3ª Parte: La colmena
El caballero de la Bréche salió del almacén más nervioso e incómodo de lo que había entrado. Notaba el frío del suelo en las plantas de los pies, le escocían las piernas, no había querido verse la cara y no estaba nada convencido de que el relleno fuese a engañar a nadie.
—Estás preciosa —trató de tranquilizarle Griet con una risotada—. Es un paseo corto, solo unos cuantos escalones. Tú solo procura no hablar con nadie y toda ira bien.
Roncefier lanzó una mirada cargada de reproche a la mujer, mientras trataba de poner en su sitio los trapos en su escote.
—Ni siquiera mantienen la forma —se lamentó con desconfianza—. ¿De verdad esto va a engañar a alguien?
—¿Y que si tienes las tetas raras? ¡Nadie se dará cuenta! —No podía ver la cara de Griet bajo su capucha, pero intuía de sobra la diversión en su voz—. Sería un problema si habláramos del cateto de Belcler, pero tu tienes un buen culo, nadie te estará mirando la pechera.
—¿No hay otra manera de...?
—Quieres entrar al templo ¿No? —le cortó con dureza Griet.
—Sí, pero...
—Pues solo hay dos clases de personas que puedan llegar allí —respondió ella con divertida brusquedad—. Los nobles, y las esclavas. Y las caras de los nobles se las conocen los guardias.
Roncefier suspiró y se colocó el velo, mientras un par de mujeres ayudaban a Griet a ponerse su disfraz; túnica, toca y manto dorados y una máscara plateada, imitando el rostro de un anciano con una corona de laurel.
—¿No podría ser yo el sacerdote? —preguntó esperanzado, mientras aferraba el repujado candil que una anciana le tendía.
—Mi culo no es tan bueno, Roncefier, ni mi piel tan bonita. —La voz de Griet resonaba metálica bajo la máscara—. Es un disfraz de mujer, necesita una voz de mujer. Déjate de estupideces y metete en el papel: mirada baja, ni una palabra ¿entendido?
—Entendido —concedió el noble con pesar.
Griet asintió satisfecha y dedicó unas últimas palabras a sus seguidoras, mitad despedida, mitad instrucciones. Luego tomó su bordón dorado, irguió la postura hasta un punto exagerado y echó a andar con solemne rapidez, sin preocuparse de sí Roncefier la seguía o no. La mujer le condujo de vuelta a la plaza, y a través de la multitud que se arremolinaba en ella, abriéndose paso a golpe de bordón mientras anunciaba el paso del incienso del emperador. Llegaron sin problemas hasta la guardia al pie de la escalera, y sin problemas los convencieron de que les permitiesen el paso. Roncefier tuvo un momento de pánico cuando uno de los guardias trató de meterle mano, pero Griet lo detuvo de un garrotazo, y el atrevido se ganó una reprimenda de la mujer, y otra de su oficial.
—Ves —se burló Griet en voz queda, mientras ascendían las escaleras—. Ningún problema. Ese tipo hasta te hubiese tumbado ahí mismo.
Roncefier ignoró la burla de la mujer y centró su atención en el templo, más cercano con cada escalón.
—Ahora viene la parte peliaguda —continuó su acompañante—. Las esclavas llevan cosas hasta el templo o el palacio, pero no entran nunca. Podíamos engañar a los idiotas de las escaleras, pero los de dentro saben bien quien puede y quien no estar ahí.
—¿Entonces?
—¿Sabes para que sirve el templo?
—Se oyen historias...
—¿Eso es un sí o un no?
Roncefier suspiró molesto e hizo un esfuerzo por recordar los rumores y cuentos que había oído. Aquella mujer le incomodaba, y no solo por su desparpajo. Había algo familiar en ella, algo que no lograba captar, pero zumbaba en su mente como una mosca molesta.
—Fo... —Incómodo, el señor de la Bréche se aclaró la garganta—. Fornican.
Griet bufó burlona y soltó una breve carcajada.
—Vamos señorito de la Bréche, lo puede hacer mejor.
—La espía es usted, señorita Griet —respondió el noble molesto—. Detállemelo usted, así como porque me interesa saberlo.
—Vale, tranquilo. —Griet seguía sonriendo con sorna, podía oírlo en cada silaba—. El templo es la morada de la Matriarca, y lo que esa furcia lunática se dedica a hacer es crear pequeñas abominaciones, tanto nuevos lunáticos, como hombres y mujeres con sangre de monstruo. La Turma roja, la Alta guardia, seguro que las conoces mejor que yo.
—Conozco a los nervitas —aportó Roncefier—, y son como cualquier otra persona.
—Oh, no dudo que los conozcas... en detalle. —La mujer se aseguró de marcar bien la pausa, tanto como Roncefier de ignorarla—. Por eso mejor que nadie debería saber que los hijos de un lunático y alguien corriente distan mucho de ser como "cualquier otra persona". El quid de la cuestión es que en el templo solo están la Matriarca, sus sacerdotisas y los guerreros elegidos para procrear nuevos monstruitos con forma humana. El disfraz de esclava ya no te valdrá, en cuanto entres al templo, desnúdate y límpiate la cara. Tendrás que hacer pasar por un guerrero, lo cual no debería ser mucho problema ¿No?
—¿Por qué desnudo?
—Por lo que sabemos, nadie lleva ropa ahí adentro. Les estorbará para ponerse a la faena —cacareó Griet maliciosa—. Ya estamos casi; tú déjame a mi hablar con el guardia y sigue para adentro.
—¿Y luego?
—Tu a lo tuyo y yo a lo mío.
—¿Cómo, aquí nos separamos? —siseó Roncefier nervioso. Cada vez estaban más cerca de la entrada al templo.
—Aja. Yo no puedo pasear por ahí dentro, no cumplo los, digamos requisitos —señaló la mujer, dejando a la vista un brazo manco—. Tampoco me conozco el interior, el trato era traerte hasta aquí, para el resto, estas solo.
Roncefier dedicó una larga mirada al brazo mutilado, y asintió despacio, no muy convencido.
—¿No hemos conocido antes, dama Griet? —preguntó, todavía molesto por la sensación familiar.
—Lo dudo —atajó ella—. Ahí viene el guardia.
Roncefier devolvió la vista al frente, donde un hombre con las mismas vestimentas doradas que Griet se acercaba hacia ellos con paso firme. Levantó una mano para darles el alto, pero Griet se limitó a ignorarlo y a empujar a Roncefier hacia el templo. El guardia dio un paso rápido y aferró a la mujer por la manga vacía.
—El paso está prohibido sin... —el resto de la frase se perdió en el gorgoteo de su garganta cortada.
Con la misma velocidad con que lo había aparecido, la delgada espada se perdió bajo los ropajes de la mujer, que cargó al moribundo guardia sobre su hombro y azuzó a Roncefier hacia la entrada.
El noble aceleró nervioso hacia el umbral, rezando porque solo hubiese un hombre de guardia. Subió los últimos escalones, pasó bajo el patio columnado y cruzó el umbral del templo, con el corazón en un puño.
Se detuvo un momento para tomar aire, mientras esperaba a que el palpitar inquieto de su pecho se calmase lo suficiente para poder seguir. Dedicó un tímido vistazo a la estancia en que se encontraba, una antesala al verdadero templo, con algunas pilas con agua, estatuas de hombres y mujeres en gloriosa desnudez y algunas antorchas crepitantes. Una estrecha puerta se abría a otra sala llena de vapor, las estancias interiores del edificio. Se permitió una sonrisa nerviosa y luego, con apresurada torpeza, se deshizo de sus ropas de criada y se lavó la cara con brío hasta que el reflejo que le devolvió el agua volvió a ser aquel al que estaba acostumbrado.
Cruzó el umbral temblando tanto de frío como de angustia; por más que fuese la única manera, andar desnudo por territorio enemigo no era su idea de un buen plan. La cortina de vapor lo abrigó en su húmeda calidez, librándole al menos del frío.
El interior del templo era un horno lleno de niebla. Las formas se volvían difusas, dobladas en el calor blanco, las figuras aparecían y se desvanecían en medio de los humos de los incensarios y el tupido vapor. Descubrió por las malas que la mayor parte del suelo estaba anegada, un baño cálido y poco profundo que le hizo contener un exabrupto de sorpresa.
Salió del agua a tientas y se detuvo un momento a considerar su situación. En alguna parte de aquel templo a la lujuria podía haber una llave, uno de los talismanes de piedra en cuya busca había dejado Sonnd. No tenía ninguna certeza, pero era la posibilidad más sólida con la que contaba: necesitaba explorar aquel sitio de arriba abajo, y necesitaba hacerlo sin llamar la atención.
Pese a toda la tensión que aquella obligación puso sobre su cabeza, no resultó algo difícil de hacer. Pese a su enorme tamaño, el templo estaba casi vacío, y los pocos habitantes que disfrutaban de la calidez de las aguas armaban el suficiente revuelo para que pudiese evitarlos. Roncefier recorrió aquella sauna de punta a punta tres veces antes de rendirse a la evidencia: el templo era solo un inmenso baño, sin más habitaciones, sin escaleras, sin más salida que la propia entrada.
Ni siquiera había logrado ver a la Matriarca, ni a una siquiera de las sacerdotisas, solo hombres y mujeres tumbados en el agua, charlando, comiendo, riendo, disfrutando de las comodidades del templo. Ya empezaba a hacer planes para una decepcionante retirada cuando atisbó la elegante figura de una sacerdotisa.
Se ocultó sin prisa entre el vaho y la observó pasar por el rabillo del ojo; satisfecho. Desnuda, con una voluptuosa silueta humana, y unas proporciones monstruosas; un cuello demasiado alto, unas piernas más largas que el resto de su cuerpo entero y una altura un par de cabezas por encima de la del propio Roncefier. Fuera del templo se cubrían con largas túnicas y velos que impedían ver siquiera un atisbo de su piel, pero las proporciones eran inconfundibles.
La sacerdotisa ni siquiera prestó atención al noble, apresurada como iba, cargando ante ella una arqueta dorada con reverencioso cuidado. Roncefier la observó pasar a grandes zancadas y se apresuró a seguirla, tratando de ser lo más silencioso que podía. La mujer siguió su marcha sin percatarse de su presencia, se acercó a un muro y se perdió entre el vapor.
Molesto y asustado a partes iguales, Roncefier aceleró hasta el lugar donde había visto a la mujer desaparecer. Contempló el corredor de piedra ante él con sorprendida admiración; el vapor y las pinturas engañaban al ojo y escondían a simple vista un pasadizo en la pared.
Con paso medido y oído atento, Roncefier se internó en el corredor. No estaba seguro de si su presencia en aquel pasadizo sería tan ignorada como en la piscina, y notaba incluso más de lo acostumbrado la ausencia de su mandoble. Avanzó despacio por el pasillo, siguiendo la piedra con la mano para no perder otras entradas camufladas, conteniendo el aliento cada vez que una gota de agua resonaba con demasiada fuerza o sus pies trastabillaban en la humedad silenciosa de aquellos suelos de piedra.
Poco a poco el pasillo fue descendiendo, girando de vuelta al templo, al subsuelo bajo la mole de piedra. El sonido de unos cánticos monótonos y repetitivos fue creciendo entre las paredes de piedra a medida que se acercaba a la luz al final del camino.
Esperó un segundo en la penumbra del umbral, mientras su vista se acostumbraba a la semipenumbra de la caverna ante él. La sacerdotisa a la que había seguido avanzaba con paso solemne sobre un corredor de pétalos, flanqueada por casi dos docenas de sus compañeras, mujeres todas ellas, con distintas pieles y cabellos, pero las mismas proporciones desmesuradas. Al fondo del pasillo floral, la inmensa mole de la Matriarca esperaba tumbada en un diván, acompañada por la figura arrodillada de una joven orante.
El caballero de la Bréche se arrastró fuera del pasillo a gatas, fuera del alcance de los grandes pebeteros, de la atención de las mujeres, volcada en su extraño rito. Avanzó agazapado, escondido en las sombras, intentando conseguir una mejor imagen del ritual.
La sacerdotisa de la arqueta siguió paso a paso hasta llegar ante la Matriarca, momento en que se arrodilló ante su superior y los cantos cesaron. Sin prestar atención a la orante, la Matriarca abandonó su diván y tomó la arqueta, que abrió con ritual lentitud. Un fulgor dorado refulgió sobre el fuego de los pebeteros en cuanto la Matriarca levantó la tapa, y Roncefier se tumbó sobre el helado suelo mientras la lunática bañaba en aquel resplandor a su congregación.
A un gesto suyo, las dos sacerdotisas más cercanas a ella dieron un paso al frente mientras les tendía el arca. Una de ellas extrajo del arca un puñal de piedra negra, que mostró a sus hermanas. La otra sacó de su refugio una de las llaves de piedra.
Sobre el suelo de la caverna, empapado y sucio, Roncefier cerró por enésima su puño sobre la empuñadura de una espada que no le acompañaba. Una maldición apenas susurrada escapó entre sus helados labios. Tan cerca y tan lejos, se lamentó. Al menos su corazonada había resultado ser cierta.
La mujer que sostenía la llave se adelantó junto a la que oraba y la conminó a levantarse, y lo que Roncefier había tomado por una muchacha resultó ser un joven, flaco y con una larga melena, pero un hombre sin duda. Tomó la llave con cuidado y depositó un beso sobre la piedra resplandeciente, antes de devolverla a manos de la sacerdotisa.
Levantó una breve plegaria mientras la mujer del puñal se acercaba fuera de su vista. Ni siquiera acusó el golpe; una certera puñalada y el joven se derrumbó sin vida, fulminado en el acto. Amuleto y daga volvieron a la arqueta mientras algunas sacerdotisas tomaban el cadáver y lo depositaban en una parihuela. Los cantos volvieron a comenzar al mismo tiempo que el cofre era depositado sobre el pecho del cadáver y las sacerdotisas levantaban el cuerpo y se lo llevaban en solemne silencio, más allá de la luz de los pebeteros.
En su escondrijo, Roncefier se levantó con cuidado y las siguió en su camino a la penumbra, con la mirada fija en el tesoro. Los coros de las mujeres quedaron pronto atrás, distorsionados entre las paredes oscuras, mientras el noble desnudo seguía a las dos mujeres, guiado por el brillo dorado de la llave.
Siguió al cortejo fúnebre hasta una puerta marcada y una gran sala con decenas de pequeños pasillos de piedra, como una biblioteca en las profundidades. Una racha helada le recibió en cuanto traspasó el umbral, y Roncefier se estremeció mientras contemplaba las paredes horadadas de lo que parecía un inmenso panal de piedra.
Las sacerdotisas siguieron su camino entre los pasillos, con el paso seguro de quien conoce su destino, pero el caballero detuvo el suyo, molesto en la presencia de tantas madrigueras. En la oscuridad de la sala, le resultaba imposible distinguir nada, y su olfato estaba abrumado por el aroma de la piedra y la humedad, pero su oído traicionero captaba el sonido suave de garras contra la piedra, un rasgueo lento cuyo origen no lograba determinar.
Observó impotente como la luz se alejaba al fondo del pasillo y tomó una decisión. Con paso cauteloso, poniendo toda su atención en los ecos de la sala, se acercó al hueco más cercano y echó una rápida ojeada, sin lograr ver nada más que oscuridad en el interior.
Dudó un momento más, intentando oír de nuevo el sonido, hasta que otro vistazo a la cada vez más lejana luz, le convenció de que no había tiempo que perder. Contuvo el aliento y, en un acto de suprema desesperación, tanteó con la mano izquierda el interior del agujero.
La sacó tan pronto como notó el tacto helado de la carne muerta, y observó con creciente desagrado el número de nichos en la roca. Una enorme morgue, eso es lo que era aquel lugar. La aprensión del descubrimiento le duro poco, sustituida por un pensamiento más pragmático; los muertos difícilmente podrían hacerle nada y eso dejaba a las dos sacerdotisas con su piedra a solas contra él.
Un pensamiento macabro cruzó su mente y el caballero de la Bréche volvió a hundir su mano en la estrecha tumba. Palpó con cuidado el cuerpo del difunto en busca de alguna clase de arma. El cadáver estaba helado, pero la piel seguía intacta y no olía, una victima reciente, supuso el caballero. Por un instante incluso lo sintió palpitar bajo sus dedos, pero el temblor no se repitió. Tardó poco en encontrar sus manos y sonrió satisfecho al notar el frío del metal entre los dedos crispados del cadáver. Con un tirón liberó al muerto de su arma, una sencilla daga de bronce, un arma tosca, pero toda una mejora respecto a las últimas horas. Incluso se sentía más vestido.
Con el pulso firme otra vez y una sombría determinación, se deslizó a través de las sombras, pasando pasillo tras pasillo hasta volver a captar la luz dorada. Las mujeres preparaban al joven difunto para su última morada, limpiaban su cuerpo y cantaban de espaldas al caballero.
Paso a paso, sin prisa, Roncefier empezó a avanzar hacia ellas, daga en mano, sin apenas pisar el suelo, preparado para la danza, ansioso por el primer compás. Con cada paso la distancia se recortaba, el premio estaba más cercano. A tres pasos levantó la daga ante él, a dos se tensó como una ballesta, listo a dispararse, el último paso nunca llegó a darlo.
Con un aullido escalofriante un cadáver surgió del nicho ante él, manoteando en el aire helado de la tumba como un monstruoso recién nacido. Un pequeño cambio en el compás, un baile nuevo.
Sin perder la frialdad Roncefier embistió al redivivo, seccionó su carótida de un tajo y embistió contra las sacerdotisas. Una de las mujeres grito aterrada, la otra agarró la daga de piedra de la arqueta y le plantó cara.
Roncefier atrapó la estocada de la mujer y la desmontó con un giro de muñeca, cortando el brazo de la mujer a la altura de la axila. Con paso rápido y preciso, ciñó a la mujer, esquivando la segunda puñalada, y el cuchillo del caballero entró y salió de su cuello con un barboteo rojo.
La sacerdotisa se aferró el cuello con un gemido ahogado, sin fuerzas para intentar un tercer ataque. Roncefier ya no le prestaba atención; la otra mujer había tomado la llave y había echado a correr, pidiendo ayuda a pleno pulmón.
Oyó a los muertos removerse en sus tumbas mientras avanzaba tras la mujer, pero no se detuvo. La siguió en cada giro y revuelta, y estuvo a punto de atraparla en cuanto la mujer entró en una escalera de caracol. Resbaló entre sus manos húmedas y trepó los escalones a gatas, sin dejar de gritar, mientras el caballero de la Bréche la seguía tan deprisa como podía.
Las escaleras le llevaron de vuelta al piso principal, al vaho, el calor y el agua. Saltó al templo tras su presa, pero la sacerdotisa ya había encontrado a media docena de jóvenes guerreros, que se apresuraron a interponerse entre el noble y su presa.
Roncefier maldijo su suerte y huyó hacia la entrada. Podría haber acabado con seis jóvenes desarmados, pero para cuando lo lograse, la sacerdotisa ya habría encontrado mejores ayudantes. Tenía que salir del templo antes de que fuese tarde.
En cuanto cruzó el umbral, el frío aire nycto le recordó su desnudez. Podía oir a los guerreros gritar y reunirse dentro del templo, podía oir el sonido de su fin acercándose. Desnudo o no, quedarse en aquel vestíbulo era mala idea.
Como una exhalación, el caballero de la Bréche saltó fuera del templo. Contempló un segundo las enormes escalinatas, la gente en la plaza tan lejos que parecían hormigas. No había manera de que lograse descenderlas antes de corriese la alarma, de que lograse cruzar el cordón de guardias sin ropa ni dar explicaciones. Solo le quedaba esconderse.
Bordeó el templo sin frenar; no empezarían a buscarle en palacio, quizá podría encontrar ropa allí dentro, hacerse pasar por un criado. Concentrado en sus planes no percibió el bulto ante él y cayó de bruces al suelo.
Se levantó dolorido y enfadado consigo mismo y con el mundo. Golpeó el suelo con el puño de pura rabia. Resignado a lo peor, se volvió a contemplar al culpable de su caída, y al ver el fardo desmadejado en el suelo, la sonrisa volvió a acudir a sus labios. La fortuna aún no le había abandonado.
Un par de minutos más tarde, un guardia del templo, herido y aterrado, bajaba los escalones aullando a los guardias al pie de las escaleras para que detuviesen al asesino que le perseguía.
Sacudió al jefe de la guardia cuando trató de detenerle, gritando sinsentidos mientras la alarma empezaba a cundir escaleras arriba, y antes de que ninguno de los guardias encontrase el ánimo para detenerlo, se perdió entre el gentío, aullando como un loco mientras se alejaba del templo.
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