5ª Parte: El coste del honor
El día de Koster empezaba con su gente.
Edda no tenía ni idea de cómo distinguían el día y la noche, dada la poca luz de Luna que llegaba hasta el pueblecillo, pero la gente de Koster sabía diferenciar uno del otro y no remoloneaban en sus camas.
Aquello era algo que la ladrona apreciaba, y que tenía en común con ellos. En los canales junto al Amses, el pájaro madrugador no siempre se llevaba el gusano, pero esquivaba a los cuervos.
Saltó fuera de la cama con decisión, y el frío de la mañana a punto estuvo de devolverla al cobijo de las mantas. Hinchó los pulmones con aquel aire ligero y helado, disfrutando de aquella sensación gélida antes de arrojarse temblando sobre sus ropas y abrigos.
Resguardada en la calidez de las ropas, saltó a las calles de golpe, dejándose caer desde su ventana. Aquel era el método Edda para tratar con la mierda de la vida; nunca salir por donde entras y lanzarse de cabeza hacía lo desagradable. La guardia con sus preciosos uniformes y armaduras siempre dudaba antes de sumergirse en las aguas sucias.
Aterrizó sobre las tablas heladas y soltó una carcajada extasiada. Le gustaba aquel lugar, le gustaba tener abrigos, poder pasear por la calle sin miedo, el frío, la gente aterida, incluso aquel idioma extraño y sonoro.
Un rápido vistazo a la ventana de Annora le confirmó que la dama todavía dormía, de modo que tampoco requeriría sus servicios aquella mañana. Ver a la mujer dormida le agrió algo el humor; la conversación de la noche anterior aún rondaba en su mente y revoloteaba en sus tripas como una polilla asustada. Le duró poco. Se golpeó las mejillas con fuerza y apartó aquel pensamiento de su cabeza. El día tenía otras muchas cosas mejores que ofrecer.
La primera fue un desencuentro con la madre de la niña rubia. Se tropezó con ella en su paseo por el mercado, mientras practicaba sus juegos de manos para no olvidarlos. Por suerte ella vio a la mujer antes de que aquella la viese, o no habría tenido tiempo de esquivar el cestazo que trató de sacudirle.
La mujer le imprecó algo hecha una furia, la viva imagen de la indignación, mientras Edda se mantenía a distancia y evaluaba las posibles escapatorias. La castrí seguía erre que erre, agitando un dedo justiciero ante las narices de Edda y vomitando una larga sucesión de palabras ininteligibles.
Edda vio una salida a su izquierda. Solo había que tumbar con descuido un cajón de manzanas y aprovechar el tumulto para escaquearse por la salida; limpio y sencillo. Pero aquello también significaba ganarse más problemas, y empezaba a estar harta de tantos problemas.
Levantó las manos en un ademán apaciguador y las unió en una disculpa, tal como había visto hacer a Mangata. Aquello detuvo un poco el ímpetu de la mujer, que detuvo el segundo golpe que pensaba propinar a la ladrona. Edda se acercó a ella despacio y le arrancó la cesta de un tirón.
Antes de que la mujer pudiese reaccionar, dejo la cesta sobre el mostrador y llamó la atención del tendero, antes de pronunciar una única palabra: "atamán". Señaló la cesta y repitió la palabra. El tendero la miró a ella, miró la cesta, frunció el ceño, enarcó una ceja y terminó por asentir, no muy convencido, pero dispuesto, pese a todo.
Edda devolvió la cesta a la patidifusa mujer, que la tomó como si fuese algún artefacto extraño. Tardó un par de segundos en captar que aquella corría por cuenta de la casa, tras los cuales se abalanzó sobre el puesto y lleno la cesta hasta arriba, desafiando al vendedor y a Edda a detenerla.
Con la cesta llena y una sonrisa satisfecha, la mujer indicó a Edda que la siguiese y se marchó a paso rápido del mercado, parloteando sin parar con la ladrona, que sonreía y asentía sin entender ni pío.
Edda la acompañó hasta su casa, donde la mujer la invitó a tomar asiento con palabras empalagosas y gestos amables, antes de llamar a gritos a su hija, de nuevo un torbellino de ira. Se marchó a la cocina sin esperar a nadie, refunfuñando, y gritó a Edda en cuanto la ladrona intentó seguirla para ayudar.
La niña rubia bajó al poco, con un camisón demasiado grande, frotándose los ojos de sueño. El mohín molesto fue sustituido por una enorme sonrisa en cuanto vio a Edda, y con un chillido emocionado, la muchacha se echó a los brazos de la ladrona, que apenas tuvo tiempo para atraparla.
La mujer volvió sonriente de la cocina con tres tazones de leche humeante, hablando a toda velocidad en un tono de reconvención suave. Subió hasta regañina mientras limpiaba con el pulgar las legañas de su somnolienta hija, y volvió a empalagoso amor mientras besaba la frente de la niña hasta que aquella la apartó, entre molesta y divertida. Otra vez subió a sermón cuando vio que Edda no se sentaba a la mesa, pero en cuanto la ladrona tomó asiento, la sonrisa volvió al rostro de la madre castrí, junto a aquel tono hogareño y entrañable.
Aquella mujer era un torbellino, y aunque Edda no entendía una sola palabra de lo que decía, solo con su expresión y el tono bastaba para entenderla. Sin abrigos ni embozos, resultó ser mucho menos voluminosa de lo que había pensado en un principio; una mujer flaca y no muy alta, con un rostro juvenil y enérgico al que algunas arrugas daban una noble madurez. Las ojeras y el cabello claro, recogido en un moño descuidado, daban una impresión de cansancio que sus gestos vivos desmentían, y Edda sonrió solo de imaginar cómo debía ser crecer con una madre como aquella.
Apuró su vaso de leche con deleite, satisfecha por poder llevarse algo caliente al estomago tan de mañana, y atacó las pastas de fruta entre grandes cumplidos que la mujer entendió en su apetito voraz.
—Verochka —se presentó la madre, con una mano en el pecho y una gran sonrisa.
—Edda— respondió la ladrona con la boca llena.
La mujer pronunció el nombre un par de veces, antes de girarse con quejumbrosa molestia hacia la niñita rubia, que bebía su vaso de leche a sorbos cortos. La chiquilla respondió de mala manera a la presión, sonrió de nuevo y anunció con voz clara:
—Nadya.
—Nadya —la niña asintió llena de alegría— y Veroshka.
La mujer negó, y repitió su nombre
—Verochka
—Verochka
—Vie-roch-ka
Aquello se prolongó durante un par de minutos, hasta que Edda pudo pronunciar el nombre a gusto de la mujer. Una vez resuelto aquello, Verochka volvió a sus quehaceres, sin dejar de parlotear alegremente, riñendo a cada poco a Nadya por su lentitud y rechazando con blanda severidad cualquier ayuda que Edda quisiese prestar.
La niña ignoró las voces de su madre y se dedicó a hablar con Edda, haciendo grandes aspavientos para explicarle lo que parecía una gran aventura infantil vivida en el snieg, con un perro, o quizá un lobo. Edda se llenó la boca con algunas pastas más, se acomodó en la silla y prestó atención lo mejor que pudo.
La calma de la mañana se interrumpió con la entrada de la hermana mayor de Nadya. La muchacha cruzó el umbral como un huracán, echando sapos y culebras, saludó con alegría a su hermanita, y siguió vomitando furia mientras avanzaba hacia la cocina.
A aquellas alturas, Edda ya casi entendía lo que Verochka decía, incluso sin saber una sola palabra de castrí.
—¿Qué pasa cariño, que ocurre vida mía, amorcito de mama?
La muchacha gruñó con desesperación. El enfado no era con su madre, sino con algo que le había pasado.
—¡Pero eso es horrible! —bramó casi con total seguridad Verochka—. Ay, mi pobre niña, ya está, ya está. ¡Desde luego, esos cabrones! ¡Saluda a la invitada, por cierto, no seas maleducada!
La chica saludó a Edda de pasada, sin prestar atención, pero casi al instante se detuvo y devolvió la mirada hacia la ladrona, escrutándola con curiosidad.
—Edda— saludó algo intimidada.
—Lyuba— respondió la muchacha en tono neutro.
Era un poco más alta que Edda, con el cabello claro de su madre y sus mismos ademanes resueltos, pero tenía también una calma pausada, una gravedad en el hacer que la hacía parecer más seria que la inconstante Verochka. Edda tragó saliva sin poder apartar la vista del cuerpo de la muchacha, más fuerte y grande que el suyo o de sus ojos grises y fríos.
La chica lanzó una pregunta a Edda que respondió Verochka, y madre e hija intercambiaron algunas palabras antes de que Lyuba se levantase del asiento y fuese hacia Edda, que trató de encogerse en el suyo.
La muchacha se detuvo a dos pasos de Edda, con la mirada fija en ella y cuando la ladrona ya había decidido intentar huir, Lyuba se echó de rodillas y junto las manos en ademán de súplica.
—Por favor, diosa de plata. Por favor —rogó en torpe sonndí, y en aquellas palabras Edda reconoció al fin a la enfermera del charlatán.
Sin esperar a la respuesta de la ladrona, Lyuba tomó su mano y tiró de ella hacía la puerta, y Edda la siguió, tan confusa como aliviada de no ser ella el blanco de las iras de la castrí.
Lyuba la arrastró hasta las afueras de Nizkygrad, donde un puñado de hombres armados se preparaban para dejar el pueblo. La doctora de la casa de salud ya estaba allí, rugiendo improperios a los hombres, y Lyuba corrió a unírsele, igual dando voces indignadas.
Edda se acercó a aquella batalla campal más despacio, intentando dilucidar que pasaba allí y que quería la chica castrí de ella. Le costó un poco distinguirlos, cubiertos hasta las orejas como iban, pero al poco descubrió al charlatán y a Aldric entre los reunidos.
Se acercó a los sonndies sin hacer mucho ruido, mientras el jefe del grupo peleaba a voces con las dos mujeres.
—¿Qué pasa aquí?
"Clarín", apoyado en Aldric, levantó una mirada desenfocada hacia ella y luego volvió a dejarse caer. Aldric lo sostuvo y se lo recolocó a hombros, antes de responder:
—Órdenes de arriba. Ya sabes, el plan de este. Nos vamos ahora mismo.
—¿Ahora? Pero si sigue enfermo ¿No?
Aldric se encogió de hombros.
—Sospecho que por eso la doctora pone el grito en el cielo.
—¿Y tus heridas?
—Mucho mejor. Hasta tengo fuerzas para cargar a este idiota. —El charlatán gruño por lo bajo, pero no dijo nada—. ¿Y tú?
—Supongo que creen que puedo parar esto... Me ha traído esa chica, Lyuba.
El charlatán sonrió al oir aquel nombre, mientras Aldric esbozaba un gesto cansado.
—Pues suerte con eso.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Edda con suspicacia.
Aldric miró a los castríes discutiendo y se inclinó un poco hacia Edda, en ademán confidencial.
—Por lo que he podido entender, el jefe de la expedición, un tal Oleg, es el prometido de esa chica, Lyuba. No le gusta una mierda la manera en que este idiota mira a su chica, así que está decidido a marcharse a la de ya, y quien sabe si no a darle una paliza en cuanto estemos en mitad del hielo.
—Eso le pasa por no saber mantenerla en sus pantalones —gruñó mordaz Edda—. ¿Ha llegado siquiera a hacer algo?
Aldric volvió a encogerse de hombros.
—Ni idea. Yo estaba en una tienda, apenas veía nada a mi alrededor, y pasé dormido la mayor parte del tiempo. Y si le preguntas a él...
—El honor de una dama es sagrado... —respondió el charlatán en un murmullo débil.
—Lo cual no ayuda— concluyó Aldric.
"Clarín" rio por lo bajo, sin fuerzas.
—"Drochila". Lo ha llamado "drochila" —musitó en tono delirante, mientras resbalaba de su apoyo—. Si que es un puto drochila, un drochila de mierda.
—Ves, como una cabra. —Aldric volvió a colocar al débil timador sobre su hombro—. Y que sea el único que habla castrí no ayuda, cada vez que cruzan palabras, sus hombres tienen que sujetar al tal Oleg para que no se lo cargue.
El charlatán rio y musitó de nuevo aquella palabra, tan divertido como ido, arrancando un suspiro cansado al noble achés. Edda asintió despacio, puso cara de circunstancias y se despidió de la extraña pareja en dirección a la gran discusión.
Resultó que su presencia allí ya no era necesaria, por que el mismo atamán había llegado atraído por el barullo, y andaba poniendo paz entre ambos bandos lo mejor que podía. Se acercó pese a todo, dispuesta a ayudar en lo que pudiese.
El líder de la guarnición obligó a callar a ambos bandos y luego escuchó a uno y otro lado, mesándose los bigotes mientras meditaba su decisión. Cuando hubo escuchado a todos, se acercó a grandes pasos a donde Aldric sostenía al charlatán.
—No estoy en contra de daros más tiempo de descanso —anunció el atamán—, pero habéis ofendido el orgullo de mi lugarteniente. Ofreced una disculpa y podréis volver a la casa de salud.
—Ese puto drochila se puede meter su puto orgullo por él...
Edda le cubrió la boca antes de que acabase. Sonrió a los castríes y se agazapó junto al charlatán, para poder mirarle a la cara.
—Vamos, Clarín. Es una disculpita... —persuadió al chico entre susurros—. Una disculpita y a la cama. Sabes que lo necesitas, ¿eh? Cama calentita, descanso, enfermera guapa...
—El mamón ese me puede chupar los cojones —musitó en respuesta el charlatán. Tenía la mirada ida y sonreía, pero había una extraña determinación en su voz—. Ha insultado a Lyuba y a la doctora, y es el peor pedazo de mierda del Escudo. Por mí como si revienta.
—Venga, hombre —insistió Edda—. ¿Qué más te da? A ti esto ni te viene ni te va, solo sería una mentirijilla, y tu eres un mentiroso profesional.
"Clarín" lo pensó un momento, mientras Edda y Aldric contenían la respiración, y terminó por asentir, una sola vez, con firmeza.
—Vale —refunfuño—. Pero dile al pedazo de mierda que se acerque, no quiero levantar la voz.
Edda asintió algo más animada y transmitió las palabras del timador al atamán, quien las tradujo al castrí. Oleg gruñó molesto, pero una sonrisa orgullosa se instaló en su rostro mientras se acercaba al enfermo. Se agachó junto a él y exigió su disculpa con una breve orden.
El charlatán levantó un poco la cabeza. Sonrió, y Edda supo que era mala señal. No entendió ni media palabra de la "disculpa", pero logró escandalizar incluso al atamán. Oleg fue de hecho uno de los que mejor lo sobrellevó. Se limitó a escupir sobre el chico y empezar a dar órdenes, preparando la partida.
Las mujeres volvieron a insistir, pero el atamán rechazó sus protestas con una cansada negativa y unas pocas palabras.
—Si necesitara descanso no sería tan orgulloso —tradujo apesadumbrado para Edda.
Lyuba lanzó un grito desesperado y se marchó rabiosa, pero la doctora aún hizo un último intento. El atamán la escuchó con calma y asintió pensativo.
—Muchacho —indicó a Aldric—. Esto no tiene que ver contigo. Si tu...
—No se que ha dicho —le interrumpió el achés—, pero lo comparto.
El atamán esbozó una sonrisa fugaz, antes de recuperar su mueca severa habitual.
—Sea pues, sea pues...
La doctora miró a uno y a otro confusa, y luego a Aldric con insistencia mientras el caudillo traducía la conversación al castrí, mientras su mirada se llenaba de cansancio y derrota. Lanzó un último exabrupto y se marchó también, arrastrando los pies.
Edda iba a seguirla cuando el atamán la agarró del hombro. La ladrona dio un respingo y se volvió hacia el hombre, con rostro culpable.
—¿Sí? —preguntó con voz dudosa.
—Sígueme
El hombre la soltó y abandonó la salida del pueblo con paso decidido. Edda lanzó una última mirada a Aldric y el charlatán, valoró un segundo la posibilidad de desobedecer al hombre, suspiró y encaminó sus pasos tras los del atamán. Lo alcanzó tras una pequeña carrera, y camino a su lado en silencio hasta que no pudo soportarlo más.
—Señor Vladislav...
—Con Vlad basta, Edda.
"Vlad" sonaba muy informal para Edda, más teniendo en cuenta la diferencia de rango y edad, pero tampoco pensaba llevar la contraria al atamán.
—Vlad. ¿Adónde vamos?
—Bueno, Edda, mientras andaba dando un paseo esta mañana, uno de mis queridos conciudadanos me ha hecho notar que una muchacha extranjera había puesto a mi nombre cierta compra en su puesto...
—Oh...
—Por supuesto he pagado al momento al hombre, es lo mínimo como anfitrión, pero a cambio espero... —el atamán calló un momento y chasqueó los dedos, buscando la palabra—. Digamos una pequeña compensación.
—¿Qué clase de...?
Vladislav la interrumpió con un gesto firme. Se encontraban ante una sólida puerta de madera, remachada en hierro, la entrada a un pequeño fortín asentado en la ladera de la montaña sobre el pueblo. Llamó a la puerta e intercambió unas pocas palabras con el guardia que respondió.
—Bienvenida a Fort Dolina, Edda de Ponteleone —proclamó mientras la puerta se entornaba para ellos—. Sígueme.
Edda atravesó la puerta tras el atamán y se adentró en el fuerte. Fort Dolina no tenía nada que ver con Fuerte Blanco, los hombres que paseaban por sus almenas o practicaban en el cortile tenían todos miradas duras, avezadas, y estaban en silencio. Las únicas conversaciones tras aquellas paredes de piedra eran las respuestas firmes a órdenes inapelables y la discusión entre acero y acero. La ladrona se sobresaltó un poco cuando la puerta se cerró a su espalda, no le gustaba la sensación de estar atrapada entre tantos soldados. Se apresuró a seguir al atamán, quien la condujo a través del gran patio de armas y escaleras arriba, hasta un patio privado, más pequeño que el inferior.
—Mi lugar de retiro —anunció el atamán con un gesto grandilocuente, invitando a la ladrona a pasar a la plazoleta.
Edda miró a izquierda y derecha. El tan laureado retiro era poco más que un balcón circular con un pequeño banco de piedra en un extremo. Ni flores, ni plantas, ni adornos, aquel retiro era una muestra más de la sobriedad de Vladislav.
—Muy... um, bonito. Buenas vistas. —concedió Edda, aún confusa.
El atamán avanzó hasta el banco y recogió de él una vara, que arrojó a Edda.
La ladrona atrapó el bastón con rapidez, entre la confusión y la alarma, y a punto estuvo de tragarse la lengua cuando vio al hombre desenvainar su espada.
—A primera sangre —indicó el atamán con gesto siniestro, antes de abalanzarse sobre ella.
Edda tomó la vara con ambas manos, convencida de que aquel palo no iba a soportar ni medio embate, y se preparó para el ataque como mejor supo. Toda esperanza de que el atamán fuese a contenerse desapareció con el primer sablazo, que le habría segado el brazo de no apartarse.
Edda retrocedió acosada por el vendaval de golpes que el atamán descargaba sobre ella, sin atreverse siquiera a tratar de responder. Se zafó de cada espadazo mientras retrocedía en círculos, buscando una huida, hasta que el atamán cargó contra ella de revés, cortando su retroceso.
La muchacha se apartó del golpe, que partió en dos su vara como si fuese una ramita y, perdida ya toda forma, hecho a correr hacia el balcón.
El atamán estuvo a punto de alcanzarla, pero a Edda se le daba muy bien escapar de sus perseguidores, un talento fruto de largos años de práctica. Esquivó un par de cortes sin verlos y saltó la baranda sin dudar.
Giró en medio del aire para aferrarse al borde inferior del balcón, de donde se dejó caer antes de que un espadazo le cercenase los dedos. Había un par de metros hasta el piso inferior, pero la chica aterrizó como un gato, y al segundo ya estaba otra vez en pie, observando al atamán en su balcón.
Vladislav asintió impresionado y se apartó de la baranda. Camino a las escaleras, sin duda. Edda tampoco espero a averiguarlo; echó a correr a través del patio como una exhalación. No hacia la salida, sabía que estaría cerrada. Corrió hacia la armería.
Incluso con todo aquello, seguía creyendo que el atamán era un hombre de palabra. Había dicho a primera sangre, la cuestión era herirle antes de que el la decapitase.
Volcó varios toneles de armas y se llenó los bolsillos con las piedras del fondo. Tenía la respiración acelerada, el pulso irregular y mariposas en el estómago, pero también se sentía muy emocionada, como si aquello no fuese un juego distinto a aquellos que había practicado en el snieg el día anterior.
Oyó los pasos acelerados del atamán a su espalda y se volvió para verlo aparecer a la otra punta del patio, acero en mano. Trató de aferrar alguna de las lanzas que había volcado, pero se le resbalaron entre las manos mientras los pasos de su perseguidor se acercaban más y más.
Sin incorporarse Edda se adentró en la armería. Los estantes y barriles con armas creaban pasillos que dividían el lugar, y la dirigieron directa hacia una pared, contra la que la muchacha tropezó en su carrera.
Se giró a tiempo de ver a Vladislav aparecer al principio del pasillo. Un vistazo rápido le confirmó lo que ya sabía; no había salida a izquierda ni derecha. Estaba atrapada.
Tenía la boca seca y el corazón le latía como un tambor. El sudor caía a chorros por su frente pese al frío, y las piernas le temblaban tanto que creía que se iba a derrumbar de un momento a otro. Sonrió, pese a todo.
Tenía al atamán justo donde lo quería, atrapado y sin escondrijos.
El hombre avanzó por el pasillo a la carrera hasta que Edda le arrojó la primera piedra. Los reflejos del espadachín detuvieron la pedrada, pero para ello también tuvo que frenar su avance y cubrir su cara, justo como Edda había predicho.
A la primera piedra le siguió otra, y otra más, hasta que el atamán se vio en auténticos apuros. Si hubiese estado luchando a muerte, hubiese sido fácil para el hombre zafarse de las pedradas y rebanar a Edda, pero el duelo era a primera sangre, y un simple descuido podía costarle la victoria.
Retrocedió poco a poco, sin dejar de cubrirse como mejor podía, mientras Edda arrojaba piedra tras piedra con precisión variable.
El miedo entorpecía sus tiros, pero el miedo del atamán a perder tampoco le permitía ver aquello, y el hombre siguió retrocediendo hasta tropezar con una de las lanzas tiradas en el suelo.
Una piedra se estrelló sobre su ceja y Vladislav soltó la espada y levantó las manos, en gesto de rendición.
Lo que fuese que había mantenido en pie a Edda cedió con aquel gesto, y la muchacha se dejó caer al suelo, aliviada y nerviosa a partes iguales.
—Bravo. —admitió el atamán mientras se sentaba—. Sois una guerrera nata.
—Y una mierda —remugó Edda, perdiendo las formas.
El atamán se levantó y se acercó a la derrumbada ladrona. Tendió una mano amiga a la muchacha, que falló dos intentos en sostenerla, y otro en incorporarse.
—Mañana por la mañana podéis volver, hermana Edda. Sería un placer para mí enseñaros los básicos del combate, es evidente que tenéis talento para aprender. — El atamán le dedicó una breve sonrisa amable—. Pensadlo bien. Y disculpad esta pequeña prueba.
Edda asintió sin palabras. Ni siquiera le quedaban energías para enfadarse.
Se despidió con un gesto del atamán y se dirigió a la puerta de entrada, que el guardia le flanqueó con una sonrisa a medio camino entre la burla y el respeto.
Salió del fuerte y bajó de nuevo al pueblo, sin dejar de jadear ni temblar. No habló con nadie, no vio a nadie y no se detuvo hasta llegar a su cuarto, darse un baño caliente y tumbarse encima de la cama.
Solo entonces, a solas y a salvo, lanzó un corto grito de euforia.
Luego se quedó dormida.
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