un monstruo en cualquier momento?
El Mago lo reflexionó un momento.
—No, no lo creo posible —concluyó—. Si es posible que su cuerpo experimente cambios paulatinos, pero el proceso de ascensión es muy largo, más todavía en un huésped vivo. Simplemente, trate de no morir.
—Lo tendré en cuenta —coincidió Roncefier con una risa cansada.
—Debería dormir algo más, amigo mío. Va a necesitarlo. Pero antes, hay otro asunto que me gustaría aliviar de su mente: el proceso de ascensión requiere de las llaves divinas para su funcionamiento, dicho de otro modo, el Yok y usted comparten objetivo; recuperar las llaves de manos de la Campaña. Descanse amigo, está lejos de casa y entre extraños, pero su cruzada no ha acabado ni mucho menos.
Roncefier asintió despacio, con gesto pesado, y volvió a caer dormido.
Soñó con fuego, oscuridad y Sol.
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