6ª Parte: Cadenas de oro
Roncefier despertó con la boca seca y el dolor atroz de su vientre.
Había un hombre agazapado a su lado, con el rostro cubierto y la mirada fría. Sonrió ante la confusión de Roncefier y gritó algo en su lengua a sus compañeros, carroñeros de aquella carnicería.
Roncefier trató de incorporarse, pero el dolor se impuso a cualquier intento. Tenía frío, sed y el cuerpo le dolía como si todo él fuese una herida abierta. Su descubridor vio sus esfuerzos y se encargo de atajarlos colocándole la bota sobre la cabeza. La tierra sabía a barro y cenizas, la humillación a sangre.
Otro de aquellos bandidos empujó al primero, liberando al caballero mientras lo abroncaba a toda velocidad en aquel horrible dialecto. Tendió una mano caritativa al caballero de la Bréche y lo ayudó a ponerse en pie, pero el dolor terminó por dejarlo sentado.
—Perdona a mi hombre, señor. —le dijo en un tosco sonndí—. Lo parieron en una cuadra y la mula se quedo su cerebro.
—¿Quiénes...? ¿Qué...?
—Lo entiendo, señor, solo hay que ver para saber que tiene suerte. Señor, somos nervitas, hombres libres del sur. Ahora es nuestro prisionero.
Roncefier sonrió sin alegría. El mundo empezaba a tener sentido de nuevo, las cosas se iban poniendo en orden.
—¿Un rescate? Dudo que saquéis mucho por mí, caballeros.
—Se sorprendería —rio el bandido— de lo mucho que puede llegar a pagar una familia por sus miembros. Incluso por los caídos en desgracia. Y usted es noble, salta a la vista.
—Vaya, gracias. Así que ¿al sur? —preguntó con inocencia.
—Al sur —respondió el bandido con una amplia sonrisa.
A medida que despertaba, sus sentidos empezaban a funcionar otra vez. Aún no olía a muerto, no podía haber pasado mucho, pero el hedor de la ceniza, de la carne abrasada y del humo le hicieron arrugar la nariz. Había al menos una docena de bandidos rebuscando entre las ruinas del fuerte, y aun uno solo hubiese sido demasiado para él, débil como se encontraba.
Su mirada vagó por el patio hasta encontrar en el cadáver destripado de Hans. Sus manos aún sostenían su mandoble, y su rostro se había paralizado en un rictus de sorpresa. Pobre muchacho leal, no merecía aquel fin. También el capitán había sucumbido, a pocos pasos de su criado. El arco de la espada había destrozado los cuerpos de aquellos dos, frenándose en el proceso, y aquella era la única razón por la que Roncefier seguía con vida. Si el mandoblazo hubiese venido del otro, hubiese sido Hans quien saludara a los bandidos.
Musitó una oración por ellos y siguió su examen hasta distinguir su espada negra a apenas un par de pasos, como un trozo de noche entre las cenizas. Tendió la mano hacia su hoja, pero el bandido fue más rápido.
—Nada de armas, señor —le advirtió.
—Está bien, está bien —lo tranquilizó Roncefier. De entre tantos dolores, el de su garganta reseca era el peor. Tenía heridas, moratones, y seguro que alguna lesión grave, pero solo podía notar como la lengua se le atragantaba y los labios se le rompían con cada palabra—. Pero asegúrate de cogerla, vale más que yo. ¿No tendrás algo de agua?
El bandido sonrió y le acercó un odre que Roncefier tomó con manos temblorosas. Se lamió los labios resecos y echó un par de sorbos cortos. El agua fresca era un alivio, pequeño pero significativo, y aún bebió algo más antes de devolver el odre a su secuestrador.
—Necesitaré ayuda para andar —rogó el caballero con voz temblorosa.
El hombre asintió y a una orden suya, el otro tipo se lo cargó a hombros con un gruñido disconforme.
—Tenemos un carro cerca, señor. No se preocupe por nada —le tranquilizó el bandido, mientras emprendían la marcha.
Cruzaron el patio vacío en silencio. Donde fuese que Roncefier reposaba la vista había muerte; miembros cercenados, cadáveres deshechos, hombres de mirada vidriosa y gesto aterrado. Una noche, no, unos minutos; aquello era lo que había tardado el bastión de la orden en caer. Ante un solo atacante.
El carro de los bandidos estaba al otro lado de la muralla, una carreta destartalada que aquellos brutos usaban para cargar sus botines. Pudo ver al menos un par de decenas de prisioneros, todo lo que quedaba de la Orden en aquel lugar; varios soldados con la misma expresión que imaginaba debía reflejar su propio rostro: desesperación, dolor y resignación. La resignación de la derrota.
Lo subieron al carro y lo cubrieron con una manta. Le acompañaban la mujer de cabello dorado y rostro severo que había llegado con la noche y una muchacha de cabello oscuro, aterrada, abrazada a la otra y temblorosa. No sostuvo por mucho la mirada a aquellas mujeres, prefirió evitarlas, evitar ver el reflejo de su impotencia en sus miradas. Cerró los ojos e intentó dormir.
Parecía la única manera de salir de aquella pesadilla.
El camino al sur les llevó varios días. La reata avanzaba despacio porque los prisioneros marchaban a pie, atados al carro o a los caballos de los nervitas. La excepción eran el herido Roncefier y las dos mujeres, pero en cuanto sintió que sus piernas le sostendrían, Roncefier solicitó a sus carceleros el derecho a andar. Fue doloroso y agotador, pero necesitaba recuperar las fuerzas, no podía permitirse el lujo de descansar.
Comprobó aliviado que no tenía ninguna herida grave excepto la de su orgullo; pequeñas quemaduras, algunos cortes y moratones, pero nada que le impidiese moverse o luchar, llegado el momento.
En la traílla tuvo oportunidad de conocer a algunos de sus compañeros de desgracia. Por un lado estaban Arend de Amsezia y su criado Mauro. Arend era uno de aquellos mercaderes mercenarios del norte que bajaba a buscar fortuna y aventura. Debía rondar la cincuentena, y su rostro anguloso y espeso bigote creaban un contraste cómico respecto a la cara redonda y lampiña de su bobo ayudante. Aquel par parecían una pareja cómica; el estirado con ínfulas de noble y su criado bobalicón.
El mercader había dejado patente desde el primer momento su negativa a hablar con el señor de la Bréche, de modo que Roncefier había aceptado con buen ánimo aquel desplante y había centrado su conversación en su otro compañero.
El noble Aldric era el hijo más joven del señor de Belclair. La cruzada del chico por la gloria había terminado antes de llegar a empezar, y el humillado muchacho andaba cabizbajo y pesaroso, aunque aliviado de tener a alguien con quien hablar.
Todo lo que Aldric tenía de bisoño, lo tenía de perspicaz, y él fue quien resolvió cualquier duda de Roncefier respecto a la comitiva, mejor de lo que los propios bandidos hubiesen podido. En achés, además, lo cual dejaba a los salteadores fuera de la conversación.
Ellos seis, los atados al carro, era el verdadero botín de aquella gente, nobles y sus criados por los que podrían solicitar un jugoso rescate. Había dieciocho ordenados más en la comitiva, atados de dos en dos a los caballos de los bandidos, pero eran hombres de baja estofa, mercenarios. La apuesta de Aldric era que los unirían a la banda o los liquidarían, y a Roncefier le sonaba como una apuesta sólida.
El muchacho también parecía conocer datos sobre aquellos hombres y le gustaba soñar que, de liberarlos, tomarían su lado contra los bandidos, algo de lo que Roncefier no estaba tan seguro.
—Con el albís podemos contar, seguro. Es el único superviviente de su compañía, pero luchó con valor contra aquella cosa.
Roncefier dedicó una mirada al painte. La pintura de guerra había desaparecido con el tiempo, pero los tatuajes azules seguían allí, junto a su actitud descarada. El hombre se divertía insultando a los bandidos, buscándoles las cosquillas, pero los hombres del sur lo ignoraban lo mejor que podían. El último que le había levantado la mano había muerto a patadas antes de que pudiesen salvarlo y si el painte seguía vivo era solo porque el líder de la compañía lo había permitido, complacido por el espíritu salvaje del albís.
—Parece... impredecible —apuntó Roncefier.
—Pero es valiente —insistió Aldric—. También está el caballero del templo, el si se levantaría sin asomo de duda.
—Los métodos del templo son casi peores que los de los albises —señaló Roncefier—, aunque parece probable que se levantara a nuestro favor.
—¿Verdad? También hay dos mercenarios de Marksburg y un cruzado que parecen bastante duros. Y luego está el chico ébrida. A saber que puede hacer ese...
Roncefier sonrió al recordar al chico ébrida. Era pequeño y moreno y caminaba siempre entre sollozos y maldiciones, con la mirada inquieta y huidiza. Al igual que Aldric no podía imaginar lo que semejante alfeñique podía llegar a hacer, o por qué había entrado en la Orden, pero su terror era, de un modo retorcido, reconfortante.
Resultaba satisfactorio saber que no era el hombre más aterrado y frágil de la caravana.
—Deberíamos atacar antes de llegar a su base. Lo más pronto posible. —La mirada de Aldric relampagueaba cada vez que sugería el ataque, llena de un ansia nerviosa por actuar, sin importar muy bien para qué—. Mañana incluso.
—O podríamos esperar tranquilamente a llegar a su guarida, en lugar de arriesgarnos a un ataque sin armas contra un grupo de salvajes armados y suspicaces.
—¡Cuando lleguemos será demasiado tarde! —renegó el chico, para secreta diversión de Roncefier. El chico le recordaba a Hans, vivaracho y locuaz.
—Y ahora demasiado pronto —le respondió con resignación—. Si les ponemos nerviosos nos reducirán, puede que incluso nos maten. No, ármate de paciencia, ahora hemos de esperar, ya tendrás ocasión de mostrar tu valor.
Las mejillas del muchacho se encendieron de vergüenza y bajó la mirada, sin ánimo de discutir las palabras de Roncefier.
—Necesito saber si soy un cobarde —balbuceó por enésima vez—. Cuando aquello... Yo solo me quede temblando en el sitio. No fui capaz de...
—La única diferencia entre tú y yo es el lugar del patio en que nos quedamos helados.
—No es cierto. Vos le plantasteis cara. Vuestro criado le plantó cara.
—No sé cómo se vería desde tu lado, desde el mío se limitó a destrozarnos. No, no tienes razón para culparte —le aconsejó Roncefier—, solo recuerda este dolor y encuentra el valor la próxima ocasión.
—¡Por eso hemos de atacar! —insistió el chico.
—Valor, no temeridad. Todo tendrá su momento, encuentra el valor para esperar.
Aquello solía mantener el tema alejado de la mente del joven caballero durante algún tiempo, pero terminaba volviendo cada vez que hacía un alto, o después de escuchar por algún tiempo las bravuconerías del albís painte. Siguió insistiendo hasta el momento mismo en que Clípea apareció ante ellos, enfrentándolo a la realidad.
La ciudad real había sufrido el caos posterior a la Luna. Las crónicas de los supervivientes hablaban de un país conquistado por los fantasmas y una ciudad tomada por los bandidos. Aquellos hombres de mala vida habían elegido la capital como su asentamiento y el disperso ejercito nycto no había logrado responder a tiempo.
La cabeza del rey había cruzado los muros de Clípea, seguida de cientos de testas de soldados, nobles y hombres en general. La suerte de las mujeres había sido mucho peor.
Ahora, doscientos años más tarde, la urbe mostraba los signos de un cuidado deficiente. Los nervitas apenas ocupaban un par de cuadras de la ciudad y el mismísimo palacio, de modo que la mayor parte de la misma había sido condenada al abandono.
Las mesas, sillas y armarios se habían convertido en barricadas, las piedras de la muralla en hornos, y los marmóreos templos en un cerco en torno al palacio. Y sin embargo, la vida había continuado en aquel rincón del macabro sur y una vez dejaron las calles vacías, Roncefier no pudo evitar pensar que aquello no difería tanto de los suburbios de Cetulia, o de cualquier gran ciudad de Sonnd.
Había ropas tendidas entre las casas, y la calle era una mezcla de barro, piedra y orines. El olor de la inmundicia humana se volvía más penetrante según avanzaban y el oído captaba los sonidos de la vida en proceso; niños, mujeres, risas, broncas, canciones obscenas y tristes, perros callejeros y el chapoteo de las calles.
Nadie se cruzó en el camino de la comitiva, pero varios rostros curiosos se asomaron a los ventanales o a los umbrales de las puertas. Hombres y mujeres, sucios y cansados, cuya curiosidad se saciaba pronto y sin alboroto, un pueblo sin alma.
Las estrechas callejas se ampliaron, y el barro cedió el lugar a la piedra según se acercaban a palacio, pero el olor persistió, inmundo y humano. Un muro de piedra rodeaba la construcción, cerrado por una improvisada reja que se abrió para ellos. El palacio dominaba orgulloso la ciudad desde su posición privilegiada, y los guardias de la puerta vestían buenas armaduras y joyería de oro, pero el aroma de la decadencia seguía muy presente.
Allí separaron a los valiosos nobles de la chusma mercenaria, y Roncefier y sus cinco acompañantes fueron conducidos al interior del castillo, la morada de los guerreros. El contraste con las sucias calles era abrumador. El castillo parecía la morada de un dragón; el oro se amontonaba por los pasillos, bajo bellos tapices iluminados por candelabros de la más pura plata. Un ejército de sirvientas, vestidas con túnicas y cofias rojas, se afanaba por los corredores, encargándose de mantener limpia la riqueza o llevar viandas de un lado a otro, y los bandidos paseaban con ropajes repujados y abundante joyería.
Su propio guía dejó en manos de una criada el grueso abrigo y lo cambió por una toga azul, bordada de hilo de oro, e incluso los bandoleros que se encargaban de vigilar cada paso de los nobles en el corredor recibieron lujosas ropas o exigieron joyas y abalorios.
Aquello era el paraíso de los soldados libres, un lugar en que los bandidos podían gozar de las glorias de la nobleza sin dejar de ser lo que eran; asesinos y secuestradores. Los llevaron por los pasillos dorados de la real morada, por delante de bellas esculturas adornadas con más joyas de las que la más ambiciosa noble pudiese querer, cuadros pintados con oros y azules, armeros cargados de armas enjoyadas y montañas de oro apiladas en los pasillos, derrumbadas sobre las lujosas alfombras que cubrían el corredor hacia el salón del trono.
Los bandidos los saludaban al pasar con burlas y gestos rudos, obscenos al paso de las mujeres. Era un curioso contraste la rudeza de aquellos rostros cubiertos de cicatrices y aquellas manos callosas con las bellas telas y adornos que los cubrían. Aquella vanidad sacaba una sonrisa al caballero de la Bréche; en su Cetulia natal solo las mujeres hubiesen buscado cubrirse de aquella manera con lujos. Aquel lujoso pasillo estaba cubierto para Roncefier de hombres disfrazados de señora.
También había entre tanto afeminado gruñón alguna verdadera mujer, tan pintadas y decoradas como sus compañeros masculinos, pero más ruidosas y obscenas si cabía.
Supieron que se acercaban al final del camino cuando su captor se enderezó en toda su altura y adoptó un paso más solemne. Cruzaron un pasillo cubierto de cortinas de terciopelo azul y llegaron hasta lo que a Roncefier le pareció un salón de baile reformado, en que toda una marea de aquellos bandoleros se arracimaba en torno a un gran trono de hueso, elevado por encima de la sala.
Sentado en el trono, cubierto por una toga morada y tocado de corona, el señor de aquella ciudad en ruinas observaba indolente a sus últimas adquisiciones. Era mayor que cualquier hombre que Roncefier hubiese conocido, mayor incluso que aquel demonio que había asaltado el fuerte, y su imponente corpulencia no hacía sino remarcar la enormidad de su tamaño. Si uno ignoraba su tamaño, su apariencia era muy humana, calvo como un recién nacido, con un rostro duro y marcado. Levantó una gruesa mano y su corte entera cayó de rodillas, dejando a los seis prisioneros de pie en medio de la sala.
Al señor Arend y su criado les faltó tiempo para caer de rodillas, y la chica morena intento arrodillarse, pero su señora se lo impidió. Aldric siguió el ejemplo de Roncefier, y el ejemplo de Roncefier fue cruzarse de brazos y mantener la mirada en aquella mole.
Los gruesos labios del rey de Clípea se curvaron en una sonrisa divertida mientras acomodaba su cuerpo en su titánico sillón. Se dirigió a los recién llegados en un sonndí burdo pero claro, con voz grave y sonora.
—¿Qué me has traído, Quinto Feo?
El interpelado, el líder de los bandidos que les había conducido hasta Clípea, se levantó, y realizó una reverencia antes de responder.
—Nobles de Sonnd, señor, y extrañas y gozosas nuevas para vuestro gozo.
—Dejemos para luego las nuevas. Veamos primero la mercancía.
Quito Feo se volvió hacia sus cautivos e indicó con un gesto que los hiciesen avanzar, empezando por Arend. El postrado mercader no vio la seña, de modo que recibió una patada en las posaderas como aviso. Avanzó dolorido ante el rey, realizó una profunda reverencia y con la mirada aún gacha procedió a hacer su presentación.
—Permitidme, mi muy buen y noble señor, que sea el primero en señalaros la gloria de vuestra excelente...
—Solo tu nombre, cautivo —le interrumpió Quinto, para desaire del orgulloso cavaterre.
—Arend de Amsezia, mi señor. Si me lo permitís...
No se lo permitieron, y enfatizaron la ausencia de permisión con otra patada que levantó una unánime carcajada en la sala.
—Rey de armas —ordenó el rey.
Una túnica purpurea y temblorosa avanzó junto al rey, seguida de varias criadas cargadas de mamotretos. Un hombrecillo anciano y tembloroso asomó bajo el ropaje y realizó una reverencia algo torcida.
—Amsezia es una ciudad de mercaderes, mi señor —indicó el hombrecillo— este hombre difícilmente pueda ser llamado noble, no poseerá tierras de ningún tipo.
Arend se infló en su sitio, la viva imagen de la indignación.
—Yo soy Arend de Amsezia, hijo de Arend, señor de Iboleresques, hombrecillo repugnante.
—Un tendero venido a más, mi señor. Pero Iboleresques es un nombre medio famoso, podremos sacar sedas ibolesas por su rescate.
El rey asintió complacido y Arend fue forzado a retroceder mientras gritaba desplantes al rey de armas, rojo de ira. Su mozo fue el siguiente en avanzar, antes de que quedase claro que solo era un criado, para desagrado del rey.
La muchacha morena pidió entonces permiso para señalar que tampoco ella tenía sangre noble, y un apurado Quinto Feo se apresuró a llamar al frente a Roncefier para cubrir aquellas dos defecciones.
—Roncefier de la Bréche —fue la escueta presentación que ofreció a aquella parodia de corte.
—De la Bréche... Bah, una familia de anaches, nueva nobleza, perros de la familia real. Tienen algunas tierras, y algo de influencia, no obstante. Militares más que aristócratas. Algo sacaremos de él, quizá armas, o un rescate en oro, nada demasiado grande.
Sin quitar la vista de la mole del rey, Roncefier dió un par de pasos atrás, junto al resto. No le hacía ni pizca de gracia ver el nombre de su señorío maltratado de aquella manera, pero tampoco era tan imprudente para levantar la voz. Soportó la ofensa en silencio, sin que su mirada delatase sus ganas de limpiarla.
Belclair fue el siguiente, y Rygge la última. El primero fue valorado en buenas pieles y abundante oro, aunque como cuarto hijo la sombra de la duda pesaba sobre aquella promesa. Ni siquiera aquel cínico rey de armas sabía muy bien en cuanto valorar a la dama de Rygge, un señorío tan famoso por su historia como por su aridez, pero la belleza leonina de la mujer se ganó por sí misma la desagradable atención de los presentes, que aquella soportó con frío estoicismo.
En cuanto la mujer hubo vuelto a su lugar, el rey se irguió en su trono y realizó un ademán majestuoso hacia Quinto Feo.
—Honras nuestro hogar con tus victorias, hijo mío. —anunció con voz resonante—. Me gustaría oir esas noticias que traes, y discutir algo más con nuestros invitados el precio de su estancia en nuestros salones, pero antes deberíamos acompañarlos a sus cuartos. Seguro que estarán cansados por el viaje, necesitados de un buen sueño y una buena comida. Proporcionadles cuanto necesiten, no queremos que su estancia entre nosotros les sea incómoda.
Por una buena cama y la promesa de una comida, Roncefier realizó una ligera reverencia. Luego algunas de aquellas criadas de rojo los llamaron con amabilidad y los condujeron por caminos separados hacia sus habitaciones, mientras la marea de bandidos se cerraba con su marcha y Quinto Feo se acercaba a su majestad.
El caballero siguió a la chica por los corredores enjoyados, ajeno a la algarabía que se había formado a sus espaldas. Lejos del hogar, rodeado de enemigos y en tierra de nadie, sonrió, porque en su mente un plan comenzaba a tomar forma.
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