5ª Parte: Desencadenante
La consciencia volvió a Roncefier poco a poco, un rayo de dolorosa luz que penetró sus ojos como una flecha. El mundo empezó a tomar forma; las sombras se separaron de las luces y entre sí, los sonidos volvieron, cada vez menos distorsionados, y su cuerpo volvió a percibir el dulce frío y un asfixiante calor.
Levantó la cabeza con un gruñido dolorido y estudió entre las sucias greñas su situación. Notaba el peso de los grilletes en sus manos, en su cuello, oía el tintineo de las cadenas al moverse, clavadas en su piel.
Su primera decepción fue no poder ver su hoja negra; rezaba porque aquella niña endemoniada se hubiese traído consigo la más magnífica de las espadas de Sonnd. La segunda fue ver solo dos guardias. Un hombre y una mujer, sin armadura, solo con dagas y unas varas rematadas en un garfio. Como si él fuese un preso cualquiera.
Al menos le habían encadenado y arrojado en una celda de piedra, con gruesos barrotes de hierro. Al menos los guardias le echaban alguna mirada suspicaz, entre jugada y jugada de su partida de cartas.
Trató de moverse para aliviar la pesadez de sus extremidades anquilosadas, y la oleada de dolor que le recorrió fue el mejor antídoto que podía pedir para los venenos del Curtidor.
—Se ha despertado —hizo notar el hombre, con tono preocupado.
La mujer, más mayor que él, y sin duda más acostumbrada a las prisiones, le dedicó solo un rápido vistazo, antes de volver al juego.
—Sí. —admitió sin interés, mientras giraba uno de sus naipes—. Veo.
El hombre masculló una maldición y volvió a prestar atención a la partida, aunque su mirada volvía una y otra vez a Roncefier.
El caballero intentó hablar, pero su garganta estaba seca y helada. Carraspeó y tosió dolorosamente, hasta que logró articular un murmullo ronco y débil.
—Tengo sed —exigió a sus captores.
El hombre joven le miró y luego a su jefa, que ni parpadeó ante aquella petición.
—Beberás a la hora de comer —le informó la anciana—. Y si no te gusta, ahí tienes la jarra de la orina.
El joven soltó un exabrupto divertido mientras una sonrisa maléfica se abría paso por las comisuras de la mujer, sin que apartara la vista del juego. Roncefier sonrió también, una sonrisa lenta y dolorida.
—Me duelen los brazos. Soltádmelos —ordenó con voz pastosa—. Ya.
—¿Le pongo la mordaza? —sugirió el joven, ilusionado.
—Han dicho que llevemos el máximo cuidado —le recordó la mujer—. El Curtidor llegará en cualquier momento, hasta entonces no te acerques a él. Te vendrá bien aprender a ignorarlos —añadió—. Si vas a trabajar aquí abajo vas a tener que oír muchas imbecilidades, y no siempre puedes hacerlos callar.
Roncefier movió la cabeza sin fuerzas. La argolla era estrecha y burda, las rebabas del metal se hundían en su carne con ciertos movimientos. Tampoco conseguía hacerse a la idea de moverse dejando los brazos estáticos, pero lo más molesto eran aquellas puntas de metal en su cuello.
—La argolla es pequeña —hizo notar—. Quiero otra. Ya.
El joven le dedicó una rápida mirada, pero casi a segundo imitó a su mentora y le ignoró. La experiencia de la mujer se estaba haciendo notar en la partida; tanta distracción le estaba costando su montón de fichas.
Roncefier bufó y se revolvió hasta que encontró una postura en que no notaba el pinchazo irritante del metal. Aguantó así un momento, antes de cansarse y tener que volver a empezar.
Era molesto, era incómodo, y le estaba sacando de quicio no poder moverse mientras el dolor subía por su vientre como una quemadura.
—Una última oportunidad —anunció con voz enronquecida. Tosió con estrépito y le costó un momento poder volver a hablar—. Soltadme, dejad las armas y viviréis.
Ahora sí logró una mirada de la mujer, una de desprecio y burla, que se volvió confusión y alerta al ver el humo salir de la boca de Roncefier, de su nariz. El noble se sacudía como un muñeco, mientras la herida de su vientre brillaba al rojo y el aire de la celda se llenaba de un humo espeso y negro que escapaba de su boca, su nariz, su mismo cuerpo.
Entre las lágrimas de dolor, pudo ver a los guardias levantarse, dudar y tomar sus armas. Quería gritar, quería arrancarse la piel, acurrucarse mientras aquel dolor ardiente recorría su cuerpo, pero sus ataduras le impedían combatir aquel sufrimiento de ningún modo.
Poco a poco, los jirones de humo se volvieron más finos y el dolor más leve, hasta que la última hebra de esencia del espectro hubo abandonado su cuerpo.
—Os advertí —gruñó colgado de los grilletes sin fuerzas.
El humo se arremolinó hasta recuperar su forma, incompleta y etérea, pero todavía terrorífica. El rostro de niebla se hinchó con el rugir del fuego mientras se abalanzaba sobre los guardias, y antes de que acertaran a gritar, a defenderse, a huir, todo terminó en un estruendoso fulgor.
El humo llenó el cuarto entero, haciendo arder la garganta del noble, ahogándolo en tos. Oyó el chirrido del metal doliente y el crepitar de la carne calcinada, pero sus ojos no lograban ver nada entre la espesura, enrojecidos por la sequedad, llorosos.
La cortina de humo se fue despejando a medida que Albo recobraba lo que le quedaba de forma en el centro de la estancia. Se desplazó como una nube hasta llegar al caballero, y hundió sus dedos de fuego en las cadenas hasta que cedieron y Roncefier cayó al suelo, libre.
—Gracias —musitó mientras reunía fuerzas para levantarse.
Albo realizó algo parecido a una reverencia, mientras su esencia se deshacía entre el humo.
"POR EL SOL" le recordó con solemnidad, sus últimas palabras antes de unirse a sus hermanos en la muerte.
Roncefier asintió en silencio, aunque no hubiese nadie a quien responder, y se arrastró con pesadez hasta la pared de la celda. Todo su cuerpo dolía, y seguía cargado con los grilletes y la argolla, aunque ya no le sujetasen a la pared.
No tenía armas, ni aliados, ni la más mínima idea de donde se encontraba. Lo único que sabía era que un lunático peligroso estaba de camino a aquel lugar, y que el resto de guardias de aquella prisión debían haber oído la detonación.
No era el mejor de los escenarios, pero al menos estaba libre.
Se levantó con lentitud y arrastró los pies hasta los cadáveres destrozados de los guardias. La daga de la mujer era un guiñapo retorcido, y las varas se habían quebrado en la explosión, pero la daga del chico había quedado debajo de su cuerpo destrozado y seguía en buen estado. Un problema menos.
Luego tomó el cadáver del chico y lo despojó de su abrigo. Estaba roto y descuartizado, pero aún abrigaba más que la camisa sucia y el pantalón roto con que lo habían encerrado. Decidió también quitarle los pantalones, y empezó a tirar de la tela con cuidado de no rasgarla en los huesos astillados.
Sentía una calma absurda, extraña, ante todo aquello. Sabía que no tenía tiempo, y le parecía oír pasos acelerados por el pasillo, pero de algún modo, nada de aquello parecía importar.
Logró sacar el pantalón al chico en el momento en que un hombre grande con el traje de guardia entraba en la sala. Miró al postrado Roncefier, a la mujer destrozada y el cadáver desnudo y cometió el peor error de su vida.
—¿Estás bien? —preguntó con ansía—. ¿Qué ha pasado?
—El preso se ha inmolado —jadeó con pesadez Roncefier, sin saber de dónde le venían aquellas palabras—. El preso... sí, el preso se ha inmolado.
El hombre asintió, confuso. Y se agachó sobre los cadáveres, dando la espalda a Roncefier. No tuvo una muerte limpia, las fuerzas del caballero le fallaban demasiado para algo así, pero si una silenciosa.
Con su nuevo abrigo, renqueando, dejando un rastro de sangre ajena en los pasillos de la mazmorra, Roncefier envió al escenario de la explosión a cada guarda con el que se encontró. Notaba el peso de la argolla en el cuello, el tintineo de las cadenas de los grilletes rotos, pero una y otra vez soltó aquella mentira y nadie se fijó en ellos.
Incluso rechazó la ayuda que le ofreció una guardia, y pese a la brusquedad del movimiento y el sonido metálico que lo acompañó, la mujer no logró ver ante sí a un preso fugado, si no a un compañero herido.
Perdido en aquel laberinto subterráneo, se sentó un momento a descansar contra la reja de una celda vacía. Bajó la cabeza con pesadez y dormitó un momento, cansado, ansioso por recuperar su fuerza. No supo cuánto tiempo pasó allí apoyado, ni cuantas veces despertó y volvió a dormir, solo se sumió en una extraña duermevela, ajeno al mundo, hasta que el mundo volvió a reclamarle con un empujón.
Abrió los ojos para mirar al rostro de un monstruo, un hombre bajito y deforme, un duende tocado con un gorro de bufón y cargado con una amenazadora hacha de guerra.
—¿Qué haces aquí, guardia? —le inquirió el Duende con voz de mando—. ¿Cuál es tu nombre? ¿Qué ala vigilas?
Roncefier pensó con lentitud una respuesta convincente, pero ninguna le acudió a su adormilada mente. Su instinto por contra, estaba muy despierto, y notó al segundo el momento en que el Duende se fijó en su argolla.
Antes de que el lunático lograse reaccionar, Roncefier se abalanzó sobre el como una bestia. Hundió su puño en la boca del Duende, ahogando cualquier grito, y apuñaló el pequeño cuerpo con saña mientras el pequeño lunático trataba de retorcerse y pelear.
La luz se apagó poco a poco en los ojos del monstruito y sus movimientos se volvieron débiles y espasmódicos, hasta que solo fue un cadáver echado en el suelo mientras seguía recibiendo puñalada tras puñalada, hasta que el agotamiento detuvo el brazo del caballero.
Sudoroso, jadeante, Roncefier se apartó del cuerpo destrozado. Se había cortado la mano con la saña del apuñalamiento, y la sangre del lunático empapaba sus pantalones y las mangas de su recién conseguido abrigo. Con mano torpe rebuscó entre la mugre y la sangre hasta encontrar el mango del hacha de guerra.
Incluso en la penumbra pudo distinguir que era una buena arma, una que podía sacarle de allí. Se levantó con un bufido agotado, y necesitó apoyarse en el muro para recobrar fuerzas. Los pasillos eran fríos, y con el frío estaba empezando a volver el dolor, el agotamiento. Todo su cuerpo se quejaba con cada gesto, mientras Roncefier se esforzaba por llenar sus pulmones con más y más de aquel aire helado.
Cerró los ojos un momento, derrengado.
Los abrió de golpe al oír una voz de mujer.
—Al fin le encuentro, caballero.
Como un vendaval, Roncefier sacó unas fuerzas que no creía tener para derribar a la guardia en el suelo. Cerró la mano sobre su garganta y lo único que impidió que le abriera la cabeza fue un lapso de su agotada mente. Un detalle que peleaba por abrirse paso en su instinto alterado.
—Por favor —suplicó la mujer con voz ahogada—. Vengo a ayudarte, vengo a sacarte de aquí.
Roncefier la miró con extrañeza, y poco a poco apartó la mano de su cuello. Las palabras de la mujer no tenían sentido para su mente alterada, pero el tono sí. La mujer hablaba sonndí. La mujer hablaba sonndí, con un acento cerrado del Amses.
En cuanto la soltó, la falsa guardia se apresuró a desabrochar el cuello de su abrigo y mostrarle un collar al caballero, un colgante con la enseña de Fuerte Malatesta.
—Estoy con la orden —se apresuró a asegurarle la mujer, entre toses—. Estoy con la orden.
Roncefier dudó un segundo más, luego se apartó. El agotamiento hacía que su cabeza pesase, no podía, ni quería, dar más vueltas a aquello. Decidió creer, ya encontraría la manera de imponerse si todo aquello era una trampa.
La mujer se levantó y pronunció una frase en una lengua extraña. Dos guardias más aparecieron entre las sombras, dos rostros más, morenos y serios.
—Son amigos —le aseguró lamujer—. Vamos. Vamos a sacarte de aquí.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro