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4ª Parte: Hierro y seda



Arrastraron al inspector de Ribapetra bajo un cielo teñido de humo, pateando y gruñendo mientras su hermoso uniforme blanco se manchaba con el cieno del camino. Dos hombres lo sujetaron mientras gritaba y suplicaba, y empujaron su cabeza contra el tajo, ante la mirada atenta de los vecinos del pueblo, dispuestos en hileras y arrodillados, mineros en su mayoría, más resignados que aterrados.

Ni una sola voz resonaba en el aire de la noche, solo el crepitar del fuego y los forcejeos del preso sobre la madera, que crecieron en intensidad cuando notó el frío filo sobre su cuello.

El verdugo no se inmutó, solo levantó el hacha sobre su cabeza y la dejó caer. No era un hacha de ejecución, no fue una muerte limpia, y los quejidos agónicos del muerto presidirían las pesadillas de los supervivientes por mucho tiempo.

Sentado a una decena de pasos de la acción, Quinto Feo meneó la cabeza con aire insatisfecho.

—No ha sido una buena ejecución —comentó a su compañero—. Sucia, ruidosa. No habrá botas para el verdugo.

El templario asintió despacio. Observaba la escena con una mirada indescifrable y los brazos cruzados sobre el pecho, quieto como una estatua.

—Las he visto mejores —admitió en tono neutro—, pero ha sido muy ejemplarizante.

—Ja, eso sin duda. Veamos si el siguiente va mejor.

Con un gesto rápido el líder de los saqueadores indicó que llevasen al tajo al siguiente hombre: el capitán de la guarnición local. Mostró mucha menos resistencia que su predecesor, en gran parte debido a la pérdida de sangre.

—Recuérdame otra vez porque abandonaste a Roncefier —pidió Quinto mientras veían llevar al condenado a través del gentío de gente.

—Es anaches.

—Aja ¿Y eso era?

—De la Bréche fue una de las familias que traicionó nuestras tradiciones y apoyó al rey de Sonnd. Les fue negado el derecho a hacha y nombre, son herejes. A cambio recibieron las espadas negras de manos de otro de los traidores, el duque de Descalabre.

—¿Y?

—No seguiré a un hereje. ¿Puedo preguntar a mi señor a que se debe este cuestionario?

El capitán se dejó colocar sin resistencia sobre el trozo de madera, aturdido. Abrazó el tajo en un último gesto y se relajó, dispuesto para su fin.

—Había algo de lo que hablamos... Algo que comentaste cuando te uniste a mi tropa —Quinto se inclinó hacia delante para ver mejor el final de aquel hombre valiente—. Entonces no preste atención, pero ahora no me lo quito de la cabeza...

El hacha subió, el hacha bajó, y la mitad del cuello del hombre se abrió con el golpe. El hombre se retorció presa de unos últimos espasmos, mientras la vida la abandonaba en un mar de sangre derramada.

—Mierda, mira eso —exclamó Quinto indignado—. No, esa no es manera de morir ¡Fulvino! ¡Aquí!

El verdugo se volvió y acudió a la llamada, mientras el último miembro de la elite de Ribapetra avanzaba en brazos de los salteadores hacia su destino. Se detuvo a un par de pasos de Quinto y saludó entre resuellos, con la mirada perdida y el cuerpo tembloroso.

—Joder, Fulvino, ¿Qué estás haciendo?

—Lo lamento, señor. No fallare el próximo golpe.

—No, claro que no lo fallaras —gruñó Quinto.

Abandonó su asiento y golpeó en el estomago al verdugo. El puño impactó contra el peto de metal sin dejar marca, pero el enorme verdugo cayó de rodillas, sin aliento.

—Sacerdote, la coraza —indicó Quinto al templario—. Con cuidado, —añadió mientras el hombre desataba las cinchas—, no quiero que se le escapen las tripas.

La placa de metal cayó al suelo dejando a la vista una camisa empapada de sangre, que brotaba espesa y sucia desde una herida en la espalda del hombre. Quinto echó un rápido vistazo al corte y chasqueó la lengua, satisfecho.

—Tienes un golpe feo, Fulvino —anunció al hombre con una palmada en el hombro—, nada que vaya a matarte si te comportaras. ¡Mierda, chico! No quiero que mi verdugo muera en medio de una ejecución, deberías haberlo dicho. Ve a que Tarquino te lo mire, anda.

Quinto ayudó al hombre a ponerse en pie y llamó a uno de sus soldados con un gesto, que se encargó al momento de llevarse al agotado verdugo. Quinto lo vio marcharse en silencio y tomó su propia hacha, sopesándola con aire experto.

—Era algo sobre las hachas —retomó mientras seguía el filo con la yema del índice—. Algo sobre las hachas y su significado.

—El hacha es el símbolo de la nobleza en Cetulia, el símbolo de nuestra unión con los dioses —completó solicitó el sacerdote, limpiando sus manos de sangre en un trapo—. Solo un verdadero señor puede llevar un hacha.

—¿Y se supone que yo soy un señor sonndí? —rio Quinto divertido.

—Lleváis un hacha achesa —señaló solemne el templario—. Eso ya os hace más señor que cualquiera de los autoproclamados nobles del campamento de la Bréche.

—Es robada, lo sabes ¿No?

—Si la perdieron no eran dignos de ella —sentenció el templario—. Vos lo sois.

—¿Por haberla sustraído a sus dueños?

—Porque representáis sus virtudes. —El templario cerró los ojos e inspiró, antes de recitar de memoria—. "Cada penna del haxa es parte de virtud señorial; l'una es la fuerza del braço armada, so l'otra la jurisprudencia del que bien ha de gobernar". Dos filos, un objetivo.

—¡Eso, eso era! —Quinto lanzó una carcajada mientras se acercaba al tajo—. ¡La fuerza y la justicia! Me gusta la idea, igual la pongo en mi bandera; fuerza, justicia y el hacha. Sobre campo... ¿Sugerencias?

—Los colores de Nyx son el blanco y el negro —señaló el templario, mientras Quinto apoyaba el hacha en el cuello del tercer desafortunado—. Aunque no faltara rojo en la fundación de vuestro reino, me temo.

El hacha subió y cayó en un solo movimiento, y la cabeza del sacerdote de Ribapetra rodó fuera del tajo y a las manos de uno de los saqueadores. Quinto apartó el resto del sacerdote de una patada y subió al tajo, un estrado improvisado y sangriento al frente de la silenciosa congragación.

—Tendréis que disculpar este espectáculo lamentable —se excusó con una carcajada—. Es algo simbólico, nada más; la prueba de que la ley, la espada y la luz del imperio ya no tienen lugar en Ribapetra. —Una sonrisa mezquina torció el feo rostro del nervita—. No me gustan los discursos, ni entiendo porque gastar saliva cuando las cosas son simples. Y ahora son simples: Ribapetra ha caído. Durante la próxima hora, quemaremos los campos, prenderemos fuego a las casas y nos llevaremos cuanto queramos, incluida la pica del pacto.

Un rumor creció entre el gentío al oír las últimas palabras, un rumor inquieto que las ejecuciones y amenazas no habían suscitado. La sonrisa de Quinto se ensanchó mientras sus palabras corrían como el fuego. Atajó el barullo con un rugido, y carraspeó antes de continuar.

—Como iba diciendo, este pueblo será polvo del camino antes de que termine la noche. Es decisión vuestra si huis hacia el norte y el refugio del imperio, o si seguís mi caravana al sur, hasta Altasella. Habrá una casa y un trabajo para todo aquel que me siga, le llamaré hermano, y como a un hermano lo trataré. Si marcháis al norte, bueno, —su mirada recorrió la muchedumbre con rapidez, en una amenaza velada—, entonces suerte. Ya volveremos a encontrarnos.

Sin más que añadir, Quinto bajó del tajo y dio la espalda a su público. El trabajo no se había detenido durante su charla, sus hombres cargaban carros con comida y útiles, apilaban madera y yesca en las puertas de los hogares y en los campos sembrados, pronto aquel lugar ardería como una antorcha, para entonces contaba con haberse alejado lo suficiente.

El mismo tomó la pica del pacto de la entrada del pueblo, y asintió satisfecho al ver que ni uno solo de los habitantes del pueblo movía un dedo para impedirlo, no bajo la mirada atenta de los hombres de Quinto. Estaba orgulloso de aquella tropa de malhechores, rebeldes y desertores. Un poco de disciplina y ya volvía a tener un ejército, el reino era cuestión de tiempo. Lanza en mano, se acercó a uno de los carros, el destinado a herramientas y armas.

—¿Cómo vamos? —preguntó a su intendente.

El hombre, un desertor de las tropas imperiales, terminó de acomodar un cargamento de picos y se volvió hacia su líder con un rápido saludo castrense.

—Señor, tenemos una pequeña fortuna en picos y palas, tenemos cestas, algunas jaulas pequeñas, no sé si valdrán de algo, pero llenas de comida no ocupan espacio, y las provisiones se mantendrán en el sitio; algunas armas y armaduras, nada muy bueno. Pocas joyas u objetos de valor, algo en el templo, quien sabe si le sacaremos provecho. Un par de mulos, y tres caballos, varias carretas en buen estado, cubos, cuerdas, clavos; una pequeña gran colección de útiles —resumió el hombre rascándose la barbilla—. Pensaba enviar ya los carros llenos; irán lentos, mejor si van delante en la retirada.

—Perfecto. Carga esto también —indicó pasando la oxidada pica al intendente. Un explorador se acercó a Quinto, pero el nervita le indicó que esperase con un gesto—. No hace falta que te diga lo importante que es.

—No, señor. La envolveré en las mantas que tenemos e ira en el carro de las pieles, el más ligero. Estará en casa tan pronto como sea posible.

—Bien. ¿Cuánto necesitaras para terminar la apropiación?

—Una hora estaría bien, con la mitad de eso podemos apañarnos.

—Excelente. —Quinto dio una palmada en el hombro al intendente y lo dejó con su labor. Indicó al explorador que lo siguiese, mientras se dirigía a donde se reunían los heridos—. Habla, hermano.

—Hemos avistado al Destructor a un par de horas de camino. La avanzada está entreteniéndolo, podremos desviarlo una hora más, en tres estará aquí o se habrá perdido.

—Bien. Vuelve y da la orden de volver a la base. Avisa al intendente de los tiempos.

El explorador saludó y se marchó mientras Quinto se unía a los heridos. Solo había habido cinco en toda la escaramuza, ninguno grave, ninguna baja. Un brazo roto, algunos huesos y moretones, una sola herida sangrante. El medico de campaña, un antiguo nervita, vendaba la herida del verdugo cuando llegó, mientras chasqueaba la lengua con acritud.

—Ay, señor. Que estúpida llega a ser la juventud —comentó al ver llegar a Quinto, mientras terminaba de apretar los vendajes—. Si se infecta y la palma, será culpa suya por no avisar.

—¿Como los ves, Tarquino? —preguntó Quinto con una carcajada cómplice—. ¿Podrán sujetar un arma en el camino a casa?

—No deberían —gruño el anciano. Tarquino no sabía nada de gran medicina, ni valía ya para el combate, pero nadie sabía coser una herida o poner un brazo en su sitio como él, y Quinto confiaba en su criterio—. Pero podrán, si hace falta.

—Bien. Subiréis al carro de las pieles, un arma para cada uno. Estáis a cargo de vigilar la pica del pacto, para los que no sois nyctos, ese cacharro es la diferencia entre vivir y morir en esta tierra, así que no la caguéis. Partiréis de inmediato.

Los hombres saludaron y se levantaron para cumplir sus órdenes. Quinto retuvo un momento más a Tarquino.

—Asegúrate de que no se exceden. No debería haber problemas, pero nunca se sabe.

—Intentaré que lleguen al Fuerte tan enteros como puedan, tranquilo —aseveró el anciano, con una sonrisa divertida—. Si hace falta, los matare para que no se maten.

Quinto sonrió satisfecho y dio un rápido abrazo al anciano.

—Llevaos también al templario, dile que es orden mía, que tiene que vigilar la lanza. Os será útil si la cosa se tuerce.

—¿Podemos confiar en ese hombre, Quinto?

—Confió en él lo mismo que en todo el resto; no me ha dado motivos para lo contrario. —El anciano torció el gesto con descontento, lo cual le arrancó una carcajada a Quinto—. Nos será útil, ya verás. Sabe leer y escribir, eso siempre es una ventaja.

—Lástima que esas no fuesen las prioridades del viejo Nerva ¿eh?

Quinto se encogió de hombros.

—Nuevo reino, nuevas normas. Clípea estaba bien, pero aquí podemos hacer algo grande. Esto es tierra fértil para imperios, amigo mío.

El anciano sonrió con cansancio y dio un par de palmaditas en el hombro de su líder. Luego recogió su cesta y se marchó hacia los carros.

Partieron unos minutos más tarde, rumbo al sur y al Fuerte, y el resto de carros fueron saliendo uno a uno en cuanto terminaban de cargarse. Quinto se unió a las tropas que vigilaban a sus prisioneros. Permitió a la gente moverse por la avenida, siempre a la vista de los guardias, y mandó que acercasen algunos cubos con agua para que pudiesen beber.

En una ocurrencia fortuita, descargó del carro de provisiones una buena cantidad de pan y carne ahumada, que repartió entre la gente.

—Guardadlo para el viaje —les advirtió mientras sus hombres se aseguraban de que cada uno tuviese su parte—. El sur, el norte; ambos están lejos. Un bocado siempre hace más fácil el camino.

Cuando el último carro hubo partido, Quinto hizo levantarse al gentío y lo llevó fuera del pueblo, mientras un par de hombres prendían fuego a las casas y los campos. Pronto Ribapetra era una enorme bola de fuego, reflejada en los ojos de sus resignados habitantes. Quinto ordenó la retirada, y esperó a que todos sus hombres emprendiesen el camino, antes de lanzar un último aviso a aquella gente sin hogar.

—En una hora, este lugar será un infierno. Estáis a vuestra suerte. Adiós.

Antes de que pudiera marcharse, una anciana se destacó entre el gentío, tirando de un par de niños pequeños.

—Señor —le llamó con voz adusta, pero respetuosa—. ¿Hay sitio para mis nietos y yo en ese sur vuestro?

—¿Sabes coser, mujer?

La anciana asintió con seriedad. Su nieto lloraba en silencio, abrazado a sus faldas, la niña, algo mayor, no apartaba la vista de las llamas que consumían su hogar.

—Entonces sí, anciana.

—Mi nieta —la voz de la mujer tembló un momento, su mirada no—. Ella es una niña, vosotros... ¿Podéis asegurarme que vuestros hombres no...? —¿Qué mi niña no...?

Quinto observó las llamas y luego el bosque, algo intranquilo. Luego avanzó junto a la anciana y le tendió la mano a la anciana.

—Si me seguís, sois mis hermanos y hermanas —aseguró a la mujer, su mirada fija en la de la anciana—. Nadie viola a una hermana mía. Nadie. No sin que le rompa la cabeza.

La anciana sostuvo su mirada un momento, desafiante, y luego estrechó la mano de Quinto.

—Os seguiremos, señor. —La mano de la anciana era débil y pequeña, pero su apretón era firme—. Más nos prometéis que el Emperador.

Sin soltar su mano, Quinto dio un breve abrazo a la anciana.

—¿Cuál es tu nombre, anciana?

—Mela, señor. También es el nombre de mi nieta, el de mi nieto es Celino.

—Bien, Mela, hermana mía. Tras de mí.

Sin añadir nada más, Quinto se volvió y se alejó del poblado en llamas. La anciana no tardó en seguirle, y tras ella, una veintena más de personas, hombres, mujeres, niños; confusos, resignados, decididos. Quinto los observó por encima del hombro, sin dejar de avanzar.

Veinte era un principio, con suerte algunos más se decidirían a seguirles, o se sumarian más tarde. Un ejército estaba bien, pero lo que en verdad necesitaba un gobernante era un pueblo. Con suerte, una parte de aquel sobreviviría a aquella noche.

El aire nocturno estalló con un aullido inhumano, un lamento lleno de rabia que reverberó sobre la llanura. La hilera se detuvo al oírlo, se volvieron en todas direcciones, mucho más aterrados de lo que lo habían estado durante el ataque. Un nombre trepaba en un rumor, de boca en boca, como una plaga: la Compaña.

—¡Silencio! —rugió Quinto, y su grito acalló todos los murmullos—. Nada de antorchas a partir de ahora, no hagáis ruido y seguid adelante. No queréis que os oigan.

Las pocas teas se apagaron y las familias se juntaron y siguieron, sin mirar atrás mientras el silencio volvía a caer con la oscuridad de la noche. Quinto Feo esperó a que todos le adelantasen. Sonrió mientras el rugido se repetía, mientras las llamaradas de Ribapetra crecían y se rompían al ritmo de la destrucción.

Sobre las cenizas de aquel imperio construiría su hogar.    

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